La persecución arrecia

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Villa Tevere, en Roma: cabeza y corazón del Opus Dei, Centro de dirección para la Sección de varones y para la de mujeres. Un ir y venir ininterrumpido: peregrinos que, en número creciente cada año, acuden a la Cripta donde reposa el cuerpo de Monseñor Escrivá de Balaguer: visitantes del Prelado y Padre procedentes de todo el mundo: Cardenales de la Curia y Obispos; estudiantes, profesionales y padres con sus hijos pequeños; ancianos y enfermos; miembros de la Obra de los cinco continentes; parientes y amigos, también no católicos y no cristianos...

El flujo de visitantes no se interrumpe, y Villa Tevere, en algunas épocas, se desborda ante el número de personas que llegan. Por ejemplo, durante la Semana Santa se reúnen en Roma varios miles de universitarios de los cinco continentes con el fin de fortalecerse, por medio del espíritu del Opus Dei, para colaborar en la renovación ética y espiritual de la cristiandad y de todo el mundo. Pero Villa Tevere no deja nunca de ser un lugar de trabajo realizado sin nerviosismo y sin ruido: un lugar de silencio activo y de actividad silenciosa. Un lugar de lucha por la santidad en medio del mundo del trabajo; preside la casa Jesús, sacramentalmente presente. En ninguna habitación, escalera o rincón falta -como vigilando y saludando- una imagen de la Virgen, en escultura o en cuadro.

El primitivo edificio (una casa de tres pisos construida en los años veinte) fue sede de la Embajada de Hungría ante la Santa Sede. Los Prelados Tardini y Montini habían aconsejado a Monseñor Escrivá de Balaguer que buscara una sede en Roma y la encontraron a finales de 1947. Decidió comprar Villa Tevere entre grandes penurias económicas, cuya enumeración haría inacabable este relato. Basta con decir que, gracias a la oración constante de todos los miembros de la Obra, se resolvieron problemas materiales aparentemente insolubles, si se ven desde un punto de vista racional y «natural». La fuerza de la oración fue capaz de superar la falta de medios, encontrando donantes y bienhechores que había que «atraer rezando», movió muchos corazones y, lo que es más, la «prudencia comercial» de los vendedores y acreedores. En este terreno se dieron transformaciones sorprendentes. La del propietario del terreno en la calle Bruno Buozzi es una de ellas: acabó teniendo una gran estima por Monseñor Escrivá, y una gran amistad con don Alvaro del Portillo, y lo vendió por una suma relativamente aceptable y en condiciones de pago muy convenientes. Ah, eso sí: quería que se le pagara en francos suizos: «No nos importa nada -decía el Padre-, porque nosotros no tenemos ni liras ni francos suizos, y al Señor le es igual una moneda que otra» (61).

En julio de 1947, el Fundador se trasladó, con algunos de sus hijos, a la portería de la finca, que denominó «Villa Tevere». Allí vivían en condiciones muy precarias, de extremada pobreza; sobrevivían a base de pasar hambre, dormían sobre el suelo, sufrían bajo el calor y, aún más, bajo el frío por las noches; y esta situación duró hasta 1949, pues los antiguos inquilinos no acababan de abandonar la casa...

Sin tener en cuenta todo esto, el 29 de junio de 1948, fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo, comenzó la labor del Colegio Romano de la Santa Cruz. En aquellas modestas habitaciones se instalaron los alumnos del primer curso, para recibir una formación intelectual y espiritual. Desde entonces, en los casi cuarenta años transcurridos, miles de personas han estudiado Filosofía y Teología en el Colegio Romano de la Santa Cruz y muchos de ellos sirven a la Iglesia en el Opus Dei como sacerdotes en la actualidad. Suelen ser jóvenes profesionales en su mayoría, que provienen de todos los países donde trabaja el Opus Dei y que han ejercido su profesión durante algún tiempo. Todo un cuarto de siglo duró la situación provisional de los locales de Villa Tevere, hasta que en 1974 los primeros estudiantes pudieron trasladarse a Cavabianca, un conjunto de edificios, de carácter universitario, situado en la Vía Flaminia. Este nuevo centro comenzó a construirse en 1971, y en 1975 todavía no habían concluido las obras, aunque habían empezado ya las actividades. Monseñor Escrivá de Balaguer -que había denominado, en broma, a este ambicioso proyecto una de sus «últimas locuras»- no pudo contemplar en vida la terminación de Cavabianca.

