2. Optimismo y esperanza

Conferencia inaugural de Mons. Javier Echevarría en el Congreso La grandeza de la vida ordinaria, con ocasión del centenario del nacimiento de San Josemaría, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma, 8-I-2002. Publicada en La grandezza Della vita quotidiana. Vocazione e missione del cristiano in mezzo al mondo, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2002, pp. 67-89.

Esta capacidad de arrastre –también en lo humano– de la personalidad del Beato Josemaría no puede atribuirse a un único rasgo, precisamente porque las virtudes heroicas, que la Iglesia ha reconocido en su vida, se entrelazan y funden hasta configurar un temple unitario y armónico.

No obstante, entre las notas distintivas de su carácter, destacó siempre su espíritu constructivo, su alegría contagiosa, su capacidad de optimismo, con una inconmovible esperanza que presenta gozosas manifestaciones humanas y profundas raíces teologales. Son tonos brillantes y luminosos que resaltan vivamente sobre un fondo cultural tantas veces dominado por el pesimismo o la sombría visión inmanente de horizontes cerrados. Se percataba de que un optimismo no basado en el reconocimiento del origen y del fin trascendente del hombre no pasa de ser un sentimiento banal, carente de fundamento. Por esto, huelga decir que el optimismo del Fundador del Opus Dei se sitúa en las antípodas de este sentimentalismo crepuscular, o del progresismo declinante que no renuncia al «proyecto moderno», en versión antropocéntrica y secularista. La visión netamente positiva de Josemaría Escrivá de Balaguer acerca del ser humano –«la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» [1] - tiene una inconfundible base paulina, pues el hombre y la mujer están llamados a identificarse con Cristo [2] : a ser alter Christus, ipse Christus , como acostumbraba a sintetizar [3].

En el fundamento de esa actitud, decididamente afirmativa, que caracteriza el perfil humano del Beato Josemaría, se halla una profunda comprensión de los misterios de la Creación y de la Encarnación. Esa actitud se evidencia de modo neto en su invitación a «amar al mundo apasionadamente». Con este título pronunció una homilía en el campus de la Universidad de Navarra, el 8 de octubre de 1967, en la que dirigió estas vibrantes palabras a los millares de personas que participaban en la Santa Misa celebrada al aire libre: «Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir (...). No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo» [4].

Con una atrevida formulación, que causó gran impacto, se refirió entonces a «un materialismo cristiano , que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» [5] . La firme seguridad que le proporcionaba su sentido humanista de la realidad, y su profunda fe en la presencia salvadora de Cristo en los fieles, le llevaban a conducir su predicación al terreno en el que el catolicismo estaba siendo más atacado en aquel tiempo. Si el materialismo reduccionista –en sus diversas versiones– pretende erradicar las dimensiones espirituales de lo real, el Beato Josemaría retoma en su justo contenido el mismo concepto de materia , para advertir con firmeza que esa idea, cerrada sobre sí misma y refractaria a cualquier apertura a la trascendencia, se queda en abstracción ideológica que nada tiene que ver con la multiforme y compleja realidad en la que se desarrollan cada día las actividades humanas; por eso empobrece la imagen del hombre, hasta el punto de encerrarle en la pura facticidad, en un mero mecanicismo, con el riesgo de conducirle a una tristeza desesperanzada, a una abulia existencial.

En cambio, si la cultura se abre a la razón sapiencial , el panorama se expande y el hombre se libera. Esta impresión –casi corporal, se podría decir– de liberación y apertura, de ampliación de horizontes clausurados, alimenta a quienes se acercan a las enseñanzas del Fundador del Opus Dei. Advierten una experiencia de incremento gozoso, de dilatación de posibilidades existenciales, porque pueden atisbar el inagotable misterio de lo real santificable, y las infinitas perspectivas de santificación –de verdadera realización– que la fe cristiana ofrece a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos.

De acuerdo con la íntima unidad de doctrina y vida mencionada, esa misma sensación se producía al tratar –de modo asiduo o esporádico– al Beato Josemaría. Millares de personas, incluso no cristianas o apartadas de la práctica de la fe, descubrieron –tras un encuentro con este sacerdote santo y lúcido, sencillo y con buen humor– el optimismo y la alegría que les impulsaba a cambiar el curso de su existencia. Y puedo asegurar que sigue aconteciendo a los que se aproximan hoy a su vida a través de los numerosos testimonios y escritos sobre su persona y sus enseñanzas.

