25. Gracias a Dios

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

La última época que viví junto a don Álvaro fue el verano de 1993, cuando le operaron de las cataratas de sus ojos. Resumí mis impresiones con tres frases que repitió mucho esa temporada:

"-gracias a Dios";

"-pues se ofrece y ya está";

"-qué se le va a hacer".

En buena medida, condensaban lo que había ido contemplando año tras año, en un crescendo evidente: don Álvaro se manifestaba cada día más humano y afectuoso, porque enfocaba los sucesos sub specie aeternitatis, pendiente sólo de Dios y de su gloria y, desde Él, atento también a las necesidades de todos. Palabras y acciones vertían al exterior los afanes y sentimientos de su alma: un completo abandono en las manos del Señor, mientras trabajaba con ahínco en su presencia. Se cumplía lo que escribió Mons. Escrivá de Balaguer en Surco 801: "No existe corazón más humano que el de una criatura que rebosa sentido sobrenatural".

Don Álvaro había aprendido del Fundador a no dejarse servir. Pero resultaba inevitable prestarle algún servicio, aunque no fuera propiamente personal. Y tengo grabado el recuerdo de su corazón agradecido: me daba las gracias, aunque me hubiera limitado a cumplir un deber insoslayable, como ayudarle a Misa, colaborar en el trabajo, o dar una charla en el retiro mensual. Nunca dejaba de agradecerlo: y lo hacía con el tono cálido que se emplea cuando uno ha recibido un favor de cierta entidad.

Simultáneamente, "gracias a Dios" es la frase que le he escuchado más veces. Salía de sus labios con naturalidad, sin empalagos: al acabar la Misa o después de la oración, al terminar un trabajo, tras un paseo o un rato de ejercicio, o cuando oía relatos que mostraban la fecundidad espiritual de fieles del Opus Dei en los más variados rincones del mundo.

Caí en la cuenta de esa capacidad de agradecimiento a Dios en agosto de 1976, cuando le iban contando la ordenación sacerdotal celebrada días antes en Madrid. Don Álvaro apostillaba el relato con breves expresiones en voz alta, como "gracias a Dios", "es nuestro Padre que actúa", "nuestro Padre está muy activo". Sin duda, habría dicho esas palabras en ocasiones precedentes. Pero me habían pasado inadvertidas. Desde entonces, me impresionó la facilidad y espontaneidad con que brotaban de sus labios las acciones de gracias.

Estaba persuadido don Álvaro de que, en el Opus Dei -como recogía en una carta de 1977-, "todo es motivo y ocasión de elevar el corazón a la Trinidad Beatísima, agradeciendo la misericordia con la que siempre hace fructificar los pobres esfuerzos nuestros". Y concluía: "sed agradecidos, hijos míos, y seréis fieles; y recordad que servir es una de las mejores manifestaciones de las acciones de gracias".

En junio de 1985, se explayaba al evocar los dones conseguidos por el Fundador del Opus Dei en los diez años transcurridos desde su marcha al Cielo: "Verdaderamente, es para que nos postremos con la boca en tierra, abrumados ante la generosidad divina, y pasemos nuestros días agradeciendo esos beneficios y alabando al Dios tres veces Santo, que tanta misericordia nos ha demostrado. Gratias tibi, Deus, gratias tibi!"

También con un cántico agradecido comenzó la homilía en su última Misa solemne a la que asistí, en Torreciudad, el año 1993: "¡Gracias, Señor, por la fe que nos has concedido y por la infinita generosidad de todos tus beneficios! ¡Gracias por tu presencia constante entre nosotros, y porque nos impulsas a seguirte de cerca y a identificarnos contigo! ¡Gracias por la gran bendición que hoy derramas sobre la Iglesia con la ordenación de estos nuevos sacerdotes!"

La gratitud era signo de su temple contemplativo. Muchas veces, se extasiaba al evocar el rostro humano y divino de Jesucristo, y animaba a plantearse esta pregunta concreta, que había escuchado frecuentemente al Beato Josemaría: "-¿Cómo sería la mirada de Jesús?" Encontraba respuesta en el Evangelio, donde Cristo ofrece ejemplo constante de cómo ver a Dios en todo: "‑En las criaturas: mirad los lirios del campo..., cómo los viste Dios (cfr. San Mateo VI, 29-30); en las situaciones más diversas, también en el dolor (cfr. San Juan IX, 1) y en la enfermedad o en la muerte de las personas queridas (cfr. San Juan XI, 4, 15 ss)".

Esa mirada del Señor "es siempre de amor a las almas", añadía don Álvaro, antes de introducir otra gran pregunta, esta vez dirigida al Salvador: "-Señor, ¿cómo mirarías Tú a las personas y al ambiente que me rodea, en el trabajo, en la familia, en la calle? Pídele ver siempre con sus ojos; que su visión penetre por medio de los tuyos".

A su lado -no exagero-, se entreveía el eco del diálogo con el Señor; y también rápidos instantes de lejanía, como si las pupilas de don Álvaro se dirigiesen hacia arriba, en busca de perspectiva. Se le veía pendiente de los demás y, a la vez, embebido en Dios y en las cosas de Dios. Estaba de veras, con palabras del Fundador del Opus Dei, "en el cielo y en la tierra": era la suya vida contemplativa en medio de las actividades humanas.

