Aspecto de la humildad

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Está claro que cualquier Papa, que per definitionem es sucesor de Pedro, es «romano y mariano». Sin embargo, Pío XII lo fue de un modo muy especial: era romano de nacimiento y de familia, y marcó el final de una etapa del Papado que duró unos cuatrocientos años y que yo me atrevería a denominar de absolutismo regio, imperial, de gran dignidad y autoridad. Irradiaba santidad, y su bondad estaba rodeada de un aura de majestad y de distancia natural. Se le amó y veneró como a casi ningún otro Papa de la edad moderna anterior a él, y no sólo en el mundo católico: todos le miraban con gran respeto. Bajo el título de «Pastor angelicus» se rodó una película sobre su vida que llenó los cines durante meses. Nunca había sucedido nada semejante.

A pesar del automóvil, del teléfono y de la radio, durante el Pontificado del Papa Pacelli culminó el «barroco romano» -como estilo curial- y con él terminó esta forma de gobernar.

Pío XII fue también profundamente «mariano» incluso de forma absolutamente oficial: el 1.° de noviembre de 1950, fiesta de Todos los Santos, proclamó el dogma de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al Cielo, y el año 1954 fue declarado Año Mariano, en el centenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Con su profunda fe personal, el Papa se sentía íntimamente unido a la Virgen de Lourdes y de Fátima, así como a su mensaje, y puso todo su empeño en transmitir ese amor a la Virgen a toda la cristiandad.

El Fundador del Opus Dei encontró, en este clima espiritual de la Iglesia universal, una actitud muy favorable para la expansión y el crecimiento de la Obra. En aquel año mariano de 1954, Monseñor Escrivá de Balaguer escribía (35): «Nuestro Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra Señora. Por eso son tantas las costumbres marianas que empapan la vida diaria de los hijos de Dios en esta Obra de Dios. Pensad cuál habrá sido mi alegría al ver consagrado, por el Romano Pontífice, este año 1954 a la Santísima Virgen. Nosotros responderemos a los deseos del Papa renovando con más amor -si fuera posible- nuestras prácticas de piedad a María Santísima. Y además imponiéndonos, especialmente en este año, el deber de propagar la devoción del rezo del santo rosario y haciendo, de la manera acostumbrada, tres romerías a santuarios de la Virgen, una dentro del mes de febrero, otra en mayo y la última en octubre» (36).

En un centro del Opus Dei pude leer en una ocasión esta inscripción: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam («Todos con Pedro hacia Jesús, a través de María»). La inscripción podría ser una fórmula breve de lo que quiere expresar ese binomio tan profundamente católico de «romano» y «mariano». Un solo rebaño bajo un solo pastor, un solo camino -firme y seguro-, una sola aspiración: esto es lo que expresan esas siete palabras latinas. Sobre el cum Petro hemos hablado ya; del ad Iesum trata todo el libro; nos queda por tratar del per Mariam.

Monseñor Escrivá de Balaguer no creó una «nueva Mariología», como tampoco creó una nueva escuela teológica (aunque el mensaje espiritual del Opus Dei suponga, también para la teología, un enorme enriquecimiento, lleno de un dinamismo rejuvenecedor). Siempre predicó la doctrina de fe de la Iglesia Católica y Romana, la doctrina asegurada por la Tradición, la doctrina vigente para todos. Exhortó a los miembros de la Obra a mantenerse firmes en ella, con fidelidad y humildad, rechazando cualquier acrobacia interpretativa individualista y seudointelectual. Desde este punto de vista, en el Opus Dei y en su Fundador no hay nada «original» o «sensacional»: hay tan sólo fidelidad. Cuando, en los años del Concilio y del posconcilio, ciertos teólogos comenzaron a poner en tela de juicio la doctrina de fe, removiendo sus sillares (a consecuencia de lo cual también comenzó a tambalearse la piedad popular tradicional), su fidelidad y su amor a la fe y la tradición cristiana fueron realmente extraordinarias y llamativas, por la fortaleza sobrenatural y humana con las que defendió la fe de la Iglesia. No constituye ningún descubrimiento para el lector de este libro la afirmación de que desde hace veinte años cada vez quedan menos creyentes (incluyendo a muchos de los que van a Misa o frecuentan los sacramentos) que sepan en qué creemos realmente los católicos y qué verdades estamos obligados a profesar si queremos permanecer en el seno de la Iglesia. Todo esto, qué duda cabe, es fruto de la ignorancia y también de esa teoría equivocada que sostiene que, en el fondo, no existen verdades de fe absolutas e inmutables, sino tan sólo afirmaciones y teorías humanas que surgen de la corriente de la historia y vuelven a desaparecer; eso, sin olvidar a quienes, desde una perspectiva falsa, proclaman la incompatibilidad entre la ciencia y la fe. Estas tres posturas, además, suelen potenciarse mutuamente.

