Érase una vez... otra nueva Navidad...

La Navidad es una fuente de inspiración literaria. Y la literatura es una fuente de inspiración navideña. La Oficina de Información del Opus Dei en España ha recopilado varios relatos y poemas de Navidad de autores noveles y escritores consagrados en una sencilla publicación en la que late con letras el espíritu de la Navidad cristiana.

Foto: Flickr - EsititxuCarton

Érase una vez... otra nueva Navidad... (Descarga en PDF)

Índice

● Una mujer en Navidad. Miguel Aranguren

● Milagro de Navidad. Pepe Álvarez de las Asturias

● La duda. Angelina Lamelas

● Solo testimonio. José María Cortés Saavedra

● El pecado del indiano. José María Blanco Corredoira

● La flauta de caña. Luis Ramoneda

● Cuento de Navidad. Marta Chacón

● Presentación del Portal. Carmelo Guillén

● El camello. Enrique García-Máiquez

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1. UNA MUJER EN NAVIDAD Miguel Aranguren (1970), es uno de los escritores españoles que ha publicado a más temprana edad, autor de once novelas publicadas, de varias páginas en la prensa escrita y responsable del proyecto Excelencia Literaria (que comenzó en el curso 2004-05).

Era mi madre la que sugería sacar las cajas del altillo. Aunque faltaban unas semanas para Navidad, su propuesta nos despertaba la impaciencia por decorar la casa. En la papelería compraba cartulinas de colores, unas tijeras sin punta y un bote de cola con el fin de que entretuviésemos las tardes del final de noviembre enhebrando cadenetas y recortando angelotes para las ventanas de nuestra habitación. Después arreglaba las cabezas tronzadas de los pastores del Nacimiento, y nos pedía que eligiésemos un Rey Mago al que ir acercando al portal con nuestras buenas acciones. Días más tarde, nos ayudaba en el ceremonial de escribir a sus Majestades de Oriente misivas repletas de sueños y disparates –en una ocasión, abusando de su omnipotencia, les pedí un chimpancé– que ella se encargaba de echar al buzón y cuyo contenido casi nunca se correspondía con los regalos que nos llegaban el seis de enero, por más que aquellas chucherías que adornaban los zapatos colmarán todas nuestras aspiraciones.

La Navidad está ligada a la presencia de mi madre y a la de otras mujeres que convertían y convierten estas fechas en un oasis de paz, en una reconciliación con la vida y una llamada cierta a la esperanza.

No comparto la mayor de quienes identifican las Fiestas con tristeza y ausencias. Es cierto que en las reuniones familiares reparamos en quienes ya no se sientan a la mesa, pero no es menos verdad que hay sillas dispuestas para los recién llegados (hijos, nietos, sobrinos, yernos, nueras...).

Mientras haya una mujer dispuesta a celebrarla, la Navidad seguirá siendo ese faro que da luz al resto de los meses.

Mi abuela materna aprovecha la excusa de Nochevieja para sacar de un baúl lo que queda de los viejos disfraces, y nos coloca un sombrero de chirigota a cada uno de los que vamos a su casa a comer las uvas. Hace unos años Rosario vivía con ella. Rosario era una cocinera de las de antes: mal genio y corazón de oro. A los postres se llevaba una ovación cerrada por sus guisos, incluso cuando ya estaba demasiado mayor para andar entre fogones.

En casa de mi abuela paterna había un regalo para cada uno de sus catorce hijos, de sus trece hijos políticos, sus ochenta y ocho nietos y sus más de cuarenta biznietos. Aquello sí que era la suma de la delicadeza y el detalle, pues llevaba en la cabeza los gustos de cada uno de los miembros de tan inmensa familia.

Aunque las mujeres ahora tienen menos tiempo que mis abuelas, no escatiman esfuerzos para celebrar los misterios que suceden entre la noche del veinticuatro de diciembre y la mañana del seis de enero, prueba de que estas fiestas tienen que ver con la anchura del corazón de sus protagonistas. Para que nadie se quede sin regalo hay mujeres que hacen horas extras de almacén después de la oficina, con una lista bien trabajada sobre los gustos y aficiones de la gente a la que quieren.

