La prehistoria de la Guerra

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Una superficial visión de conjunto de la historia de España basta para comprobar que en ella las tendencias de fusión nacional y de centralización estatal, de una parte, y las del autonomismo que defiende la variedad regional por medio de un sistema particularista o incluso separatista, de otra, permanecen en tensión continua, sin que, en general, logre dominar una de ellas. La lucha multisecular contra los árabes, que terminó en 1492 con la conquista de Granada y con la destrucción del reino moro del mismo nombre, había sido, en su origen y en su finalidad, una lucha motivada esencialmente por causas religiosas: se trataba de restablecer la unidad de una España cristiana, es decir, católica. Esta lucha había cimentado la catolicidad con más fuerza que en otros países europeos, en los que la fe del pueblo no había estado sometida a una presión tan larga y tan fuerte a la hora de mantener y de afirmar su identidad. Si embargo, la integración de las diversas regiones y de sus habitantes en una sola nación española fue mucho menor de lo que reflejaba hacia fuera el sistema de gobierno monárquico-absolutista instaurado por Felipe II y mantenido, a pesar de todas sus transformaciones y conmociones, hasta finales del siglo XIX.

La emigración, necesaria para la hispanización y cristianización de América del Sur y Central y de la zona meridional de América del Norte, alteró y debilitó la sustancia de la nación española: fueron, sobre todo, las personas de naturaleza más vital y dinámica las que se encargaron de colonizar y poblar las tierras de ultramar, y más tarde, también, de provocar el movimiento de emancipación. En la época de los últimos Austrias, que sucedieron a Felipe II (estamos en el siglo XVII), España fue cayendo en un marasmo progresivo. Su triste figura-símbolo podría ser el último vástago ibérico de la «Casa de Austria», el pobre degenerado Carlos II. El final de la Guerra de Sucesión española, en 1713, puso a los Borbones en el trono; bajo su gobierno se fue elevando lentamente el nivel social y se consiguió un cierto saneamiento estatal: disminuyó la corrupción y mejoró la administración pública. Pero fue precisamente durante el largo reinado de Carlos III (1759-1788) cuando comenzaron a formarse las «dos Españas»: la tradicionalista, aferrada a la ortodoxia católica, y la ilustrada, proclive a un «catolicismo liberal». Cada una evolucionaría con una dinámica propia; la distancia que separaba a esas dos Españas fue aumentando progresivamente, hasta convertirse, en el primer tercio de nuestro siglo, en un verdadero abismo. Los dos bandos que habían surgido así se enfrentaron, el 18 de julio de 1936, en una sangrienta lucha a vida o muerte.

A finales del siglo XVIII, la corriente de ideas del llamado «Siglo de las Luces» empezó a traspasar los Pirineos; una corriente capaz de remover los espíritus «ilustrados», pero incapaz de originar una liberalización orgánica y creciente del Estado, como en Inglaterra, o una revolución burguesa coronada por el éxito, como en Francia. La firmeza en la fe de las capas altas de la sociedad comenzó a convertirse en escepticismo, pero los «nuevos ideales» no fueron capaces de encarnarse en ellas. No se consiguió una reconciliación o, por lo menos, un equilibrio entre la Iglesia y el espíritu racionalista y laicista en boga, ni entre el tozudo feudalismo tradicional y unas tendencias anarquistas y socialistas que, desde el principio, fueron explosivas. Es preciso constatar estos hechos para poder comprender todo lo que sigue.

