Adoratrices. Central eléctrica en Frigiliana. Casa del Niño Jesús

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Entre los conventos que, sin arder, sufrieron saqueo figura el de las Adoratrices. Tenían colegio para las niñas del barrio e internado para jóvenes reformandas. Una de las religiosas es hermana de Ángel Herrero, que les ha buscado alojamiento. Con este motivo, entra Zorzano en relación con la comunidad, que pronto pudo reintegrarse al convento. «Voy ahora», escribe Isidoro este verano de 1931, «casi todas las noches, a rezar el santo Rosario con las monjitas de las Adoratrices. La madre Superiora a su bondad une un talento extraordinario».

A partir de ahora, cuando se acerquen las navidades, Isidoro buscará limosnas para comprar juguetes a las niñas pobres del colegio. Anuncia los sablazos con frase divertida: «Ya está aquí la misión». Y todos la gozan el día de Reyes viendo disfrutar a las chiquillas con sus regalos. Las religiosas quedarán muy removidas por la ejemplaridad del ingeniero «en la práctica de todas las virtudes, especialmente en las de la fe, esperanza y caridad».

En verano Isidoro intensifica su trato con Herrero y los amigos de Frigiliana, donde prosperan las obras de la central, cuyos trabajos concluirán al cabo de unos meses. La ocasión fue celebrada —todos de chaqueta y corbata— en el porche mismo de la antigua fábrica de miel, con una buena paella.

Poco tiempo debió de suministrar electricidad la flamante instalación. La «Litoral» cedió y rebajó sus tarifas. Los vecinos del pueblo fueron así, quizá, los principales beneficiarios de la peripecia.

En lo que no solía participar Isidoro era en las cacerías mayores que organizaban sus amigos por la misma sierra de Frigiliana. Alguna vez se da un destino benéfico a las capturas. Una fotografía inmortaliza el momento de introducir un magnífico rebeco en la Casa del Niño Jesús.

Por Ángel Herrero, este verano de 1931 conoce Isidoro dicho establecimiento y a su alma, el jesuita septuagenario P. José Manuel Aicardo que, tras una ausencia de 14 años, había regresado a Málaga. La Casa es una especie de asilo para niños del arroyo, instalado desde 1918 en la calle de Pozos Dulces. Con la vuelta del P. Aicardo, en 1925, la Casa tomó nuevos bríos y el número de asilados pasó de 50 a más de 100 golfillos. Allí rezan, comen, duermen, reciben algunas clases, juegan y se les guardan las ganancias. Los niños están voluntariamente: pueden marcharse cuando quieran (perdiendo, eso sí, el dinero que allí se les custodia); y se les readmite, si regresan arrepentidos. La institución no tiene talleres propios: los niños trabajan en carpinterías, herrerías, etcétera, de la ciudad.

Isidoro queda impresionado: «He conocido también al Padre jesuita Aicardo: es un caso prodigioso de santidad y de inteligencia; tiene unos 100 niños recogidos. He pasado con todos ellos ratos muy agradables [...]. Me he ofrecido para dar a los chicos clase de matemáticas».

Curso 1931-32. «Calvario» en la Oficina. A suplir huelguistas en La Roda. Viajes a Madrid: hospitales y «El Sotanillo». Consejos de Padre. En los talleres.

En cualquier caso, Zorzano está llamado a santificarse por caminos ordinarios, mediante su trabajo realizado a conciencia y con sentido sobrenatural. «Cuanto mayor sea el trabajo que hay que llevar a cabo, mayor tiene que ser la perfección», escribe.

Y, de un tiempo a esta parte, su quehacer profesional, en los Ferrocarriles, está convirtiéndose para el ingeniero en una fuente de dolorosas mortificaciones. «Sigo bastante disgustado en la oficina» —dice— «haciéndoseme el trabajo insoportable. Cuando se colabora con personas francamente odiosas, es el mayor castigo (expiación) que se puede imponer».

