¡Hace ya tantos años! Apenas alboreaba la Segunda República cuando conocí a don Josemaría Escrivá de Balaguer. Él iría a cumplir entonces los treinta años de edad. El Opus Dei era algo así como una criatura en la cuna. Acababa de ser fundado. Mi amistad con el fundador vino a través de la familia del Portillo, emparentada con la de un amigo burgalés de mucha distinción Luis García Lozano, ¡larga vida le dé Dios! y con la del inolvidable doctor José María Pardo Urdapilleta. Los Portillo que yo conocí fueron tres: un médico, un capitán de la Legión y un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. Este último se llama Alvaro. Es, desde hace muchos años, sacerdote, doctor en Derecho Canónico, doctor en Filosofía y Letras, agudo y penetrante en sabidurías eclesiásticas, secretario general del Opus Dei, colaborador de Monseñor Escrivá de Balaguer, desde el primer día.
Ya en aquel tiempo que ahora rememoro, el joven sacerdote aragonés no soñaba sino con el apasionado servicio de Dios y con el cuidado de las almas. Andando los años, esos dos anhelos supremos, Dios como última razón de nuestro ser, de nuestro existir, y la limpia dignidad del alma humana como ideal que todos debíamos servir íntegramente a lo largo de nuestra vida, fueron, sin un minuto de interrupción, su porte, su fe, su esperanza y su caridad.
Un día le dije: «Aun en las fundaciones religiosas más egregias suelen correr los fundadores el peligro de caer en pecado de soberbia. Y en las hagiografías leemos que tienen que librar luchas enconadas contra esa tentación. Tú pareces libre de tan airado sentimiento ».
Me contestó: « ¿Yo? ¿Cómo quieres que me tiente el orgullo? ¿Por qué? Soy un pobre cura; casi un cura de pueblo; un sacerdote de la Iglesia de Dios, siervo de todos los demás; y mi refugio de salvación, mi deber más inmediato, debe ser la humildad. No quiero sino ayudar por los caminos del espíritu a la libertad y a la dignidad del hombre. Ese es mi sueño».
Pasaron varios lustros. Fuimos un día Ramón Matoses y yo a verle y a escucharle en su residencia romana de la Vía Bruno Buozzi, 73 y 75. Ramón Matoses, nuestro gran agregado comercial en Roma, le trataba y le quería como a un hermano.
–Ha pasado mucho tiempo –le comenté yo– desde que comentábamos en mi casa de Madrid tu entonces reciente fundación del Opus Dei. ¿Te acuerdas de lo que dijimos apropósito del pecado de soberbia que acecha a los fundadores? Ahora que tu obra es una realidad poderosa, y hablas desde Roma a miles y miles de discípulos, ¿sigues viéndote a ti mismo como un cura de pueblo, como un pobre sacerdote que no quiere sino trabajar fraternalmente por la libertad y la dignidad del hombre al servicio de Dios?
Me dijo: «Dios es tan generoso conmigo que me libra constantemente de la terrible tentación de la soberbia. Mira todo lo que ves alrededor de nosotros: fotografías de mis padres, algún recuerdo familiar, ecos primarios de mi niñez y de mi juventud, intimidad sin ningún propósito de resplandor, memorias de algunos colaboradores de las horas iniciales; ya ves, nada; infancia; imágenes de mi tierra natal. Nada más. Este es el mundo de mi pequeñez personal. Y sobre este no ser nada, sino una fuerte voluntad, levanto cada día mis esfuerzos, mis esperanzadas empresas espirituales, mi lucha por un mundo de hombres libres en la libertad de Dios».
Ramón Matoses y yo le escuchábamos con atención sostenida. Una sentencia latina subrayó la explicación: «In superbia initium sumpsit omnis perditio». («En la soberbia tiene su comienzo toda perdición»).
Jamás, en nuestro largo trato de amigos, me pidió, ni siquiera me indicó, ni aun me sugirió con alguna alusión lejana, que me incorporase a la Obra. Hablábamos de todo, menos de eso y de política. En los años de la República, no recuerdo que sacase a colación en nuestros diálogos el tema de las muchas conturbaciones que se abatían sobre el país, para aflicción incluso y para duelo de muchos republicanos. Si yo me refería en algún instante a los azares y sobresaltos de la vida nacional, él escuchaba; pero, tan pronto como le era posible, tornaba a sus preocupaciones, y recaíamos nuevamente en esclarecimientos del orden espiritual.
