Incomprensiones

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Soy historiador y, como tal, opino que, si bien estoy muy lejos de conocer «la historia», tengo una cierta visión de conjunto sobre sus principios fundamentales, en cuanto que éstos resultan de factores relativamente estables, como son la naturaleza del género humano y de sus condiciones de vida sobre la tierra; una naturaleza que constituye el eje de su comportamiento en la historia.

Uno de esos principios fundamentales es que no existe empresa humana que no sufra contradicciones muy diversas. Una actuación y un comportamiento «sin enemigos» no existen en la historia.

Oportunismo, táctica, realismo, son denominaciones distintas de un solo fenómeno que hace referencia a las personas cuyo obrar y cuyo comportamiento dependen sobre todo del «donde va la gente...», de los sondeos de opinión, de lo que escribe la prensa, del sopesar el pro y el contra en la balanza de la opinión pública y, naturalmente, del éxito. Aunque nunca debemos extrañarnos de esta actitud o creernos por encima de ella (también nuestra naturaleza es débil), hay que reconocer que existen personas que no se comportan de esa manera, sobre todo cuando están involucrados el derecho, la moralidad, la religión, las virtudes, el bien de la familia, de la Iglesia, del Estado y la salvación del alma (¡o de las almas!). Quien adopta una actitud pasiva o sólo «rumia» opiniones ajenas, quien elude el esfuerzo personal para buscar la verdad y la justicia (un esfuerzo que, a veces, lleva aparejada la obediencia a una autoridad querida por Dios), puede, en un segundo, dejar de ser el soberano jugador de ajedrez que pensaba ser para convertirse, sobre el tablero de la historia, en un peón manipulado.

Nunca sabremos hasta dónde llegará una persona que honradamente intenta buscar la vedad y el recto juicio, pues siempre habrá que contar con la gracia (la inspiración del Espíritu Santo), que «inyecta» sentido sobrenatural a las facultades y los medios naturales. Quiero subrayar aquí que existen cosas buenas y justas que no dependen sólo de las circunstancias en las que surgen o desaparecen; existen cosas buenas y justas «a prueba de bomba», por decirlo así, y, además, es posible reconocerlas y tomarlas como pauta para el propio actuar. El «no-poder-reconocerlas» proviene, en muchas más ocasiones de las que creemos, de la comodidad, la pereza o la cobardía; por supuesto, mucho más que de la falta de inteligencia o de la mala información. La mayoría de los errores son vicios encubiertos.

Esta consideración previa puede ayudar a situar en un marco más amplio la breve exposición de la enemistad contra el Opus Dei que hacemos a continuación; nos ahorra el tener que, repetir y recapitular las tonterías que hace cuarenta años soliviantaban los ánimos en España, y que hoy, sobre todo .para el lector alemán, sólo serían motivo de aburrimiento.

El Opus Dei es, en esencia, algo muy sencillo; por eso, a quienes han perdido la espontaneidad, sobre todo de cara a Dios, a quienes están acostumbrados a tener que pensar de forma analítica, complicada y «dando vueltas y revueltas», les puede parecer simple u oscuro. En ocasiones, algún amigo mío me ha dicho que las meditaciones, en la Obra, son «muy simples», que «la teología de la Obra» es poco original y que, por eso, estaba decepcionado. Nunca me han sorprendido estas opiniones, ya que sé, por experiencia propia, que es más fácil y más cómodo dejarse «animar» por controversias teológicas o estudios de sociología religiosa que tener que aceptar la enfermedad, el dolor o el insulto, como es más fácil y entretenido poner en tela de juicio la encíclica «Humanae vitae» que asumir lo que dice.

Por la autobiografía de Santa Teresa de Jesús sabemos que tuvo que sufrir mucho por la desconfianza, la incomprensión y la murmuración de personas que, en el fondo, eran buenas y piadosas e incluso luchaban por la santidad. Algo muy parecido le sucedió a Monseñor Escrivá de Balaguer.

Para poder explicarlo son necesarias algunas consideraciones previas: España es un país genuinamente católico. La riqueza y la profundidad de su piedad popular, la fuerza creadora de su espíritu cristiano, no encuentran casi parangón en todo el mundo. La vida de más de veinte generaciones de españoles está tan llena de iglesias y conventos, de clérigos y de frailes, de procesiones, fiestas de santos y festejos populares de carácter religioso, que, a primera vista, parecía extraño que aún hubiera alguien que se dirigiera a los laicos para animarles a tomarse en serio el seguimiento de Cristo en la vida corriente. Los españoles eran católicos: eso estaba claro y no hacía falta reflexionar mucho sobre ello. Y, de hecho, no se reflexionaba en absoluto, sino que más de uno, sobre todo en círculos liberales e intelectuales, se comportaba de acuerdo con el lema de aquel amigo mío italiano: «Yo no creo en Dios, pero por lo demás, por supuesto, soy católico».