Por mediación de las mujeres, la Navidad sigue representando fantasía. Si algún día se declararan en huelga de celebraciones y dejaran la Navidad en manos de los hombres, me temo que estas fiestas no pasarían de la prosaica lotería y el buen vino.

2. MILAGRO DE NAVIDAD Pepe Álvarez de las Asturias. Madrid, 1965. Es creativo publicitario de profesión y escritor por vocación. Autor del libro “Lo que de verdad importa” (Ed. Lunwerg). Ha escrito numerosos relatos breves y una novela, “Bienvenido, Mister Paz” (Ed. Códice), de tema satírico político; y cientos de artículos de opinión.

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Magda no creía en la Navidad. La verdad es que Magda no creía ya en casi nada. De sus envejecidos y harapientos cincuenta años había pasado treinta en la calle. Indigente, la llamaban. Escoria de la escoria, se definía ella. Había sido adicta a casi todo, aunque en los últimos años sólo le restaba ya la adicción al vino barato y a su propia soledad. Por la noche dormía, pero no soñaba; porque la escoria sólo puede permitirse soñar con escoria y, para eso, mejor no soñar. No pedía nada a la vida, pues sabía que la vida ya nada le iba a dar. Si acaso, abandonarla definitivamente de una vez. Morir. Morir. Morir. «Dios mío, deja que me muera. Deja que me muera… por favor…».

Habían pasado ya treinta años. Treinta años desde que le arrebataron a su bebé, a su niña, a su vida. Incapacitada, la declararon. ¿Incapacitada para qué? ¿Para querer a su hija más que a su vida? ¿Para darle todo el amor que una madre puede dar, que es todo el amor del mundo? Se la quitaron. Se la llevaron. Y con ella se llevaron también su corazón y su cordura. Lo único que le dejaron fue una foto, descolorida ya por el paso del tiempo y de sus manos ásperas y ennegrecidas (¡pero qué guapa era, tan regordeta! Y con esos dos lunares detrás de la oreja, que eran como la tierra y la luna, le gustaba pensar. «Tú eres la tierra, mi amor. Y yo la luna, que para eso estoy loca. Y la tierra no puede vivir sin la luna. Y la luna no puede vivir sin la tierra»). Pero la luna se quedó sola. Y, durante treinta años, esa foto fue su único puente con la cordura (esa foto y una desgastada imagen de la Geperudeta, con su azucena, su Niño y su infinita dulzura). Y durante treinta años, la esperanza de volver a ver a su niña fue su única razón para seguir viva. Aunque sólo fuera para morir entre sus brazos, como ella había nacido entre los suyos, aquella Nochebuena treinta años atrás.

Pero esa noche, también Nochebuena, todo apuntaba a que iba a ser su última noche. La pulmonía ya no huía del alcohol, como otras veces, y la fiebre subía en proporción inversa a la temperatura. Abrazada a la foto de su niña y a la imagen de su Madre, Magda lloró. Llanto de sangre y hielo. De sangre y de dolor por la vida vivida; de helada tristeza por no poder morir en brazos de su niña. Apenas escuchó la furibunda sirena de la ambulancia del Samur. Apenas sintió el pinchazo en su brazo calloso. Sin embargo, en su nebulosa, sí notó la mano de la enfermera cogiendo la suya. Firme y cariñosa. Y también percibió la infinita dulzura de aquellos labios tiernos besando su mejilla como sólo una hija es capaz de besar a una madre. Y en ese preciso instante, sus ojos ya casi cerrados por la muerte inminente, Magda pudo ver los dos pequeños lunares que la enfermera tenía, casi ocultos, detrás de su oreja. Y un instante antes de entregarse a la muerte, Magda sonrió. Y su sonrisa dibujó una palabra, apenas un susurro, un último suspiro rebosante de viva esperanza: «…María…».

3. LA DUDA Angelina Lamelas. Santander, 1935. Es una escritora y periodista, considerada una de las mejores cuentistas literarias españolas. Su obra, intimista y piadosa con el ser humano, está basada en recuerdos y raíces en los que afloran fantasía e imaginación. Ha ganado los más importantes premios literarios de narrativa breve, como la Hucha de Oro o el Clarín de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles.