Conocer la fe, vivirla, irradiarla y ponerla en práctica con caridad: son puntos que debieran interesar a todos los cristianos; algo que, para los católicos, supone la cercanía a la Madre de Dios. En este punto el Fundador del Opus Dei no tuvo necesidad de «inventar» o de «desenterrar» nada: la Iglesia ha edificado y promulgado una extensa doctrina mariana. Más de sesenta generaciones de cristianos han honrado a la Virgen y Madre de Dios con un tesoro de devociones que ha ido creciendo a lo largo de los siglos.

Las muestras de piedad mariana que encontramos a lo largo de la vida del Fundador del Opus Dei son innumerables: constituían el respirar, el latir del corazón de su vida interior, y encontró un tono muy personal, inconfundible, para hablar de María y para hablar con María. Casi todas sus meditaciones terminaban con una cariñosa alusión a la Virgen y permanecía en un continuo diálogo del corazón con Ella. Tal vez no exista otro autor espiritual del siglo XX que haya dado a la devoción mariana tanto brillo intelectual y lingüístico, que le haya dado una dimensión tan renovada (37), sacándola del ghetto de una piedad rutinaria o superficial, como mucho, que suscita la repulsa instintiva de los llamados cristianos «modernos» o «liberales». Contribuyó decisivamente a superar ese prejuicio de que la devoción mariana es tan sólo un añadido religioso, un sucedáneo para espíritus sencillos que «lo necesitan», porque no son capaces de «desarrollar intelectualmente las verdades religiosas». Para contrarrestar este error antepuso a su «Santo Rosario», del año 1934, la siguiente advertencia: «No se escriben estas líneas para mujercillas. -Se escriben para hombres muy barbados, y muy... hombres, que alguna vez, sin duda, alzaron su corazón a Dios... El principio del camino, que tiene por final la completa locura por Jesús, es un confiado amor haciaMaría Santísima. -¿Quieres amar a la Virgen? -Pues, ¡trátala! ¿Cómo? -Rezando bien el Rosario de nuestra Señora» (38).

Pienso que el lector ha podido comprobar ya, a lo largo de este libro, que el Opus Dei es importante para la vida y para el futuro de la Iglesia, de los cristianos e incluso de la humanidad; que es necesario, porque remedia necesidades; que es «operatio Dei»... Expresión que yo quisiera traducir por una vez, muy libremente, como «operación de Dios»: una intervención quirúrgica salvadora del Médico divino que quiere curar y ayudar a ponerse «en pie» (en sentido literal) a la Iglesia, Corpus mysticum Christi, Cuerpo de Cristo debilitado por la pérdida de la fe, que, a veces, camina como cojeando por el mundo moderno.

Pienso, también, que el Opus Dei no se corresponde con «el espíritu de nuestros tiempos», al que nada parece contrariar más que la humildad, el servicio, la obediencia, la abnegación, la castidad... es decir, todo aquello que caracterizó la vida de la «trinidad de la tierra», como Monseñor Escrivá solía llamar a la Sagrada Familia de Nazaret, Jesús, María y José. Ahora bien, si no conseguimos reactivar esas virtudes, ninguno de nuestros empeños tendrá éxito: ni la renovación de lo que se ha dado en llamar la sociedad posindustrial, ni un desarrollo armónico del Tercer Mundo, ni la conservación de la paz (de la que depende también nuestra existencia sobre este planeta); quien no ame esas virtudes y no intente, en una lucha personal, irlas viviendo día a día, no puede ser del Opus Dei ni perseverar en él. Y lo mismo se podría decir de cualquier otra obra de seguimiento activo de Cristo, de militia Christi. No hay duda: la filiación divina y el permanecer en ella -ambas cosas son dones de la gracia, aceptados con libertad- constituyen el fundamento de la santidad y de la santificación, pero la humildad es el cemento necesario para edificar.