Hay una contestación bastante frecuente cuando, en el apostolado personal, se anima a alguien a concretar su «ser cristiano en el mundo»: «Pero ¿qué quieres? Yo ya soy católico»; contestación que tal vez en ninguna parte se oyó tantas veces como en España... Mejor dicho: no es que se oyera expresamente, sino que, en muchos casos, esta convicción cerraba las cabezas y los corazones al mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer. Pero ¿qué es lo que quiere?, se preguntaban muchos. ¿Qué es eso de la «Santificación del trabajo»? Eso suena a cosa de protestantes... Y, además, ¿no tenemos multitud de religiosos y de monjas que se han tomado ya en serio a Cristo? Además: la religión católica es la religión del Estado, y eso se refleja en todo el sistema educativo. ¿Qué más quiere usted?

Algunos hubieran comprendido (y muchos hubieran esperado) que el Opus Dei en bloque -y colaborando, claro está, con otras organizaciones católicas- hubiese luchado por una «cultura católica», por una «prensa católica» o por una «enseñanza católica»... Pero el Fundador rechazaba este tipo de «colaboración»; y lo hacía con energía, sin paliativos, aunque con amabilidad y con gran respeto por la labor de los demás; pero la rechazaba, y eso escandalizaba a muchos. Y así, por decirlo con palabras del profesor Redondo, el Opus Dei, durante ese período, quedó en España entre dos fuegos: el de los «laicistas», que querían recortar decisivamente -o anular- la influencia de la Iglesia, y el de los «católicos oficiales», que se escandalizaban por la actitud de don Josemaría y desconfiaban de él- (55). No comprendían algo muy importante, algo que pertenece a la esencia de la labor apostólica del Opus Dei: que la Obra nunca actúa «en bloque», como grupo; y que nunca, tampoco, da «normas» para la vida profesional, civil y social de sus miembros; éstos colaboran, por supuesto, con otras organizaciones o pertenecen a ellas, pero cada uno según su propio criterio: la misma naturaleza de la Obra impide que puedan formar un «grupo Opus Dei» que «intervenga» en la vida estatal, social o eclesiástica.

Tal vez por eso las primeras murmuraciones contra don Josemaría Escrivá, contra el camino del cristianismo que él esbozaba y contra los que seguían ese camino, provinieron de algunos religiosos y de algunos miembros de organizaciones católicas, adeptos a un «institucionalismo» tradicional. En esta frase hay una palabra importante: «algunos», pues en ningún momento se trató de la mayoría o de un gran número. Eran personas que, sencillamente, no estaban en condiciones de comprender el núcleo del mensaje del Fundador del Opus Dei. Lo que hoy en día, veinte años después del Concilio Vaticano II, se reconoce en todo el mundo como un fruto de éste (la responsabilidad de los laicos en la iglesia, la llamada universal de todos los bautizados a la santidad, la libertad y la responsabilidad personales de cada cristiano en las opciones temporales, la vida corriente como lugar normal de seguimiento de Cristo, con entrega total), a algunos les sonaba entonces a herejía.

Cuando el Cardenal Frings visitó España, y Portugal en el verano de 1952, se reunió en Madrid con don Leopoldo Eijo y Garay. «El Obispo de Madrid -así lo narra en sus memorias (56) me habló con gran extensión de la fundación del Opus Dei. Un buen día -así me comentó- le había visitado un jesuita, que, le dijo: "Excelencia, ya sabe que ha surgido una nueva herejía: el Opus Dei». Pero el Obispo le respondió que él había investigado el asunto, que le había parecido bien y que siempre había apoyado a la Obra». En este mismo contexto narra el Cardenal, su visita a una Residencia del Opus Dei y cita también las instituciones dirigidas por la Obra en Colonia, destacando, sobre todo, el Colegio Mayor para universitarias. «Éste lo fundó Carmen Mouriz, que durante muchos años estuvo en Alemania y que el ano pasado (1972) fue a trabajar a Roma, a la dirección central. Por ella me enteré de que, al principio, habían reprochado al Fundador del Opus Dei, Monseñor Escrivá de Balaguer, que enseñara' que también el laico, por el Bautismo y la Confirmación, tenía el encargo de dar en el mundo testimonio de Cristo. Y Monseñor Escrivá de Balaguer, que aún vive, había dicho con satisfacción y alegría que el Concilio Vaticano II había recogido y formulado expresamente esas ideas suyas» (57).