Marcos y yo éramos pequeños. Sobre todo Marcos, que aún no había hecho la primera comunión, no podía saltar más de cinco escalones a la vez y le daba miedo el perchero del pasillo entre dos luces.

Se acercaba el día de los Reyes Magos y en mi clase un grupo de sabihondos quería a toda costa que dejáramos de creer, y contaban historias sobre que si eran los padres los que compraban los juguetes. Mi duda era pequeñita, casi recién nacida. Sonreía tranquilo al pensar que mi padre no hubiera tenido bastante dinero para comprar el columpio del año pasado, y la bicicleta, y el mecano.

Lancé la duda sobre la mesa cuando empezábamos a comer:

-¿Sabéis?... En mi colegio hay niños que dicen que los Reyes son los padres...

Mi madre se atragantó por la sorpresa, pero se repuso cuando mi padre le dio dos o tres golpecitos en la espalda.

-¡Bah! No hagáis caso. Recuerdo que en mi colegio también hubo unas niñas que lo dijeron. Lo inventaron porque ellas se portaban tan mal que nunca les traían nada; es la eterna historia de los resentidos, que intentan hacer la pascua a todo el mundo.

-¿Qué quiere decir resentidos? -preguntó Marcos.

Yo ya lo había entendido.

-Gente a la que no le salen bien las cosas y quiere estropear las de los demás.

Mi duda se hizo casi microscópica con aquella explicación. Pero quería tener argumentos para hacer callar al grupo rebelde de mi clase. Me escondería para ver a los Reyes Magos. Sí; me escondería. La noche del cuatro, desvelado, nervioso, concebí el plan. Que me preguntara después el mala idea de Pepe Alonso si yo los había visto alguna vez. Que me lo preguntara...

Mi hermano Marcos estaba asustado, tembloroso:

-No vayas, Rodrigo. Ya sabes que si te ven no te dejan nada...

-No me verán, descuida. Pienso esconderme muy bien.

-Te verán. Ellos ven más que nosotros. ¡Como son magos!...

-Bueno, pues me arriesgo. Si los veo me compensa quedarme sin patines...

-¿Y sin libros de Salgari y el avión a escala?...

A punto estuve de claudicar y quedarme en la cama como el miedica de Marcos. Los libros de Salgari y el avión a escala pesaban mucho en la balanza de las decisiones. Pero mi nombre me obligaba. Yo no podía llamarme como el Cid Campeador y no ganar la batalla a los resentidos de mi clase, como decía mi madre. Ya vería el pelotillero de Pepe Alonso, que antes era amigo mío y ahora me miraba con aire de suficiencia.

Y llegó la tarde del cinco. Larga, larguísima tarde, en que las agujas del reloj parecen pegadas a la esfera con engrudo. Marcos andaba cambiando a última hora su lista de regalos. Ya no quería una caja de juegos reunidos. Prefería una máquina de fotos. Luego cambió la máquina de fotos por una pecera con un pez raya. Tuvo que escribir cinco o seis notas porque ninguna le parecía lo bastante bien para compensar su falta de decisión. Al final le dicté yo una que empezaba así: “Perdonen Sus Majestades por tanta molestia...” Y la pusimos en una ventana de la sala. Bajo una piedra de esas con el bisonte de Altamira.

A la hora de la cena no pude probar bocado. Todo lo achacaron a una indigestión de piñones y peladillas. Mientras estábamos en la mesa subió la portera a traer un pavo de parte de no sé quién y a decir eso que tiene tan poca gracia de que este año ella sabía de muy buena tinta que los Reyes venían muy pobres.

¡Qué noche, Señor! No acababa de cuajar. Ya en la cama oí llamar al sereno lo menos quince veces. A Marcos se le cerraban los ojos y no ayudaba nada en la espera. De pronto se despertó sobresaltado para decir que estaba oyendo pisadas de camellos en el balcón:

-Pues yo no he oído nada. Y, además, los camellos se quedan en la calle y ellos suben con escaleras de cuerda por la fachada.

-Bueno, pues algo he oído...

-Calla. Ahora me lo parece a mí también...

Mi objetivo era el arcón del vestíbulo. Tenía que quitar una fotografía de boda de mis padres y una cosa que no sé cómo se llama y que hacen las abuelas con ganchillo. Como chirriaban las junturas, había cogido el aceite de engrasar la máquina de coser y, de víspera, estuve untándolas un buen rato. Estaba orgulloso de este detalle, que me parecía digno de la mejor película de espionaje.

