Vida de María (VIII): Magisterio, Padres, santos, poetas

Textos que relatan con diferentes estilos un mismo acontecimiento: la Presentación de Jesús en el Templo.

LA VOZ DEL MAGISTERIO

«María es la "Virgen oferente". En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cfr. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (cfr. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (cfr. Lv 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha notado la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (cfr. Hb 10, 5-7); ha visto proclamad a la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño la luz que ilumina las gentes y la gloria de Israel (cfr. Lc 2, 32), reconocía en Él al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, "signo de contradicción" ( Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (cfr. Lc 2, 35), se cumplieron sobre el Calvario.

»Misterio de salvación, pues, que el episodio de la Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la Cruz. Pero la misma Iglesia, sobre todo a partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (cfr. Lc 2, 22), una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del rito. De dicha intuición encontramos un testimonio en el afectuoso apóstrofe de San Bernardo: "Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre. Ofrece por la reconciliación de todos nosotros la víctima santa, agradable a Dios" (San Bernardo, Sermón en la fiesta de la Purificación, III, 2: PL 183, 370)».

Pablo VI (siglo XX), Exhort. apost. Marialis cultu, 2-II-1974, n. 20

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«La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cfr. Lc 2, 32. 34). Y a Ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

»Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón — mis ojos han visto a tu Salvador ( Lc 2, 30)—, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús "el consuelo de Israel" ( Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia.

»Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón: por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la "luz" y la "gloria" se transforman en una revelación universal».

Benedicto XVI (siglo XXI), Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor, 2-II-2006.

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«Las palabras del anciano Simeón anunciando a María su participación en la misión salvífica del Mesías, ponen de manifiesto el papel de la mujer en el misterio de la redención. En efecto, María no es sólo una persona individual; también es la "hija de Sión", la mujer nueva que, al lado del Redentor, comparte su pasión y engendra en el Espíritu a los hijos de Dios. Esa realidad se expresa mediante la imagen popular de las "siete espadas" que atraviesan el corazón de María. Esa representación pone de relieve el profundo vínculo que existe entre la madre que se identifica con la hija de Sión y con la Iglesia, y el destino de dolor del Verbo encarnado.

»Al entregar a su Hijo, recibido poco antes de Dios, para consagrarlo a su misión de salvación, María se entrega también a sí misma a esa misión. Se trata de un gesto de participación interior, que no es sólo fruto del natural afecto materno, sino que sobre todo expresa el consentimiento de la mujer nueva a la obra redentora de Cristo.

»En su intervención, Simeón señala la finalidad del sacrificio de Jesús y del sufrimiento de María: se harán "a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones" ( Lc 2, 35). Jesús, "signo de contradicción" ( Lc 2, 34) que implica a su madre en su sufrimiento, llevará a los hombres a tomar posición con respecto a él, invitándolos a una decisión fundamental. En efecto, "está puesto para caída y elevación de muchos en Israel" ( Lc 2, 34).

»Así pues, María está unida a su Hijo divino en la con vistas a la obra de la salvación. Ciertamente, existe el peligro de caída para quien no acoge a Cristo, pero un efecto maravilloso de la redención es la elevación de muchos. Este mero anuncio enciende gran esperanza en los corazones a los que ya testimonia el fruto del sacrificio.

»Al poner bajo la mirada de la Virgen estas perspectivas de la salvación antes de la ofrenda ritual Simeón parece sugerir a María que realice ese gesto para contribuir al rescate de la humanidad. De hecho, no habla con José ni de José: sus palabras se dirigen a María, a quien asocia al destino de su Hijo (...). La conclusión del episodio de la presentación de Jesús en el templo parece confirmar el significado y el valor de la presencia femenina en la economía de la salvación. El encuentro con una mujer, Ana, concluye esos momentos singulares, en los que el Antiguo Testamento casi se entrega al Nuevo».