«Señor, ¡no puedo!, ¡no valgo!, ¡no sé!, ¡no tengo!, ¡no soy nada!» Monseñor Escrivá repitió constantemente estas palabras durante toda su vida, ante Dios y ante los hombres (39). Y era absolutamente fidedigno cuando lo decía, porque era absolutamente sincero.El clérigo que se hacía pasar por humilde (cuando en realidad estaba dominado por la ambición de poder), astuto y lascivo, fue durante largo tiempo (especialmente en el Siglo de las Luces y en el «kulturkampf», o sea, durante la ofensiva del Estado bismarquiano contra la Iglesia y luego bajo Hitler) elemento imprescindible en el elenco de las diatribas contra los católicos. Caricaturas de este tipo (que surgen de un oscuro sector de la persona humana o de un impulso sentimental carente de formas concretas) han demostrado ser muy persistentes, precisamente porque escapan al control racional y pueden ser renovadas siempre que alguien tenga interés en hacerlo. Pues así como un ajetreado mariposeo puede desprestigiar la laboriosidad o una agarrotada mojigatería la castidad, una humildad pervertida (que no tiene por qué ser consciente, puede ser consecuencia de un malentendido) desprestigia la humildad verdadera.

Modestia no es dejación de derechos; humildad no es complejo de inferioridad. «A pesar de nuestras pobres miserias personales -escribía el Fundador del Opus Dei en 1931- somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor» (40). Una característica casi infalible de la humildad verdadera y sana es que pasa inadvertida, que no es una humildad chillona. Bien sabemos que todas las virtudes están concatenadas entre sí, formando una red, completándose y vivificándose mutuamente. Pero hay algunas virtudes, como la fortaleza o la justicia, que, en cierto modo, pueden aparecer aisladas: pueden avanzar resueltamente, arrastrando a las demás virtudes como en su séquito. La humildad verdadera, sin embargo, siempre es ya de por sí «séquito», es la servidora entre las virtudes. Nunca puede presentarse sola, sino que siempre tiene que existir en las demás virtudes, como parte de ellas, en una simbiosis. Es como el medio de conservación espiritual de todas las virtudes, tanto de las naturales como de las sobrenaturales. Sólo la humildad garantiza que las demás virtudes no se corrompan ni siembren corrupción. La humildad verdadera no consiste en evitar los resultados brillantes, o en rechazar los ascensos, los cargos, las responsabilidades del ejercicio de los propios derechos, sino en poner todo eso en las manos de Dios, como un niño que devuelve a sus padres cuanto ha ahorrado, porque de ellos procede. Ahora bien, entrega sus ahorros, no los de sus hermanos o los de otros niños. No existe una humildad por cuenta de los demás.

Un cristiano debe saber aceptar las humillaciones; y debe hacerlo uniéndose a Cristo y considerándolas «como don divino para reparar, purificarse y llenarse de más amor al Señor» (41). A Monseñor Escrivá nunca le dejaban abatido; nunca se defendía ante acusaciones injustas, nunca hacía «un drama» de esas cosas.

La otra cara de esa misma moneda era que si se equivocaba, si había sido injusto con alguien (o si le parecía haberlo sido), de inmediato y aun estando presentes otras personas, le pedía perdón. «A mí también me hacen advertencias -decía-, y las recibo con la cabeza baja. Si alguna vez pienso que no tienen razón, rectifico, y veo que el equivocado soy yo» (42).

La humildad verdadera y una inocencia natural -ni necia ni fingida- son virtudes que van unidas y que se reconocen cuando alguien, con toda sinceridad, sabe maravillarse, y cuando no existe envidia ni egocentrismo. En cierta ocasión, en febrero de 1947, el Fundador escuchó una emisión de Radio Vaticano en la que se hablaba elogiosamente de él y de la importancia de su labor. Aunque el locutor estaba mencionando al Padre con gran admiración, éste parecía ni darse cuenta; «estaba más bien ausente -narra un testigo-; yo aseguraría que estaba rezando, sin enterarse de lo que se refería a su persona» (43). Sin embargo, en otra ocasión, contemplando un programa de televisión, le llamó la atención un anciano profesor que, candoroso, mostraba un montón de libros que había escrito, fruto de muchos años de trabajo. Al verlo -comentaría al día siguiente- se había avergonzado ante el Señor, puesto que, al cabo de tantos años de vocación, no podía presentar ninguna obra acabada; no había hecho nada, le parecía ser un niño de primeras letras, un principiante en la vida interior...(44).

