«El voluntariado es adictivo: tiene algo que engancha»

Varios jóvenes cuentan su experiencia como voluntarios este verano ayudando a personas en necesidad en ciudades del mundo como Tarragona, Tánger, Kenia o Uganda.

Experiencias de voluntariado de jóvenes que acuden a centros del Opus Dei en Valladolid y Burgos
Varias de las chicas de Burgos con una de las familias a las que visitaron en su voluntariado.

“Agradecidos, privilegiados, reconfortados, con mucha suerte en la vida”. Así se sienten muchos de los setenta jóvenes, de distintas ciudades de Castilla y León, que han participado en proyectos de voluntariado durante el mes de julio, dedicando parte de su verano a proyectos de ayuda a personas con dificultades dentro y fuera de España. Promovidos desde asociaciones universitarias, colegios y colegios mayores, estos jóvenes de últimos cursos de bachillerato y universitarios hacen compatible el ocio y la solidaridad.

Un verano de tres meses puede dar para mucho. Más allá de festivales, fiestas de los pueblos o viajes en Interrail, a nuestros protagonistas les esperaban refugiados de la guerra de Ucrania que necesitaban urgentemente un lugar decente y acondicionado para su acogida en España. Pero también, al otro lado del estrecho de Gibraltar, jóvenes discapacitados, algunos rescatados de la basura…Y, un poco más adentro, en el corazón de África, niños deseando aprender y familias ugandesas que viven tan al día que en ocasiones no pueden permitirse ni una comida al día.

Carmen, Adriana, Pablo, Javier, Marta son sólo algunos de estos jóvenes que han decidido a vivir un verano diferente. En algunos casos, como Adriana y Marta, han recorrido miles de kilómetros hasta llegar a Uganda desde Burgos. Otros, como Carmen, se han quedado en España: el viaje de Valladolid a Tarragona no es tan largo, pero sí es grande el reto de acondicionar un alojamiento para nuevos refugiados que siguen necesitando acogida debido a la guerra de Ucrania.

Pablo repite experiencia acompañado de Javier, entre otros. De la mano del Colegio Mayor Peñafiel, se desplazaron hasta Tánger para asistir a jóvenes discapacitados y dar un respiro a la comunidad de Franciscanos de la Cruz Blanca en la ciudad marroquí.

Jóvenes del Colegio Mayor Peñafiel en un voluntariado con personas con discapacidad.
Jóvenes del Colegio Mayor Peñafiel en un voluntariado con personas con discapacidad.

La decisión de hacer su verano compatible con dar de su tiempo no surge sobre la marcha. Llevan meses de preparativos. María, coordinadora del proyecto de acondicionamiento de un lugar de acogida para refugiados de la guerra de Ucrania, cuenta que desde la Asociación Universitaria Antares de Valladolid buscaban “un proyecto atractivo, que nos hiciera entrar en contacto con una realidad tan cercana como la guerra pero que muchas veces sólo recordamos por las noticias. Además, tener que trabajar con nuestras manos para resolver una necesidad inminente hacía que este proyecto nos permitiera dejar un legado material y no sólo de acompañamiento”. 

Este grupo acercó a casi 50 voluntarias universitarias y en los últimos cursos de bachillerato a la Casa d'Exercicis Cardenal Arce de la Selva del Camp, en Tarragona, donde acogen a 57 refugiados ucranianos.

Por su parte, en Burgos, la ciudad se volcó en la ayuda al Proyecto Uganda, impulsado por el colegio Campolara y la Asociación Cultural Arlanza. Elena
ha coordinado el proyecto que ha hecho posible que la ayuda de clubes deportivos, farmacias, colegios sanitarios, entidades educativas, llegue al país africano de la mano de 14 voluntarias de últimos cursos de bachillerato y dos enfermeras, un óptico y una policía. Para Elena, la ayuda es bidireccional, pues las jóvenes “se han dado cuenta de que son capaces de dar, comprueban que tienen mucho que dar y esto ayuda mucho en lo personal y en su madurez”.

La realidad impacta

Los voluntarios reconocen que cuando llegan a destino no todo fluye como esperaban… Contrastes sociales abismales, situaciones personales de gran dureza, niños que no obtienen el cariño suficiente de sus padres porque prima la supervivencia, comprobar que muchos inocentes son descartados por sus discapacidades o nada más nacer porque no llegan en el momento ni el lugar adecuado. A esto se responde con entrega, generosidad, amistad y buen humor sin huir de la realidad a la que hacen frente.

