II. HUELLAS EN LA NIEVE

Biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Vocación

 La palabra y el concepto de «vocación» plantean ciertas dificultades; la palabra indica una categoría especial -y también una génesis especial- de una situación vital o de una capacidad; el concepto incluye tanto el aspecto natural como el sobrenatural de este algo «especial». Su etimología latina guarda relación con «vocare» -llamar-, es decir, conseguir algo, no por el esfuerzo propio, sino porque se «es llamado». En este sentido, se dan en la vida civil situaciones similares a una vocación: las de todas aquellas personas que son «nombradas», «llamadas» para ser, por ejemplo, catedráticos de Universidad, miembros del Consejo directivo de una empresa o de una asociación, de un patronato científico de renombre... o director titular de una orquesta famosa o director de escena en un teatro de relieve. Son personas a las que no se elige por votación, ni se las contrata: se las nombra, se las llama. Y, para que la llamada dé origen a una nueva realidad, es necesario que esa persona dé su respuesta, acepte la llamada, el nombramiento: sólo así se establece la nueva relación.

Existe, además, en la vida civil otra acepción del término «vocación»: decimos que hay personas que tienen vocación de músicos o pintores, de educadores o médicos. También hablamos de vocación de un grupo, de un pueblo o de una nación llamados a cumplir una misión histórica determinada: queremos decir entonces que las personas o grupos en cuestión desarrollan ciertas capacidades o actividades no por impulso propio, sino por que les vienen dadas como un don, como un regalo de alguien que tiene la capacidad de repartir tales dones. Cuando hablamos de «vocación profesional», encerramos en este concepto una parte de nuestra experiencia que nos dice que cualquier actividad que tiene un sentido, y se orienta a un servicio, se fundamenta en una llamada que se ha aceptado.

Todas las facultades, capacidades y condiciones naturales del hombre, también todas las «vocaciones naturales» que pueda haber recibido, encierran un aspecto sobrenatural; esto es así porque Dios es el Creador y Señor del universo y de cada ser. Pero hay también «vocaciones sobrenaturales» (y al decirlo damos al concepto «vocación» un significado totalmente nuevo), por las cuales Dios llama a determinadas personas a un camino específico, a una obra precisa, a una forma especial de entrega. En general, cualquier vida humana, desde el momento en que comienza, está «llamada» a participar en la vida sobrenatural de Dios, está llamada a la salvación; pero la historia de la salvación consiste precisamente en que esa «vocación general» se va concretando y especificando escalonadamente: con el Bautismo, que nos abre las puertas del Cuerpo Místico de Cristo; con la Confirmación, que nos prepara para la lucha espiritual; con la creciente identificación con Jesucristo en los diversos estados de vida: en el sacerdocio, el episcopado, el papado, el estado religioso, etc. Cada uno de estos pasos supone una vocación sobrenatural específica, o sea, una gradación, variación o diferenciación de la vocación sobrenatural general.

Desde esta perspectiva se entiende la vocación sobrenatural al sacerdocio y a la realización del Opus Dei que recibió de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. No tuvo dos vocaciones, sino una vocación indivisible, en la que la gracia fundacional iba unida al sacerdocio; éste era como la envoltura de aquélla, que el 2 de octubre de 1928 desveló su profundo y radical sentido. Ese día, el joven sacerdote vio con nitidez y sin posibilidad de dudas aquello que antes, a pesar de su empeño, sólo había acertado a barruntar, sin precisión y sin perfiles claros. «Vio» lo que más tarde se llamaría Opus Dei; percibió y comprendió el encargo divino de realizarlo, como comentaremos extensamente. Con otras palabras: la vocación como Fundador de la Obra se hizo patente primero para él mismo y poco después, en círculos concéntricos cada vez más amplios, también para las personas de su entorno.

El momento en el que se proyectó ese rayo de luz sobre la vocación específica fue similar, con su ausencia de estrépito externo, a un silencioso florecimiento. Pero para que el fruto madure y nazca la flor se requiere una buena tierra, unas raíces, un crecimiento. Cualquier vocación divina existe desde la eternidad. Antes de que se «manifieste» y se desarrollen sus efectos permanece oculta, sobre todo en la Providencia de Dios, pero también en un tiempo más o menos largo de preparación del que ha de recibirla; a veces se da también un estado intermedio: todo está preparado para emprender el camino, pero todavía no se ha comunicado la meta ni la dirección. La entrega y la obediencia han extendido ya un cheque en blanco a nombre de Dios. Es seguro que el cheque será rellenado y saldado, pero todavía permanecen en la oscuridad el cómo y el cuándo.

Así fue la vocación de Josemaría Escrivá de Balaguer. Esta fase de su camino fue una fase larga, de más de diez años de duración; un período de ímpetu indefinido, de vivos barruntos y de atenta espera; una etapa intermedia entre el no saber y el conocer exactamente lo que Dios había previsto para él. Solía evocar, en años posteriores, este tiempo; en especial se refería a su vocación al sacerdocio, que siempre reconoció como parte integral de otra vocación de más alcance y «más específica», pero que durante años no pudo definir adecuadamente. En cierta ocasión decía que se había sentido «medio ciego, siempre esperando el porqué: ¿por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo, ¿qué es? Y en un latín de baja latinidad, con las palabras del ciego de Jericó, repetía: "Domine, ut videam! Ut sit! Ut sit!" Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro» (1). Una exposición de la vida y de la obra de Escrivá necesariamente tiene que comenzar, por tanto, con los años de la vocación oculta, pasando por los años de la vocación barruntada, antes de desembocar en los años de la vocación desvelada.

