Trabajo y santidad

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Joaquín Mestre Palacios, canónigo de la Catedral de Valencia (62), cuenta que un día pidió a su buen amigo Josemaría, a quien conocía ya desde noviembre de 1940, un retrato suyo. «Sí, hombre, sí -respondió-; con mucho gusto. Ahora mismo te lo doy.» Entró en una habitación contigua y volvió con un pequeño borrico forjado en tosco hierro: «Toma, ahí tienes un retrato mío». Como don Joaquín le mirara pasmado, añadió: «Sí, hombre, sí; eso soy yo: un borriquillo. Ojalá sea siempre borriquillo de Dios, instrumento suyo de carga y de paz».

Sabemos que al Fundador del Opus Dei le gustaban también los patos, porque se tiran audazmente al agua y empiezan a nadar en su elemento, con calma y tenacidad... Quería que así fueran las mujeres en la Obra, a las que, como recuerdo y estímulo, les solía regalar patos de madera, cristal o metal. Y le gustaban esos borricos grises, a menudo cubiertos de sarna, mal alimentados, que sufren con paciencia los malos tratos, porque consumen su vida trabajando, sin exigir nada a cambio, pacientes y humildes; porque, aunque no son imprescindibles, trabajan hasta que no pueden ya más y se mueren... Así le gustaba ver a los miembros de la Obra, así quería que fueran... ¿No es algo incomprensible?... Sí, parece absurdo: en pleno siglo xx, en el que el trabajo es considerado como una mercancía o como un castigo divino, en una época en que muchos hombres sufren tanto por falta de trabajo como por exceso, llega un sacerdote español, Josemaría Escrivá de Balaguer, y proclama una nueva «teología del trabajo», en la que «currelar» (63) es un medio imprescindible de santificación para el cristiano corriente. ¿No es esto una provocación? ¿O sólo se trata de una «locura»?

La triple «fórmula»: «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo», es una de las autodefiniciones que más se citan cuando se trata de describir el Opus Dei, una fórmula que no falta nunca ni siquiera en la más escueta contestación a la pregunta sobre la esencia del Opus Dei, sobre qué es realmente y qué pretende la Obra; y, sin embargo, sabemos por experiencia que es uno de los puntos más difíciles de entender. La dificultad no es ficticia, ni tampoco consecuencia de la superficialidad o del no querer entender, sino que tiene aspectos objetivos, pues toca problemas fundamentales del hombre, sobre todo en nuestra época, con su civilización técnica global (64).

Como es imposible entender el Opus Dei sin comprender esa triple fórmula, que expresa la relación, o mejor dicho, el entroncamiento mutuo del trabajo y la santidad, pido al lector un poquito de paciencia por lo que sigue. Me he servido intencionadamente del vocablo «currelar» para designar el trabajo porque expresa una actitud negativa, despectiva y resignada con respecto al mismo. Sobre la definición de «santidad» hemos hablado ya largo y tendido en este libro; si ahora queremos ponerla en relación con el trabajo -puesto que esta relación constituye la esencia del Opus Dei- no tenemos más remedio que hablar de ese trabajo, del trabajo humano (65). Y esto incluye también el que dirijamos nuestras miradas a algunos factores que lo determinan esencialmente.

«Tomó Yahveh Dios al hombre -dice el libro del Génesis (2, 15)- y lo puso en el vergel del Edén, para que lo cultivara y guardase.» Así pues, para alimentarse, vestirse y alojarse (o sea, para poder vivir) el hombre tiene que trabajar; el trabajo es para él un mandato absoluto, irrenunciable, una exigencia de su condición de creatura. Y, sin embargo, el trabajo es también algo más: el Creador, que hizo la tierra, y al hombre dentro de ella, le dio el trabajo como fin, pero no sólo para que asegurara su existencia, sino también para que cultivara la tierra. Por tanto, Dios es su único patrono. Lo cual quiere decir que el trabajo no es ni consecuencia del pecado ni un castigo. Es la forma en que Dios quiso que el hombre participara de su Providencia amorosa para con el mundo. Ahora bien, con el pecado original el cómo de esta participación sufrió una alteración: «Maldita será la tierra por tu causa -dice el Génesis (3, 17-19)-; con fatigas te alimentarás de ella todos los días de tu vida; espinas y abrojos te germinará y comerás hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás pan, hasta que tornes a la tierra, pues de ella fuiste tomado; ya que eres polvo, tornarás al polvo». Han cambiado las circunstancias, y el modo de trabajar ahora se diferencia del modo apacible y placentero en que se hubiese trabajado antes de la caída, como se diferencia el hombre en su inocencia primera del hombre tras la expulsión del Paraíso. Con todo, permanece inalterado el hecho de que el trabajo está relacionado con Dios y tiene por fin el colaborar en sus planes de salvación.

Aunque el trabajo implique esfuerzo, cueste sudor, agote, sea duro e incluso «insoportable», no han sido éstos los factores por los que se ha llegado a considerar el trabajo como un castigo, una mercancía o un «instrumento de opresión»; ha sido el modo como el trabajo se ha integrado en la vida personal y social, un modo que casi ha prostituido totalmente su naturaleza. Durante largas épocas, y en muchas partes del mundo, el trabajo -sobre todo el que implicaba un esfuerzo físico- ha estado unido a la pérdida de libertad personal y social: esclavitud, servidumbre feudal, proletariado, etc. Además, trabajos especialmente duros, como el de las minas, el de las canteras o el de las galeras, eran un castigo. Si bien el avance político y social ha traído también un progreso en este punto (aunque nuestro siglo ha establecido nuevos récords en lo que a «trabajos forzados» se refiere), han aparecido nuevos condicionamientos, pues el mundo del trabajo técnico-industrial limita de manera extrema el campo de libertad personal dentro del trabajo e incluso lo elimina totalmente.