Su manera de ayudar a materializar la vida espiritual [6] a través de imágenes gráficas; su modo de rectificar con espontaneidad enfoques que desazonan y desconciertan; su facilidad para presentar ejemplos que iluminan la cotidianidad o de ofrecer consejos realistas y exigentes; su capacidad de levantar el ánimo de oyentes y lectores, traslucen una vivencia de la auténtica esperanza, cuyo origen –casi palpable– es inequívocamente una profunda unión con Cristo. Por eso, su mensaje aporta –entonces como ahora– la inconfundible impresión de esa novedad que no brota tanto de lo original como de lo originario, de lo que está cercano a esa fuente de aguas vivas: el Dios que hace nuevas todas las cosas [7].

Efectivamente, así se muestra la fuerza transformadora de la esperanza. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica , «la virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad» [8] . Fiel seguidor del espíritu que el Señor le dio para configurar el Opus Dei, camino de santidad en medio del mundo, el Beato Josemaría acertaba –de un modo casi connatural– al fundamentar perseverantemente en la esperanza sobrenatural las esperas humanas, y a referir éstas, corregidas y purificadas, al horizonte escatológico que cifra toda felicidad definitiva en contemplar cara a cara el rostro de Dios. Cuando, especialmente durante sus últimos años en esta tierra, rezaba de continuo vultum tuum, Domine, requiram [9] –buscaré, Señor, tu rostro–, no escondía en ese anhelo ninguna inclinación a escaparse de los sinsabores de la existencia terrenal, sino el deseo incontenible de encontrar con plenitud en el Cielo la felicidad que el Señor le concedía ya en la tierra, y que contribuyó a difundir a su alrededor, a contrapelo de dificultades y dolores experimentados en carne y espíritu.

En el sosiego interior que Dios le otorgaba, como premio a su desprendimiento y rectitud de intención, no había sombra alguna de estoicismo. Esta actitud no guarda relación con la paz profunda de los hijos de Dios, que se alimenta con la íntima seguridad de que nada realmente malo puede suceder, porque «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» [10] . El consuelo emparejado con la santidad de vida está tan alejado de la apatheia individualista como del activismo pragmático. Cuando corrían tiempos en que la utopía marxista de la vida o falaces enfoques liberacionistas habían penetrado en la mente de intelectuales, incluso cristianos, el Fundador del Opus Dei promovía la justicia social a través de la acción profesional de los laicos, mientras alentaba numerosas iniciativas apostólicas de promoción humana en los entornos más necesitados y recordaba que la liberación radical –la que Cristo nos ha ganado con su sangre– no es otra que la liberación del pecado, especialmente por medio del sacramento de la Penitencia.

Inmanencia y trascendencia se armonizan en su vivencia de la esperanza cristiana, que se aparta tanto del reduccionismo secularista como de la desencarnación presuntamente espiritualista. La profunda unidad de su experiencia le llevaba a valorar altamente las realidades terrenas, a referirlas a su Creador y Redentor, y a tratar de convertirlas en instrumento de apostolado: «No nos ha creado el Señor –afirmaba en una homilía– para construir aquí una Ciudad definitiva (cfr. Hebr XIII, 14), porque este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar (Jorge Manrique, Coplas, V). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Esta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano» [11] . Esta conciliación dinámica –no dialéctica– entre las esperas y la esperanza muestra que Josemaría Escrivá de Balaguer penetró a fondo en las internas contradicciones de esta época de tensiones y cambios, para encontrar –con una especie de instinto sobrenatural– una síntesis superior que, en último término, procedía de su sentido de la filiación divina.

[1] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes , n. 24.

[2] Cfr. Ga 2, 20.

[3] Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa , Rialp, Madrid, 41 ed. 2006, n. 104. Por esta edición citaremos en las páginas siguientes.

[4] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones… , n. 114.

[5] Ibíd ., n. 115.

[6] Cfr. ibíd ., n. 114.

[7] Cfr. Ap 21, 5.

[8] Catecismo de la Iglesia Católica , n. 1818.

[9] Sal 26 (27), 8.

[10] Rm 8, 28. [11] Amigos de Dios, n. 210.