  Orígenes

 La pequeña ciudad de Barbastro, que en 1900 tenía unos siete mil habitantes, ha quedado hoy algo a trasmano, en un punto muerto entre dos capitales de provincia, Huesca y Lérida, y la capital de Aragón, Zaragoza. Pero parece que se está anunciando un cambio gracias al Santuario mariano de Torreciudad, situado a sólo vientinueve kilómetros de distancia: un lugar que, por la belleza del paisaje, la admirable expresión arquitectónica y la riqueza de su vida espiritual, se está convirtiendo en uno de los grandes santuarios marianos de España. Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, pocas semanas antes de su fallecimiento, consagró el altar mayor del nuevo Santuario, que se inauguraría el 7 de julio de 1975, precisamente con la celebración de la Misa funeral en sufragio de su alma. Hoy, la mayoría de los peregrinos que van a Torreciudad pasan por Barbastro.

En 1065, el rey Sancho Ramírez reconquistó Barbastro de los árabes, aunque se volvió a perder en 1076, para ser recobrada definitivamente por el rey Pedro I de Aragón, hijo de don Sancho Ramírez, en el año 1100. El 22 de agosto de 1137 se realizaría en Barbastro la unión de Aragón y Cataluña por medio del enlace nupcial de Berenguer IV de Barcelona con doña Petronila, hija de Ramiro II el Monje. A partir de esta fecha, la ciudad se fue convirtiendo en importante centro económico y administrativo para toda la región del Somontano oriental.

Barbastro fue sede episcopal ya en el siglo XII, inmediatamente después de su reconquista definitiva, pero sufriría alguna interrupción hasta su restablecimiento, por el Papa Pío V, en 1571. Actualmente es una diócesis sufragánea de Zaragoza. Tiene una importante catedral gótico-renacentista del siglo XVI, y la vida comercial de la ciudad gira alrededor de la Plaza del Mercado, una plaza de planta rectangular, rodeada de pórticos con pequeños comercios. Cuando la visité en junio de 1981 la estaban adornando parada procesión delCorpus con un altar, una alfombra roja y muchas flores. Los jóvenes y los viejos colaboraban. Mi impresión era que si se prescindía de los coches, de los anuncios y la moda de nuestra época, aquel lugar se mantenía igual que hace setenta u ochenta años.

Aquí, en el centro de la pequeña ciudad, nació Josemaría el 9 de enero de 1902. Muchas personas en todo el mundo conocen el nombre de Barbastro precisamente por este hecho. La casa natal, situada en la parte más estrecha de la plaza, ya no existe: se tiró en los años setenta (y Mons. Escrivá de Balaguer, por cierto, se alegró al saberlo: no quería que se iniciara un culto museal alrededor de su persona) y se sustituyó por un edificio nuevo que actualmente alberga un centro del Opus Dei. A pesar de todo, no es difícil imaginarse la casa y la tienda de José Escrivá, su padre, porque quedan en pie todavía muchos edificios de principios de siglo.

Ningún intento biográfico, por modesto que sea, es factible si se dejan de lado los antepasados y la familia. También nosotros vamos a dedicarles algún espacio, a pesar de_ que a los alemanes los árboles genealógicos procedentes de España nos resulten algo complicados, porque los nombres españoles nos desconciertan: los hombres añaden al apellido paterno el de su madre, y las mujeres anteponen el suyo de solteras al del marido.La familia Escrivá procedía originariamente de la pequeña localidad de Balaguer, situada a unos treinta kilómetros al noreste de la ciudad de Lérida. El bisabuelo de Josemaría, José Escrivá, nació allí, fue médico y contrajo matrimonio con Victoriana Zaydín, hija de un terrateniente del cercano lugar de Perarrúa. También nació allí José Escrivá Zaydín, que se casó, en 1854, con Constancia Corzán, procedente de Fonz, un pueblo próximo a Barbastro. Este José Escrivá sería el abuelo del Fundador del Opus Dei. Sabemos más bien poco de la familia Corzán: pertenecía a esa capa relativamente amplia en Aragón de los terratenientes de clase media. La abuela Constancia, a quien Josemaría llegó a conocer, fue una mujer piadosa, activa y abnegada; falleció en 1912. El matrimonio Escrivá-Corzán tuvo seis hijos: dos mujeres y cuatro varones; el primero murió siendo niño; el segundo, Teodoro, fue sacerdote y vivió en Fonz, donde falleció en 1933; el tercero, Jorge, estudiante de Medicina, falleció en el año 1885 a la edad de veinte años; el más joven, José, nacido en 1867, contrajo matrimonio, en 1898, con María Dolores Albás, de Barbastro, y fue el padre de Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás.

