«Descubrimiento» del espíritu de la Obra. Haciendo de «hijo mayor»

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

En agosto de 1930 Isidoro había respondido, sin condiciones, a la llamada divina. A partir de aquel momento puso toda el alma en lo que imaginaba consistir la entrega: promover iniciativas de celo y colaborar con otras ya existentes. Con cuantas más, mejor.

El Espíritu Santo, valiéndose de don Josemaría, le fue conduciendo por un plano inclinado, muy poco inclinado, al descubrimiento de la vida sobrenatural: sacramentos, oración, presencia de Dios... Fue una larga etapa que duró, aproximadamente, hasta principios de 1934. Zorzano sabe ya dónde radica, genéricamente, la santidad: conoce la primacía de la gracia y es consciente de que el servicio al prójimo sólo trasciende la filantropía, para ser caridad, cuando lo anima el amor de Dios.

Estos principios se confirman con la lectura de libros ascéticos. En septiembre de 1935 ha escrito: «Los libros de que dispongo son ‘La Pasión’ del P. la Palma, ‘Meditaciones’ del P. Villacastín, el ‘Kempis’, el ‘Decenario al Espíritu Santo’ (de Francisca Javiera del Valle), ‘Guía de pecadores’ y dos libros sobre la vida de Santa Teresita. La biblioteca de la Acción Católica está muy bien dotada y puedo encontrar en ella los que me hagan falta». Lo que no encontrará en esas obras es el matiz peculiar con que los miembros del Opus Dei han de vivir el espíritu evangélico.

Últimamente, sin embargo, intuye que, cuando va por Madrid, oye al Fundador decir las mismas cosas del Kempis, de Fray Luis de Granada, o de los cursos de Acción Católica, pero... son las mismas y, a la vez, distintas. Comienza por experimentar una vaga impresión.

A medida que Isidoro va descubriendo los rasgos específicos del Opus Dei, comprueba la insuficiencia de su propia formación. Mucho ha debido descubrir, cuando tanto insiste en la urgencia de trasladarse a Madrid: lo «necesito más que ninguno para mi formación y conocimiento de la Obra». Está en lo cierto.

Las dimensiones que perfilan el espíritu del Opus Dei no son principios exclusivos de sus miembros. Pero, lógicamente, se acentúan tales o cuales de esos rasgos comunes a todo bautizado: el sentido de la filiación divina; la coherencia entre la fe y la conducta del cristiano en los quehaceres temporales; el empeño en hacer grandes, por el amor, los pequeños detalles cotidianos; el amor al mundo, en cuyas tareas se ha de cultivar un alma verdaderamente contemplativa; el espíritu de servicio, también apostólico, a los demás; la libertad y responsabilidad personales en los asuntos humanos; y otros perfiles análogos.

A lo largo de su vida, el Beato Josemaría pondrá todo esto por escrito, en forma de estatutos, instrucciones o cartas, que tendrán carácter de fuentes fundacionales. De todas maneras, la fuente viva es el Fundador mismo, que día a día —con su ejemplo, sus consejos, sus actos de gobierno y su cariño paterno— va transmitiendo el contenido y el estilo del tesoro recibido de Dios. Esta transmisión, no teórica sino vital, exige un «roce» cotidiano con el Padre. Esto es lo que desea Zorzano.

Hasta ahora, venía buscando trabajo en la capital por razones muy variadas: para estar con su madre y hermanas; porque se siente a disgusto en los Ferrocarriles Andaluces, donde tampoco ve un futuro; porque le resulta molesto el ambiente moral, político y de agitación social que se respira en Málaga; porque quiere estar cerca de los otros miembros de la Obra; porque le gustaría prestar su aportación personal a DYA y sus apostolados...

Desde comienzos del nuevo curso (1935-1936) ha pasado al primer plano el argumento que Isidoro esgrime una y otra vez: «No es posible poder adquirir el espíritu de la Obra en las visitas que hago a ésa, que sólo se pueden considerar como inyecciones espirituales; ni por correspondencia, como se adquieren modernamente títulos profesionales. Por esto mi mayor mortificación estriba precisamente en encontrarme separado de vosotros; y siempre que hago oración se lo recuerdo a nuestro Padre Dios». El ardor mismo con que desea profundizar en el espíritu del Opus Dei, significa que ya lo conoce y se percata de su hondura.

Cuando pasa un día en Madrid, a los residentes de DYA les admiran —subraya uno de ellos— «la extrema amabilidad que tenía con todos; y el interés y cariño que demostraba por mis estudios y por los de mi hermano [...], siendo todo un señor ingeniero, que en todos los sentidos estaba tan por encima de nosotros».

A los muchachos les edifica ver cómo rezan los miembros de la Obra; «pero en particular, el ejemplo del más viejo —menos joven—, de Isidoro», pues lo adivinan baqueteado ya por la vida, sin que su piedad pueda obedecer a entusiasmos juveniles.

Zorzano aprovecha las ocasiones para contribuir a la formación de los más recientes en el Opus Dei. En las navidades de 1935 participa, con ellos, en unos días de retiro espiritual. El domingo 29 de diciembre le corresponde redactar —según costumbre de la residencia— un breve comentario al Evangelio del día, que es el pasaje de la presentación de Jesús Niño en el templo. Los asistentes conservarán memoria de sus frases: vino a decir que, «por la humildad de la Obra y de cada uno de nosotros, el Señor haría fecundo el apostolado, y movería los corazones de los hombres, [...] como movió los de Simeón y Ana ante la humildad y pobreza del Niño-Dios».

Su ejemplaridad también se refiere a cuestiones materiales. «Me chocó», escribe Francisco Botella, «su preocupación por las cosas de administración y de detalles de la casa, ayudándome a formarme en el cuidado de las cosas pequeñas»: esmero al disolver la leche en polvo para las meriendas, al arreglar un armario, o al disminuir gastos. «Por estas fechas trajo de Málaga dos máquinas de afeitar de pasta y unos paquetes de hojas de afeitar Maruxa, porque resultaban unos céntimos más baratas que en Madrid».

Tan a gusto está Zorzano en Ferraz, «que el Padre tenía que decirle que se fuera a casa de su familia». Álvaro del Portillo, futuro Obispo-Prelado del Opus Dei, se acuerda «muy a lo vivo de cuando volvíamos en el tranvía —en el 49— a casa de nuestras familias respectivas. Sabía aprovechar los veinte minutos en la plataforma para, con discreción, contar alguna anécdota o decir frases que hacían pensar».

Se avecinan tiempos difíciles para España, Y uno de los más jóvenes evocará: «En una conversación hablé con calor de ciertas cuestiones políticas y demostré mi apego a ellas». Isidoro le escucha con atención. Cada miembro del Opus Dei, dentro de la fe y la moral, es dueño de pensar como quiera en esas materias. Pero advierte acaloramiento en el muchacho y, delicadamente, puntualiza: «que mis opiniones en materia política no debían quitarme nunca libertad para entregarme a Dios».

Isidoro no se arroga unas atribuciones que no le competen. Actúa sencillamente como un hijo mayor. Procura, de modo especial, aumentar en los demás el sentido de filiación al Fundador. Hasta la hora de su muerte les repetirá: «Hay que querer mucho al Padre y estar muy unidos a él». Don Josemaría, por su parte, sin que Zorzano lo sepa, pone al ingeniero como ejemplo para los más jóvenes.