Un problema especialmente conflictivo -que se presenta tanto desde un punto de vista material y concreto como desde una perspectiva psicológica y social- es la relación entre trabajo y justicia. En lo material y concreto, quiere decir que el trabajo que se realiza y el jornal que se percibe a menudo no guardan la debida proporción. Salarios injustamente altos conviven con salarios injustamente bajos. El hambre y la miseria de los que trabajan e incluso el paro forzoso -con culpa propia o sin ella- coexisten con la abundancia y el lujo de los que no trabajan, porque poseen algo o porque viven del trabajo de los demás.

Esta situación de injusticia tiene unas raíces psíquicas y sociales muy profundas: durante mucho tiempo se despreció el trabajo material como medio de ganarse la vida, considerándolo como algo envilecedor o sin valor. Era algo para la misera plebs, que tenía que vivir de lo que ganaba con sus manos. Los caballeros, los héroes, los oficiales del ejército, los nobles, los clérigos, no «trabajaban». Algunas veces era realmente así, pero otras llevaban a cabo actividades que eran trabajo, a veces muy duro. Sin embargo, ni ellos mismos ni su entorno social consideraban su quehacer como un trabajo. Administrar grandes posesiones o dirigir una fábrica, un banco, una casa comercial; capitanear un ejército, combatir en batallas o salir a los mares; gobernar un estado, una diócesis o un convento no eran actividades consideradas como trabajo en sentido estricto. Y así, el contenido del concepto de trabajo se fue reduciendo peligrosamente, se fue estrechando más y más hasta tomar el significado de «mal necesario», de algo negativo, propio tan sólo de todos aquellos que no tenían «otras» posibilidades o no habían nacido o no estaban capacitados para «algo mejor». Porque -eso estaba claro- los señores, los príncipes, los sabios, los artistas, los escritores, los dramaturgos no «trabajaban»: «gobernaban», «investigaban», «creaban»... El «trabajo»: algo penoso, bajo, deprimente... Ante esta perspectiva, Adam Smith y Karl Marx pudieron desarrollar una mentalidad de libertadores (y así se les consideró) al elevar el trabajo al rango de «mercancía» (Smith) o de «poder» (Marx).

Sin embargo, el trabajo -cualquier clase de trabajo- tiene una finalidad y un sentido. Lo que pasa es que, a veces, resulta difícil descubrirlo. Cuando un labrador siembra, combate la cizaña y los animales dañinos, siega y vuelva a roturar la tierra, lo hace para lograr una buena cosecha. La cosecha tiene como fin alimentarle a él y a otros, y por eso trilla, muele, transporta, vende la mercancía; explota la tierra, por decirlo brevemente. El sentido de su vida como agricultor consiste en cosechar y, si además es ganadero, en criar ganado, pero no sólo para alimentarse a sí mismo o para colaborar al alimento de los demás, sino también para concretar el sentido de su vida como campesino; y, si es cristiano, para materializar su cristianismo, realizando así el encargo divino de servir al mundo y al prójimo por amor. Esto es válido para cualquier clase de profesión y oficio.Es fácil darse cuenta de ello y aceptarlo mientras la conexión entre los dos factores (trabajo y fin de la vida) es clara y patente. La cosa se pone más difícil cuando el fin del trabajo y el sentido de la vida parecen disociarse: el condenado a galeras bien sabe que rema con el fin de mover un barco, pero para reconocer que esto da sentido a su existencia, tendría que profundizar en el significado que el dolor y el castigo tienen para un cristiano; es decir, tendría que ver su situación como una posibilidad de identificarse con Cristo. Ahora bien, si por ignorancia o por desprecio no lo logra, llegará a odiar su «trabajo». Un efecto similar puede darse cuando el fruto o el resultado del trabajo (no su retribución económica, sino lo que se ha «trabajado», «elaborado» o «hecho») se pierde en una lejanía de la que casi no se tiene noticia. Me refiero al conocido problema del trabajo en una cadena de producción o del trabajo mecánico, «siempre igual», que se da en muchos sistemas industriales; y también a esos «sentimientos de destrucción de la persona», que se originan cuando se pasa a ser la ruedecilla mínima de una inmensa organización.

El artesano puede decir: «esta mesa la he hecho yo»; y eso le proporciona placer y satisfacción. Pero la empleada en las oficinas del departamento de administración de envases de una gran empresa o el trabajador que durante ocho horas al día tiene que controlar un cuadro de mandos por si se enciende una lamparilla roja que indica algún trastorno, no es fácil que sienta placer o satisfacción, ni la «impresión de tener éxito», en su quehacer o no-quehacer; por lo que más o menos conscientemente irán perdiendo la alegría y pensando en categorías de «horas libres», «bajas por enfermedad» y años que les quedan para la jubilación. En sus vidas, el acento se va desplazando en dirección a ese tiempo de no-trabajo, a ese tiempo de ocio, que empieza a ser ya uno de los problemas mayores y más difíciles de nuestra sociedad, un problema del que más adelante hablaremos.