En la campaña contra la Obra organizada en los años cuarenta por unos pocos (pero muy activos) enemigos, también jugaban un papel preponderante -aunque quizá nos cueste creerlo- los celos por el gran poder de atracción que el apostolado de la joven familia espiritual ejercía en toda España. De los celos a la envidia hay sólo un paso muy pequeño, el necesario para perder el equilibrio que separa la debilidad de la malicia. Existe (queramos o no) una especie de envidia espiritual que no puede soportar, sencillamente, que otras personas sean capaces de entregarse a Dios sin condiciones. Una envidia así es el vicio que con más «perfección» se puede encubrir; un vicio que -como el mismo diablo- nunca aparece de frente, llamándose por su propio nombre, pero que lleva a acciones muy diferentes entre sí, que tienen un común denominador: la malicia. Así, en las familias de los que entraban en contacto con la Obra se sembraba desconfianza y se insinuaban sospechas. En todos los casos (es importante tenerlo en cuenta) el contenido de las calumnias no era -ni es- esencial. Éste puede cambiar con facilidad. Por entonces se quemaba «Camino» y se prevenía ante los que presentaban «novedades» que -así se decía- destruirían las órdenes religiosas para sustituirlas por unnuevo estado en la Iglesia; se decía que se trataba de una rama, especialmente peligrosa, de la masonería... y muchas cosas más. Sospechas así casi servirían, en nuestros días y en nuestro país, como «recomendación» para la Obra; por eso los proyectiles calumniosos se llenan actualmente con una pólvora distinta: ahora se dice que el Opus Dei quiere ser una «iglesia dentro de la Iglesia», que sus miembros -según me comentó, lleno de preocupación, un párroco- son los «fascistas de la Iglesia», que usan tremendos «métodos de propaganda y de manipulación», sobre todo con los pobres jóvenes, todavía tan inestables, a los que les hablan (¡qué horror!) incluso de la posibilidad de vivir el celibato por amor a Jesucristo...

Las calumnias son algo muy especial. En su contenido, se adaptan perfectamente al «espíritu de los tiempos» que reina en cada momento. Ahora bien, si, por una parte, es cierto que «semper aliquid haeret» -«calumnia, que algo queda»-, por otra consiguen también el efecto contrario: a pesar de todos los ataques, la Obra fue creciendo en España en los años cuarenta y cincuenta, sin interrupción, y enraizándose en el pueblo; miles de personas -hombres y mujeres, jóvenes y viejos, intelectuales y gente sencilla- iban descubriendo, en la predicación de don Josemaría Escrivá de Balaguer, no sólo un catolicismo vivo y ortodoxo, sino también la vocación específica de los laicos a seguir plenamente a Cristo en el mundo. Lo específico consistía, precisamente; en dejar de lado cualquier complejo de inferioridad con respecto a la propia santificación y a la de ese mundo que se les había confiado. Por eso, aunque en ciertas sacristías del país reinaba realmente una campaña de calumnias, la Obra recibió el don de un verdadero torrente de vocaciones.

Los enemigos del Opus Dei, si bien eran una minoría, no carecían de influencia. A partir de 1937, prácticamente todos los obispos y, con ellos todas las organizaciones católicas, apoyaban al régimen de Franco. Esta actitud era, dejando de lado cualquier simpatía o antipatía, un dictado de la razón, pues estaba en juego la subsistencia e incluso la supervivencia del catolicismo español. En una situación así, era inevitable que las sospechas que algunos portavoces de grupos oficialmente católicos propalaban contra la Obra fueran recogidas por algunos miembros de la Falange especialmente fieles a la línea oficial. Monseñor Escrivá de Balaguer predicaba la universalidad de la Obra, subrayaba con gran fuerza la libertad personal, rechazaba la tesis según la cual la entrega total a Cristo tuviera que estar forzosamente unida a una opción política determinada; todo lo cual resultaba sospechoso para algunos falangistas; por ejemplo, no podían comprender que amara a los judíos tanto como a cualquier otro hombre (y quizá un poco más, porque Jesús, María, José, Pedro, Pablo, Juan eran judíos) o que no pusiera su persona y su «organización» al servicio de la «nueva España»- (58). En una actitud así barruntaban «internacionalismo», «antihispanismo», «masonería»... Incomprensiones de este tipo, en una época de vivos apasionamientos nacionales y de exigencia de un «Estado fuerte», podían suponer un grave peligro.