Los antepasados por parte materna son especialmente interesantes para la genealogía: llama la atención el gran número de hijos y la profusión de vocaciones religiosas. La base económica de esta familia eran las tierras que poseían; pero como casi nunca resultaban suficientes para mantener a todos los hijos, los más jóvenes emigraban a las ciudades y pueblos cercanos, donde ejercían un oficio. Algunos consiguieron «dar el salto» y establecerse en profesiones académicas. El orgullo de la familia eran los sacerdotes; y el elevado número de hijos suponía la mejor garantía de vocaciones sacerdotales. Dolores Albás tenía doce hermanos, entre ellos una hermana gemela. Estaba en la cola de una larga fila: eran veinte años menores que la hermana mayor; detrás de las gemelas tan sólo venía un hermano pequeño, Florencio. Los Albás se habían establecido en Barbastro tres generaciones antes: el bisabuelo de Josemaría por parte materna, Manuel Albás, había contraído matrimonio con Simona Navarro, que procedía de esta ciudad. Su hijo Pascual, o sea, el abuelo materno de Josemaría, tenía un comercio en Barbastro, vivía en una gran casa, era rico y estaba bien considerado (2).

El hermano mayor de Pascual, Simón, era sacerdote; el que le seguía, Juan, tenía nueve hijos, entre otros Rosario, que fue monja, y Mariano, que habiendo enviudado recibió la vocación al sacerdocio. El Fundador del Opus Dei recibió en el bautismo, como cuarto nombre, el de Mariano, en recuerdo de este tíoabuelo suyo, que fue su padrino de bautizo, y usaría el nombre a menudo, como manifestación de su amor a la Virgen.

La mujer de Pascual, Florencia Blanc, cuyo hermano llegó a ser Obispo de Ávila, también procedía de Barbastro. Entre los trece hijos de este matrimonio también encontramos a dos monjas y a dos clérigos: Vicente y Carlos Albás; los dos alcanzaron una edad de más de ochenta años y fallecieron hacia mediados de nuestro siglo. Es decir, un total de nueve vocaciones religiosas sólo por parte materna, contando a Josemaría; son aún más si se tiene en cuenta la línea paterna. Llama la atención un especial parecido con aquel tío-abuelo por parte materna que llegó a ser obispo; un parecido también externo, amén de otras cualidades: una amplia y profunda formación, facultades como escritor y como orador, una mentalidad jurídica tan clara como creadora, unida armónicamente a la formación teológica, la experiencia pastoral y la piedad personal.

Casi todos los aspectos realmente importantes sobre los padres del Fundador (sobre José y Dolores Escrivá), todo lo que, en su vida y en la familia que fundaron, tuvo relevancia para el camino de su hijo, lo que influyó decisivamente sobre él y le preparó para su misión, lo sabemos por él mismo. No porque describiera, «a la manera autobiográfica» -como por ejemplo lo hiciera Goethe-, con un solo trazo, a sus padres y a su hogar, sino porque las muchas frases sueltas, repartidas a lo largo de toda su vida y, algunas, varias veces repetidas -pequeñas anécdotas, menciones como de pasada, expresiones de agradecimiento-, han ido perfilando una imagen no sólo de los padres, sino también de la vida familiar y de toda la infancia; una imagen parecida a un dibujo a tinta china, luego coloreado: con perfiles que limitan y que, a la vez, abren un panorama; con colores que acentúan y, a la vez, diluyen: imágenes de la infancia que se ofrecen como en un caleidoscopio; imágenes que revelan y, a la vez, silencian.

Lo que nos revelan sobre los comienzos del siglo XX no es fácilmente comprensible para un espectador de finales de siglo: ¿Cómo se le puede explicar a un alemán que ahora vive en una gran ciudad cómo era la vida en una pequeña ciudad aragonesa en 1902 o en 1912? El escritor danés Hans Christian Andersen escribió un cuento titulado «Los chanclos de la fortuna»; estos zapatos (o más bien zuecos) llevan a su dueño con la velocidad del pensamiento a cualquier lugar y a cualquier tiempo que quiera alcanzar. Si nos los pusiéramos y, con su fuerza mágica, nos trasladáramos al Barbastro de comienzos de siglo, en primer lugar se extrañarían nuestros oídos y nuestra nariz: falta el ruido de los motores, el rumor apagado del tráfico, el duro traqueteo de las motos; los aviones que sobrevuelan, como aullando, los tejados; y también faltan los teléfonos y las melodías de los aparatos de radio. No hay más ruidos que los que producen los animales, los hombres y los oficios: en la acústica no hay diferencias con respecto a la Edad Media. ¡Y los olores! Faltan los gases de escape, los olores típicos de la industria (goma, sopletes, aceite de maquinaria y humo de carbón), hay más sudor y tabaco y un perfume algo dulzón...

Seguramente, a nuestros ojos les costaría menos adaptarse: no encontraríamos vehículos, gasolineras, postes de telégrafos, cables de alta tensión y cabinas telefónicas; pero el corazón de Barbastro sería poco distinto del Barbastro de nuestros días. Y ¿qué decir de la moda? El traje de los señores, es curioso, no ha cambiado sustancialmente en los últimos cien años; se ven menos sombreros, pero los que se ven son del mismo tipo, y casi han desaparecido los bastones de paseo. En las señoras nos llamarían la atención las faldas largas, los apretados corpiños, los colores oscuros. En general, supongo que nos daríamos cuenta de que las diferencias sociales son mucho más marcadas hacia fuera, en el tono y en la forma de vestir, que en nuestros días. Y -esto es seguro- los niños nos causarían gran impresión: hacen travesuras, como los niños de todas las épocas, pero son más formales: obedecen a los padres, a los maestros, a los párrocos; saludan a los mayores, hablan cuando se les pregunta y comen, con ganas o sin ellas, lo que se les pone delante. Y lo que se solía poner sobre la mesa de una familia de clase media nos parecería realmente muy poco apetitoso...

