¡Venid, vamos a adorar!

La Navidad es un tiempo en el que todos esos sucesos asombrosos de Belén nos impulsan a replantear nuestras motivaciones últimas. María y José nos invitan a adorar sin descanso a Jesús Niño, indefenso y necesitado de nuestros cuidados.

Navidad, tiempo para adorar al Niño Dios

¡Venid, vamos a adorar!

Al entrar en el estadio de fútbol de una ciudad inglesa, los aficionados son recibidos por una gran escultura de dos soldados, cada uno con uniforme distinto, que estrechan sus manos por encima de un balón. La escena representa un evento ocurrido durante la Primera Guerra Mundial, conocido como «La tregua de Navidad». Se cuenta que, en la Nochebuena de 1914, se produjo un alto al fuego espontáneo en las trincheras que separaban a los dos ejércitos. Un bando hizo señales al otro, invitándolo a vivir una noche de paz, precisamente en aquella fecha que conmemoraba el nacimiento de Jesús. La iniciativa fue bien recibida: se reunieron militares de ambos lados, intercambiaron sencillos regalos, cantaron villancicos, se tomaron alguna foto de grupo e incluso jugaron un partido de fútbol.

Uno de los villancicos que todos recuerdan haber escuchado o entonado aquella noche es el célebre Adeste fideles, composición del siglo XVIII, al parecer de un músico inglés. El hecho de que el canto original fuera en latín facilitó que pudieran entonarlo personas que no compartían idioma, acompañados por algunas gaitas. Este villancico, ahora conocido en todo el mundo, invita a quienes cantan y escuchan a unirse al grupo que acude a Belén —pastores, ángeles, magos— para adorar a Jesús recién nacido. «Navidad. Cantan: venite, venite…Vayamos, que Él ya ha nacido. Y, después de contemplar cómo María y José cuidan del Niño, me atrevo a sugerirte: mírale de nuevo, mírale sin descanso»[1].

Qué es lo que adoramos

La invitación a adorar, a asumir una disposición de humildad y de total sumisión frente a otra persona —más si se trata de un Niño que apenas balbucea— ha pasado a ser, para mucha gente, algo extraño o incluso problemático. En la medida en que la autonomía personal se presenta como el derecho y el valor moral supremo, poner así nuestra vida en las manos de alguien puede parecer un síntoma de debilidad o de superstición, algo tal vez más propio de otros tiempos. 

En realidad, solo Dios es digno de adoración: solo a él se debe la máxima reverencia. Sin embargo, de alguna manera la adoración es siempre una realidad connatural a cualquier persona humana, tenga o no fe. Así, uno establece algo o a alguien como la razón última por la que hace todas las demás cosas. «¿Qué es un “Dios” en el plano existencial? —se preguntaba el Papa Francisco—. Es eso que está en el centro de la propia vida y de lo que depende lo que se hace y se piensa. Se puede crecer en una familia nominalmente cristiana pero centrada, en realidad, en puntos de referencia externos al Evangelio. El ser humano no vive sin centrarse en algo. Es así que el mundo ofrece el ‘supermercado’ de los ídolos, que pueden ser objetos, imágenes, ideas, cargos»[2].

Desde este punto de vista, tanto los creyentes como quienes ven en la adoración una cosa del pasado pueden redescubrir algo del camino que lleva hacia Belén. Para emprenderlo, quizá podemos empezar por preguntarnos: ¿Cuál es la razón por la que hago lo que estoy haciendo? ¿Qué es lo que me mueve a hacer esto y no otra cosa? Al reflexionar así, uno identificará en un primer momento algunas motivaciones; y detrás de ellas, tirando del hilo, descubrirá otras menos evidentes. Pero incluso estas motivaciones más sutiles pueden remitir a su vez a otras más profundas. De ahí que sea necesario seguir preguntándose hasta llegar a nuestro criterio último de acción: aquello que consideramos irrenunciable, intocable, y que guía nuestras decisiones; aquello que, en definitiva, adoramos, porque le sometemos todo lo demás.

Podemos llevarnos entonces la sorpresa de descubrir que, con más o menos frecuencia, nuestras decisiones no apuntan tanto al Dios al que confesamos sino quizá a otros fines inconfesados, como pueden ser el prestigio personal, la seguridad material, la preservación de una determinada situación, o la simple comodidad. Todo esto puede incluso encontrarse mezclado con elementos en parte relacionados con la fe, como la búsqueda de un sosiego espiritual, o la tranquilidad que da hacer lo que uno cree deber hacer. Pero quizá a fin de cuentas hasta ese tipo de motivos nos mantiene lejos del vértigo que ha venido a traer al mundo este Niño que es Dios.

