«Toreado» por Chiqui. Sólo queda Barredo

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

En cuanto a José María Hernández de Garnica (Chiqui), él mismo escribirá sobre Zorzano: «Le toreé lo indecible por mi flojera, y él, con paciencia extraordinaria, no dejaba de escribirme y animarme, aunque muchas veces no recibiese respuesta en largo tiempo». Nada más salir de Madrid el Fundador, Chiqui había sido destinado —por el ejército republicano— a Baza (Granada). Pero no responde a las cartas de Isidoro y, a veces, pasa varios meses sin dar señales de vida: «De Chiqui hace mucho tiempo que no sé de él»; «Como no se reciben noticias de Chiqui, telefoneé a su casa, pero tampoco saben nada».

Para no alarmar al Padre, Zorzano achaca el silencio a la pereza del muchacho: «Chiqui, perezosillo como siempre». Por otro lado, cuida de que todos escriban al «perezoso».

Cuando alguna vez recala en Madrid, con unos días de permiso, Isidoro aprovecha la oportunidad para consolidar la vocación de Chiqui, a quien facilita la recepción de los sacramentos: «Se preocupaba de nuestra vida espiritual, buscándonos sacerdotes que nos oyeran en confesión». José María se sorprende al ver los riesgos que asume Zorzano, con tal de atender a los demás: «Era tal la naturalidad con que [...] afrontaba las adversidades de aquel momento, que yo llegué a pensar si era un inconsciente y no se percataba de la realidad de los peligros que nos rodeaban por toas partes». Isidoro se hace perfecto cargo de la situación; pero también sabe cuánto importa el que todos permanezcan fieles a la vocación.

En Madrid sólo queda Barredo, destinado en servicios auxiliares. Como en los tiempos de Linares, Isidoro vuelve a ocuparse del químico. Pero actúa con tal delicadeza que apenas lo nota el interesado: «Fue director mío, pero nunca se arrogó las atribuciones de tal, sino que lo hacía con tanta naturalidad [...] que yo mismo no pude advertir que era mi director; por otra parte, su actuación como director resultaba eficacísima». Así, por ejemplo, para que Barredo no se olvide de la oración mental, Zorzano sincroniza la hora en que ambos meditarían: «Tenía teléfono en mi habitación» —escribe el químico— «y convinimos Isidoro y yo en que me llamaría todos los días a la hora de levantarme, para hacer la oración al mismo tiempo».

Barredo recuerda también cómo «cuando murió en el frente nacional un hermano mío, el Siervo de Dios se preocupó de buscar un sacerdote que celebrara las misas gregorianas por su alma, en las cuales él comulgaba e invitaba a otras personas para que asistieran a la Santa Misa».

Como el químico trabaja en oficinas militares, puede proporcionar vales de comida cuartelera. Santiago Escrivá, a quien Isidoro sigue dando clases de francés, recordará que acudían «a los cuarteles donde repartían rancho para los soldados que estaban de tránsito por Madrid. [...] Isidoro y yo íbamos cada día a tres cuarteles diferentes y recibíamos seis ranchos y seis chuscos. Recuerdo haber ido al cuartel de María Cristina, a la Basílica de Atocha, que no era cuartel pero había un puesto de reparto de rancho. Y al gobierno militar». Como siempre, reparten los víveres entre las familias necesitadas, y «nuestra propia ración nos la comíamos, Isidoro y yo, en el Retiro o en la acera de una calle».

Pero un día en que profesor y alumno hacen cola para el rancho, junto al Panteón de Hombres Ilustres, Santiago es descubierto y detenido en los sótanos del mismo edificio.