Más allá de lo tangible, el contraste reside en la filosofía de vida que llevan sus habitantes. Adriana coincide con Pablo y Javier cuando asegura que en África se vive al día: “si no vendes hoy cuatro piñas, no tienes para comer”, pone como ejemplo. Pero esta mentalidad convive en muchos casos con una fe profunda que ha podido tocar: “Una abuela a cargo de tres nietos abandonados por sus padres me dio una gran lección. Me dijo que Dios, día a día, les va sacando de esta situación. De alguna manera, ellos saben y tocan que Dios no se olvida de ellos”.

Este contraste entre dureza y alegría también lo constata Elena: “La pobreza es impactante, no hay casas normales. Pero se conjuga con la alegría de los niños, aunque algunos, y sus madres, llegaron a pedirnos que los trajéramos a España”.

Al comienzo, el sentimiento de impotencia también es habitual. Carmen reconoce que cuando llegaron y se dieron de bruces con la necesidad inminente de acondicionar un lugar decadente en algo digno para acoger a personas que lo habían perdido todo pensó: “Qué duro…¡dónde me he metido!” y eso que estaban en Tarragona…

Apenas al otro lado del Mediterráneo, en Tánger, las diferencias sociales, los contrastes económicos de la ciudad, impresionaron a Pablo y a Javier. “Comprobar que estás tan cerca y a la vez es todo tan diferente, choca”, dice Pablo. Al mismo tiempo, les impactó la entrega desinteresada y la generosidad con la que viven los Padres de la Cruz Blanca, una fraternidad que atiende a jóvenes discapacitados a los que muchas veces rescatan de la basura, donde les han arrojado sus propias familias. Esta realidad impactó especialmente a Javier, que reconoce que “cuando llegué me daba miedo no saber cómo tratarles…pero poco a poco, sobre todo con cariño, se acierta siempre”.

Pensando en regresar

¿Repetirías? La respuesta es unánime. “100 %”. Todos coinciden en que el voluntariado engancha. Por su parte Adriana explica que “es totalmente cierto lo que dicen del mal de África; engancha”. Carmen afirma que no se lo pensaría dos veces e insiste: “No me lo he pasado mejor en toda mi vida. Terminaba el día agotada de felicidad”. Pablo asegura que ha repetido por esta razón, reconoce que “cuando vuelves de una experiencia como esta, en las dos primeras semanas después del viaje, no puedes dejar de hablar de ello. Mis amigos terminaban hartos, pero al mismo tiempo muy interesados”, concluye riendo.

En este sentido, María, coordinadora del proyecto de Antares, explica que “la gente joven busca algo en el voluntariado, más allá de la experiencia del viaje. No tengo ni que convencerles. Estos proyectos tienen algo que no encuentran en su día a día y que les es muy atractivo y termina provocando adicción”.

Volver con la maleta llena

“Cuando llegué a mi casa a las tres de la mañana y abrí la puerta de mi habitación y vi mi cama, mi escritorio, mi armario, todo para mí y de un tamaño que allí les sirve para una familia entera… me puse a llorar”, relata Marta. “He aprendido a valorar las cosas más básicas y constantemente me pregunto por qué he tenido tanta suerte”.

Adriana ha alargado su estancia en África y desde Kenia reconoce que su aprendizaje es profundo: “He venido aquí para ayudar a los demás, pero también para ayudarme a mí. Con esta experiencia estoy aprendiendo a despejar preocupaciones y a centrarme en pensar qué quiero hacer con mi vida. Para conseguirlo siento que debo tener más cercanía con Dios”.

Dos voluntarias dando clase a unos niños en una escuela de Kenia.
Dos voluntarias dando clase a unos niños en una escuela de Uganda.

Pablo también afirma, tras la experiencia, que “no hace falta irse a Marruecos para valorar lo que tienes, pero ser testigo de los contrastes que existen te hace darte cuenta de la suerte que tienes y de la falta que hace ayudar a los demás estés donde estés”.

A Carmen aproximarse a la realidad de los refugiados de la guerra le ha ayudado a “crecer por dentro: está muy bien rezar por ellos, pero sabía que podía hacer algo más y, junto al aprendizaje cultural que te aporta estar en contacto con otras personas y situaciones, he aprendido a valorar más a mi familia”, concluye.

Haciendo balance y viendo que estas experiencias siempre se quedan cortas, porque uno siempre se queda con las ganas de ayudar más y mejor, Elena, coordinadora del proyecto de Uganda explica que “a mí me ha llenado la gente. Me encantaría poder seguir con proyectos armados desde la universidad para conseguir dar pasos y dejarles algo que remedien lo que ellos necesitan en su día a día, con un paracetamol no arreglas nada.

De su mano y de la continuidad de estas iniciativas, es muy posible que algunos de nuestros protagonistas vuelvan a repetir un verano diferente.