El impulso nacional que supuso la lucha contra Napoleón, en quien se veía no sólo un enemigo del país, sino también de la religión y de la Iglesia, dejó paso, poco después de la expulsión de los franceses, a una profunda división interna que duraría todo el siglo XIX y que se expresaría en las numerosas revoluciones, en los «pronunciamientos». Sólo puedo referirme aquí a algunos puntos capitales. Bastará con decir que, en último término, la disputa se refería a la transformación de España, es decir, al intento de conseguir que de una sociedad feudal y agraria y de un Estado absolutista con un catolicismo monolítico surgieran una sociedad industrial igualitaria y una democracia parlamentaria con neutralidad ideológica. Esta transformación, que pretendía adaptar España a los cambios experimentados por algunos países de la Europa occidental y central, hubiera supuesto la ruptura de los lazos tradicionales entre Iglesia y Estado, el fin de la posición singular de la Iglesia católica, la drástica limitación de los privilegios de la aristocracia y la transformación, de acuerdo con el modelo británico, del papel de la Corona, es decir, la limitación de su poder. Por diferentes motivos -entre ellos ciertos residuos de fanatismo y un «sentido común» poco desarrollado-, todo esto no pudo hacerse realidad, y el proceso de transformación resultó un fracaso (1).

A lo largo del siglo XIX, en España, como en Rusia, no se produjo esa «revolución industrial» que, de la mano del capitalismo liberal, creó una nueva burguesía y trajo a Europa una nueva era. Eso hizo que el abismo que se iba abriendo entre un conservadurismo «enquistado» -por decirlo así- y un progresismo cada vez más radicalizado fuera cada vez más profundo y el choque resultara inevitable. Como en Rusia, la capa social democrática y liberal, formada por una burguesía acomodada y una «intelligentsia» burguesa, era debilísima y no pudo crear un punto de equilibrio entre esos dos extremos. La Segunda República, surgida de las elecciones de 1931, careció por eso de soporte sociológico, es decir, de unas clases medias amplias capaces de servir de «colchón» entre las clases privilegiadas, por una parte, y las clases bajas, por otra, representadas por un campesinado atrasado e inculto y un proletariado de orientación anarquista o marxista (en sus dos versiones, socialista y comunista). Faltaba, en suma, un factor indispensable para lograr que fueran disminuyendo las tensiones y se alcanzara un auténtico Estado de Derecho, democrático y parlamentario (2).

Hoy en día no cabe duda alguna de que la democracia española sencillamente no funcionó: ni en la Primera República, en 1873-74, ni en la Segunda de 1931; y no podía funcionar, porque aquella contradicción tan profundamente anclada en el alma española, que se expresaba en la polarización entre «católico-conservador» y «socialista-revolucionario», hizo saltar el delgado barniz de un republicanismo formal que mantenía unidas dos fuerzas que, de por sí, tendían a un conflicto violento.

Un año después de que Alfonso XIII despidiera al Dictador Miguel Primo de Rivera, que había dirigido el país entre 1923 y enero de 1930, también sucumbió la Monarquía. Mejor dicho: capituló sin lucha, acuciada más por imaginarios temores que por apuros reales. La mayoría de votos que los republicanos consiguieron en las grandes ciudades durante las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 (3) hicieron que el gobierno pensara que estaba todo perdido y que el Rey abandonara el país. Los republicanos, integrados en el «Pacto de San Sebastián», formaron un gobierno provisional. En mayo de 1931 numerosas iglesias y conventos en Madrid sufrieron incendios provocados y saqueos; los hechos pronto se reprodujeron en provincias, sobre todo de Andalucía. Hay que reconocer que tanto intelectuales de corte liberal (por ejemplo, Ortega y Gasset o Marañón) como el partido socialista condenaron estas acciones, pero no por amor a la Iglesia, sino más bien por motivos «estéticos» o estratégicos. En las elecciones de junio para las Cortes Constituyentes -en las que los monárquicos, incomprensiblemente, aconsejaron la abstención-, los socialistas se convirtieron en el partido más potente, al conquistar 117 escaños, mientras que los partidos de la izquierda republicana sólo conseguían 80. Así se llegó a una coalición que disponía de la mayoría. A ella se oponía un grupo muy heterogéneo, formado por 80 republicanos conservadores y 100 radicales antisocialistas y anticlericales. El 9 de diciembre de 1931 se aprobó la Constitución de la Segunda República, con 368 votos a favor y 68 en contra.