Tuvieron que pasar muchos años para que, poco a poco, se calmaran todas estas emociones, arremolinadas antes y durante la guerra. Franco (olvidando por un momento todas sus debilidades personales y los fallos inherentes al sistema), en general, apoyó este proceso y lo llevó a buen término con la ayuda de una nueva generación, la generación de la posguerra. Pero entonces, en 1939, una de las consecuencias del «fervor por la victoria» fue el querer introducir el concepto de «un partido único en lo religioso y en lo civil» para todo el país. Ante esta actitud, que marcó muy decisivamente los primeros años de la posguerra, no cabía contradicción más patente que el concepto de libertad que Monseñor Escrivá de Balaguer propugnaba; un concepto que, en 1970, resumía con las siguientes palabras: «Si alguna vez el Opus Dei hubiera hecho política, aunque fuera durante un segundo, yo -en ese instante equivocado- me hubiera marchado de la Obra (...) De una parte, nuestros medios y nuestros fines son siempre y exclusivamente sobrenaturales; y, de otra, cada uno de los miembros tiene la más completa libertad personal, respetada por todos los demás, para sus opciones temporales, con la consiguiente responsabilidad lógicamente personal. El Opus Dei, por tanto, no es posible que se ocupe jamás de labores que no sean inmediatamenteespirituales y apostólicas ...» (59). Aunque repitiera innumerables veces estas palabras y aunque vigilara para que se cumpliera estrictamente, entre las desinformaciones que se han propalado, aquella que acusa a la Obra de «franquismo», ha demostrado tener la mayor capacidad de pervivencia. La realidad es muy otra. La Obra y su Fundador, como ya dijimos, encontraron enemistad y casi fanatismo precisamente durante el primer decenio del régimen de Franco. Y la enemistad procedía no sólo de entre los enemigos de éste, sino también de algunos que ocupaban piezas claves en el nuevo sistema estatal. Y no se puede decir que las denuncias fueran inocuas. En aquellos años existía en España el «Tribunal de Represión de la Masonería»; ante él se acusó a Monseñor Escrivá. Aunque siempre quedó claro que las acusaciones carecían de fundamento, en una situación concreta, a comienzos de los años cuarenta, en Barcelona, el Fundador corrió incluso peligro de ser detenido (60). Lo peor era, quizá, la intranquilidad y el veneno que se esparcía en muchas familias con continuos y hábiles «avisos», según los cuales los jóvenes del Opus Dei acabarían apartándose del camino de un catolicismo normal y ortodoxo, porque se les «retorcería» al separarles de sus familias. Todos los testigos de aquellos años concuerdan en que don Josemaría no sólo llevaba las calumnias con serenidad, sino que siempre rezaba por los que le calumniaban, porque, a sabiendas o no, ofendían a Dios. Y, además, prohibía a los miembros de la Obra la ira, la amargura o la «defensa» a voz en grito, así como el desánimo y la tristeza.

Fray José López Ortiz, Arzobispo titular de Grado, precisa en su testimonio para la Causa de Beatificación de Monseñor Escrivá de qué círculos partía la enemistad contra el Fundador del Opus Dei. «Hacia 1941 -escribe- empezamos a percibir los ataques de fondo. Venían de parte de algunos eclesiásticos que no veían con buenos ojos que se difundiera un apostolado con una espiritualidad que no era la suya y que se dejaban llevar de celotipias. También de un grupo de profesores universitarios que tergiversaban el apostolado entre intelectuales que realizaban algunos socios de la Obra. A ellos se sumó, ya en el año 1942, la Falange, que quería politizar a la Obra» (61).