En la predicación de Monseñor Escrivá de Balaguer «el tema del trabajo» tiene una importancia capital. A nadie le debería extrañar, pues el trabajo es para un cristiano un medio insustituible para tender a lo que es el fin de su existencia (y en el Opus Dei, además, hacia la realización de su vocación): la santidad. El trabajo le convierte en colaborador de Jesucristo, no en sentido «alegórico» o «figurado», sino en un sentido estrictamente literal. Esto supone que su cooperación también es «vía crucis» y apostolado. Es precisamente este carácter del trabajo ordinario como «corredención» lo que Dios le hizo ver como núcleo del Opus Dei. Con una luz poderosa que Dios le concedió el 7 de agosto de 1931, Mons. Escrivá de Balaguer vio confirmado, aún con mayor claridad, que el Señor había querido suscitar el Opus Dei para que hubiera, en todas las profesiones y oficios de este mundo, hombres y mujeres "identificados con Cristo en la Cruz", santificando la ocupación concreta de cada instante. Aquel mismo día el Fundador del Opus Dei escribió (66):

«Hoy celebra esta diócesis la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo. -Al encomendar mis intenciones en la Santa Misa, me di cuenta del cambio interior que ha hecho Dios en mí, durante estos años de residencia en la ex-Corte (Madrid) (...) y eso, a pesar de mí mismo: sin mi cooperación, puedo decir. Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina: la Obra de Dios. (Propósito que, en este instante, renuevo también con toda mi alma.) Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme -acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso-, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum.

Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana (...) Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas».

El trabajo, entendido en su doble sentido del «hacer» y de algo «hecho» (67), es un elemento constituyente y esencial de la existencia humana: la semejanza del hombre con respecto a Dios se expresa también en el hecho de que el hombre «crea y produce frutos visibles. «De este modo -escribía Monseñor Escrivá de Balaguer en 1932, explicando cómo el trabajo adquiere valor santificante- se hace sobrenatural el trabajo, porque su fin es Dios, y' el trabajo se hace pensando en Él, como un acto de obediencia» (68). En innumerables ocasiones, de palabra y por escrito, el Fundador destacó que un trabajo honrado es un servicio a Dios; por ello elaboró las bases, criterios y directrices que deben presidir un trabajo bien hecho, así como la manera de comportarse en él; por ejemplo, la laboriosidad, la buena formación profesional, el cuidado de los detalles y la calidad del trabajo realizado. Especialmente interesante, en este sentido, es una carta del año 1948, en la que escribe: «El trabajo no puede ser nunca para vosotros un juego, que no se toma en serio; ni tampoco cosa de "dilettanti" o de aficionados. Qué me importa a mí que me digan de uno de mis hijos que es, por ejemplo, un mal maestro y un buen hijo mío: si no es un buen maestro, ¿de qué me sirve? Porque, en realidad, no es un buen hijo mío, si no ha puesto los medios para mejorar en su profesión (...) Un hombre sin ilusión profesional no me sirve» (69). La ilusión y el ansia de trabajar son dos aspectos que se corresponden: «En la Obra no puede haber holgazanes. Si alguno viniera a la Obra y no trabajara, si no remediara esa inclinación a la holganza, a los pocos días comprenderá que no sirve (...) Nuestra vocación pide que se nos aplique aquella frase del Evangelio: omni habenti dabitur (Luc XIX, 26), al que ya tiene trabajo, se le dará más; el que puede hacer como diez, tiene que hacer como quince» (70).

A veces, las exigencias de Monseñor Escrivá de Balaguer suenan muy duras. Treinta y cinco años después de que recordara algunas de ellas por escrito resultan casi una provocación para una sociedad y una época que desprecian el esfuerzo y el rendimiento en el trabajo, que lo penalizan con impuestos e intentan reducirlo: «No entiendo que un hijo mío esté mano sobre mano, matando el tiempo, como suele decirse. ¡Qué pena matar el tiempo, que es un tesoro de Dios! Si un hijo mío, si una hija mía, dijera que le sobra tiempo, es que no cumple con su deber. A mí, siempre me quedan cosas para el día siguiente (...) Hemos de llegar a la noche cargados, como borriquillos de Dios» (71).Nada tiene de extraño que todo esto despierte resistencias e incomprensiones, sobre todo si se separa de la alegría y del amor: de la alegría que se desprende del amor del trabajo cara a Dios, a Cristo, a los demás hombres y, también, al objeto de su trabajo. Por muy profundamente (sin duda por una «inspiración») que Josemaría Escrivá de Balaguer viera, predicara y viviera que la unidad de vida se fundamenta en la unidad entre trabajo y contemplación, que se alimentan y se compenetran mutuamente; por muy verdaderas que sean sus bellas palabras: «llega un momento en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios -sin rarezas-: endiosamiento» (72); por mucho que todos estos aspectos sean capaces de entusiasmar y de animar, todo esto no basta; hay que explicar también que las enseñanzas y el ejemplo del Fundador del Opus Dei dan respuestas profundas y soluciones «vivibles» a los urgentes y a menudo complejos problemas que se desprenden del trabajo en la vida personal y social. «En la espiritualidad del Opus Dei -decía en cierta ocasión- el trabajo es fundamental, porque toda la Obra se apoya, como la puerta en el quicio, en el ejercicio de un oficio o trabajo en medio del mundo; de tal manera que a cualquiera que excluya un trabajo humano honesto -importante o humilde-, afirmando que no puede ser santificado y santificante, podemos decirle con seguridad que Dios no le ha llamado a su Obra» (73). Palabras inequívocas, casi implacables, esculpidas en la primera piedra del Opus Dei. Con ellas volvía a las reflexiones que ya había expresado idénticamente en 1932 (74). Y dieciséis años más tarde escribía: «No hay incompatibilidad entre la moral cristiana, entre la perfección cristiana, y cualquier profesión lícita, intelectual o manual, de esas que la gente califica como importantes o de esas que considera humildes» (75).