Juan Pablo II (siglo XX), Discurso en la audiencia general , 8-I-1997

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LA VOZ DE LOS PADRES DE LA IGLESIA

«Del mismo modo que la Madre de Dios y Virgen intacta sostuvo en sus brazos a la Luz verdadera y la entregó a aquellos que yacían en las tinieblas, igualmente nosotros, iluminados con su luz, y sosteniendo en nuestras manos la luz que alumbra a todos, apresurémonos a salir al encuentro de Aquél que es la Luz verdadera.

»Pues verdaderamente la luz ha venido al mundo ( Jn 3, 19) y ha iluminado a este mundo rodeado de tinieblas; y nos ha visitado el Sol que surge de lo alto y ha iluminado a los que se encontraban en las tinieblas (cfr. Lc 1, 78-79). Éste es nuestro misterio. Por esto caminamos sosteniendo los cirios, para significar la Luz que nos ha iluminado y el esplendor futuro que esperamos recibir de Él. Corramos todos juntos al encuentro de Dios.

»Ha venido la luz verdadera que alumbra a todo hombre ( Jn 1, 9); por tanto, hermanos, dejémonos iluminar. Que todos seamos partícipes de su resplandor; que nadie, cubriendo su resplandor, permanezca en la noche, sino que todos, resplandecientes e iluminados, vayamos a su encuentro para recibir, junto con el anciano Simeón, aquella Luz clara y sempiterna. Y todos, participando del gozo del anciano, entonemos un cántico de acción de gracias al Padre de la luz, quien nos ha enviado a la Luz verdadera, ha eliminado las tinieblas y nos ha hecho a todos resplandecientes.

»Nosotros también hemos visto por Él a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos ( Lc 2, 30-31), a quien has manifestado para gloria del nuevo Israel, y sin dilación fuimos liberados del antiguo pecado, del mismo modo que Simeón, una vez que vio a Cristo, fue liberado de las ataduras de la vida presente.

»Nosotros también hemos abrazado con la fe a Cristo que viene a nosotros desde Belén; hemos sido constituidos Pueblo de Dios, los que antes éramos gentiles; hemos visto con nuestros ojos al Dios hecho carne y, aceptada en los brazos de nuestro espíritu la presencia visible de Dios, somos el nuevo Israel».

San Sofronio de Jerusalén (siglo VII), Discurso III en la Presentación del Señor.

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«Simeón no había ido al templo por casualidad, sino que fue movido por el Espíritu Santo: todos aquellos que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios ( Rm 8, 14). El Espíritu Santo lo llevó al templo. También tú, si quieres abrazar a Jesús y tenerlo entre tus manos, si deseas hacerte digno de ser librado de la prisión, pon todo tu esfuerzo en ser dirigido por el Espíritu y en venir al templo de Dios. Ahora te encuentras en el templo del Señor Jesús, es decir, en su Iglesia; éste es el templo construido con piedras vivas (1 Pe 2, 5). Pero tu estás en el templo del Señor cuando tu vida y tus costumbres son dignos del nombre que designa a la Iglesia. Si vienes al templo movido por el Espíritu, encontrarás a Jesús Niño, lo acogerás en tus brazos y dirás: ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo, según tu palabra ( Lc 2, 29)».

Orígenes (siglo III), Tratado sobre el Evangelio de San Lucas 15, 1-5.

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LA VOZ DE LOS SANTOS

«Dos preceptos imponía la Ley antigua, relativos al nacimiento de los hijos primogénitos: el uno obligaba a la madre, pues quedaba inmunda, a permanecer retirada en casa por espacio de cuarenta días, transcurridos los cuales iba a purificarse en el templo; el otro imponía a los padres la obligación de llevar el primogénito al templo para ofrecerlo al Señor. La Virgen Santísima quiso en este día cumplir el uno y el otro precepto.

»Es verdad que María no estaba obligada a la ley de la purificación, por haber permanecido siempre virgen purísima; pero amaba con tan entrañable amor la humildad y la obediencia que, como las otras madres, quiso presentarse en el templo para purificarse. Cumplió también el segundo mandamiento de la ley presentando a su Hijo y ofreciéndolo al eterno Padre, como lo dice San Lucas: cumplido el tiempo de la purificación de la Madre, según la ley de Moisés, llevaron al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor ( Lc 2, 22). Pero la Virgen María lo ofreció de modo muy diverso de lo que solían hacer las demás madres al ofrecer a sus hijos.