Los grandes o pequeños ataques calumniosos a veces adoptaban formas grotescas. Un ejemplo que narra López Ortiz sirve para explicarlo: algunos miembros del Opus Dei habían fundado una asociación para dar personalidad jurídica a sus actividades culturales y apostólicas. Llevaba el nombre de SOCOIN, o sea «Sociedad de Colaboración Intelectual». Ante este hecho, un catedrático de Derecho Internacional comentó que en un diccionario hebreo había encontrado el significado secreto de aquella sigla. En el diccionario figuraba la palabra «socoim», con la que se denominaba una secta rabínica de asesinos o algo parecido. Partiendo de esta base y sin preocuparse excesivamente de cosas tan «banales» como la diferencia entre una «m» y una «n», el profesor expuso que el Opus Dei era una «secta judaica de la masonería», o, por lo menos, «una secta judaica que colaboraba con la masonería» (62). A pesar de su patente estupidez, «historias de miedo» de este tipo podían tener consecuencias peligrosas en aquella época.

Algunos de los jóvenes formados junto a don Josemaría llegaron a ocupar una excelente posición profesional, también en cátedras universitarias. Y, precisamente en este sector, toparon con las sospechas y desconfianza de aquellos grupos católicos que vigilaban celosamente para mantener una posición preponderante en la Universidad y la «presencia oficial católica». Lo que ellos mismos hacían se lo imputaron a los miembros del Opus Dei: el apoyo consciente y planeado a «los suyos». Los «acusadores», sencillamente, no conseguían comprender que el ascenso de algunos miembros de la Obra hasta la cátedra universitaria no fuera consecuencia de estratagemas o de «política personal», sino el efecto lógico de la espiritualidad del Opus Dei, que busca la santificación personal y la del mundo precisamente a través de la perfección en la labor profesional.

Sobre este tema, poco conocido para el lector alemán, ha escrito clara y brevemente el que más tarde sería el Presidente del Senado en la joven Monarquía española, Antonio Fontán (63). Por supuesto que en las Universidades españolas había, junto a representantes de las más variadas corrientes, también miembros del Opus Dei, pero eso era algo absolutamente normal. Sin embargo -así dice Fontán-, si se hablaba de ellos (y la prensa se hacía eco) «como si ejercieran colectivamente una verdadera dictadura sobre la Universidad española y como si tuvieran en sus manos las llaves de acceso a las cátedras» (64), se propalaba una mentira, cuyas causas eran el desconocimiento de los hechos, la confusión irresponsable y descuidada de rumores con información seria y, en algunos casos también, los resquemores de algunos fracasos. En España nadie ha llegado a ser catedrático de Universidad por ser miembro del Opus Dei; ahora bien, entre los que han llegado a ocupar cátedras por sus méritos científicos hay miembros del Opus Dei. Y esto es lo más natural del mundo.

Pero -se pregunta Fontán- ¿cómo se explica la persistente leyenda del poder «secreto» y «peligroso» del Opus Dei en el sector universitario? Lo aclara así: «La aparición del Opus Dei en la vida española ha sido, para muchas gentes, súbita: ... existía desde 1928 y nunca fue secreto, pero sus actividades apostólicas y las personales de sus hombres no llegaron a ser conocidas por la generalidad de las gentes hasta varios años después, cuando tomaron cuerpo en realizaciones apostólicas, educativas, profesionales, etc. Ordinariamente el hecho de que una persona concreta pertenezca al Opus Dei no rebasa el ámbito de la intimidad social o familiar, lo cual a veces resulta difícil de comprender a personas poco ilustradas» (65). En aquellos años casi nadie podía imaginarse que la Obra fuera algo distinto a las instituciones eclesiásticas existentes y conocidas hasta entonces; es decir, no se concebía que la Obra pudiese tener una estructura y un estilo de vida muy diferentes a los de las órdenes y congregaciones religiosas; y como esto superaba los conceptos al uso, muchos imaginaban «oscuras intrigas» y «procedimientos propios de las sociedades secretas».

Monseñor Laureano Castán Lacoma, Obispo de Sigüenza-Guadalajara, proporciona dos razones decisivas para comprender esta situación: por una parte -señala-, muchos, en aquella época (¡y también hoy en día!), no entendían algo que él había comprendido con gran claridad en sus conversaciones con el Fundador: que las actividades de los cristianos de buena voluntad, por muy loables que fueran, sólo podían ocupar un segundo plano con respecto a la conversión personal del alma a Dios y a su decisión de entregarse plenamente a Él en medio del mundo; es decir, que esas actividades sólo podían dar fruto si se sentaban sobre la base de una conversio ipsissima (66). Esta aseveración, para muchos «activistas» que -a menudo sin darse cuenta- hacen de su actividad una coartada o una disculpa para dejar de lado la entrega personal, tenía que parecer un reproche que, además, tocaba el nervio vital. Y esto -continúa el Obispo- estaba relacionado con dos malentendidos de capital importancia: por una parte, la gente corriente, los «buenos católicos» creían no estar «obligados» a un esfuerzo tal: eso sería cosa de los religiosos; por otra, algunos religiosos temían (y siguen temiendo) que la predicación de Monseñor Escrivá sobre la llamada universal a la santidad dañara a la Iglesia, vaciando los seminarios y noviciados, y reduciendo el número de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa (67).