-No vayas, Rodrigo -susurró Marcos cuando me vio asir el picaporte.

-Estoy decidido. Deséame suerte, hermano -le pedí, porque me parecía una frase fascinante, un poco dramática.

-Su-er-te -balbuceó el pequeño.

Mil gusanitos me recorrían la espalda. Mil. En el estómago notaba el peso de una bota de ogro. Entreabrí la puerta y eché a correr veloz, pero silencioso, gracias a mis pies descalzos. Cuando me vi dentro del arcón estuve un buen rato sin atreverme a levantar la tapa y mirar.

Había luz en la sala. La luz azul de una lámpara que casi nunca se encendía. Y unos segundos después los vi. Se me cerró la tapa del arcón. Cuando la levanté de nuevo, temblando, se veía la mitad de Melchor, vestido de verde y blanco, la corona de Gaspar y sus melenas y a Baltasar entero, inclinado sobre la pecera y el pez de Marcos. ¡Qué altos, qué extraterrestres y qué magos me parecieron!... Baltasar encendió un cigarrillo, pero lo hizo con una estrella, y formaba coronas de humo que se deshacían en el aire. Mucho mejor que esos aros corrientes que sabe hacer papá.

Se acercaron despacio a la puerta, y desde el fondo del arcón oí la voz de mi padre, que se despedía muy bajito, como en misa:

-Gracias por todo, Paco. Ha sido estupenda tu colaboración.

-Hombre, yo encantado. Además, ya sabes: hoy por tus hijos, mañana por los míos...

-Recuerdos a Enriqueta -añadió mi madre.

No sé el tiempo que permanecí en el arcón envejeciendo. Me acordaba de los chicos de mi clase, de lo que había dicho mi madre sobre los resentidos, de Marcos, que me esperaba y seguiría oyendo camellos en el balcón.

Cuando llegué al cuarto le encontré sentado en mi cama, tiritando de expectación:

-¿Los viste?... ¿Te vieron?... ¿Son auténticos?...

-Son auténticos.

-¿Ves? Yo estaba seguro. Cuenta, cuenta...

Y conté. Los colores de sus capas, su enorme estatura, las coronas de humo que hacía Baltasar...

Y seguí contando sin llorar porque los hombres no lloran.

Una lágrima se había quedado junto a mi infancia en el arcón del vestíbulo.

4. SÓLO TESTIMONIO José María Cortés Saavedra

La algarabía de la calle le despertó, era casi la hora de la comida que hoy sería especial; quizá poca cosa, un turroncillo de postre, lo que para él ya era un manjar. La postura y el sillón relativamente, solo relativamente, no habían contribuido a mejorar sus, ya de por sí, maltrechos huesos. Pese a eso, le alegró escuchar los villancicos que cantaban los niños. Oír villancicos siempre le provocaba un regustillo interior tirando a emoción, la Navidad era alegría, de eso estaba convencido, pero ahora tenía que transmitir esa esperanza a Juan, pensó retomando machaconamente la idea con la que se quedó dormido.

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Su llamada a primera hora de la mañana le dejó de piedra. No sabía nada de Juan desde hacía años, muchos años. Bueno, no exactamente, porque saber sí que sabía, como sabía media España: era habitual de la prensa del corazón y, últimamente, de todos los medios que trataban el tema de la corrupción.

¡Qué curiosa es la vida!, masculló. Cómo puede llevarte desde el aparente éxito social, económico y laboral al desastre más absoluto. Posiblemente una cosa traiga la otra, y todo sea consecuencia de algo. Conforme se sucedían los éxitos, Juan se fue distanciando de sus amigos de siempre, de sus costumbres y, aparentemente, hasta de sus creencias profundas. Recordó alguna discusión al respecto, que contribuyó a distanciarles más o, al menos, más rápidamente.