La invitación que entonamos tantas veces durante los días de Navidad —«¡Venid, vamos a adorar!»— viene precisamente a interrogarnos en profundidad acerca de las razones por las que vivimos. Venid todos a dejaros interpelar por esta paradoja de ver, recién nacido, a quien hizo nacer el cielo y la tierra. Venid todos a contemplar cómo no puede articular palabra quien, con su palabra, creó todo lo que existe. «Me llega a lo hondo del alma contemplar la figura de Jesús recién nacido en Belén —confesaba san Josemaría—: un niño indefenso, inerme, incapaz de ofrecer resistencia. Dios se entrega en manos de los hombres»[3]. La Navidad es un tiempo en el que todos esos sucesos asombrosos de Belén nos impulsan a replantear nuestras motivaciones últimas. Jesús, María y José —y junto a ellos, todos los santos—, nos invitan siempre a cuestionar nuestras seguridades, nuestras pequeñas o grandes «adoraciones» particulares, para poder enrumbar nuestro corazón hacia la única estrella que nos indica dónde está el Salvador.

Seguir la estrella con corazón sincero

«Después de nacer Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes, unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén preguntando: —¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,1-2). Los magos se unen a ese venite, adoremus. Han dejado las seguridades de lo conocido para ponerse en búsqueda de la fuente a la que remite su sed de adoración. Adivinaban en sus vidas un centro de gravedad que orientaba sus decisiones, pero no habían conseguido delinearlo con claridad. Ahora, llegando a Belén, sienten en su corazón un latido distinto, que les anuncia que están ya cerca de descubrirlo. San Josemaría reconocía en esta búsqueda de los magos la experiencia de la vocación cristiana: el reconocimiento de un anhelo que solo puede ser llenado por Dios, el descubrimiento de lo que verdaderamente merece ser adorado. Como ellos, «también nosotros advertimos que, poco a poco, en el alma se encendía un nuevo resplandor: el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio»[4].

Benedicto XVI los llamaba «hombres de corazón inquieto»[5]. Esa es la característica constante del alma que, en medio de la fragilidad del mundo, busca a Cristo. En sus corazones, como en los nuestros, seguramente vibraba una añoranza similar a la del salmista: «Oh Dios, Tú eres mi Dios, al alba te busco, mi alma tiene sed de Ti, por Ti mi carne desfallece, en tierra desierta y seca, sin agua» (Sal 62,2). Es la situación del peregrino, muy distinta de la del vagabundo, que no sabe qué quiere ni adónde va. El peregrino es un caminante siempre en búsqueda, siempre con la nostalgia de amar más a Dios, desde la mañana hasta la noche. «En el lecho me acuerdo de ti, en las vigilias de la noche medito en ti» (Sal 62,7). Este deseo del verdadero Dios está inscrito en todos los hombres y mujeres de la tierra, cristianos y no cristianos, y es lo que mantiene a unos y a otros en camino. Por eso, cuando en la plegaria eucarística cuarta, el sacerdote pide a Dios Padre que se acuerde de aquellos por quienes se ofrece el sacrificio de Cristo, allí se encuentran «todos aquellos que te buscan con corazón sincero»[6].

Los reyes magos, explica Benedicto XVI, «tal vez eran hombres doctos que tenían un gran conocimiento de los astros y probablemente disponían también de una formación filosófica. Pero no solo querían saber muchas cosas. Querían saber sobre todo lo que es esencial. Querían saber cómo se puede llegar a ser persona humana. Y por esto querían saber si Dios existía, dónde está y cómo es; si él se preocupa de nosotros y cómo podemos encontrarlo. No querían solamente saber: querían reconocer la verdad sobre nosotros, sobre Dios y el mundo. Su peregrinación exterior era expresión de su estar interiormente en camino, de la peregrinación interior de sus corazones. Eran hombres que buscaban a Dios y, en definitiva, estaban en camino hacia él. Eran buscadores de Dios»[7].