 Niñez en Barbastro

Tomemos un año cualquiera, por ejemplo 1912. Josemaría tiene diez años. Su nombre completo es José María Julián Mariano: así se lo impusieron en el Bautismo, celebrado en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción -la Catedral de Barbastro-, cuatro días después de su nacimiento, el 9 de enero de 1902. Por entonces, José y Dolores Escrivá formaban un matrimonio joven en edad y como esposos: él tenía treinta y cuatro años, ella veinticuatro; se habían casado en 1898. Su primera hija, Carmen, nacida en 1899, viviría hasta 1957 y, sin pertenecer al Opus Dei, cumpliría la misión de ayudar de manera singular a su hermano en la tarea que Dios le había encomendado.

La familia crecía con rapidez... y con la misma rapidez volvía a empequeñecer. Hoy en día, por lo menos en nuestros países occidentales, casi no podemos imaginarnos lo que significa una elevada mortalidad infantil; pero entonces casi no había familia en la que la muerte no entrara en el cuarto de los niños; en ocasiones, repetidas veces. Después de Josemaría, habían nacido tres niñas: en 1905, María Asunción, que no llegaría a cumplir los nueve años; en 1907, María Dolores, que murió en 1912, y en 1909, María del Rosario, que sólo vivió nueve meses. Dios exigió no sólo de los padres dolor y entrega a su Voluntad en grado máximo; de seguro que a Josemaría también se le grabó en lo más profundo de su alma este temprano encuentro con el dolor y con la muerte, que acompañaron su niñez entre los ocho y los once años. «Como las hermanas habían ido falleciendo por edades -de menor a mayor-, Josemaría decía que entonces le tocaba a él» (3). Una impresión comprensible en un chico de once años, pero que debía rasgar el corazón de su madre, quien le contó que, a la edad de dos años, ya había estado enfermo de muerte y desahuciado por los médicos, y que ella y su padre, en su angustia, le habían ofrecido a la Virgen de Torreciudad; le había dicho también que, después de su curación, habían hecho una romería llevándole en brazos a la antigua y querida ermita en la que se veneraba su imagen, por lo que estaba bajo su especial protección. Años más tarde, en cierta ocasión, añadió: «Para algo grande te ha: dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo» (4).

José Escrivá era comerciante: copropietario de la casa «Sucesores de Cirilo Latorre», una sociedad que se había constituido en 1894; se dedicaba al negocio textil y marchaba bastante bien.

En 1902 se liquidó el negocio en su forma originaria, es decir, como «Sucesores de Cirilo Latorre», y se constituyó una nueva sociedad llamada «Juncosa y Escrivá. Sucesores de Cirilo Latorre». Sus copropietarios eran don Juan Juncosa y don José Escrivá, que un decenio más tarde se encontraban prácticamente en bancarrota.

Esta situación repercutió con toda su fuerza sobre José Escrivá, porque era una persona confiada, sin segundas intenciones, profundamente íntegra, incapaz de imaginar cualquier argucia o comportamiento dudoso en los negocios y también de cualquier tipo de astucia personal. Todas estas cualidades se reflejaban en su cara: las fotos nos muestran un señor de mediana estatura y aspecto distinguido, en el que llaman la atención la frente clara y alta, y la nariz fina y recta. El atrevido bigote con sus puntas hacia arriba y un aire de bondad y de humor en los ojos y en la boca le dan un aspecto juvenil y abierto. «Era un hombre emprendedor, trabajador y muy honrado; lleno de bondad, de paciencia y de rectitud; alegre, elegante, sincero, generoso -"era muy limosnero", solía decir el Fundador del Opus Dei refiriéndose a su padre-; cariñoso y atento con todos, se mostraba especialmente amable con sus dependientes; vivía una recia piedad a la Eucaristía, al Señor Crucificado, a la Virgen Santísima; era muy devoto del rezo del Santo Rosario» (5). Su absoluta corrección y una confianza casi infantil en la honradez (para él un supuesto absoluto) de cualquier persona hacía que, aunque fuera un comerciante laborioso, careciera de defensa contra personas calculadoras y astutos comerciantes. Si a esta condición se unen circunstancias desfavorables, como unas letras vencidas o un retroceso en las ventas, la catástrofe en los negocios puede surgir con gran rapidez. Y en 1913-14 se llegó a esta situación: la bancarrota y la liquidación del comercio «Juncosa y Escrivá», con todas las consecuencias negativas que la sola palabra comporta y que tan bien conocemos por las novelas de Balzac: se produce primero un descenso repentino del nivel de vida, relativamente fácil de soportar si afecta a todos, pero muy amargo si recae, digamos que «selectivamente», en uno solo. Luego viene el hundimiento en el ambiente social; el «fracasado» cae en el aislamiento y muchos conocidos y amigos se distancian: ya no les interesa el trato con «personas arruinadas».