Aunque tales pensamientos son muy comprensibles desde un punto de vista humano, subyace en ellos un error de fondo sobre la esencia y la diversidad de la vocación y sobre su inalienabilidad. Porque no es cierto que una persona que se casa «igualmente» podría vivir el celibato; o que una persona que pide la admisión en el Opus Dei, en «otras circunstancias» se habría hecho monje. Dios da la vocación no como quien abre un arca llena de regalos y esparce su contenido, de tal forma que cada cual escoge lo que más le gusta, pudiendo permanecer fiel a ello, cambiarlo por otra cosa o, sencillamente, tirarlo. Cristo llama a cada uno por su nombre y nunca se equivoca. A quien llama para el Opus Dei, para la Orden del Cister, para el sacerdocio secular o para-el matrimonio, es llamado de una vez para siempre; si cambia su vocación, si se aparta de ella, si se escapa, si huye, se hace responsable ante Cristo y ante su propia conciencia. Sería absurdo, por eso, pensar que, si se consiguiera que el Opus Dei no creciese, se conseguiría que hubiese más vocaciones para las órdenes religiosas. Es como si se dijera: cuantos más matrimonios fracasen, más vocaciones tendrán las órdenes religiosas...

Monseñor Escrivá de Balaguer tenía la capacidad (y algunas mentes se resisten a aceptar este hecho) de amar y de admirar también aquello en lo que no podía participar. Su corazón y su cabeza fueron capaces de albergar una objetividad desinteresada, algo que, en nuestros días, parece desaparecer paulatinamente. Tenía estima y aprecio por los agustinos, los dominicos, los carmelitas, los jesuitas, las congregaciones de fundación reciente; tenía estima por todo y por todos. Durante años se confesó con un padre jesuita, Valentín Sánchez Ruiz; y a no pocos de los que dirigió espiritualmente los preparó para una vocación religiosa, indicándoles el camino que les correspondía (68). Pero, por otra parte, insistía con tozudez en que él mismo, por Voluntad y encargo de Dios, no podía ser religioso y que la Obra no podía ser una orden ni una congregación religiosa.

Ante las organizaciones civiles -siempre que no fueran decididamente enemigas de la fe y de la Iglesia- también mostró un espíritu abierto y falto de prejuicios. Mons. López Ortiz recuerda la relación de don Josemaría con don Ángel Herrera, que llegó a ser una relevante personalidad en la vida española. Había nacido en 1886 en Santander y, después de estudiar Derecho, se destacó como periodista y en política social dentro de la «Acción Católica». En 1940 fue ordenado sacerdote, a la edad de cincuenta y cuatro años. Siete después fue nombrado Obispo de Málaga, y en 1965 Cardenal; falleció en 1968. Como Presidente de la «Asociación Católica Nacional de Propagandistas» confiaba encontrar aliados en Monseñor Escrivá y en el Opus Dei; los jóvenes de la Obra que había conocido le habían impresionado y quería ganarlos para su movimiento. Mantuvo dos o tres largas conversaciones con el Fundador. Don Ángel Herrera le comentó que era necesario colaborar para el bien de la Iglesia, que su organización y la Obra tenían los mismos ideales, por lo que sería adecuado aliarse; los jóvenes de la Obra podrían encontrar un lugar entre los «propagandistas»... No debió ser tarea fácil lograr que don Ángel comprendiera que el Opus Dei respetaba y amaba toda iniciativa apostólica, pero que era imprescindible que conservase su fisonomía, sus fines y sus características. Por otra parte, la Asociación Católica Nacional de Propagandistas promovía, con afán apostólico, la Democracia Cristiana en España, y Mons. Escrivá de Balaguer le explicó que él tenía el deber de defender la libertad de opción política de los miembros de la Obra. Lo cual no era óbice para que hubiese miembros del Opus Dei que, en uso de su libertad, pertenecieran a la A.C.N. de P. o participaran en tareas promovidas por ella, como otros católicos (lo que ocurrió, de hecho, en algunos casos) (69).