Precisamente por ser tan categóricas estas afirmaciones de Monseñor Escrivá, es necesario explicarlas, pues no se puede creer que sean tan sencillas como pueden parecer a primera vista; se refieren al núcleo más central del Opus Dei y desvelan una característica totalmente irrenunciable de la vocación a la Obra. Por eso tenemos que volver a referirnos al mismo concepto de «trabajo», a la expresión «trabajo honrado» y al concepto de «santificación»; y debemos hacerlo no en un tono abstracto y definitorio, sino teniendo en cuenta la situación del mundo a finales del siglo XX.

Cuando Josemaría Escrivá de Balaguer empezó, en 1928, a hablar del carácter santificador del trabajo, redescubriendo así que es camino y medio para que los laicos sigan a Cristo, se sirvió del concepto de «trabajo» entonces en uso; un concepto que veía el trabajo como una realidad «compacta», sin más definiciones ni análisis: el trabajo como actividad humana -corporal, intelectual o «mixta»-, pero no necesariamente visible por sus resultados concretos; un trabajo concebido como medio que utiliza cualquier persona corriente para tener con qué vivir uno mismo y los demás -directamente de los frutos del trabajo o, indirectamente, del dinero que producen esos frutos-. Ahora bien, si profundizamos un poco, nos damos cuenta de que este criterio no es aplicable siempre al trabajo, pues, sin duda, un pintor, por ejemplo, que no vende sus cuadros (porque nadie le comprende, como le sucedió a Rembrandt en su vejez) también trabaja. ¿Es que Mons. Escrivá no reparó en ello?...

Indudablemente, el Fundador del Opus Dei también fue hijo de su época, en el sentido de que, como cualquier otro, se expresaba de acuerdo con lo que veía a su alrededor. No conocía lógicamente todo lo que, con el correr de los tiempos, iba a suceder en el mundo del trabajo; ahora bien, como Fundador del Opus Dei sabía -porque el Señor le dio luces para comprenderlo- que, en cualquier circunstancia de lugar y de tiempo, sería posible y también necesario trabajar y santificar el trabajo.

Ni que decir tiene que ya en su época, y en España, se daba el no-trabajo como ociosidad y el no-trabajo como consecuencia del paro. Dos problemas relacionados con el trabajo, sí, pero completamente distintos, pues el paro es un problema económico y social que se. refiere al trabajo como trabajo retribuido, pero el ocio no, pues siempre sigue siendo posible «trabajar» fuera del proceso económico de la remuneración. La miseria material y moral que se deduce de la exclusión del gran torrente circulatorio del trabajo (una miseria que en ocasiones puede ser tremenda) lleva siempre, si no se palia, a una degradación social: éste es un problema; otro problema distinto es el del ocio, porque incluso quien (hablando en términos sociológicos y económicos) está «en paro» puede y debe hacer «algo», por su propio bien. Seguro que el Fundador del Opus Dei nunca hubiera aceptado la conclusión de que quien ha perdido su puesto de trabajo tenga, por eso, que entregarse a la pereza. La pérdida de un puesto de trabajo es algo que puede ocurrir, pero nunca desaparecerá el deber de «trabajar». Ante Dios, ante los hombres y ante uno mismo, ese deber subsiste.

Vistas así las cosas, la discusión sobre la semana laboral de cuarenta, de treinta y cinco o, un buen día, de veinte horas, o sobre una jubilación más temprana, pierde su importancia: se puede regular, qué duda cabe, cuántas horas, días o años debe trabajar el señor X de cara a su patrono (el estado, la empresa, otra persona, etc.), pero no se puede regular cuánto quiere trabajar una persona por Jesucristo, por el prójimo y por sí mismo. Monseñor Escrivá supo mostrar -con los hechos- que este campo es inmensamente grande y no conoce el desempleo, por lo que un cristiano nunca puede estar en «paro forzoso».

Él mismo (y éste es un rasgo dominante de su personalidad y de su vida) fue un trabajador incansable. Trabajaba con inmensa intensidad y concentración. Y no sólo vivió y predicó la virtud de la laboriosidad, sino que también le dio contenido. Supo despertar las virtudes humanas bien dispuestas, pero algo adormecidas a veces, de las personas con las que se encontraba, elevándolas al plano sobrenatural de la santificación. Esto lo conseguía de manera especialmente convincente en el campo del trabajo. No sólo movilizó la buena disposición hacia el trabajo de muchas personas ofreció metas y abrió caminos tan diversos como las tareas a realizar en la vida cotidiana en medio del mundo; lo único que tenían en común era el encargo santificador encomendado por Jesucristo.

Una de las características de la solidaridad cristiana y humana consiste en no amontonar riquezas, y en hacerlas productivas. En el trabajo, eso se traduce en no ser egoísta ni exclusivista, pues es un bien que también ha de ser comunicado y repartido. El Fundador del Opus Dei practicó generosamente esta obra de misericordia. Su capacidad de poner en marcha iniciativas en todo el mundo, con profundo conocimiento de la situación y con mentalidad profesional, alcanza límites insospechados. Esas iniciativas podían consistir en un taller de costura, una escuela de idiomas, una cooperativa agrícola, una universidad o cualquier otra cosa, y eso tanto en Italia como en España, en Japón como en México... No se conformaba con sugerir esas iniciativas en líneas vagas e imprecisas: las impulsaba, las ponía en marcha, prestando atención a todos los detalles, grandes y pequeños, sin limitar la responsabilidad personal y la libertad de los encargados de sacarlas adelante. Fue el impulsor de innumerables trabajos en los que participaron los miembros de la Obra y todos los que estaban dispuestos a colaborar. Con frecuencia, personas ya jubiladas o profesionales con un trabajo absorbente volcaban su experiencia o gastaban sus mejores energías en esas iniciativas.