Y esta mañana, recibió su inesperada y sorprendente llamada, destrozado, hundido y, se diría, que derrotado. ¡Eso nunca! Se corrigió a sí mismo, nadie debería sentirse así jamás. Desde el mismo instante en que le contó todo lo sucedido, en su mente sólo cabía la idea de cómo le podía ayudar, ¿qué le tenía que decir? ¿Qué actitud debía adoptar? ¿Qué, qué y qué…? Encomendó el asunto, él se creía incapaz. Era en estas ocasiones de impotencia cuando, casi mecánicamente, acudía al Espíritu Santo, de Quien, por otro lado, no solía acordarse habitualmente. ¡Qué ingrato soy!, se dijo a sí mismo, con sincero propósito de enmienda.

Quedaron para después de la comida, en el hospital este suele ser un momento tranquilo. Se las ingenió para no tener otras visitas y que los suyos no estuvieran. Prestó poca atención a los platos, no vio ni el postre especial de Navidad…sólo pensaba en Juan, en la dramática situación, y, sobre todo, en qué podría decirle para aliviarle algo.

Llegó en el momento convenido, pálido, demacrado. Absolutamente irreconocible, física y moralmente. La antigua prepotencia dejaba ahora paso a un abatimiento palpable, ciertamente rezumaba la derrota total. Con más detalle le fue relatando una a una todas sus desastrosas peripecias, cómo se abandonó a un mundo implacable, insensible en el que todo valía con tal de tener más que el de al lado. Más dinero, más poder, más adulaciones, más, mas… y más. La familia dejó de contar para Juan, buscó otras cosas. Llegaron los primeros conflictos con su mujer y sus hijos. Se portó como un auténtico sinvergüenza, sus abogados trabajaron duro para asfixiarlos…Y, como de repente, todo el castillo de naipes se derrumbó. Atrapado en la corrupción, todas las deudas, y todo el mal que había hecho se volvían una y otra vez contra él.

-Lo peor no es eso,- le dijo entre lágrimas-, mi hijo está en paradero desconocido desde hace una semana. Ya ha tenido varias sobredosis, nunca me preocupé de él, ni de nadie, abandoné a todos y ahora no tengo nada.

-No, Juan, no eso no. Sí tienes, tienes mucho más de lo que imaginas, quizá más que antes…-le dijo sin saber cómo.

-Todo lo he perdido, ni siquiera puedo dirigirme a un Dios del que llevo años renegando.

-Precisamente esa es tu fuerza, y por eso no eres un derrotado. Trató de hacerle ver con convicción. Esta noche nace también para ti.

Como pudo se incorporó, le chirriaron todos sus huesos, cada vez más debilitados. Agarrándose al gotero, se aproximó a Juan y le abrazó. Hablaron mucho hasta la hora de la merienda, recordaron la juventud. Juan se fue con una cara distinta, con esperanza y cierta paz y alegría.

Pronto llegaría su familia. Los villancicos se oían más nítidos, agarró la muleta, venció los dolores y con esfuerzo se acercó a la ventana, contempló las montañas y a los niños…y con fuerza proclamó: ¡Gracias Señor, gracias por todo lo que me has dado y por permitirme ayudar!

5. EL PECADO DEL INDIANO José María Blanco Corredoira. Madrid, 1968. Ha publicado Todo un verano (Viravolta, 2002)"; Madrid no tiene arreglo (Sílex, 2007) y Añoranza de guerra. La novela de un viejo soldado y prisionero de la División Azul (La Esfera de los Libros, 2011). Ha colaborado asiduamente con el Semanario Alba, La Gaceta, Expansión y otros medios escritos. Ha ejercido la abogacía y la docencia.

En la parroquia de San Miguel pocos habían renunciado al sueño de embarcar con rumbo a América. Para que Celestino Moure pudiera alcanzar a comprar el pasaje del vapor que zarpaba del puerto de La Coruña con destino a La Habana, tuvo que ir a segar a Castilla durante varias temporadas. Fueron muchos los jornales de segador que fue ahorrando hasta disponer de aquellos duros de plata que le permitieran abandonar la servidumbre de la tierra.

En una mañana de septiembre de 1923 Celestino Moure dejaba San Miguel con la congoja de ver cómo su madre quedaba sola, sin otra compañía que la de su única hermana. En su despedida le prometió que volvería antes de que pasaran diez años.