Es imposible comprender a Monseñor Escrivá y al Opus Dei, así como el evitar falsas interpretaciones, si no se han comprendido sus ideas sobre la libertad personal. Mons. López Ortiz cita en este contexto dos párrafos del Fundador que queremos recoger aquí por su fundamental importancia. «La libertad -decía don Josemaría- que cada uno tiene para elegir y decidir con respecto a su propia actividad, incluso política, es fundamental en la Obra. A los que vienen a la Obra se les exigirá mucho, pero siempre fundamentados en una espiritualidad. Lo que no sea requerido por esa responsabilidad permanece intangible- en eso, plena libertad. De manera que servirán a Dios donde quieran. Y si quieren tener una actividad política, que la tengan: yo en eso no me meteré. Si uno toma una orientación política y otro otra distinta, yo recordaré sólo que esa divergencia no debe ir en detrimento de la caridad: dentro de la diversidad de opciones políticas debe haber caridad. Y también me preocuparé de que nadie tome la opción personal de un miembro como cosa de la Obra, porque no lo es, sino cosa suya personal. Plena libertad, dentro de los criterios que la Iglesia marque para todos los católicos» (70). Y en otra ocasión recalcaba: «Yo, en lo político, no puedo imponer ni recomendar una conducta a quienes se acercan a la Obra. En sus relaciones con Dios, en su espiritualidad, sí; en las preferencias políticas, no: cada cual lo que quiera. Hay una esfera de libertad temporal que, para mí, es sagrada» (71).

En ejercicio de esa libertad hubo -y hay- miembros del Opus Dei en la democracia cristiana; y, en ejercicio de la misma libertad, hubo también miembros de la Obra que fueron ministros de Franco. En ocasiones se ha citado ese dato de manera «desproporcionada», como argumento contra «el Opus Dei»; a veces incluso se ha formulado una «sospecha generalizada de fascismo».

Como se trata, entre los chismes demagógicos, de algo parecido a una de esas melodías que nunca mueren (algo que se saca a relucir una y otra vez para aterrorizar a los espíritus bondadosos que saben poco del Opus Dei), no quiero entrar de nuevo en detalles, sino indicar sólo que Franco y su sistema de gobierno no pueden ser considerados, sin más, como «fascistas»; su régimen fue más bien, por decirlo así, un intento -anacrónico en último término de erigir un estado autoritario-clerical-tecnocrático, casi en contra del reloj de la historia en Europa occidental. La situación de las democracias occidentales, el considerable número de sistemas de gobierno en todo el mundo que lesionan los derechos humanos y nuestra propia historia deberían llevarnos a los alemanes a distanciarnos de la imprudente arrogancia de querer actuar como «jueces y maestros de la democracia» con respecto a otras naciones. En este punto somos más bien comediantes de tercera.

En 1957 Franco reorganizó su gabinete ministerial con el fin de sanear la situación económica de España, especialmente con respecto a la balanza exterior de pagos; para conseguir que España se pusiera en camino hacia un sistema económico y financiero capaz de competir en el mundo moderno, nombró ministros a algunos especialistas bien cualificados, procedentes de bancos y universidades. Había entre ellos dos (y más tarde cuatro) miembros del Opus Dei: Alberto Ullastres Calvo, catedrático de Historia de la Economía en la Universidad de Madrid, fue nombrado Ministro de Comercio; y Mariano Navarro Rubio, hasta entonces Director administrativo del Banco Popular, pasó a ocupar la cartera de Hacienda. Más tarde se les sumarían Gregorio López Bravo como Ministro de Industria y Laureano López Rodó como Ministro sin cartera y Comisario General del Plan de Desarrollo Económico. Unos años después, estos dos -en distintas épocas, desempeñaron la cartera de Asuntos Exteriores.

En las publicaciones especializadas se suele hablar de «la era tecnocrática» del régimen franquista, con lo que se insinúa que, durante algún tiempo, el acento pasó del plano ideológico al práctico. Entre los «tecnócratas» había, por supuesto, personas que no eran miembros del Opus Dei, como el joven jurista de la Universidad de Madrid Manuel Fraga Iribarne (que hizo del Ministerio de Información y Turismo algo mucho más importante de lo que el nombre sugiere), y también miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Como no pretendo escribir una «Historia de España en la época de Franco», no quiero entrar en detalles sobre la actuación de todas estas personas. Sólo diré que fue mucho lo que consiguieron, sobre todo si se tiene. en cuenta que, en realidad, dispusieron de poco tiempo. Gracias a ellos, España empezó a ser un estado moderno, capaz de irse aproximando paulatinamente al mundo occidental; también (y esto lo suelen olvidar los «fiscales») se fue acercando a las democracias europeas, pues por entonces se inició el desarrollo político que España intenta realizar plenamente desde 1975 (72).