Todo esto lo tuvieron que soportar los padres de Josemaría Escrivá: la situación humillante de un revés en el negocio, la pobreza personal, la necesidad de despedir a los empleados y a los criados, la liquidación del comercio y el traslado de Barbastro... El quinquenio entre el fallecimiento de la pequeña María del Rosario, en 1910, y el traslado de la familia, ya sólo con dos hijos, a Logroño, fue un continuo calvario. Y tampoco en años sucesivos la suerte externa favoreció a los padres de Josemaría.

En medio de esta época de dolores internos y de preocupaciones económicas se celebró la Primera Comunión del pequeño Josemaría; la recibió el 23 de abril de 1912, fiesta de San Jorgel' que era la fecha acostumbrada en la región. Con sus diez años, era uno de los más jóvenes, pues aunque el Papa Pío X habí" impulsado, con los decretos correspondientes, que los niños rec - bieran la Comunión a los siete años, estas medidas se iban estableciendo lentamente. Los padres de Josemaría, sin embargo, se dieron cuenta del gran provecho que suponían las nuevas normas y quisieron que su hijo recibiera lo antes posible el Santísimo Sacramento.

Los hijos de los Escrivá iban creciendo en un ambiente de piedad natural y de normalidad. Sus padres les habían enseñado a acudir con confianza al Señor, a la Santísima Virgen y a los Santos: en ellos encontraban auxilio, fortaleza y esa protección que también le daban sus padres, que constituían su mejc'r ejemplo en el trato con Dios. Todo esto se desarrollaba en un ambiente de fe y de paz, sin ningún ribete de exageración o de envaramiento, porque sus padres sabían algo que hoy tendemos a olvidar: que las manos del niño que saben sostener el primer biberón también son capaces de unirse para orar. El pequeño Josemaría había aprendido las oraciones propias de los niños, el Rosario y la «Salve», y, de vez en cuando, había podido acompañar a sus padres a Misa, con su hermana Carmen. A los seis o siete años había ido por primera vez a confesarse; su madre, que le había preparado, le llevó a sú propio confesor, un buen escolapio (6), y le acompañó hasta el miss, mo confesonario. «Me quedé muy contento -recordaba el Fundador del Opus De¡ a sus setenta años de edad-, y siempre me da alegría recordarlo» (7). Monseñor Escrivá no se cansó nunca de hablar de la importancia capital del Sacramento de la Penitencia para todos los cristianos, también para los niños. Cuando, en 1975 estando en Venezuela, le preguntaron por la Confesión de los niños, que hoy en día, como la Confesión en general, no es que, tenga muy buena prensa, contestó: «Llevad a los niños a Dios antes de que se meta en ellos el demonio. Creedme, les haréis un gran bien. Yo lo digo por experiencia de miles y miles de almas, y por experiencia mía personal» (8). Y poco después, en Roma, se refirió de nuevo a este punto: «¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás.¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más» (9).

Como preparación al gran día de la Primera Comunión, aprendió, con ayuda de su madre, el catecismo para niños. También este punto es de importancia capital para una vida cristiana. Sin conocer el contenido de la fe, sin saber cuáles son sus fundamentos intemporales, eternamente válidos, y sus principios fundamentales, es imposible vivirla, seguir a Jesucristo y ganar a otros hombres para la fe. Durante toda su vida, el Fundador del el Opus Dei subrayó la necesidad del conocimiento de la doctrina de la fe para la salvación, de aceptarla «ex auctoritate Eclesiae» y de transmitirla a todos los hombres. «También nosotros -escribía en 1953- encontramos a nuestro paso, en tantas ocasiones, la más desoladora ignorancia religiosa, que nos exige un profundo y continuado apostolado de la doctrina. Y esto no sólo entre los paganos de nuestro tiempo, sino aun entre no pocos que se ofenderían si no se les llamara católicos» (10). Le preparó para hacer la Primera Comunión un viejo escolapio, «hombre piadoso, sencillo y bueno», según recordaba Mons. Escrivá. «Él me enseñó la oración de la comunión espiritual: Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos» (11). Es difícil imaginarse que se pueda perder un hombre que tenga impresas en su corazón estas palabras, aun cuando haya olvidado y perdido todo lo demás.

