Batalla diaria con el estómago. Bromas con el peluquero. Pendiente de todos: acompañantes, familia, enfermos y personal sanitario

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Particularmente penoso resulta para Isidoro el momento de las comidas. Como todos los enfermos de su mal, sufre una total inapetencia. Pero nunca se ahorra el tormento de comer: cinco veces al día, con la impresión de tener el estómago lleno y sintiéndolo —dice— como un iceberg. Tragar le produce dolor. Además —como, al hacerlo, no puede respirar— su limitada capacidad pulmonar le origina constantes ahogos, toses y, a menudo, vómitos.

Cuando comienza el martirio, si tiene un acompañante nuevo, le advierte: «Vas a ver el número de todos los días». «A estas horas se organiza siempre una batalla entre el estómago y yo -¿Y quién gana? –El estómago siempre; me puede». Para quitar dramatismo a la situación, asegura —de sus fatigas— que «todo es cuento»; pero algo habrá que hacer, explica, para que lo tomen por enfermo.

El suplicio es lento: muy poco a poco, cucharada a cucharada. En broma comenta que, si se anima a tomar la siguiente, es porque así terminará antes. En realidad, ofrece al Señor el sufrimiento que le ocasiona cada deglución: cuando tiene ya la comida en la boca, mira hacia el Crucifijo. «Tengo que pensar en las muchas necesidades que tiene la Iglesia, confesará,para poder seguir adelante, tomando este alimento». «Paso muy mal rato, sabes; pero conviene que haya con qué mortificarse. Si no, es muy cómodo...».Alguna vez es el Fundador quien le da de comer a la boca: «Esta cuchara por mí...». A la vista del tremendo esfuerzo —sofocos, atragantamientos y dolores—, decide dar por terminada la tortura; pero Zorzano susurra: «No, Padre, hasta el final». A menudo es trabajo baldío: «Me da la tos y lo voy a echar. [...] Ahora que, como yo no soy el que pone el incremento... Mi obligación es tomarlo y lo cumplo buenamente. Si después lo echo, eso ya no depende de mí».

A un compañero de momentos difíciles, le comenta: «¡Qué diferencia de apetito, cuando cenaba el rancho contigo, en el cuartel, sentados los dos en el suelo!». La enfermera tercia: «Usted no ha conocido nunca el apetito». Y el ingeniero replica con exageración andaluza: «¡Cómo que no! Cuando yo trabajaba en Málaga me desayunaba una tortilla de patatas y alguna que otra fruslería como chorizo y unos racimos de moscatel. ¡Ah! Y después me tomaba el café con un bollo». Y la sanitaria se asombra con el buen humor de un hombre que está ahogándose.

También el peluquero —que, por cierto, se llama Isidoro— queda sorprendido con las bromas del moribundo. Zorzano dice que le deje muy corto el cabello. El tocayo responde que se lo hará «a la parisién», mientras gesticula con los útiles de su oficio. El paciente finge alarma: «Parece que me va a dar la puntilla». A veces los golpes de tos interrumpen la operación y el ingeniero, ya en serio, lamenta: «¡Cuánto lo siento, Isidoro, el rato que le estoy haciendo perder!». Zorzano, efectivamente, sólo piensa en la conveniencia de los otros.

Para evitarles un espectáculo desagradable, cada mañana se asea cuidadosamente; y se lava la boca después de cada comida, por más que accionar el cepillo le supone un esfuerzo notable.

De modo particular cuida de sus acompañantes. «Una noche», refiere José Javier López Jacoíste, «fui a velarle y resultó que yo fui el velado. Me acosté en la cama que había vacante en su habitación y se pasó Isidoro toda la noche preocupado en si yo dormía bien. En cuanto despertaba en algún instante de la noche, ya estaba él mirándome o preguntándome si me encontraba bien». Algún acompañante teme no estar cumpliendo su cometido y trata de levantarse: Isidoro le asegura que aún es muy temprano y que debe seguir acostado. Por la mañana, pregunta: «¿Has podido dormir?».

Si alguno llega con los zapatos mojados, Isidoro le consigue unas zapatillas. Impide que otro salga sin gabardina o paraguas un día de lluvia, y le encarece: «Cuando llegues a casa, múdate de calzado para no enfriarte». A uno que debe tomar un taxi, le pregunta: «¿Ya llevas bastante dinero?». Pone los medios para que merienden quienes pasan la tarde junto a él. Y se le nota inquieto cuando peligra el almuerzo de un acompañante porque tarda en llegar su «su relevo».

Todos consideran un privilegio visitarle o velarle. Al afortunado se le advierte: «Cuídale bien, porque tienes en tus manos una reliquia». Y un comentario normal será: «Cada vez que he ido a ver a Isidoro, he salido con ganas de rectificar y de ser mejor».