Siempre recomendaba a sus hijos que' permanecieran «en su sitio». Con ello no quería cortar la sana ambición y la voluntad de ascender y conseguir un status mejor, sino que quería refrenar esa intranquilidad descontenta, llena de deseos de notoriedad y de complejos, que, como una enfermedad colectiva, mueve a tantas personas en nuestros días. Realmente no es fácil comprender los motivos por los que (dejando de lado las excepciones de una verdadera vocación), de repente, las enfermeras acuden a cursos de formación para maestras, los funcionarios de hacienda quieren ser dentistas y los sacristanes ingenieros. Se puede atribuir esta tendencia a un mayor desarrollo de la «libertad personal», pero también al desarrollo técnico y económico de los últimos decenios, que ha traído consigo una creciente necesidad subjetiva -e incluso objetiva- de aprender una nueva profesión, de «empezar de nuevo» en otro puesto; en nuestra civilización industrial son cada vez menos los que desempeñan una sola profesión durante toda la vida. Y a esta situación corresponde la advertencia de Monseñor Escrivá, poniendo en guardia contra una inestabilidad nerviosa y egoísta en la vida profesional y laboral; por eso solía hablar de «mística ojalatera» refiriéndose a la tendencia a querer ser, hacer o tener otra cosa a la que se es, se hace o se tiene actualmente: «Ojalá» hubiera hecho esto o lo otro... Lo cual no quiere decir que no estuviera a favor de toda la variada dinámica del cambio profesional sensato y por buenos motivos; era ésta una tendencia que, para él, pertenecía al terreno de la «materia» de un trabajo santificable.

«Al llegar a la Obra -escribía en 1948- se os dijo que no se os sacaba de vuestro sitio, de vuestra ocupación profesional. Sabéis bien que eso no quiere decir que no podáis cambiar de trabajo: quiere decir que, por el hecho de vuestra vocación divina, no abandonáis el mundo, sino que permanecéis en él con todo lo que eso trae consigo» (76).

La profesión es normalmente el lugar para la vocación, pero no su timón. También la profesión tiene que servir y es parte de la entrega total a Cristo. Y esto en ocasiones puede suponer abandonar la profesión, cambiar, recomenzar. Un miembro del Opus Dei, en este caso, tiene el derecho y el deber de orientar su trabajo tanto de acuerdo con lo que es conveniente para su familia espiritual como con lo que exige su posición social y sus posibilidades de actuación en el mundo, pues no vive como en dos vías paralelas, sino como un cristiano corriente y apostólico en medio de la vida cotidiana, con un solo cuerpo, una sola inteligencia, un solo corazón para amar a Dios y a los hombres y para trabajar por ellos. «Hijas e hijos míos -escribe el Fundador-, con vosotros sucede igual: sois uno más -iguales a vuestros colegas del mundo-, y vuestra vida está sometida a las mismas reglas que las de los otros. Y es esa vida, con todos los cambios que puedan traer consigo las diversas circunstancias en las que os encontréis, la que habéis de santificar» (77).

Del mismo modo que vivía y predicaba la necesidad de la constancia y, a la vez, de la flexibilidad al trabajar in statu et loco laboris professionalis, también vivía y predicaba la alegría y la Cruz, que, inseparables entre sí, pertenecen al trabajo mismo y acompañan durante toda la vida al que trabaja. Ahora bien, bajo el concepto de «alegría en el trabajo» no hay que ver sólo el gusto por el trabajo en general, sino también por la actividad concreta que uno desarrolla. A este respecto conviene recordar lo que ya hemos dicho: que una alegría de este tipo, un gusto por el «quehacer», por el qué y el cómo del trabajo se está viendo profundamente amenazado por la extremada división de un trabajo extraviado en los laberintos inmensos de la producción o de la administración, y también por la merma constante del volumen personal de trabajo. Me estoy refiriendo con ello a la revolución técnica que se avecina (su símbolo son los «microprocesadores»). Es una revolución cuyas consecuencias todavía no es posible calibrar plenamente. Hay un número creciente de fábricas en las que se puede caminar durante horas por grandes pabellones sin ver a una sola persona, si se exceptúa la media docena que controla las inmensas instalaciones de mando. En el mundo industrial, el «trabajo» va decreciendo en términos absolutos: eso quiere decir que en todos los sectores de nuestra sociedad (tanto en el hogar como en la mayor planta de producción o en el aparato estatal) cada vez hacen falta menos personas (¡muchas menos!) que realicen un «trabajo» concreto, entendiendo esta palabra en el sentido tradicional de los últimos milenios. Y como no es imaginable que, en el futuro, un ochenta por ciento de la humanidad se dedique a vagabundear o a permanecer cruzada de brazos (eso, además, se convertiría en un tormento), el hecho que hemos descrito significa, nada más y nada menos, que es necesario profundizar en el concepto de trabajo, repensándolo y replanteándolo.

Una persona que va a su trabajo haciéndose ilusiones falsas corre el peligro de malograr toda su vida, lo mismo que si tiene de él una visión negativa. Estas actitudes pueden adquirir matices diversos: unos quieren hacer sólo lo que en ese momento les «gusta» o les parece «adecuado» o «apto»; otros ven en el trabajo un mal necesario para poder sobrevivir y, en el trabajo suplementario, tan sólo una palanca instrumental para conseguir y financiar la prosperidad, el placer o el lujo; otros trabajaban con rigor, casi con fanatismo, para poder satisfacer su ambición de poder, su necesidad de prestigio, su sensualidad, sus ambiciones personales; y no faltan los que, pervirtiendo una ambición que en sí es sana e incluso necesaria, dedican toda su capacidad de trabajo a «erigirse un monumento a sí mismos». Todas estas motivaciones tienen un común denominador: el egocentrismo, un egocentrismo no compensado ni integrado. Una integración, e incluso, una sublimación, que se hacen imprescindibles si se quiere evitar que aquel que trabaja y toda la sociedad sean infelices; si se quiere, en suma, que la persona y la sociedad avancen por el camino de una laboriosidad verdaderamente humana, término medio entre la brutal competencia y la floja poltronería o el parasitismo.