Los testigos concuerdan en que el pequeño Josemaría era un niño alegre, normal, de desarrollo armónico, ni «mimado» ni «libre de dolores». No hay niñez sin dolor; cualquier crecimiento lo produce. ¿Qué sucede en el interior de un chico de once años que, por tres veces en tres años, tiene que pasar por el1 fallecimiento de una hermanita, el dolor de los padres, las terribles horas y los días de la muerte, las lacerantes visitas al cementerio? De Lenin sabemos que, a la edad de diecisiete años y bajo la impresión del fusilamiento de su hermano mayor, que había participado en un complot para asesinar al Zar Alejandro III, perdió la fe cristiana. «Al caer en la cuenta de que Dios no existía -escribe su amigo' Lepeschinski-, se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí» (12). Estamos ante un profundo misterio. Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio,un camino que acarreará terribles consecuencias: para sí mismo y para miles de hombres. Otro hombre, ante la dureza de una tragedia familiar, se fortalece en su amor a Dios y a los hombres, y los frutos serán, en este caso, frutos admirables y magníficos para la humanidad. Ignoramos el sentido profundo de estos hechos: es el misterio de la libertad para el bien y para el mal. Pero da mucho que pensar un pequeño episodio que recuerda la Baronesa de Valdeolivos: Entre los juegos de niños, les gustaba especialmente hacer castillos con naipes. Una tarde -debió ser entre julio de 1912 y octubre de 1913, pues ya habían muerto dos de las hermanitas-, «absortos en torno a la mesa, conteníamos la respiración al colocar la última carta de uno de aquellos castillos, cuando Josemaría, que no acostumbraba a hacer cosas así, lo tiró con la mano. Nos quedamos medio llorando, y Josemaría, muy serio, nos dijo: "Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira"» (13). Esta frase deja entrever que el alma del pequeño se encontraba al borde del precipicio: había experimentado la imposibilidad de comprender a Dios y,' sin darse perfecta cuenta, temblaba ante la posibilidad de tener que aceptar una fría arbitrariedad. Pero el alma, estremecida, se apartó de esta posibilidad. El pequeño Josemaría se apartó del terrible «abismo negro» al que se lanzó el joven Lenin. Una y otra, innumerables veces, el Fundador del Opus Dei alabó luego la Cruz como instrumento de salvación, como camino que tiene que andar -y que desea andar- el que tiene amor a Dios y a los hombres, porque no hay otro camino para encontrar la raíz de la alegría. Para él, el dolor era «la piedra de toque del Amor» (14); y en una meditación del añ .. 1967, decía: «Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las majos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones,las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos, a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y' que nos tomen por necios» (15).Años más tarde limpió la capa del polvo y de azúcar con la que habían recubierto esa Cruz: y la mostró a miles y miles de cristianos corrientes en su integridad, con el madero duro y con aristas. =~Una Cruz que vuelve a ser visible y por ello atrayente. Una Cruz que se enraizó en el corazón de Josemaría cuando aún era un nino.

El joven Josemaría recibió los fundamentos de su formación en el colegio de los Escolapios. Allí enseñaban unos diez religiosos y gozaba de buena fama, aunque no lo frecuentaran muchos chicos, ya que por aquel entonces eran relativamente pocos los que llegaban a la enseñanza superior, sobre todo en una localidad pequeña como Barbastro. Estos colegios privados estaban bajo la supervisión estatal, por lo que cada curso era necesario que los alumnos hicieran los exámenes finales en un Instituto. En este caso, tenían que viajar a la capital de la Provincia, a Huesca, y más tarde a Lérida. Josemaría cursó los tres primeros años del bachillerato en Barbastro, entre 1912 y 1915. Se le describe como sereno y poco revoltoso, muy «estudioso y reflexivo»; «ni bullicioso ni hosco y muy bien educado» (16). La edición local del semanario «Juventud» de marzo y de junio de 1914 nos da algunas informaciones sobre sus calificaciones escolares: obtuvo notas especialmente buenas en Aritmética y Geometría, en Geografía de España, en Latín y en Religión. Según comentaría a menudo, en su juventud se había sentido vivamente atraído por las Matemáticas, el Dibujo y la Arquitectura (17). Y hay que decir que, en el curso de los años cuarenta a setenta, más de un edificio recibiría «su impronta arquitectónica»; basta pensar en los edificios de la sede central del Opus Dei en Roma o en el Santuario mariano de Torreciudad. Los restantes años del bachillerato, o sea el cuarto, quinto y sexto, los cursó en el Instituto Nacional de Logroño, ciudad a la que la familia Escrivá se traladó en 1915. 

El sí al sacerdocio

 Al contrario que Barbastro, Logroño es una ciudad que se nombra en las enciclopedias alemanas: hoy en día cuenta con unos 80.000 habitantes y es la capital de La Rioja; está situada a orillas del Ebro, en su curso alto, y forma el centro de aquella región, que se conoce por sus buenos vinos y que, además, tiene industria de conservas y algo de textiles. Y fue precisamente en el comercio textil donde José Escrivá encontró trabajo: en la empresa de Antonio Garrigosa y Borrell, una tienda con el pomposo nombre de «La Gran Ciudad de Londres». Después de la quiebra económica en Barbastro, esto significaba volver a empezar desde cero; y don José tenía cuarenta y ocho años: no era ya un jovencito. El ejemplo de sus padres, que en la vida cotidiana siguieron con serenidad y naturalidad el consejo de San Pablo de ser «alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración» (Rom XII, 12), conmovió a Josemaría y marcó decisivamente su carácter. En 1971 escribía: «Así preparó el Señor mi alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de heroísmo escondido, siempre subrayados por una sonrisa, para que más tarde le fuera pobre instrumento, con la gracia de Dios, en la realización de una Providencia suya» (18).

Los comienzos en Logroño fueron duros. Los Escrivá no conocían a casi nadie en la ciudad; los primeros meses vivieron como inquilinos en el cuarto piso de una casa muy modesta, calurosa en verano y fría en invierno. La vivienda a la que se mudaron bastante más tarde, situada también en un cuarto piso, tampoco se puede decir que fuera confortable. A pesar de todo, siempre que don Josemaría Escrivá de Balaguer, en años posteriores, hablaba del «hogar luminoso y alegre» que deberían ser el Opus Dei y todos sus Centros, así como los hogares de cada uno de sus miembros, pensaba en el ejemplo de su casa paterna, cuya luminosidad y calor no procedían del lujo y de los medios materiales, sino del cariño, de la naturalidad y del buen humor con que los padres trataban a los hijos.