No hay duda de que la Constitución no fue una obra maestra. Su tendencia era más bien «liberal-progresista»; no era una Constitución socialista, pero sentaba las bases para una evolución del país en dirección socialista-izquierdista. La Constitución alemana de Weimar, del año 1919, había servido de modelo en algunos puntos, en especial en lo referente al sistema de una sola Cámara, a la gran importancia que se daba a la figura del Presidente de la República y a las normas para establecer el «estado de excepción».Es indudale que el gobierno republicano tuvo buena voluntad y procuró dar pasos eficaces para mejorar la situación de la población agraria, que, en gran parte, vivía en la miseria, sobre todo los trabajadores en los latifundios andaluces y la del proletariado industrial de las ciudades. Pero se dieron tres circunstancias que resultaron fatales para el gobierno y para la República: a) el crecimiento de la izquierda radical, anarcosindicalista y marxista o comunista, cuyo fin era instaurar, por la violencia, si fuera necesario, una sociedad socialista, marcada por la «dictadura del proletariado»; b) la debilidad (una debilidad anclada en la Constitución) del poder ejecutivo y la incapacidad y lentitud de la administración pública a todos los niveles, también en el sector municipal; c) el conflicto, que se fue haciendo cada vez más agudo, entre el Estado y la Iglesia, o, dicho con más precisión, la persecución de la Iglesia por parte del Estado. Manuel Azaña, Presidente del Gobierno entre 1931 y 1933 y de la República entre 1936 y 1939, había proclamado, ya durante los debates parlamentarios en los que se elaboró la nueva Constitución, que España había dejado de ser católica. El problema político, por lo tanto, consistía, según él, en organizar el Estado de forma que correspondiera a esta nueva fase histórica -acatólica, o mejor, anticatólica- del pueblo español (4). Esta fórmula, tan absolutamente torpe -además de sectaria e incorrecta-, así como las consecuencias que se derivaban de ella, provocó una resistencia creciente, sobre todo a partir de 1933. Richard Konetzke, el mejor conocedor alemán de la historia de España, escribe: «Las leyes anticlericales dieron origen a una contraofensiva católica. Los círculos oposicionistas de derechas comenzaron a formarse políticamente. Partiendo de la "Acción Nacional" de Ángel Herrera, José María Gil Robles constituyó la "Acción Popular"; en febrero de 1933 la modificó, fusionándola con algunos grupos republicanos de derechas; así surgió la "Confederación Española de Derechas Autónomas" (C.E.D.A.). La divisa del nuevo partido consistía en la defensa de Dios y de la patria, considerando la forma de gobierno como una cuestión secundaria, es decir, dejando abierta la posibilidad de una colaboración parlamentaria en el marco de la República. La C.E.D.A. profesaba los principios de un catolicismo social» (5).

Un movimiento totalmente distinto respecto a los citados hasta ahora era la «Falange». Es imposible, por motivos de espacio, entrar aquí en una descripción de su complicada prehistoria, que comprende una mezcla de ideas y actitudes nacionalistas, católicas y corporativas con otras propias de un fascismo nacionalsindicalista. Desde 1934, el jefe de «Falange Española» fue José Antonio Primo de Rivera, hijo del ex dictador. El uniforme consistía en una camisa azul sobre la que se veían el yugo y las flechas, tomados del viejo escudo de los Reyes Católicos.

La coalición de las izquierdas republicanas se desintegró en. septiembre de 1933; en las nuevas elecciones, que tuvieron lugar en noviembre, salieron vencedores los grupos de derechas (con 217 escaños por 163 del centro y 93 de las izquierdas), pero no fue posible formar una clara mayoría. Muchos aspectos de la situación política en el país dos años y medio antes del estallido de la Guerra Civil recuerdan la situación de Alemania antes del gobierno de Hitler: el crecimiento y la radicalización de la extrema derecha y de la extrema izquierda, entre las que el centro quedo casi aplastado y condenado a una incapacidad cada vez mayor de actuar políticamente, y la impotencia física de un Estado que, en realidad, nadie había querido y, sobre todo, nadie había querido tal y como era; un Estado que ya no podía dominar las «milicias» de los partidos y las actividades terroristas, y que, al final, ni siquiera quería dominarlas...