Y ¿en qué consiste esa integración, esa sublimación? Precisamente en lo que Monseñor Escrivá denominaba la santificación del trabajo, que, a su vez, consiste en ver el trabajo -y en realizarlo- como un seguimiento de Cristo y, por eso, en realizarlo con alegría; es más, en amarlo. Como el seguimiento de Cristo siempre supone el cargar con la Cruz, el trabajo -ya lo dijimossiempre incluye la Cruz. El Fundador del Opus Dei repitió innumerables veces que la mayoría de las cosas que tenía que hacer, las hacía «a contrapelo». Quería decir que las hacía contrariando las naturales tendencias e inclinaciones, que casi nunca suelen sentirse atraídas por los pesados, agotadores y secos deberes del trabajo cotidiano.

Por muchos cambios y transformaciones que se den en el mundo del trabajo, el cristiano siempre será un rebelde frente a una visión del trabajo en la que falta la trascendencia, una visión de espaldas a la Cruz. De manera realmente conmovedora, Josemaría Escrivá de Balanguer proclamó incansablemente que un día sin Cruz es un día sin Cristo y, por tanto, un día sin alegría, pues la alegría cristiana «tiene sus raíces en forma de Cruz» (78); se trata, por eso, de acoger y de abrazar las fatigas y las penas de un trabajo cotidiano en medio del mundo, que nunca faltan, tal como Jesucristo acogió y abrazó la Cruz. Esta es una realidad fundamental en la vocación al Opus Dei. Ya en 1934 escribía el Fundador que en lo alto de todas las actividades humanas tenía que haber hombres y mujeres con la Cruz de Cristo en sus vidas y en sus obras, alzada, visible, reparadora, redentora; símbolo de la paz, de la alegría; símbolo de la Redención, de la unidad del género humano, del amor que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima, ha tenido y sigue teniendo a los hombres.

«Carísimos: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a Sí todas las cosas» (79). Y doce años después, poco antes de irse a vivir a Roma, subrayaba una vez más este encargo divino: «De nosotros especialmente espera este servicio, esta cooperación, para hacer que sean en la tierra más abundantes aún los frutos de la Redención, que es la única y verdadera libertad para el hombre» (80).

Si antes hablé de una «triple fórmula» («santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo») y comenté que es como una «autodefinición» del Opus Dei, ahora me parece que esa denominación no es del todo exacta, pues esas tres cosas que Monseñor Escrivá vio por la gracia de Dios, para recordarlas al mundo, constituyen una unidad que yo llamaría de carácter «trinitario»: no hay en ellas «nada anterior o posterior, nada mayor o menor». Las tres son simultáneas e igualmente importantes. El Fundador ha enseñado, con palabras y con su vida misma, a vivir la unidad de los tres elementos: en eso consiste el Opus Dei. «Santificar el trabajo» quiere decir convertirlo en trabajo de Cristo y realizarlo como trabajo de Cristo, como Él lo hizo o lo hubiera hecho sobre la tierra y como lo sigue haciendo en cada momento a través de los miembros de Su Cuerpo: da igual que el trabajo consista en pintar una valla o proyectar un rascacielos. Esto supone -como condición, fenómeno concomitante y consecuencia- el identificarse con Cristo o, con otra palabras, el querer santificarse con la ayuda de Dios y por Amor. Y esto, a su vez, no es un hecho aislado referido sólo a un individuo, sino que es la plataforma y la práctica concreta del apostolado. El apostolado, en realidad, no es otra cosa que ese «contagiar» a los demás el amor,, la doctrina y la persona de Jesucristo, ese conducirles hacia Él. Y esta «transmisión» maravillosa se da a través de los millones y millones de hilillos de la red del trabajo santificado, una red que van tejiendo los hombres y las mujeres que se santifican en esa labor. Quien haya comprendido esta «fórmula trinitaria» de la santidad y del trabajo ha comprendido casi toda la esencia del Opus Dei.

«Unidos a Cristo por la oración y la mortificación en nuestro trabajo diario -escribía el Fundador en 1940-, en las mil circunstancias humanas de nuestra vida sencilla de cristianos corrientes, obraremos esa maravilla de poner todas las cosas a los pies del Señor, levantado sobre la Cruz, donde se ha dejado enclavar de tanto amor al mundo y a los hombres. Así simplemente, trabajando y amando a Dios en la tarea que es propia de nuestra profesión o de nuestro oficio, la misma que hacíamos cuando El nos ha venido a buscar, cumplimos ese quehacer apostólico de poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de todas las actividades de los hombres: porque ninguna de esas limpias actividades está excluida del ámbito de nuestra labor, que se hace manifestación del amor redentor de Cristo» (81).