Sólo una vez –lo recuerdo muy bien– quiso saber mi opinión acerca del interés que pudiese tener la creación de determinados órganos de expresión periodística. ¿Valía la pena lanzarse a ello? ¿Era aconsejable? ¿No serían mayores los dañosos inconvenientes que los posibles provechos?
No tuve más remedio que responderle: «Mi contestación y mi consejo –si consejo solicitares de mí– carecerían de sentido mientras no me expliques seriamente qué es lo que quieres decirle al pueblo español, cuál es el contenido real de tu mensaje...»
Me interrumpió sin tardanza: «No se trata del pueblo español, únicamente. No he fundado una Obra española y para españoles, sino una asociación internacional, o si prefieres, universal, que se difundirá mundo adelante y dará sus frutos en todos los Continentes...».
Yo insistí: –Mi observación es válida para lo español y para lo universal. ¿Fundar revistas? ¿Diarios? Y ¿para qué? ¿Qué te pro pones hacer con éstos y con aquéllas? ¿Qué voz deseas hacer llegar, y qué doctrina, a los posibles lectores? Contar con órganos de información por el mero gusto de poseerlos, o por externas razones de vanidad, o por afán de conquistar pequeñas posiciones triviales e interesadas, según acontece con la generalidad de los politicantes profesionales, no tiene la menor importancia; no cumple ninguna finalidad seria, no es cosa de monta suficiente como para que te entregues a ello; no pasaría de ser una triste frivolidad. Esforzarse en las tareas de un periodismo muy acendrado, hondo, alto, limpio, sacrificado, para servir un pensamiento libertador, para apoyar una misión trascendente, según dices que es tu propósito esencial, puede equivaler a un designio interesante. Pero avanza con tiento. El periodismo puede ser, y de hecho es, algo así como un campo de minas.
–No quiero nada –comentó- que no ayude a proclamar como ideal primero la libertad de la persona humana en las tres virtudes teologales.
–Entonces –terminé– date a ti mismo la segundad de lo que deseas hacer; y cuando lo hayas definido sin vacilación posible, cuando tengas la certidumbre de lo que quieres decir, piensa en la aventura, siempre rodeada de peligros y de equívocos, del periodismo como instrumento de comunicación.
El apostilló: Sé lo que quiero decir y hacer. Y todos lo sabrán pronto igual que yo». (Era en los años iniciales de la fundación.)
Otra vez (también se hallaba presente el querido Ramón Matoses en esta conversación) como me invitara a decirle mi leal parecer sobre las actividades del Opus Dei, me permití exponerle:
-Creo que eres un personaje casi desconocido. Probablemente hay discípulos tuyos que no han llegado todavía a interpretar bien tu pensamiento y tu voluntad. Según declaras, no debe el hombre evadir ninguna de las honestas realidades diarias, porque en medio de las actividades vulgares de cada día y de cada hora se puede cumplir la voluntad de Dios. Algo de esto sostenía Santa Teresa de Jesús, y luego se quejaba de que no todas sus monjas la habían entendido bien. Se trataba de criaturas sujetas a soledad, cilicio y disciplina clausural... Imagina los problemas que a tu obrase le han de presentar tratándose de discípulos que viven en el Centro de las pasiones del mundo, y son como arboladuras sacudidas por la tormenta. ¡La santidad, o el anhelo de santidad en el libre juego y rejuego de las tempestuosas luchas humanas...! ¡Es extraordinario lo que propones a quienes te siguen!
–Pues así ha de ser; y no de otro modo.
–Por eso corres el riesgo de parecer ahora mismo, y continuar pareciendo durante mucho tiempo, una personalidad desconocida, un ignorado por deformación ajena, un enigma, un ser un poco misterioso.
–Eso no importa, mientras avancemos en la promoción de la libertad humana y en la buena concertación de lo natural y lo sobrenatural.