Las relaciones de Isidoro con su jefe van de mal en peor. Anselmo Alonso, antiguo conocido de Madrid, trabaja en el mismo departamento y ve a su amigo pasar «un calvario»: broncas injustas, humillaciones... Recordará que Zorzano «no murmuraba de nadie», aunque Alonso sabe «tantas cosas, que se podría escribir una novela». El superior, tal vez debido a mala conciencia por el asunto de las electrificaciones, se muestra cada vez más grosero. Y Anselmo observa cómo Isidoro, pensando no ser visto, se santigua disimuladamente antes de entrar al despacho del jefe; donde, por cierto, tiene que llamar a la puerta.

Zorzano sabe dar un alcance sobrenatural a su contrariedad: «Muchas gracias, Dios mío, por este tesoro verdaderamente divino, porque ¿cuándo encontraré otro que a cada amabilidad me corresponda con un par de coces?».

Un respiro extraordinario le llega por caminos insospechados. En octubre de 1931 se declara una huelga de Ferrocarriles. Para suplir a los operarios, la Compañía echa mano hasta de los ingenieros. Zorzano es enviado a La Roda de Andalucía (Sevilla), donde los ferroviarios han parado casi por completo.

El ingeniero refiere su desacostumbrado quehacer: «Desde el día 16 estoy en esta estación, prestando servicio. No se descansa un momento. Lo mismo echo carbón que hago la maniobra con la máquina, enciendo la locomil, sirvo de intérprete a los turistas, pongo lámparas, arreglo los fusibles de la luz y traslado maletas y baúles de unos coches a otros. Porque ésta es una estación de cruce. Toda una gama de oficios y ocupaciones. Yo no sé si será por la novedad del cargo, pero estoy contentísimo como nunca. Si os he de decir la verdad, siento que se termine la huelga».

Una sombra matiza su alegría: la indiferencia religiosa del lugar. «He tomado la Comunión todos los días que he podido. El pueblo está a un kilómetro de distancia; tiene una iglesia muy mona y el Sr. Párroco es un buen sacerdote. ¡En qué estado más lamentable está el pueblo! El domingo había escasamente 15 personas en Misa y habrá unas 6.000 almas. ¡Qué labor tan enorme tienen que realizar!».

El mayor alivio para el «calvario» de Zorzano son sus viajes a Madrid. Como ferroviario, tiene billete gratuito: cuando hay plazas vacantes, incluso en coche cama. Esto no siempre constituye una ventaja: una vez le adjudican una litera de dúplex y advierte que, por error, es una mujer quien ocupa la otra cama. Viajará en el pasillo del vagón, de pie, y por la mañana su rostro trasluce la forzada vigilia. En ocasiones viaja dos noches consecutivas para pasar el domingo en la capital. Unas horas con su madre y su hermana y, sobre todo, largas conversaciones con don Josemaría y los demás miembros de la Obra.

No tienen un lugar para reunirse y, años después, Isidoro evocará: «¡Qué tiempos! Al principio no teníamos, con el Padre, dónde ir. Nos sentábamos en un banco del paseo. Después fuimos al Retiro, que estaba más tranquilo..., y allí trazábamos planes».

El Fundador había dejado la capellanía del Patronato de Enfermos y, desde septiembre, ejercía como capellán del Patronato de Santa Isabel, en Atocha. Pero no abandona a los enfermos. Acude, sobre todo, al Hospital General; al de la Princesa; y al del Rey, dedicado a enfermos infecciosos. En él era capellán un joven sacerdote asturiano, José María Somoano, que pronto se incorpora al Opus Dei.

Con frecuencia el Beato Escrivá lleva consigo a las recientes vocaciones y a otras personas, para formarlos en contacto con el dolor humano. En los hospitales, principalmente en el General, prestan servicios —a veces, bien costosos— a los enfermos: lavarlos, peinarlos, cortarles las uñas, limpiar sus vasos de noche...