Hay un punto que queremos dejar muy claro: los miembros del Opus Dei de los que estamos hablando hacían algo a lo que tenían derecho como personas libres y como ciudadanos del Estado. La imitación de Cristo, la fidelidad a la Iglesia y el espíritu de la Obra no prohibían servir a aquel Estado español, un Estado que, a diferencia de otros ejemplos del pasado o de nuestros días, en ningún momento tuvo por qué ser genuina y necesariamente un Estado criminal (y que tampoco lo fue de hecho). Quien afirmara que un cristiano sólo puede expresarse a favor de una democracia de corte angloamericano o jacobino, porque sólo un sistema de este tipo sería compatible con el cristianismo, haría un planteamiento inaceptable de cara a la historia y (aun dejando de lado que a menudo es un planteamiento falaz) caería bajo el concepto de «hipermoral» que ya fustigara Arnold Gehlen (73). Monseñor Escrivá de Balaguer no se oponía a que sus hijos se mantuvieran a distancia del régimen autoritario de Franco o a que algunos (como el monárquico liberal Fontán o el profesor Calvo Serer, que estuvo encarcelado, y otros) trataran de conseguir una evolución o «transformación» del mismo. Tampoco se llenaba de júbilo si algún hijo suyo era nombrado ministro. Cuando, en 1957, un Cardenal se sintió obligado a felicitarle por el «honroso nombramiento» de uno de los nuevos y jóvenes ministros, don Josemaría le replicó con rotundidad: «A mí no me va ni me viene; no me importa; me da igual que sea ministro o barrendero, lo único que me interesa es que se haga santo en su trabajo» (74). Finalmente, conviene subrayar que son muy pocos, también en España, los miembros del Opus Dei cuya profesión ha sido o es la política. El que, en cualquier país, un miembro de la Obra se empeñe en política, y la forma concreta en que lo haga, depende -repetimos- solamente de su conciencia y carece de importancia para los demás miembros y para la totalidad de la familia espiritual del Opus Dei.

Al comienzo de este capítulo hablábamos del momento en el que el Fundador fue a vivir a Roma. Pues bien, pienso que de todo lo que hemos narrado hasta aquí sólo sacaría una conclusión: que él, como cabeza del Opus Dei, tenía que permanecer en Roma, cerca de la Cátedra de Pedro; aquél era su lugar, allí tenía que estar el centro de la Obra. No sólo porque era necesario conseguir la aprobación definitiva y la regulación de la situación canónica (por lo menos provisional) de la Obra dentro de la Iglesia universal, sino también, sobre todo, porque, si bien el Opus Dei había nacido y crecido en España, desde el principio estaba destinado a la universalidad, a la catolicidad y a la «romanidad». Una de las convicciones fundamentales de Monseñor Escrivá de Balaguer era que el encargo misionero de Cristo, de carácter universal, estaba unido, inseparable y eternamente, a la Cátedra de San Pedro. Además, parecía llegada la hora, como dijo entonces a un amigo y me confirmó hace poco en una conversación el actual Prelado de la Obra, de abandonar con naturalidad, y sin llamar la atención, una España en la que se podía atacar a la Obra más fácilmente por estar él allí, de acuerdo con las palabras de la Escritura: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas» (Mt 26, 31); una España en la que no existía la necesaria libertad, que para él era un derecho natural y una condición indispensable para poder dirigir el Opus Dei en todo el mundo. Este paso le dolía, porque amaba a su patria, pero sabia cuáles eran las exigencias de su misión, y obedecía. No fue un «emigrante» en el sentido corriente de la palabra (casi todos los años, ya lo hemos dicho, visitaba España); en un doble sentido, fue más bien un apóstol universal, al modo de un San Pablo, un San Ignacio de Loyola, un San Francisco Javier y otros que, portando el mensaje de Jesucristo, abarcaron todo el mundo; y también al modo de un San Agustín, un Santo Tomás de Aquino o un San Francisco de Sales, que consiguieron ese efecto casi exclusivamente por «ósmosis espiritual».