La única certeza para aquel mozo de dieciocho años era una dirección en La Habana con el nombre de un paisano que ya se había establecido por su cuenta. Gracias a aquella amistad pudo encontrar un primer empleo de repartidor de gaseosas. Los meses se sucedieron con la misma cadencia que las cartas que recibía de casa. Cada una de ellas era un aliento, pero con el tiempo –a medida que iban pasando los años- éstas cartas suponían también un recordatorio de su promesa primera.

En Cuba contrajo algunas deudas: quiso abonar la cuota que le relevaba de la obligación de servir al Rey en la milicia. De no haberlo hecho se habría convertido en prófugo para la justicia española y tendría, entonces, mucho más complicado su regreso a España.

Un benefactor yanqui que había conocido en la isla lo llevó con él a Panamá. Allí comenzó una nueva vida de tendero que le fue convirtiendo en un comerciante próspero. Pero el precio de aquella nueva vida se reflejaba ya en sus cabellos canos. Más de veinte años habían pasado desde que dejara la aldea de sus padres y abuelos. Su madre envejecía sola con la única satisfacción de saber que su hijo estaba bien y que cada mes de diciembre le enviaba un paquete más grande con preciosos tejidos y algunas golosinas del Caribe.

Celestino se convirtió en el respetado señor Moure, alcanzó a tener más de veinte supermercados en los verdaderos inicios de este negocio. Su madre era ya una anciana decepcionada y triste que ni siquiera se tomaba la molestia en abrir los muchos paquetes que le mandaba su hijo.

En la navidad de 1964, cuarenta y un años después de su marcha, Celestino Moure aterrizó en Galicia después de tomar varios vuelos y de cruzar un océano de olvido. Doña Remedios había muerto uno días antes, tras muchos meses de silencio y penumbra. Dicen que el remordimiento que sintió “El Panameño” –como ya le llamaban en su pueblo- fue grande. Su único consuelo lo encontró bajo la misma imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro con la que habían crecido sus ojos cada domingo; y en el cariño de sus vecinos. Éstos le descubrieron el destino de sus muchos envíos. Su madre iba repartiendo entre ellos aquellos paquetes haciéndoles creer que así lo quería su hijo.

Una sencilla placa recuerda a Celestino Moure como al hombre que donó los fondos para muchas obras del pueblo; de entre ellas, la nueva casa de la Virgen, la reconstruida iglesia de San Miguel.

6. LA FLAUTA DE CAÑA Luis Ramoneda. Cervera , 1954. Licenciado en Filología Románica por la Universidad de Zaragoza. Es autor de libros de poemas, de literatura infantil y juvenil, de narrativa. Es colaborador en diversas revistas culturales: ejerce la crítica de libros en Aceprensa y en www.clubdellector.com. Ha obtenido dos premios de relatos cortos.

Lo que más dolió a Daniel después de la discusión con Amós fue que este le rompiera la flauta, labrada por su tío Jacob. Al atardecer, en cuanto el rebaño estuvo en el redil, buscó un rincón en la majada, extendió la manta entre la paja y se durmió. Sin embargo, bien entrada la fría noche, lo desveló el canto armonioso de sus amigos del soto: el jilguero, la calandria, el ruiseñor, la oropéndola y la tímida alondra entonaban una sinfonía de trinos.

El zagal se levantó, solo estaba Leví, para guardar el rebaño, que le contó lo sucedido:

Foto: Flickr - LuisRodriguez

–A media noche, se nos han aparecido unos ángeles para anunciarnos que acababa de nacer el Mesías cerca de Belén. Se han ido todos a adorarlo.

Daniel salió corriendo hacia Belén. Al llegar a la cañada, lo sorprendió el resplandor de una gran estrella, suspendida sobre un alcor. Aceleró sus pasos hacia allá y no tardó en oír las voces de un coro invisible y en ver a sus compañeros y a otros pastores de aquellos parajes reunidos alrededor de una gruta iluminada por el lucero que lo había guiado.

En la cueva, había un mozo apuesto y una muchacha hermosa como un rosal, que tenía en su regazo a un recién nacido de ojos perfectos. Los pastores se acercaban tímidamente, adoraban al Niño-Dios y le ofrecían pequeños obsequios, que la madre agradecía con una sonrisa y San José guardaba en un rincón de la cueva, calentada por un buey y un pollino.