»Las otras madres ofrecían a sus hijos, pero sabían muy bien que esta oblación no pasaba de una mera ceremonia legal; pues, una vez rescatados, recobraban sobre ellos el derecho que tenían, sin temor de tener que ofrecerlos después a la muerte. María, por el contrario, ofreció realmente a su Hijo a la muerte, y sabía muy bien que el sacrificio que entonces hacía de la vida de Jesucristo se había de consumar un día en el ara de la Cruz; de manera que, ofreciendo la vida de su Hijo por el inmenso amor que le tenía, María hizo a Dios perfecto holocausto de sí misma».

San Alfonso María de Ligorio (siglo XVIII), Las glorias de María. * * *

LA VOZ DE LOS POETAS

¡Oh, tú, Reina, que beata

entre todas las mujeres

mereciste ser y eres!

¡Oh Virgen semper intacta,

por quien dijo Salomón:

¡Pura doncella,

toda eres bella

en perfección!

Sin mancilla te llamó

porque nunca la tuviste,

y sin pecado naciste,

y sin él te recibió

el colegio celestial

en su gremio,

dándote muy rico premio

eternal.

Al cual premio preveniste

con angustias y dolores,

no tamaños, mas mayores

que ninguna mujer triste:

que cuanto de más valía

que tu fruto

de dolor más absoluto

te hería.

Entre tus penas extrañas

y dolores tanto crudos,

siete cuchillos agudos

traspasaron tus entrañas;

los cuales si me das gracia

te querría presentar,

Virgen María,

sin falacia.

El cuchillo fue primero

que hirió tu corazón

cuando al justo Simeón

ofreciste tu cordero,

y habló por profecía

que el infante

un cuchillo muy tajante

te sería.

Fue tu ánima bendita

de cuchillo muy cruel

llagada, cuando por el

gran temor de escalonita

viajaste con recelo

en Egipto

con el tu Hijo chiquito

rey del cielo.

El cuchillo doloroso

tercero que te hirió

fue cuando se te perdió

el infante glorioso,

e lo tuviste tres días

por perdido.

¡Oh, llanto cuán dolorido

que harías!

Cuando te fue denunciada

la triste denunciación

de su cruda detención,

del cuarto fuiste llagada,

y tu corazón carpido

de dolor,

por ser preso tu señor

e vendido.

Tu inmenso dolor quinto

fue cuando desde la cruz

aquel príncipe de luz,

de su sangre todo tinto,

te dijo con gran afán:

¡Oh, mujer,

en hijo debes haber

a San Juan!

Con el sexto te llagaron

cuchillo sin piedad

cuando su humanidad

de la cruz desenclavaron,

y en tu santo regazo

fue tendida

y su cabeza herida

en tu brazo.

El septeno fue cuchillo

de gran dolor que pasaste

cuando tu Hijo dejaste

en aquel sacro lucillo;

e cual finca la ciudad

despoblada

quedaste, Virgen sagrada,

en soledad.

Pero maguer aflijida

más que nunca lo fue madre

en ti por gracia del Padre

quedó nuestra fe cumplida,

y la tu pura flaqueza

femenil

fue convertida en viril

fortaleza.

Por estos tan doloridos

cuchillos con que hirieron

tus entrañas y rompieron

los tus pechos no tañidos,

te suplico que me libres

de tormentos

y de malos pensamientos

me delibres.

Líbrame del mal pensar,

¡oh, María, gracia plena,

toda pura, toda buena!

líbrame de mal obrar,

porque tú intercedente

no perezca,

mas en la gloria merezca

ser presente.

Entera consolación

en nuestros grandes conflictos,

de los míseros aflictos

una segura mansión,

ruega, Señora, por mí

ante aquel

Hijo de Dios, Enmanuel,

e de ti.

Gómez Manrique (siglo XV), Cuchillos de dolor de Nuestra Señora .