En las biografías de grandes personajes se suele destacar con cierto gusto (y ellos mismos suelen coquetear con este dato) que han sido malos estudiantes en el colegio. Este dato biográfico (destinado a tranquilizar al lector, sugiriendo que las malas calificaciones en el colegio y en la Universidad son casi una garantía de un cambio radical hacia un futuro lleno de éxitos) sería totalmente falso en el caso de Josemaría. Fue, por el contrario, un estudiante brillante, que obtuvo notas excelentes: «sobresalientes» y «notables», e incluso, en dos ocasiones, matrícula de honor: en «Preceptiva y Composición», a los catorce años, y en «Ética y Rudimentos de Derecho», a los dieciséis; lo cual no fue ninguna casualidad, sino que correspondía exactamente a sus hábitos y .capacidades intelectuales. Se trataba, pues, de resultados normales, si partimos de la base de que trabajaría con diligencia y concentración. Sobre todo en los últimos años de colegió, Josemaría se convirtió en un lector empedernido, como se suele decir, y adquirió las bases de aquella formación intelectual y cultural que sirven para toda la vida y que sólo se pueden asentar en la juventud. Se concentró sobre todo en los clásicos y en los libros de historia, algo que es común a muchas personas de su generación y la mía. En años posteriores sería capaz de citar, con naturalidad y precisión, autores y textos concretos. Fue una constante de su vida, tanto de joven como de adulto, en sus años de estudiante y en la época en la que fue Presidente General del Opus Dei: se esforzaba por leer con profundidad todos los escritos. Era un hábito adquirido en su temprana juventud. Se fijaba en su contenido y atendía a la forma. Tenía, como don natural, un sentido del idioma muy desarrollado y poseía el arte de contar los detalles y el de la sugerencia sin caer en la vaguedad o la indefinición. Su estilo, tanto hablado como escrito, era claro y fuerte,,totalmente coherente en lo racional, pero lleno de vida, porque nacía también del corazón (19).

El tiempo de maduración de muchas personas jóvenes (la pubertad en sentido estricto y el decenio posterior) suele estar marcado por ciertos «temblorés» religiosos, por estremecimientos que suelen conducir no sólo a la revolución, al enfriamiento o incluso al distanciamiento, sino a veces también a conversiones repentinas, como la de Claudel a sus dieciocho años (20) o la de Frossard en plena juventud (21). Esas conversiones suelen desembocar en una ansia de Dios más profunda, en una llamada a la entrega. En la mayoría de los santos la orientación consciente hacia Dios ha tenido lugar durante la juventud, aunque no siempre acompañada de una «crisis existencial de la fe». Por lo que sabemos, parece que Josemaría Escrivá de Balaguer no la sufrió. El joven «guapo, alto y corpulento», según le describe una anciana de Logroño que todavía lo recuerda, estaba siempre alegre y de buen humor (22). Este es un rasgo que se destaca una y otra vez con respecto a toda la familia y que se completa con la observación de que en casa de los Escrivá se notaba claramente que era un hogar cristiano, pero sin cosas raras. Estos testimonios ponen de relieve una realidad poco frecuente: vivía con una gran naturalidad. Su vida, llena de autenticidad, constituía una refutación a esa falsa imagen del cristiano como un beato mojigato y caritriste. El joven Josemaría, en cuyo camino no faltaría la murmuración, nunca cayó bajo esta. sospecha. Ni siquiera entre sus compañeros de colegio, quienes, aunque a veces se deleitaban con frases ambiguas o chistes de mal gusto, tomaban como algo casi natural que Josemaría no participara en este tipo de bromas. Tal vez, hasta adivinaban que sufría por ellas. El Fundador del Opus Dei contaría muchos años después a sus más íntimos colaboradores, Alvaro del Portillo y Javier Echevarría (23), que en más de una ocasión le había vencido el sueño, mientras por la noche rezaba el Rosario, pidiendo perdón al Señor por aquellos chicos (24).

Antes de que, en el verano de 1918, Josemaría terminara su bachillerato en el Instituto Nacional de Logroño, había sucedido, sin que nadie lo advirtiese, algo muy especial: su vocación, que hasta entonces le era desconocida y permanecía oculta, había empezado a desvelarse; por primera vez había comenzado a barruntar, muy vagamente, que Dios, un buen día (quién sabe cuándo), le iba a exigir algo (quién sabe qué). Una mañana especialmente fría del invierno de 1917-18, seguramente entre Navidad y Reyes -desconocemos la fecha exacta vio en Logroño las huellas de las pisadas de un carmelita descalzo en la nieve (25). Este signo, poco llamativo, pero visible, de una humilde entrega a Jesucristo, le conmovió profundamente; en su corazón se despertó una profunda inquietud que le llenó de un deseo ardiente de alcanzar un gran Amor, mejor, el gran Amor.

Huellas de pies descalzos en la nieve... ¿Qué querían decir, qué significaban? Nada que se pueda comprender con la razón o bajo un punto de vista utilitario. Es cierto: en ninguna parte está dicho que no se deba llevar zapatos o que... Las personas «prudentes» saben de muchas «locuras» de este tipo; y realmente son locuras, locuras de Amor que quieren expresar sólo esto: Señor, yo no quiero gozar mientras Tú sufres; y como soy un pobre hombre, no creo que sea capaz de grandes hazañas; y como soy un cobarde, tampoco seré capaz de heroicidades; entonces, ¿qué otro remedio me queda que mostrarte, por medio de pequeñeces, que te amo de verdad? Ante la Cruz real y ensangrentada siento un miedo terrible; pero andar descalzo, dormir sobre el duro suelo, ser pobre y beber agua en vez de vino..., de eso sí que soy capaz. El Fundador del Opus Dei no se hizo religioso, pero las huellas del carmelita en la nieve se convirtieron, para él, en huellas hacia Dios, en huellas en las que reconoció los pasos de Cristo.