Después de varios confusos y fugaces vaivenes políticos en los años 1934 y 1935, las elecciones de febrero de 1936 trajeron una victoria de las izquierdas, que reunieron unos 4,7 millones de votos, mientras que las fuerzas de derecha crecieron hasta acaparar unos 3,9 millones; el centro obtuvo sólo medio millón de votos, lo que supuso su colapso total. La victoria de Hitler y, por otra parte, el Gobierno del Frente Popular bajo León Blum, en Francia, ejercieron un influjo estimulante y fanatizante sobre el clima político de España, un clima que, ya medio año antes de la sublevación de parte del Ejército, hay que calificar como de casi-guerra civil.

La Junta militar creada por los sublevados se consideró a sí misma como la salvadora de la España nacional y católica, pues la posible instauración de una dictadura marxista-socialista, y finalmente comunista-soviética, en España no era tan sólo un espantapájaros inventado por las fuerzas de derechas, sino también una meta declarada de Moscú y de todos sus adeptos más o menos conscientes; una meta que -esto también es seguro- rechazaba por lo menos la mitad de los españoles.

Sobre este telón de fondo, el historiador no español hará bien en responder con cierta reserva a cualquier pregunta que se haga sobre la «culpabilidad» con respecto a la Guerra de España. Un solo culpable no suele existir, ni en asuntos privados ni ante la historia. El asesinato de un teniente de la Guardia de Asalto (una especie de fuerza de protección de la República) por los falangistas y el asesinato del diputado monárquico conservador Calvo Sotelo (que, por cierto, no pertenecía a la Falange) por policías republicanos en la noche del 12 al 13 de julio de 1936 actuaron como detonantes en un ambiente público envenenado por el odio; un ambiente que desde hacía años iba exigiendo cada vez más víctimas. Nadie puede decir con seguridad hasta qué punto el Gobierno fue o no corresponsable del asesinato de Calvo Sotelo, por saber lo que se tramaba e incluso estar implicado en ello; lo único seguro es que los dirigentes del partido comunista conocían el plan (6).

El historiador (y no sólo él), siempre, y en especial en un asunto como la Guerra de España y el subsiguiente régimen de Franco, debe tener cuidado de no dejarse llevar por simpatías o antipatías más de lo que es inevitable para la naturaleza humana; debe, pues, preocuparse de averiguar la verdad con objetividad. Si bien es cierto que una buena parte del Ejército y las fuerzas con él aliadas habían preparado desde hacía algún tiempo una sublevación como «última ratio», también es cierto que sus deseos de dar fin a una república liberal y democrática no eran mayores que los de diversos grupos socialistas y comunistas. Éstos pusieron por lo menos tanto empeño en convertir España en un estado al estilo de la Unión Soviética como lo pusieron Franco y sus seguidores en hacer de España una dictadura fascistoide. Y decimos «fascistoide» porque ni siquiera la Falange, sobre la que Franco se apoyó en sus primeros años de poder, fue un movimiento fascista en el sentido estricto de la palabra. Se distinguía netamente del movimiento de masas nacionalsocialista, pero también del fascismo italiano. La España de Franco nunca fue un país totalitario como Alemania o la Unión Soviética.

Al escoger los testigos y al analizar sus testimonios es necesario hacerlo con especial cautela. Tanto los de los soldados y emigrantes republicanos como los de los soldados y vencedores nacionales son partidistas. Teniendo en cuenta todos los datos, he llegado, cum grano salís, a las siguientes conclusiones:

1. A comienzos de los años treinta, tras un proceso de distanciamiento que duró unos ciento cincuenta años, el odio y el miedo habían separado al pueblo español en dos bloques enemigos, de tal manera que no existía la posibilidad de un entendimiento, por lo que parecía inevitable que el volcán explotara pronto. Estaba claro que el camino que iba a seguir España en el futuro ya no se podía resolver con «discusiones» o «acuerdos», sino sólo por una vía sangrienta. Es de lamentar que se den estas catástrofes en la vida de un pueblo, pero parece fuera de lugar el «aprobarlas» o «reprobarlas», sobre todo si se hace desde fuera, y más aún desde Alemania.