Mientras se acercaba, Daniel buscó algún presente en el zurrón, pero solo encontró un trozo de queso rancio y su flauta rota. Al llegar junto al Niño Jesús, se arrodilló y gruesos lagrimones resbalaron por sus sucias mejillas.

–¿Qué te ocurre buen pastorcillo? –le preguntó la Virgen con su voz suave como las brisas de abril.

–Señora, no tengo nada que ofrecer a vuestro hijo, tan sólo mi pequeña flauta rota, que ya nunca podré usar.

–No te apures, siéntate a mi lado. Me gusta tu flauta rota, la guardaré. A mi hijo también le agradará, porque es el regalo de tu buen corazón. Y le dio un beso como antaño hacía su madre.

Daniel se sentó a los pies del pollino, que rebuznó discretamente, y la Virgen susurró algo a San José, que salió de la cueva.

El coro invisible seguía cantando, llegaban otras gentes a adorar al Niño-Dios. Cuando se fueron los últimos visitantes, los ángeles se callaron para que la Sagrada Familia descansara. Daniel, fatigado por tantas emociones, se adormiló, pero la Virgen le susurró suavemente.

–¿Te gustaría acompañarme con la flauta, para que mi hijo se duerma mientras le canto una nana?

–Sí, Señora, pero mi flauta está rota.

–No te preocupes, te daré una mejor, que ha fabricado mi noble esposo.

Daniel se puso de pie y, en el silencio de la luminosa noche, se escuchó una voz, alegre como las flores primaverales –acompañada por el son de una flauta, limpio como el rocío–, y el aplauso de los ángeles.

7. CUENTO DE NAVIDAD Marta Chacón

María puso la mano sobre su vientre y esperó. Una sonrisa juguetona bailaba en sus labios. No tuvo que esperar mucho. En seguida, una patadita sacudió su mano. La risa de María hizo levantar la cabeza a José, que se afanaba en colocar los arreos a la mula.

―No sé quién es peor de los dos ―dijo, blanca sonrisa asomando por entre la barba morena―. Vaya par.

―Es que siempre hace eso. En cuanto pongo la mano, pum. Mira.

María cogió la mano de José y la apoyó sobre su ombligo. El Niño, deseoso de hacer reír a su Madre, la golpeó suavemente con un pie. La cara de José se iluminó de alegría.

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―Sois incorregibles, los dos.

Abrazó a su mujer, y al Niño dentro de ella, maravillado una vez más de su increíble regalo. Dios le había confiado esta preciosa, dulce, alegre y perfecta muchacha. Y la custodia de Su Hijo. Rezó, pidiendo una vez más estar a la altura.

―Hala, en marcha. Tenemos mucho camino hasta llegar a Belén.

María pensó por un momento, recordando dónde había dado Su Hijo con el pie, y colocó la mano de nuevo en su abdomen. Jesús apoyó la mejilla sobre esa mano, y se durmió, soñando que muy pronto vería la sonrisa de Su Madre.

Al pasar junto a unas viejas que sacaban agua del pozo, saludaron. Las mujeres esperaron a que se perdieran de vista por el camino, para empezar a comentar. Especulaban sobre cuando nacería el bebé.

―Está muy alto todavía, faltan unas semanas, acordaron.

No sabían que Jesús quería estar lo más cerca posible del corazón de Su Madre.

8. EL CAMELLO Enrique García-Máiquez es poeta. Tiene publicados cuatro libros. Además mantiene una columna de opinión en los periódicos del Grupo Joly. Ha publicado dos volúmenes de artículos: De ida y vuelta y Un paso atrás .

El camello del rey Mago

era, al principio, un caballo;

pero andar por los desiertos

de noche tras un lucero,

pasar calor, pasar frío,

perderse por mil caminos

y no comer buena paja,

sin duda, le jorobaba…

Así que llegó a Belén

más camello que corcel.

Pero al Niño-Dios le emboba

la forma de su joroba

y le hace más gracia que

Los regalos que hace el rey.

El caballo, entonces, piensa

esta profunda sentencia:

“Si por Jesús me jorobo,

la joroba es mi tesoro”.

Y se marchó tan feliz,

con joroba por ahí.