Al salir, el domingo por la tarde, van a una chocolatería —«El Sotanillo»— en la calle de Alcalá, junto a la Plaza de la Independencia. El dueño les hace pasar a un comedor donde puedan conversar con cierta intimidad. A punto de morir, relatará Isidoro cómo «el Padre no consentía nunca que ninguno pagase la merienda, sino él, con el dinero que casi siempre era el que en la casa del Padre tenían para cenar».

Estas visitas a Madrid no siempre dan ocasión para largas charlas personales entre Isidoro y don Josemaría. Por eso, el Fundador sigue recurriendo a las cartas, para consolidar la vida interior del ingeniero: «Ten absoluta confianza con Jesús. Cuéntale tus cosas. [...] Si alguna vez (o muchas veces) estás seco y árido, ante el Sagrario, sin saber qué decirle a Jesús..., hazle la guardia: persevera, como de costumbre, sin quitar un minuto: fiel, como un perrillo a los pies de su amo. Y esto, aunque vengan pensamientos inoportunos y hasta malos. Aquel día, es seguro, habrás merecido más con tu perseverancia y habrás consolado más a Dios».

Son tiempos difíciles para la Iglesia en España. Se acabó la política de buenas maneras. Tras las elecciones del pasado junio (1931) —ganadas por socialistas, radicales y radicales socialistas— las Cortes Constituyentes centraron su atención en la cuestión religiosa: la Iglesia pasaba a ser una corporación de derecho privado, sin atribuciones en materia de enseñanza y matrimonio; desaparecía cualquier financiación oficial; los bienes de las Órdenes religiosas podrían ser nacionalizados; el gobierno habrá de autorizar las manifestaciones públicas de culto... Una cascada de normas especiales articularán el contenido sectario de la Constitución (aprobada el 9 de diciembre). En el primer trimestre de 1932 se secularizan la enseñanza y los cementerios; se suprime la Compañía de Jesús; se proclama la ley del divorcio; se disuelve el cuerpo eclesiástico castrense...

Los católicos tienen que hacer algo, y don Josemaría ve con buenos ojos que Isidoro intervenga en distintas labores apostólicas. Pero, con solicitud paternal, le previene frente a los riesgos del activismo: «No te dediques demasiado a las cosas de fuera, olvidándote de ti mismo. Esto se evita, siendo fiel en la Oración (no la dejes ningún día), y procurando ofrecer como expiación las mil pequeñeces, que ocurren en la jornada». Y vuelve sobre un viejo asunto: «La Comunión, si puede ser, diaria». El Fundador acude incluso al resorte de la emulación: «¿Cuándo me das esa alegría, Isidoro? Mira, que te ganan otros...». El ingeniero se propone comulgar a diario «en cuanto resuelva la distribución de tiempo y espacio».

Han cambiado sus circunstancias. El 1 de marzo (1932) pasa a trabajar en los Talleres generales de los Ferrocarriles Andaluces, en la sección de locomotoras y ténderes. Se acabó, por fin, el «calvario» del iracundo jefe. Antes de trasladarse, Zorzano termina los trabajos pendientes «para que no se encontrase mi sucesor con ningún hueso». En la oficina deja un magnífico recuerdo.

Los talleres, junto a la estación de los Andaluces, quedan a unos diez minutos de «La Veleña». La jornada laboral es más larga que antes. Ahora será de ocho horas: de 7,30 a 11,30 y de 1 a 5 por la tarde. El trabajo, menos creativo, tiene un aliciente nuevo: Isidoro mandará sobre cientos de obreros, cuya psicología trata de conocer.

Por estas fechas se incorpora un nuevo ingeniero a los Ferrocarriles Andaluces. Zorzano lo lleva consigo a «La Veleña». En la pensión reciben de mil amores al conocido del huésped modelo.