Aquella experiencia le llevó hacia una vida de piedad aún más intensa. A los dieciséis años empezó a asistir a diario a la Santa Misa, a recibir cada día la Sagrada Comunión y a confesarse con frecuencia y regularidad; y una oración continua, una oración de penitencia, de agradecimiento, de desagravio y de reparación, fue llenando cada vez más todo su día. A partir de entonces esta decisión permanecería inalterable; pero con los años y los decenios fue creciendo la profundidad de su oración. Sus colaboradores y las personas que le conocieron advertían pronto que don Josemaría, hiciera lo que hiciera, siempre estaba como metido en Dios, dialogando con Él. «Santidad personal -decía-, santidad personal; no tengo otra receta. Estamos aquí para hacernos santos» (26). Éste es el núcleo de aquel mensaje que había visto grabado en las huellas en la nieve.

El joven Josemaría buscó un director espiritual «para que le orientaran y le exigieran» (27), y durante los primeros meses de 1918 pidió consejo sobre este tema y sobre su futuro a un Padre Carmelita, que le aconsejó ingresar en la Orden del Carmen. Pero Josemaría se daba cuenta (y recibía confirmación en la oración) de que Dios le había preparado otro camino. Decidió hacerse sacerdote para estar más disponible al querer de Dios (28). Y abandonó su antigua idea de estudiar Arquitectura. Aunque todavía no conocía el contenido de su futura vocación, adivinaba que, fuera cual fuese, para cumplirla le haría falta el sacerdocio. Pero ¿cómo podemos entender, entonces, una frase que Monseñor Escrivá de Balaguer solía repetir, también en los últimos años de su vida, en la que daba a entender que él siempre se había resistido primero a la vocación sacerdotal, luego a fundar el Opus Dei y después la Sección de mujeres de la Obra? Estamos ante una contradicción, tan sólo aparente, que él mismo explicaba. En 1974, un año antes de su muerte, decía en Buenos Aires: «Yo..., me resistí lo que pude (...) Me resistí. Yo distingo dos llamadas de Dios: una al principio sin saber a qué, y yo me resistía. Después..., después ya no me resistí, cuando supe para qué» (29). O, dicho de otra manera: la débil naturaleza del hombre se rebela ante el yugo y la Cruz; pero, por la gracia, muchas veces vence la libertad y el hombre se entrega por amor. «A mí -decía a menudo Mons. Escrivá de Balaguer, y' también en 1974 en Santiago de Chile- Jesucristo no me pidió permiso para meterse en mi vida. Si a mí me dicen, en ciertos tiempos, que iba a ser cura... ¡Y aquí estoy !» (30).

Cuando su hijo le comunicó que quería ser sacerdote, don José Escrivá lloró; una biografía cursi diría que derramó «lágrimas de alegría», y quizá lo fueran, pero indudablemente no se trataba sólo de eso... No es que don José no supiera que la vocación al sacerdocio es la mayor gracia que Dios puede conceder a un cristiano, pero también sabía lo que ello lleva consigo: «Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra» (31). Si se quiere, éste es un razonamiento «burgués», pero lo que don José quería decir está bien claro: ¿serás capaz de perseverar, estás seguro de que ése es tu camino? Además, la decisión de Josemaría parecía implicar el final biológico de los Escrivá, lo cual explica también parte de su conmoción. El fin de la rama masculina de una familia siempre se ha considerado como una desgracia, a veces incluso como un duro golpe de fortuna. Así se comprende que Josemaría empezara a rezar para que Dios concediera a sus padres otro hijo varón; y rezó sin que en ningún momento dudara que Dios le iba a conceder esta petición (32). El 28 de febrero de 1919 nació Santiago Escrivá, quien hoy en día vive en Madrid, ejerce como abogado y es padre de familia numerosa. Para su hermano, diecisiete años mayor que él, el nacimiento del «continuador» del apellido supuso un refrendo de su propia decisión.

Su padre, don José, como hombre piadoso y juicioso que era, no se opuso a la vocación de su hijo, pero se preocupó de que hablara con algunos clérigos de Logroño para que le aconsejaran y así pudiera confirmar y profundizar su vocación. Los sacerdotes animaron a Josemaría a seguir la llamada al sacerdocio, e incluso hicieron más: le dieron clases de Filosofía y de Latín, dos asignaturas que había tenido en el colegio, pero que no había cuidado excesivamente; así le ayudaron a cursar, como alumno externo, los dos primeros años del Seminario, en Logroño. En septiembre de 1920 se trasladó a la Universidad Pontificia de Zaragoza para continuar allí sus estudios de Teología. Tenía ya dieciocho años y la infancia quedaba atrás. Las huellas en la nieve que, tres años antes, habían llevado al muchacho hacia el sacerdocio no se habían borrado en su alma, pero parecían perderse en lo desconocido.