Las obras de Villa Tevere duraron más de diez años. Como ya hemos dicho, el dinero y los medios materiales eran prácticamente nulos. Sin embargo, formaba parte de la «lógica divina» el que se erigiera en Roma este centro, vital para el Opus Dei; la gran aventura consistía en «transformar» y «materializar» esa «lógica» para que Villa Tevere llegara a ser una realidad que habría de tener una función muy específica para la Obra.El Fundador seguía incansablemente el desarrollo de las obras, y revisaba los planos arquitectónicos hasta el último detalle. Todo lo preveía, coordinaba, dirigía y revisaba personalmente. Se preocupaba con esmero especial, como es lógico, de todo lo relativo a los oratorios. Era raro el día en el que no daba varios paseos por las obras.

La falta de dinero fue una fiel compañera de aquellos años. Cada sábado surgía de nuevo el problema acuciante: había que pagar los jornales de los obreros. No resulta fácil imaginarse hoy las terribles preocupaciones que pesaban sobre don Alvaro del Portillo, que era el que se encargaba de las cuestiones económicas: cada semana tenía que suceder, como decía, un pequeño «milagro». Por eso, cuando el 9 de enero de 1960 el Padre bendijo y colocó, en una pequeña ceremonia, la última piedra, pudo decir, con justicia, que los muros de la casa «parecen de piedra y son de amor» (62).

En una zona separada del complejo de «Villa Tevere» se encontraba «Villa Sacchetti», dedicada a la Sección de mujeres; albergaba también el Colegio Romano de Santa María, que había sido erigido el 12 de diciembre de 1953. El número de las que cursaban estudios allí creció con tal rapidez que, ya en 1959, el espacio con el que se contaba resultaba insuficiente. Por eso, en julio de ese mismo año, cuando Villa Tevere estaba a punto de ser terminada, el Fundador, siguiendo la «lógica divina», tuvo que emprender una nueva «aventura». La Santa Sede había puesto a disposición de las mujeres de la Obra un terreno en Castelgandolfo, muy cerca de la residencia estival del Papa. Allí, en «Villa delle Rose», comenzaron enseguida las obra (63) , que durarían varios años. Y cuando, por fin, se terminaron, en febrero de 1963, comenzaron los proyectos para edificar «Cavabianca». Sin exagerar, se puede decir que el Fundador del Opus Dei vivió en Roma casi treinta años entre andamios.

Con su traslado a Roma y con la erección del centro de dirección y de los centros de formación para la Obra se ponía de manifiesto, también externamente, que la Obra era romana, lo que para él era sinónimo de universal. Las consagraciones (a la Sagrada Familia, al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María) confirmaban ante todo el mundo y ante la Iglesia universal, de manera visible, su carácter mariano.Romano y mariano: así había venido el Opus Dei al mundo; ahora estos dos factores se hacían visibles para todos; en el futuro podrían aplicársele las palabras del Evangelio: «No puede esconderse una ciudad puesta sobre la cima de un monte» (Mt 5,14). Tal vez por eso arreciaron por entonces los ataques al Opus Dei...

Al final de los años cuarenta, en España, los ataques tendían sobre todo a intranquilizar a los padres y a las familias de los miembros, aunque «intranquilizar» es un vocablo muy suave: se trataba de que padres y madres, tíos y abuelos, se convenciesen de que los jóvenes del Opus Dei habían emprendido un mal camino y sufrirían las consecuencias, con gran daño de su alma. Es fácil suponer cuánto dolor, preocupación y angustia causarían tales desinformaciones, que se repitieron en Italia en los años cincuenta. El Padre estaba convencido de que, contra ellas, no existía otra protección y defensa eficaz que el encomendar la protección y la defensa a Dios mismo. Por eso, el 14 de mayo de 1951, el Fundador consagró, en el oratorio de la Sagrada Familia en Villa Tevere, las familias de sus hijos a la Sagrada Familia de Nazaret.

Estaba claro que la aprobación de la Obra no había disipado todas las incomprensiones y animosidades. Y precisamente a comienzos de los años cincuenta debió de haber (es lo que supongo basándome en diversos testimonios) intrigas muy graves y serias por parte de personas influyentes que querían transformar el Opus Dei, separando la Sección de mujeres, o quizá incluso liquidando la Obra entera y dejando fuera a Monseñor Escrivá de Balaguer; al parecer, estuvieron muy cerca de conseguir su propósito (64).