2. El curso de la Guerra se caracterizó por dos circunstancias: la crueldad y la intervención extranjera en general. La historia nos muestra que las guerras fratricidas suelen dirimirse con especial rigor y con encarnizada brutalidad. En nuestros días, a más de cuarenta años de distancia de los hechos, debemos valorar la intervención internacional con objetividad. Una cosa es segura: la intervención de tropas alemanas e italianas, de un lado, y de tropas rusas y de otros países, del otro, no fue tan sólo una maniobra de preparación para la Segunda Guerra Mundial.

3. Es posible que jugara un papel importante el que Hitler quisiera «probar» nuevas armas y soldados, pero no se debe exagerar la importancia que un motivo de este tipo puede tener para un «jugador de azar» como lo era Hitler. Para Hitler y para Mussolini, además del afán de notoriedad típico de los dictadores, un argumento tuvo gran importancia: el pensar qué consecuencias podría tener la victoria de una o de la otra parte. Es natural que regímenes étnico-nacionalistas, como los de Berlín y Roma, se inclinaran a tomar partido por el Franco antisocialista y antidemocrático, mientras la Rusia de Stalin apoyaba a la República izquierdista. Los dos bloques de poder -el bolchevique y el nazi-fascista-, al pretender que España se convirtiera en una dictadura roja o fascista, actuaban con una lógica que correspondía a sus intereses. Y los dos bloques podían apoyarse en fuerzas y en potenciales realmente existentes dentro del pueblo español.

4. Con total desacierto político, sin embargo, actuaron las democracias occidentales -Inglaterra y sobre todo Franciacuando intentaron defender, además, con medios totalmente insuficientes, algo que ni siquiera existía: una República parlamentaria libre e intacta. España no lo era. La decisión que se había de adoptar no se refería a una democracia como la del año 1776 ó 1789, sino que tenía que ver, sobre todo una vez comenzada la contienda militar, con la siguiente cuestión: ¿Una España soviética, sí o no? La derrota de Franco -hay motivos para suponerlohubiera traído consigo una república soviético-socialista en España; cuando las democracias «verdaderas» empezaron a apoyar, con excesiva tibieza y demasiado tarde, la «falsa» democracia de Madrid, ya no estaban sirviendo ni a sí mismas ni a la causa de la libertad, sino tan sólo a Stalin y a sus fines.

5. Aunque fuera cierto -como suele afirmarse- que la ayuda de Hitler y de Mussolini hizo posible la victoria de Franco, este hecho no haría mejores a aquéllos ni peor a éste. Pero durante decenios dificultó la situación de la España de Franco en Europa, siendo la causa de que los «maestrillos de la historia» lo descalificaran. Sin embargo, podemos partir de la base de que, después de la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, Francia e Inglaterra (y más aún en los Estados Unidos) no había casi nadie que quisiera que la Península Ibérica se hubiese convertido en una avanzadilla soviética (7).

6. Cuando terminó la Guerra con la entrada de los tropas «nacionales» en Madrid (una guerra que había durado tres años), la tierra de la patria común había acogido a más de un cuarto de millón de muertos. Konetzke escribe: «Son más las víctimas -en ambos bandos- de actos terroristas y de juicios sumarios que de los caídos en los campos de batalla» (8).

Un juicio histórico sobre Franco, sobre el Estado que él concibió y realizó y sobre los casi cuarenta años de su gobierno no son ni pueden ser tema de este libro; además, aún no es posible analizar esa época con la necesaria objetividad.