8. La dimensión mariana de la vida del sacerdote

Conferencia de Mons. Alvaro del Portillo, Gran Canciller de la Universidad de Navarra, en la clausura del XI Simposio Internacional organizado por la Facultad de Teología (1990).

Al pie de la Cruz de Cristo, en el Calvario, estaba María, su Madre, y junto a Ella el discípulo a quien amaba 48. La Tradición de la Iglesia ha visto siempre representados, en la figura del Apóstol San Juan, a todos los cristianos, a todos los hombres y mujeres que han recibido en el sacramento del Bautismo, como carácter indeleble, una participación en el sacerdocio de Cristo. Las palabras del Señor agonizante en la Cruz nos descubren una dimensión esencial de la vida cristiana: ahí tienes a tu Madre 49. Es, con expresión de Juan Pablo II, «la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano» 50.

La identificación con Cristo tiene esta dimensión fundamental. Ser alter Christus, ipse Christus lleva consigo necesariamente ser hijos de Santa María. Y, del mismo modo que esa identificación con el Señor es, a la vez, don y tarea, también la filiación a la Santísima Virgen es un don: «un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre» 51 ; y es también una tarea, que el evangelista condensa en pocas palabras: Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa 52. «Entregándose filialmente a María —comenta el Romano Pontífice—, el cristiano, como el Apóstol Juan ‘acoge entre sus propias cosas’ a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior» 53.

Si esto es así para todo cristiano, lo es por un nuevo título para el sacerdote, que ha sido llamado a participar de un modo nuevo en el sacerdocio de Cristo y a vivir centrado de modo particular en el sacrificio de la Cruz. Como discípulo del Señor debe entregarse filialmente a María, tratarla como Madre y aprender de Ella qué significa tener “alma sacerdotal”: el afán de corredimir con Cristo, la sed de almas, el espíritu de reparación; en definitiva, el deseo de adquirir los mismos sentimientos de Cristo Jesús 54. Como ministro del Señor, no puede olvidar, cuando renueva el Sacrificio del Calvario y dispensa los tesoros de la gracia de Cristo, que, al pie de la Cruz, la Virgen María «se entregó totalmente al misterio de la Redención de los hombres» 55, y que el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se hacen presentes sobre el altar son los mismos que recibió de su Santísima Madre.

El último Concilio ha exhortado a los presbíteros para que «veneren y amen con filial devoción a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio» 56 ¡Cómo experimentó el Fundador del Opus Dei esta realidad maravillosa del auxilio materno de la Santísima Virgen, en su ministerio sacerdotal! Así lo recordaba, en la fiesta de San José de 1975, pocos meses antes de fallecer, volviendo la mirada a su labor pastoral en torno a los años treinta: «¡cuántas horas de caminar por aquel Madrid mío, cada semana, de una parte a otra, envuelto en mi manteo! (…) aquellos Rosarios completos, rezados por la calle —como podía, pero sin abandonarlos—, diariamente (…) Nunca pensé que sacar la Obra adelante llevaría consigo tanta pena, tanto dolor físico y moral: sobre todo moral (…) Iter para tutum! ¡Madre mía! ¡Madre!; ¡no te tenía más que a Ti! Madre, ¡gracias! (…) Madre, Cor Mariae Dulcissimum! ¡Oh, cuánto he acudido a Ti!

Y otras veces, hablando y predicando, dándome cuenta de que no valía nada, de que no era nada, pero con una certeza… ¡Madre!, ¡Madre mía! ¡no me abandones!, ¡Madre!, ¡Madre mía!».

Eran exclamaciones profundamente sinceras, de hijo, que brotaban de su alma sacerdotal, precisamente en la última fiesta de San José que celebró en esta tierra, porque en su corazón —y también en su nombre— María y José se hallaban indisolublemente unidos, y eran el camino para tratar íntimamente a Jesús, y por El, con El y en El, al Padre y al Espíritu Santo.

Alcanzar una honda devoción y un tierno amor a la Santísima Virgen ha de ser uno de los objetivos primarios de la formación sacerdotal. Existen profundas razones teológicas para afirmar que no puede considerarse como un añadido piadoso al conjunto de la formación, sino como algo que encuentra sus raíces en el “don” recibido por el sacerdote en la ordenación, y que está destinado a crecer y a desarrollarse en su vida. El Señor quiso asociar a su Madre de modo especialísimo a la tarea de la Redención; así también el sacerdote que ha recibido el poder de actuar in persona Christi Capitis “necesita” el auxilio maternal de la Virgen en su ministerio. Sin María no puede alcanzarse una existencia verdaderamente sacerdotal.