En este camino de humildad y secularidad hay trampas y escollos. Mucho se podría decir sobre este tema. Fue (o por lo menos así me lo parece) el único aspecto en la vida del Fundador en el que a veces dio pasos como vacilantes, siguiendo, en ocasiones, más el parecer de sus hijos que su propia opinión, obedeciendo a su director espiritual y a su confesor más que a su propia iniciativa. Está claro que no se trataba de encontrar una «alternativa» para la humildad, sino (y es aquí donde se daban y se dan las dificultades) de vivir concreta y ejemplarmente la virtud de la humildad de acuerdo con la secularidad. Josemaría Escrivá de Balaguer, con su humildad, que iba unida a su fidelidad, a su obediencia a su misión y a su prudencia, rechazó todas las ofertas -atrayentes muchas de ellas- que le habrían ayudado a hacer una brillante carrera eclesiástica, pero que habrían dificultado o imposibilitado que siguiera su camino. Por lo tanto era lógico (y supongo que no le resultaría un sacrificio especialmente duro) que en 1928 rechazara el ser nombrado «Capellán honorario de Palacio», algo que, por entonces, era el sueño dorado de muchos clérigos (45); o que en los años treinta no aceptara el ser nombrado canónigo de la Catedral de Cuenca (46), ni el cargo de Director espiritual de la «Casa del Consiliario» de Acción Católica (47). La contestación que dio a don Angel Herrera, cuando se lo propuso, es muy significativa: «No, no. Agradecido, pero no acepto; porque yo debo seguir... el camino por el que Dios me llama. Además, no acepto por eso mismo que usted me dice: porque en esa Casa se reunirán los mejores sacerdotes de España. Y es evidente que yo no valgo para dirigirles...» (48). Palabras estas últimas que, sin querer, recuerdan otras de Santo Tomás Moro; en los oídos de un escéptico desilusionado sonarán a ironía, pero, en realidad, fueron humildes, como de un niño.

Ser humilde en la forma adecuada no siempre es tan fácil como en los casos que hemos indicado: en otras situaciones puede convertirse en un camino surcado de dudas, en un itinerario acrobático... El modelo de vida para Monseñor Escrivá de Balaguer y para todos los miembros del Opus Dei fue, es y será siempre Jesucristo, también en los treinta años de vida oculta en Nazaret. Por eso no les gusta llamar la atención. Don Alvaro del Portillo recuerda que cuando en 1950, acompañando al Fundador, visitó Montecantini (Italia), se les acercó un alto Prelado de la Curia que empezó a hacerles preguntas sobre el número de centros y sobre otros detalles cuantitativos y de organización. El Padre, entonces, le habló de la eficacia de la oración, del espíritu de penitencia, del trabajo callado y humilde. «¿Cómo puede usted -dijo al Prelado- hacer estadísticas de todo esto, que es lo que verdaderamente cuenta?» Y, ante la cara de sorpresa del Prelado, añadió: «Lo que pasa es que hay quien trabaja por tres, y hace el ruido de trescientos. Nosotros hemos de hacer al revés: trabajar por trescientos y hacer el ruido de tres, con humildad. Hay quienes no entienden esta forma nuestra de trabajar... Y es que no se explican que no procuremos, aquí en la tierra, la alabanza personal y el honor -dicen- para la Obra» (49). Ante esta actitud, se comprende que, como ya dijimos, no le gustaran los focos, las cámaras, los micrófonos y las entrevistas, y que rechazara cualquier reportaje sobre su persona. Nunca participó en una conferencia de prensa, nunca apareció en la televisión.