Si antes decíamos que, por el desarrollo de las nuevas tecnologías, probablemente (nadie lo sabe con seguridad) la cantidad de trabajo irá decreciendo en números absolutos, debemos añadir ahora que esto se refiere sólo al trabajo instrumental, no al trabajo creador o caritativo. Es posible, quizá probable, que en un futuro más o menos lejano no haya secretarias, adoquinadores o revisores en los trenes, porque su actividad haya sido sustituida por máquinas; pero probablemente surgirán, por ese mismo motivo, nuevas profesiones y se extenderán en cantidad y en intensidad todos los sectores que, por naturaleza, no son «maquinables», como el arte, la ciencia, la ayuda al vecino, el cuidado a los enfermos, el trabajo en la casa o el jardín, la educación de los niños y muchas cosas más. En el futuro los redactores seguirán escribiendo artículos, las madres cambiando los pañales a los bebés, los jardineros cortando las rosas... y ni los ordenadores ni los microprocesadores podrán hacer las camas, consolar a los que sufren, limpiar los moquitos o visitar a quien está solo... Es decir: nunca desaparecerá el trabajo y nunca cambiará su naturaleza -quizá cambie su «fenotipo»-, convertida en medio de santificación. Es por esto por lo que al Opus Dei nunca le afectarán los cambios estructurales del mundo del trabajo, cualesquiera que sean. Su misión y la posibilidadfundamental de realizarla permanecen inamovibles; son «un mar sin orillas», como gustaba decir al Fundador. El día mantendrá sus veinticuatro horas, la semana sus siete días y el año sus trescientos sesenta y cinco... Y aprovechar ese tiempo hasta el fondo -dejándose de discusiones sobre microprocesadores o sobre la duración de la jornada laboral---m- para que Cristo se haga presente en el mundo por medio de los hombres, será siempre la vocación invariable de los cristianos y, en especial, de cada miembro de la Obra; un «trabajo» que abarca las veinticuatro horas al día: también el sueño puede ser «trabajo» y «oración». Y eso hasta exhalar el último aliento...

La única condición (indispensable, por supuesto) para que el trabajo sea labor santificante y santificadora es que sea un trabajo honesta y honrado. Para tener en cuenta esta exigencia hay que saber qué trabajos no son honestos ni honrados; algo que en una sociedad caracterizada por una civilización cada vez más compleja puede llegar a convertirse en un problema; incluso cuando el trabajo sea en sí mismo honrado, puede llegar a ser difícil distinguir entre el bien y el mal dentro de una actuación y un comportamiento concretos que siempre están integrados en un contexto social. La dificultad mayor consiste en darse cuenta de la colaboración indirecta que uno puede prestar a lo que moralmente no está permitido. La Iglesia siempre ha tenido en cuenta este problema en su doctrina sobre la conciencia errónea, culpable o no culpable; guiada por el Espíritu Santo para interpretar la doctrina y los mandamientos de Cristo, ha dado normas concretas y suficientes para la actuación y el comportamiento de cada uno. En nuestros días, quien realmente quiere enterarse, aceptando la autoridad de la Iglesia que procede de Cristo, puede extraer de la moral constante de ésta -una moral que siempre permite aplicación a los problemas de cada día y de cada época- lo que puede y lo que no puede hacer. Hay que decir, claro está, que para eso necesita unos conocimientos fundamentales de la doctrina y de la moral católicas y una formación permanente de la conciencia.

Como en la sociedad «neopagana» de Europa y América los conocimientos de la fe cristiana se han atrofiado y en parte se han olvidado totalmente, hace falta que haya hombres que en su tarea cotidiana, y como condición y parte de la santificación radical de esa vida cotidiana, «reaviven» y transmitan esos conocimientos. «Tres son las pasiones dominantes -decía Monseñor Escriváde los hijos de Dios en el Opus Dei: dar doctrina, dirigir de un modo o de otro las almas que se acercan al calor de nuestros apostolados y amar la unidad de nuestra Obra» (82) ... «Una santidad sin alegría no es la santidad del Opus Dei; una santidad sin doctrina no es la santidad del Opus Dei» (83). Uno de los aliados más poderosos y más peligrosos del demonio (era éste un punto que siempre tenía presente) es la ignorancia, la ignorancia en general y especialmente la ignorancia religiosa, que hoy en día gusta presentarse en la «deshabillée» de una semierudición adornada con dejes seudocientíficos. Quería que la Obra (que es trabajo santificador y santificante) fuera siempre como una gran catequesis que abarcara todo el mundo.

Una y otra vez, el Fundador trató de inculcar a los miembros de la Obra, y a todos los cristianos, que sólo un trabajo bien hecho puede ser un servicio a Cristo. La calidad del trabajo es expresión y consecuencia natural del amor a Dios y al prójimo: a ninguno de los dos se les puede ofrecer una chapuza. En 1940 escribía: «Difícilmente podrá ser santificado el trabajo, si no se hace con perfección también humana; y, sin esa perfección humana, difícilmente -por no decir de ningún modo- se podrá alcanzar el prestigio profesional necesario, la cátedra desde la cual se enseñe a los demás a santificar ese trabajo y a acomodar la vida a las exigencias de la fe cristiana» (84).

Es fácil comprobar si un zapatero hace un zapato «de calidad» o si un pastelero prepara un buen pastel. Mucho más complicada es la cuestión con respecto a un artista o un profesor; no es fácil definir en estos campos lo que es calidad; las opiniones sobre baja, media y alta calidad difieren ampliamente y puede suceder que sobre este punto el juicio de Dios sea muy diferente al juicio de los hombres, sean éstos expertos, colegas, espectadores o alumnos.