Diez años después, recordando aquel episodio, el Fundador escribía: «Se me negaba el diálogo, no se me concedía la posibilidad de explicar, de aclarar las cosas. Fue mucha mi amargura... Aun después de obtenida la aprobación, no cesaron las calumnias. No sabiendo a quién dirigirme aquí, en la tierra, me dirigí, como siempre, al cielo» (65). El 14 de agosto de 1951 Monseñor Escrivá de Balaguer partió hacia la pequeña ciudad italiana de Loreto (66), en la provincia de Ancona, donde, según la tradición, se encuentra la casa de la Sagrada Familia de Nazaret, alrededor de la cual se ha construido una grandiosa basílica de estilo renacentista. Celebró al día siguiente allí la Santa Misa, poniendo el Opus Dei bajo la protección de la Virgen. Era la fiesta de la Asunción.Siguió, finalmente, la Consagración de la Obra al Corazón Sacratísimo de Jesús, que el Fundador hizo el 26 de octubre de 1952, fiesta de Cristo Rey, en el oratorio del Sagrado Corazón en Villa Tevere. Desde entonces, estas tres consagraciones se renuevan cada año en los Centros del Opus Dei de todo el mundo.

Los peligros para la existencia del Opus Dei pasaron. Sólo dentro de algún tiempo, cuando haya avanzado suficientemente el proceso de sedimentación histórica y se abran los archivos, sabremos más concretamente de qué tipo fueron los peligros y cómo se pudieron superar. La Obra salió fortalecida de esta época de persecuciones; comenzó a trabajar en 1951 en Venezuela y Colombia; en 1952, en Alemania; en 1953, en Perú y Guatemala; en 1954, en Ecuador; en 1956, en Uruguay y Suiza; en 1957, en Brasil, Austria y Canadá; en 1958, en El Salvador, Kenia y Japón; en 1959, en Costa Rica; en 1960, en Holanda; en 1962, en Paraguay; en 1963, en Australia; en 1964, en Filipinas; en 1965, en Nigeria y Bélgica; en 1969, en Puerto Rico. Y, desde entonces, la lista se sigue alargando casi de año en año.

¿Cómo era la partida hacia un país lejano? ¿Qué consejos daba el Padre a sus hijos al enviarlos a cualquier rincón del mundo?... Un ejemplo, entre muchos, lo tenemos en las notas que tomó por escrito una de las mujeres de la Obra que, en 1952, partió de Roma para Irlanda. «No vamos a enquistarnos -le había dicho el Padre- en un país. Vamos a fundirnos. Si no, no va: porque lo nuestro no es hacer nacionalismo, es servir a Jesucristo y a su Iglesia santa» (67). Parte de ello sería el adaptarse a las costumbres del país en la comida, la bebida y el vestido y el no hacer propaganda del propio país. Monseñor Escrivá de Balaguer, al día siguiente, le escribió unos cuantos puntos, como un guión. Fueron veintinueve frases que se referían a los más diversos temas, desde el cuidado material de los Centros de varones hasta detalles de la labor apostólica. Finalmente, el Fundador le tomó el bloc de notas que tenía entre manos y escribió: «En Dublín, en Roma, en Madrid como en medio de Africa: ¡almas!» (68). El punto número 19 decía: «Finalmente, no hemos de olvidar que, poniendo todos los medios humanos que estén a nuestro alcance, hemos de poner siempre los medios sobrenaturales: la Confidencia, la Confesión con nuestros sacerdotes (siempre con completa libertad, para confesar con cualquier sacerdote que tenga licencias), estudio del Catecismo». Y también de propia mano escribía: «Comer (¡hay que comer!: es una humillación (69), pero, si no coméis, perdéis la chaveta y no podéis servir al Señor); dormir, al menos siete horas, mejor ocho; nunca más de ocho, si no manda otra cosa el médico» (70). Y, finalmente, el Padre dibujó un pato en el bloc, con el pico bien abierto: «Ésta eres tú... ¡patas a nadar!» (71). Y añadió: «Cuando te pido una cosa, hija, no me digas que es imposible, porque ya lo sé. Pero, desde que empecé la Obra, el Señor me ha pedido muchos imposibles... ¡y han ido saliendo! Por eso me gusta que seáis como las patas para echaros al agua: sin vacilaciones, sin miedos. Si Dios pide una cosa, hay que hacerla; hay que echarse adelante con valentía. ¿Veis ahora por qué les tengo simpatía a esos animales ?» (72).