Los hogares en los que se quieren vivir las virtudes que se vivían en la Casa de Nazaret (de la que el Opus Dei quiere ser un rinconcito en expresión de Mons. Escrivá de Balaguer) no han alterado el espíritu, el calor, el ambiente de aquella casa donde vivió Jesús: sólo varían -por decirlo así- los muebles. Hay teléfono, radio, televisión, periódicos..., todo lo que ha traído el inmenso desarrollo de los medios de comunicación. El que a uno le guste esto o no es cosa personal y privada. Pero, querámoslo o no, esos medios existen, actúan, ejercen una influencia grande, inevitable, sobre los hombres. Y como no es posible -ni tampoco conveniente- prescindir de ellos, hay que contribuir a darles forma y contenido. En este punto, Monseñor Escrivá de Balaguer no albergaba la más mínima duda. Sabía que tanto él como sus hijos tenían que ser apóstoles en una época tecnificada e industrializada. Ése era el marco en el que deberían cumplir el mandato divino en todo el mundo; por eso había que conseguir que los hombres tuvieran claro que Cristo pasa por el mundo de las fábricas, de las rotativas, de los omnipresentes medios de comunicación, de los aviones a reacción, de los reactores nucleares y de los microprocesadores; Cristo pasa por allí como pasó por los caminos polvorientos de Palestina; y Cristo está presente en el cine o en la televisión cuando en la pantalla aparece su representante en la tierra, el Papa...

Monseñor Escrivá de Balaguer apoyó e impulsó, con toda su energía, el apostolado en los medios de comunicación social, un apostolado que abarca un campo profesional muy amplio. No se cansaba de animar a todos los que trabajaban en él a que se comportaran de acuerdo con la gran responsabilidad apostólica que tenían, colaborando tanto por medio de su empeño personal en su puesto de trabajo como creando muy variadas iniciativas periodísticas. Así nació, como labor corporativa, la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Navarra. Y de la iniciativa personal de miembros del Opus Dei, junto con un número mucho mayor de personas que no pertenecen a la Obra, surgieron empresas editoriales, periódicos y revistas. Al Fundador le urgía «envolver el mundo en papel impreso», refiriéndose, con estas palabras, a un modo apostólico de propagar la doctrina de Cristo y de la Iglesia. No está en contradicción con esto el hecho de que ni la Obra, ni sus miembros en cuanto tales, incluido el Presidente General (o, actualmente, el Prelado), suelan aparecer públicamente en los medios de comunicación social, sobre todo de forma «oficiosa» u «oficial». Si Mons. Escrivá de Balaguer permitió, después de resistirse por algún tiempo (50), que, a partir de 1972, se filmaran sus largos viajes de catequesis, lo hizo por un solo motivo: para que Cristo «se luciera» -también bajo los focos y las cámaras- y, con Él, su Iglesia y su doctrina.

No hace falta insistir en que don Josemaría no ansiaba ni títulos, ni medallas, ni condecoraciones de ninguna clase. No pudo rechazarlas cuando se las ofrecieron: tenía que actuar en consonancia con el espíritu secular del Opus Dei.

A principios de 1947, después de la primera aprobación de la Obra por la Santa Sede, don Alvaro del Portillo, entonces Secretario General, en nombre y por encargo del Consejo General, inició ante la Santa Sede las gestiones para el nombramiento del Padre como Prelado Doméstico de Su Santidad. Don Josemaría no sabía nada de ello, por lo que cuando, el 22 de abril, llegó el nombramiento, don Alvaro le tuvo que convencer de que lo aceptara, pues estaba firmemente dispuesto a rechazarlo. En ésta, como en muchas otras ocasiones, sus hijos pudieron comprobar que siempre estaba dispuesto a aceptar los argumentos claros y sensatos.

Cuando había motivos espirituales claros, estaba dispuesto a revisar sus propias opiniones. Conocemos algunas fotos y cuadros que le muestran con todo el ornato prelaticio, vestimenta que para él era (él mismo lo decía) «como otro cilicio» (51).Cuando se le concedía un doctorado honoris causa, una ciudadanía de honor o una medalla,. se quedaba igual de tranquilo y de agradecido como cuando le llegaban calumnias o humillaciones. En los años cincuenta se le concedió una importante condecoración estatal, y un miembro de la Obra, oficial del ejército, le felicitó al verle. El Padre le contestó sonriente: «Hijo mío, para vosotros -los militares- esto de las condecoraciones es una cosa interesante; para mí, no. A mí -y sé que a ti en el fondo también- sólo me interesa una cruz, la Santa Cruz» (52)