Monseñor Escrivá fue consciente de esta problemática. En la labor profesional se trataba (y se trata) de conseguir la conexión entre la calidad de lo que se hace y la ética del que lo hace. Un ama de casa, por ejemplo, que cocinara excelentemente, que lo mantuviera todo en perfecto orden y que fuera un modelo de laboriosidad, sería, a pesar de todo, una mala ama de casa si estuviera continuamente descontenta con su sino (aunque sólo fuera en su interior) porque en realidad le gustaría haber sido secretaria o maestra. Los hombres la alabarían, pero su trabajo sería un trabajo no santificado. Para esa «conexión» de la que hablábamos más arriba, Monseñor Escrivá utilizaba el término de «cultura». En ese sentido, la «cultura» de un periodista consistiría en escribir rápido, claro y bien, en documentarse a conciencia, en poner todo de su parte para decir la verdad y no mentir. Es patente que una actitud así puede suponer grandes sacrificios en el camino profesional e incluso puede llevar a prescindir de una buena posición, y en ocasiones del puesto de trabajo. El Fundador comenta que cada tarea profesional tiene su «cultura» específica: «No ha de ser igual, por ejemplo, la cultura de un ama de casa que la de un profesor universitario; ni un oficinista ha de tener la misma cultura que un campesino (...) Yo doy tanta importancia a la cultura profesional de un peluquero como a la de un investigador; a la de un estudiante universitario como a la de una empleada del hogar. Se trata de tener la cultura del propio oficio, correspondiente a la vocación profesional de cada uno ...» (85). Siempre será una parte de la vida cotidiana del Opus Dei el ayudar a sus miembros y a todos los hombres a alcanzar esa cultura.

Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar el ambiente con el trabajo: esta característica específica del Opus Dei, que podríamos llamar «triangular» y que está grabada como un sello en cada vocación, quiere decir tomar ante el trabajo la misma postura que Cristo; una exigencia que nunca podremos cumplir a la perfección, porque a ella se opone la parte más «oscura» de nuestra conditio humana: la debilidad, las limitaciones, el pecado. Ante cualquier situación y, por supuesto, ante cualquier problema que pueda surgir en el trabajo, el cristiano ha de tener la audacia de preguntarse con sencillez e ingenuidad infantil: ¿Cómo actuaría Cristo, aquí y ahora, si estuviera en mi lugar? Es decir, ¿cómo quiere El que actúe yo? Ya en los párrafos anteriores hemos reunido algunos criterios para poder entender mejor Sus respuestas y Sus exigencias:

- El trabajo no es sólo el trabajo remunerado o pagado, una labor profesional; es también cualquier servicio a Dios y a los hombres. Por eso «trabaja» el poeta cuyas poesías quizá no se publiquen nunca; trabaja el obrero en paro que saca a pasear a un inválido en su silla de ruedas; y, en cierto sentido, trabaja también quien examina su conciencia, se supera en algún punto, hace un acto de contrición... No en vano decimos de alguien que «labora en su interior». Vistas así las cosas, no hay ni «paro laboral» ni«tiempo libre», sino tan sólo diversas modalidades del trabajo, algunas de las cuales pueden tener el carácter de descanso.

- Puede suceder que, en algún caso, no se vean las implicaciones morales y religiosas de un trabajo y que, a veces, con enorme empeño y gran idealismo, por causa de una conciencia errónea, se vaya por un camino equivocado. Para cumplir el mandato de santificarse es decisivo que se hagan todos los esfuerzos necesarios para aclarar las dudas y para, en cualquier caso, trabajar con rectitud de intención. No nos engañemos a nosotros mismos. Aun en nuestros días, y en las situaciones laborales y profesionales más variadas, es posible distinguir entre lo que «éticamente está permitido» y lo que «éticamente no está permitido»; y siempre es posible encontrar una respuesta a la pregunta: «¿Cómo actuaría Jesucristo?».

- El «cómo» del trabajo no siempre produce, de «modo natural», alegría. Siempre habrá situaciones en las que faltarán las ganas de trabajar o se notará la resistencia al trabajo: esto no es otra cosa que una expresión de nuestras debilidades y una reacción ante las fatigas del trabajo. ¿Hay alguien que trabaje «a gusto» en una cantera? Una persona que durante ocho horas diarias ha de supervisar cientos de lamparitas, ¿se sentirá muy contenta?... En estos, como en otros muchos casos, la «alegría» sólo puede surgir de una estrecha unión interior con Cristo; trabajar quiere decir siempre ocupar el lugar del Cirineo, ayudar a llevar la Cruz...

Éste es un punto que Mons. Escrivá de Balaguer tiene en cuenta (y quizá especialmente) cuando escribe: «Por el gran valor humano y social que tiene el trabajo, pero principalmente por su acción instrumental en la economía de la Redención (86), obligación nuestra es adquirir -y en grado eminente- la debida preparación profesional» (87)... «Realizad, pues, vuestro trabajo sabiendo que Dios lo contempla (...) Ha de ser la nuestra, por tanto, tarea santa y digna de Él: no sólo acabada hasta el detalle, sino llevada a cabo con rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con lealtad,con justicia» (88).

Esto es posible siempre y bajo cualquier condición. «No es tarde, ni todo está perdido... -leemos en su meditación sobre la quinta estación del Vía Crucis, "Simón ayuda a llevar la Cruz de Jesús"- Aunque te lo parezca. Aunque lo repitan mil voces agoreras. Aunque te asedien miradas burlonas e incrédulás... Has llegado en un buen momento para cargar con la Cruz: la Redención se está haciendo -¡ahora!-, y Jesús necesita muchos cirineos.»Al escribir esto, no se atrevía a considerarse ni siquiera un cirineo. Se veía sólo como un borriquito, un pobre «burrito sarnoso». Ya en sus apuntes espirituales de los años 1931-32 encontramos esta expresión. A veces, incluso firmaba con las letras «b.s.», «burrito sarnoso» (89); y el adjetivo «sarnoso» no era una frase hermosa, pero vacía, sino humildad sincera y alegre. Vida cotidiana. Vida cotidiana de trabajo. Durante cincuenta años. Cuando, en .mayo de 1975, consagró el altar de la nueva iglesia del Santuario mariano de Torreciudad, le llamó la atención el relieve de un burro; le dio un beso diciendo en voz baja: «¡Hola, hermano!» (90).