1. La novedad de la institución.

Libro escrito por Dominique Le Tourneau sobre la estructura y el espíritu del Opus Dei

La Iglesia cuenta desde su origen con unas realidades de derecho divino que son inalterables:

- el primado del Papa, sucesor de Pedro;

- el colegio de los obispos, sucesor del colegio de los Apóstoles;

- los siete sacramentos (signos sensibles que por la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo comunican la gracia, proporcionando una ayuda divina para responder a su llamada) que, junto con las virtudes, estructuran la comunidad de creyentes, según el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 11).

Junto a estas realidades —que son inalterables, porque son de derecho divino— existen otras muchas realidades en la Iglesia que son de derecho eclesiástico, y por tanto, cambiantes, reformables.

Es el caso, por ejemplo, de la figura y función de los cardenales o de los párrocos; de la división administrativa de la Iglesia; del ordenamiento de la liturgia, etc. Todas estas realidades se pueden modificar y cambiar a lo largo de la historia, como ya ha sucedido, cuando se ve necesario y conveniente para el bien de las almas.

Las diócesis se fueron estructurando en los primeros siglos del cristianismo siguiendo el modelo organizativo del Imperio Romano y fueron sufriendo diversas transformaciones a lo largo de los siglos, atendiendo a las sucesivas necesidades pastorales.

Esto supone un cambio y un enriquecimiento. Es un fenómeno positivo. Como observaba Newman, la Iglesia se va enriqueciendo progresivamente a lo largo de los siglos con nuevos carismas y dones, pero sin perder los que ya posee. “Lo que la Iglesia ha poseído una vez, ya no lo pierde, no cambia sus riquezas, las añade, las alimenta con su tesoro. La Iglesia no abandona a Benito y Domingo mientras se dispone a convertirse en la madre de Ignacio” (Ensayo sobre la Misión de San Benito).

Se observa con mayor claridad ese “enriquecimiento” en los periodos de fuerte expansión de la Iglesia. Por ejemplo, en los siglos XVI y XVII, cuando se fueron descubriendo nuevas tierras que había que evangelizar, se tuvieron que crear algunas circunscripciones eclesiásticas novedosas para responder a las necesidades pastorales: las misiones sui juris (“de derecho propio”), las prefecturas apostólicas, los vicariatos apostólicos, o unas jurisdicciones personales amplias, como las que se crearon para los militares en las Indias Orientales.

Más recientemente, en 1915, se creó una circunscripción específica para los militares y las personas que dependen de ellos. Y en 1983, cuando estas circunscripciones se adaptaron al nuevo Código de Derecho Canónico, se transformaron en ordinariatos o diócesis para los ejércitos.

De igual forma, se han ido creando ordinariatos para los católicos de rito oriental, cuando no cuentan con jerarquía de su propio rito en sus tierras de origen: es el caso del rito maronita, del armenio, del ucraniano, etc.

 Un caso muy conocido es la llamada Misión de Francia, que nació en 1954 como una prelatura nullius dioecesis (“de ninguna diócesis”), con territorio propio. La finalidad de la Mision de France, que se convirtió en una prelatura territorial con el Código de 1983, es proporcionar clero misionero a las diócesis más descristianizadas del país.

En este orden de cosas se sitúa la creación de una nueva circunscripción eclesiástica, la prelatura personal, que fue solicitada por los Padres Conciliares del Vaticano II para acometer “obras pastorales peculiares a los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra” (Presbyterorum Ordinis, 10).

Esta figura jurídica se aplicó por primera vez al Opus Dei,       que es una realidad institucional nacida en el seno de la Iglesia para servirla.

A lo largo de su vida, San Josemaría se afanó por encontrar no un lugar en la Iglesia para el Opus Dei (que ya lo tenía) sino su lugar, el lugar más adecuado, el que correspondía mejor a la realidad ascética, teológica y apostólica de aquella nueva realidad de la Iglesia. Deseaba una forma jurídica que procediera del Derecho Común, dentro del Derecho General de la Iglesia, sin privilegios ni excepciones que supusieran una mayor o menor independencia en relación con la autoridad eclesiástica.

No fue fácil. En los años veinte, cuando nació el Opus Dei, no existía en el Derecho Canónico (es decir, el derecho de la Iglesia) un lugar adecuado para esta nueva realidad. El fundador tuvo que esperar varias décadas. Y esperó, lleno de fe en Dios y confianza en la Iglesia, convencido de que, más tarde o más temprano, sin prisas —como sucedió—, se alcanzaría una configuración jurídica adecuada con el carisma fundacional, que reconocería la especificidad del Opus Dei y su modo secular de servir a la Iglesia.

Ese modo secular de servir no implica valoración negativa de otros modos admirables de servicio en la Iglesia, por ejemplo el de los religiosos, a los que San Josemaría tanto quería y veneraba. Significa, también en palabras suyas, que cada persona debe seguir en la Iglesia, libremente, la llamada específica de Dios para ella: “Amo a los religiosos (…). Pero el Señor no me ha dado vocación religiosa y desearla para mí sería un desorden. Ninguna autoridad en la tierra me podrá obligar a ser religioso, como ninguna autoridad puede forzarme a contraer matrimonio” (Conversaciones..., 118).

La dificultad con la que se encontró el fundador para “encajar” el Opus Dei en el ordenamiento jurídico de la Iglesia no constituyó un fenómeno histórico nuevo. La falta de un “ropaje jurídico” adecuado para una institución que nace es un problema relativamente frecuente en el ámbito del Derecho eclesiástico: las nuevas necesidades pastorales que surgen con el paso del tiempo, exigen siempre reformas y adecuaciones. En la Iglesia surgen de tiempo en tiempo nuevas fundaciones, suscitadas por el Espíritu Santo, que no están previstas en el marco jurídico canónico de su época. Pensemos, por ejemplo —aunque se trate de fenómenos diversos entre sí— del cambio que supuso la aparición de los ermitaños en la Iglesia de los primeros siglos; y más tarde, en el siglo XIII, los miembros de las nuevas órdenes, como los mendicantes. Pero siempre, tras esa primera alteración y necesaria ampliación del marco establecido, cada nuevo modo de vivir el Evangelio ha ido encontrando “su lugar bajo el sol” en el seno de la Iglesia.

Eso explica que el Opus Dei tuviera que pasar por diversas etapas provisionales —que el fundador fue aceptando porque, como afirmaba, “de momento, no hay mejor arreglo” (Carta, 14-II-1944, n. 12, en El itinerario jurídico del Opus Dei, p. 139)— hasta llegar a su erección, en 1982, como prelatura Personal, en aplicación del nº 10 del decreto Presbyterorum Ordinis del Concilio Vaticano II. Este largo proceso está descrito minuciosamente en el estudio El itinerario jurídico del Opus Dei.