Quienes tratan de alentarle comprueban que es el enfermo quien les anima a ellos. Pero no rechaza las atenciones: da las gracias por el azúcar que le ha conseguido Fernando, así como por las medicinas de Juan. También agradece muchísimo que le busquen un libro o que le sequen el sudor. Solamente le apena el trabajo que da: «¡Ya ves qué lata: tener que velarme con el trabajo que tenéis todos!». Y dirá «¡Perdona!» cuando teme haber despertado al acompañante.

Idéntica solicitud muestra para con su familia. Telefonea todos los días a doña Teresa, que desconoce su estado. «Me di cuenta —dirá Chichina— de que mi hermano estaba cariñoso con nosotros» (dato notable, pues «nunca fue muy expresivo»). Aunque deben de resultarle incómodos, acepta sin protestar los mimos, por ejemplo, de la anciana tía que lo besa diciendo: «¡Isidorito!». Y procura tranquilizar a los suyos: «Este Isidoro» —comenta una pariente— «siempre dice que está muy bien. No hay modo de saber cómo se encuentra».

Isidoro se preocupa también por los demás enfermos, a quienes ayuda su ejemplo: «Yo mismo —escribirá el doctor Serrano— después de la visita a Isidoro, equivaliéndome a una meditación, refería a algunos pacientes los hechos que a diario me impresionaban sobre su comportamiento frente a la muerte, su valor ante el dolor, su extremada paciencia y su sonrisa perpetua; y aquella conducta [...] les servía para llevar con más resignación sus sufrimientos, porque sabían que ofrecía por ellos los suyos propios. [...] Algunos, como un primo mío que tenía una cirrosis hepática y murió cristianamente, le llegó a impresionar de tal manera la figura del Siervo de Dios ante el sufrimiento, que fue el primer paso para salir de su tibieza religiosa».

El enfermo de la habitación contigua es un trastornado mental, que da mucha guerra. Al personal sanitario le admira que, a diferencia de otros pacientes, Isidoro jamás proteste. El médico director del sanatorio manifiesta: «Siempre que entro, me recibe sonriendo y con bromas. El que lo vea creerá que está tranquilo, pero yo sé que tiene sufrimientos rabiosos. Esto no es un enfermo; es un santo».

Lo mismo piensa la enfermera Milagros Sastre, a quien sorprende la obediencia del enfermo a los médicos y su alegría permanente. También le conmueve que, cuando ella se equivoca y le lleva una cosa por otra, es Zorzano quien pide perdón: «¡Ay! ¡Cuántas vueltas le estoy haciendo dar a esta mujer!». Pero, más que nada, le admiran dos detalles. El primero, que la habitación de Isidoro no huele a enfermo: nota, más bien, un ambiente como perfumado. El ingeniero quita importancia al asunto y, finalmente, le dice que será por la visita diaria del Santísimo Sacramento al cuarto. Milagros advierte, igualmente, que no se cansa cuando sube las escaleras para prestar un servicio a Isidoro. Éste aclara: «No se cansa; pero no es por servirme a mí, sino porque Dios nuestro Señor le da la fortaleza necesaria para cuidarme».

Pero Zorzano también corrige lo que no va bien. Acostumbrado a cuidar, por amor de Dios, los detalles cotidianos, advierte que en el sanatorio hay plantas que no se riegan, ventanas mal cerradas, prescripciones médicas que no se cumplen, etcétera. Con los de la Obra comenta que todo esto se tendrá en cuenta cuando haya clínicas animadas por el espíritu del Opus Dei. Y arbitra un procedimiento para sugerir, sin humillar, las observaciones pertinentes. En tono divertido dice a Milagros que, cuando el sanatorio crezca, ella será enfermera jefe. Es un gran futuro, por más que tenga sus contrapartidas, pues —indica— le caerán encima multitud de responsabilidades: desde vigilar que se pongan las inyecciones señaladas, hasta cuidar de que las puertas no hagan ruido... La enfermera, ufana por la promoción que le augura el ingeniero, descubre la conveniencia de irse ya esmerando en todo. Contenta de que Isidoro le haya regalado un rosario, le propone rezarlo juntos. Zorzano, delicado al evitar un clima de familiaridad con mujeres, busca una excusa: como las exigencias del servicio les interrumpirían muchas veces, será preferible que cada uno lo rece por su cuenta.

Igualmente cortés se muestra con la familia del médico residente. Edificada por la virtud del enfermo, la esposa lo visita con frecuencia. A los acompañantes de Isidoro les impacientan las intervenciones de la buena mujer: que Zorzano lea periódicos, que dicte sus pensamientos de estos días... Otras veces cuenta las gracias de su hijita. Isidoro atiende y, cuando marcha la señora, comenta indulgente: «¡Hay que ver cómo son las madres! ¡Cómo quiere a su pequeña!». La madre, que prohíbe a su niña visitar a los enfermos, concede a Monina bula para ver a Zorzano. La chiquilla pide a las enfermeras: «Vamos a ver a don Isidoro, que nos cuenta muchas cosas». Y don Isidoro, que apenas tiene resuello, explica el catecismo a Monina, que se prepara para la Primera Comunión, y le toma las lecciones de aritmética, geografía o inglés.