9. Conclusión: formación para la santidad

Conferencia de Mons. Alvaro del Portillo, Gran Canciller de la Universidad de Navarra, en la clausura del XI Simposio Internacional organizado por la Facultad de Teología (1990).

Las actuales circunstancias de la sociedad, y la nueva empresa evangelizadora en la que todos estamos comprometidos, exigen plantearse a fondo una personal mejora cualitativa de nuestro sacerdocio y, en consecuencia, de la formación sacerdotal. En la reciente Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, Juan Pablo II ha escrito: «Hoy, cercanos ya al tercer Milenio de la venida de Cristo, quizás experimentamos de manera más profunda la magnitud y las dificultades de la mies: La mies es mucha; pero vemos también la escasez de obreros: Los obreros son pocos (Mt 9, 37). Pocos: y esto atañe no sólo a la cantidad, sino también a la calidad. De ahí pues la necesidad de la formación» 57.

Como habéis estudiado con profundidad en estos tres días de Simposio, se impone lograr que los sacerdotes adquieran en sus años de preparación, y en la sucesiva formación permanente, una clara conciencia de la identidad que existe entre la realización de su vocación personal —ser sacerdote en la Iglesia—, y el ejercicio del ministerio in persona Christi Capitis. Su servicio a la Iglesia consiste, esencialmente (otros modos de servir un sacerdote pueden ser legítimos, pero secundarios), en personificar activa y humildemente entre sus hermanos a Cristo Sacerdote que da vida y purifica a la Iglesia, a Cristo Buen Pastor que la conduce en unidad hacia el Padre, y a Cristo Maestro que la conforta y la estimula con su Palabra, y con el ejemplo de su Vida.

Esta formación del sacerdote es algo que dura toda la vida, porque, en sus diversos aspectos, tiende —debe tender— a formar a Cristo en él 58, realizando esa identificación como tarea, en respuesta a lo que esa identificación tiene ya como don sacramental recibido. Una tarea, que postula antes aún que una incesante actividad pastoral, y como condición de la eficacia de ésta, una intensa vida de oración y de penitencia, una sincera dirección espiritual de la propia alma, un recurso al sacramento de la Penitencia vivido con periodicidad y con extremada delicadeza, y toda esta existencia enraizada, centrada y unificada en el Sacrificio Eucarístico.

Una nueva evangelización, sí, pero con la conciencia clara de que —con palabras de Mons. Escrivá de Balaguer— «en la vida espiritual no hay nada que inventar; sólo cabe luchar por identificarse con Cristo, ser otros Cristos —ipse Christus—, enamorarse y vivir de Cristo, que es el mismo ayer, que hoy y será el mismo siempre: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Hebr. XIII, 8)» 59.

De Cristo Sumo y Eterno Sacerdote canta la Iglesia: Ave verum corpus natum de Maria Virgine. Yo pido al Señor que en la formación sacerdotal esté siempre presente el camino mariano por el que el Hijo de Dios vino a los hombres.

Alvaro del Portillo

Pamplona, 19-IV-1990