* * *
Así solía hablar don Josemaría Escrivá de Balaguer. Ese era su ámbito de vida, de amor y de esperanza. ¡Esperanza! Creo que he dado con una de las palabras clave para comprender al fundador del Opus Dei. No se sabe por qué, de las tres virtudes teologales
–Fe, Esperanza y Caridad o Amor– suele insistir se habitualmente en la Fe y en la Caridad. Olvidamos, en cierto modo, la Esperanza. Se toma muy al pie de la letra la inmortal admonición paulina a los Corintios acerca de la caridad: «Si hablase las lenguas de los hombres y de los ángeles, mas no tuviese caridad, no soy sino un bronce resonante o un címbalo estruendoso. Y si poseyere el don de profecía y conociere todos los misterios y toda la ciencia; y si tuviere toda la fe y trasladare montañas, mas no tuviese caridad, nada soy». En la propia maravilla de las cartas de San Pablo consta que la salvación llega por los caminos de la esperanza. Este pensamiento aparecía y sobresalía en casi todas las conversaciones con el padre Escrivá. No sé qué don carismático poseía que le permitía promover esperanza, ensanchar horizontes, vencer pesimismos, comunicar la seguridad de un futuro resplandeciente, calmar desasosiegos, iluminar dudas, sentirse, ante todo y sobre todo, sacerdote de Dios, y en calidad de tal, predicar y pedir una viva permanencia en la fe, una ardorosa caridad, pero también una luminosa esperanza. Supongo que era un gran meditativo de San Pablo. Sin duda por su condición de hombre esperanzador.
Acabó nuestra última conversación en Vía Bruno Buozzi declarándole Ramón Matoses, su amigo y mi amigo fraterno, y declarándole yo:
–Padre Escrivá: Aquí tienes a dos personas que, probablemente, no se sienten con la fuerza necesaria para seguirte, para obedecerte, para rendirse a tu disciplina; pero los dos quisiéramos tenerte a nuestro lado a la hora de la muerte; porque tú nos enseñas que «no debemos sentir miedo de la muerte; que importa aceptarla generosamente; cuando Dios lo disponga; como Dios quiera, donde Dios desee. Vendrá –no lo dudéis– en la hora, en el lugar y en la circunstancia oportuna; como un envío de Dios, el Padre. ¡Sea bienvenida nuestra hermana la muerte!».
Entre bromas y veras nos despedimos. Ramón Matoses no pudo ver cumplidos sus sueños de tener a don Josemaría junto a su lecho en el último trance. Yo no lo tendré, tampoco, porque a él le ha llegado la «hermana» de pronto, sin anunciarse, igual que un rayo del cielo.
* * *
No recuerdo a nadie que, con tanta espontaneidad, con naturalidad tan admirable, uniera en un solo haz lo natural y lo sobrenatural; Dios y el hombre; el hombre y Dios. Esa dificilísima empresa de tener presentes las inspiraciones sobrenaturales en medio de las más menguadas trivialidades de la humana existencia, se cumplía en el fundador del Opus Dei sin la menor apariencia de esfuerzo, sin rechinamientos a la hora de ajustar las inquietudes del más allá con las realidades del más acá. Ignoro cuáles fueron los caminos que le llevaron a una tan perfecta unión de los dos mundos. Entiendo que para él no había tales «dos mundos», sino uno sólo. A mí me recordaba influencias teresianas en el servicio de Dios; con la particularidad de que al padre Escrivá le gustaba llevar su ensueño religioso a la «hermosa mitad de la calle», según palabras suyas. La empresa estaba y está erizada de obstáculos y corre los peligros que «la mitad de la calle» supone.
Unicamente a un hombre de excepción se le podría ocurrir, como la cosa más natural, que el fracaso de cualquiera de nuestros empeños no es sino espuela de la voluntad, y que, en resumen, hasta puede haber cierto gozo en el fracasar, porque así aprendemos a reiterar los bríos de la obra iniciada, y nos aleccionamos con la humildad necesaria para alzarnos hacia lo sobrenatural en pos de nuevas fuerzas.
Sigo pensando que don Josemaría Escrivá de Balaguer fue siempre, y aún es, un gran desconocido. Como descendió a la calle en busca de santidad, la calle ha sido, más de una vez, implacable con él y con su ardoroso desafío. Los suyos le conocieron; pero no todos. Hay discípulos que, sencillamente, le adivinaron. «Yo no quiero ser más que un buen sacerdote. ¿Sabéis lo que eso supone? ¡Un buen sacerdote de Dios! Lo demás me importa poco. Y en todo caso, se me dará por añadidura», nos decía, al despedirnos, en puerta de su despacho íntimo; de aquel despacho en que las nostalgias infantiles de su Barbastro natal, su iniciación en la carrera del sacerdocio, la sonrisa de su madre, la emoción de las primeras oraciones. Las dudas y también las fortalezas de los días de su fundación, componían un ámbito de por sí muy especial, mitad evocación, mitad reflejo de una celda. Y siempre, celda u hogar, observatorio de la lucha por la santidad en medio de los rumores y de las embestidas de la calle.
¡Et lux perpetua luceat ei!
Artículo publicado en LA VANGUARDIA
Barcelona. 6-VII–75