Seguir la estrella de Belén es en realidad una tarea que dura toda la vida. La tarea de buscar el pesebre escondido en nuestra vida ordinaria puede resultar a veces fatigosa, porque supone no detenerse en estancias que parecen más cómodas, en las que sin embargo no está Jesús. Así que la meta vale todos los esfuerzos: «Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría. Y entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre, y postrándose le adoraron; luego, abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra» (Mt 2,10-11). Ese día, la vida de estos hombres sabios cambió para siempre. Porque, a fin de cuentas, «todo depende de que en nuestra vida haya o no adoración. Siempre que adoramos, ocurre algo en nosotros y en torno a nosotros. Las cosas se enderezan de nuevo. Entramos en la verdad. La mirada se torna aguda. Muchas cosas que nos abrumaban, desaparecen»[8].

Dejar que Dios sea Dios

A lo largo del camino no nos encontraremos solo la estrella que nos guía hacia Jesús: nos cruzaremos también con un sinnúmero de luces artificiales, múltiples sucedáneos que buscan engañarnos, reclamar nuestra adoración y, a fin de cuentas, aprisionar nuestra libertad. Son los falsos ídolos de los que nos habla el Catecismo de la Iglesia: «La idolatría no se refiere solo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios»[9]. Todos, también los cristianos, podemos caer en la idolatría una y otra vez, cada vez que ponemos algo o a alguien, al menos parcialmente, en el lugar de Dios. Estos falsos ídolos se constituyen entonces en «formas de opresión y de aparentes libertades, que en realidad son cadenas que esclavizan»[10]. Se trata de un desplazamiento de Dios que no se suele dar habitualmente de manera llamativa y escandalosa, sino que se cuela discretamente en nuestro corazón, como la hiedra se introduce paulatinamente en una pared, hasta que amenaza con derrumbarla.

Cada mañana al despertarse, san Josemaría se postraba en tierra y repetía la palabra «serviam!», «¡te serviré!». Muchos hemos aprendido de él este gesto, que expresa el deseo, renovado cada día, de no distraerse con falsas adoraciones; de inclinarse cada día solamente ante Dios. Se trata de un gesto de adoración; y, por eso mismo, un gesto de libertad, un gesto que nos libera de la posibilidad de estacionarnos en pequeños ídolos, disfrazados hasta de las mejores apariencias e intenciones. «La adoración es libertad que proviene de las raíces de la verdadera libertad: de la libertad de sí mismo. Por lo que es “salvación”, “felicidad”, o, como la llama Juan, “alegría”. Y a la vez, disponibilidad total, entrega y servicio, tal como Dios me quiere»[11].

También a diario, san Josemaría repetía, en la acción de gracias después de celebrar la Eucaristía, esta petición del salmista: Non nobis, Domine, non nobis; sed nomini tuo da gloriam! (Sal 115,1). Empequeñeceríamos esta oración si pensáramos que lo que se expresa aquí es una mera renuncia a la gloria en general, como si se tratara de algo malo para nosotros. De hecho, el cristiano espera en la promesa de vivir en la gloria de Dios; de modo que, más que de una renuncia, se trata de una redimensión: la petición del salmista asume que la gloria humana, sin la gloria de Dios, es siempre demasiado pequeña, como lo es cualquier ídolo frente a Dios. La gloria meramente humana termina por revelarse como una caricatura triste: el ansia por querer ante todo estar contentos de nuestros logros o percibir la admiración de los demás, la autosatisfacción de la gloria humana, es bien poca cosa… porque Dios no está ahí.

* * *

Jesús Niño, indefenso y necesitado de todo, llega para desenmascarar una y otra vez todos nuestros ídolos, que no ven, ni hablan, ni oyen (cfr. Sal 115,5-6). Los días de Navidad son una invitación para emprender nuevamente el camino hacia esa casa improvisada, pero llena de luz y de calor, que es la gruta de Belén. Allí nos pasmaremos «ante la libertad de un Dios que, por puro amor, decide anonadarse tomando carne como la nuestra»[12].

[1]. San Josemaría, Forja, n. 549.

[2]. Francisco, Audiencia general, 1-VIII-2018.

[3]. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 113.

[4]. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 32.

[5]. Benedicto XVI, Homilía en la Epifanía del Señor, 6-I-2013.

[6]. Misal Romano, Plegaria Eucarística IV.

[7]. Benedicto XVI, Homilía en la Epifanía del Señor, 6-I-2013.

[8]. R. Guardini, Dominio de Dios y libertad del hombre, Madrid; Guadarrama, 1963, p. 30.

[9]. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2113.

[10]. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 1.

[11]. J. Ratzinger, «Hacer oración en nuestro tiempo», en Palabra en la Iglesia, Salamanca, Sígueme, 1976, p. 107.

[12]. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 1.

Andrés Cárdenas