Y todo, con la normalidad de la acción del Espíritu Santo en las almas, que el propio don Álvaro describía en 1986, sintetizando ejemplos tomados de la Sagrada Escritura: "Es como el rocío que empapa la tierra y la torna fecunda, como la brisa que refresca el rostro, como la lumbre que irradia su calor en la casa, como el aire que respiramos casi sin darnos cuenta".

Sin embargo, no abandonaba las industrias humanas para mantener o reforzar su presencia de Dios. Por ejemplo, un día, don Javier Echevarría gastó una broma a don Florencio Sánchez Bella sobre su arcaico reloj de pulsera; en ese contexto, don Álvaro aludió a la esfera del que usaba entonces: mostraba no sólo la fecha, sino el día de la semana; le servía como recordatorio de las devociones tradicionales de cada día:

"-Hoy jueves -explicó‑, la Eucaristía..."

Otorgaba una importancia grande a los más pequeños detalles de piedad, incluida la pausa y atención en las oraciones vocales. Alguna vez confesó en público que en esa época llevaba su examen particular justamente sobre la oración vocal, para rezarla bien, siguiendo el ejemplo del Fundador.

Pienso que fue a partir de 1978 cuando empezó a recomendar vivamente a los miembros de la Obra un modo de aumentar su espíritu contemplativo -sin ponerlo como una obligación, con toda libertad‑, que había aprendido del Fundador: elegir cada día una jaculatoria al modo del santo y seña castrense. Así, en febrero de ese año, explicaba que, pocas jornadas antes, su santo y seña era "la consideración tempus breve est! -el tiempo para amar es corto-, a la que respondía: ecce adsum!, aquí me tienes, Señor. Porque eso es el santo y seña: frases que se utilizan en la milicia, a las que responden los centinelas cuando reconocen la contraseña". Y añadía:

"-Para nosotros, el santo puede ser la mirada llena de amor que dirigimos a una imagen de la Virgen; y la seña, la respuesta, una jaculatoria, un piropo encendido a Nuestra Madre, en el que manifestamos nuestro cariño, nuestra entrega... Lo que queráis. El caso es que pongáis empeño en aumentar la presencia de la Santísima Virgen en todas vuestras actividades".

Todo le llevaba y lo llevaba a Dios. Sin rarezas ni manifestaciones llamativas, pero con palpable sentido sobrenatural, como quien contempla las realidades humanas con un punto de mira divino. Me impresionó un comentario ante la muerte de un miembro del Opus Dei en Irlanda el 1º de agosto de 1980. Ocurrió en un accidente ferroviario, justo la fecha en que don Álvaro llegó a Dublín. Le contaron que John, antes de salir de viaje, había servido el desayuno a su mujer, que guardaba cama, convaleciente aún de su último alumbramiento, y preparó luego algunos documentos para trabajar en el tren.

"-Pienso -señaló un sacerdote de la Obra‑ que murió trabajando".

Seamus Timoney, que escuchaba el relato, agregó:

"‑O rezando... que es lo mismo".

Y don Álvaro precisó: "‑O descansando. El que trabaja tiene derecho al descanso, hijos míos. El descanso debe ser una consecuencia y una preparación para el trabajo. Descansar es una cosa buena y santa".

En marzo de 1988, al llegar a Toronto, se fijó en la inscripción que llevaban las matrículas de los coches: "Ontario. Yours to discover". La aplicó enseguida a la vida espiritual:

"-En esta ciudad hay muchas cosas que descubrir, pero muchas más son las que podemos encontrar en Dios. El Señor tiene muchos más motivos que esta ciudad para decirnos a cada uno: Yours to discover.

O en abril de 1989, durante su estancia en Kenia. Aprendió un proverbio kikuyu, que utilizó en su vida interior y también para mover a los demás. Se lo oí en Roma unos días después: "cuando en lo alto de la montaña hay un amigo, resulta más fácil subir". Don Álvaro comparaba la vida -con enfermedades, defectos, incomprensiones‑ a la ascensión a una cumbre:

"-En lo alto de la montaña espera Cristo, nuestro amigo, que nos guía y nos indica el modo de llegar con más facilidad a la cima, porque Él nos espera y nos ayuda".

O cuando en el verano de 1989, dando un paseo cerca del mar, se cruzó un pescador, que caminaba hacia las rocas con sus cañas y aparejos. Alejandro Cantero le preguntó si en esa zona había lubinas.

"-Haberlas, haylas -contestó rápidamente-; lo difícil es encontrarlas".

Mucho tiempo después, en la Nochebuena de 1992, don Álvaro recordaba ese elemental suceso para urgir el apostolado:

"-Hay muchas almas que nos están esperando, aunque cueste trabajo encontrarlas".

La conclusión se imponía:

"-Las tenemos que buscar".

Sobrenaturalizaba todo. Se palpaba sin querer la intensidad y continuidad de su diálogo con el Señor, que en eso consistía su oración personal: en "una conversación de enamorados, en la que no puede haber lugar para la desgana o para las distracciones. Un coloquio que se aguarda con impaciencia, al que se acude con hambres de conocer mejor a Jesús y de tratarle. Una charla que se desarrolla con delicadezas de alma enamorada, y que se concluye con renovados deseos de vivir y trabajar sólo para el Señor".

Con los años, le resultaba cada vez más difícil dormir bien por la noche, aunque pasara en la cama el tiempo establecido, de acuerdo con los médicos. Por observaciones incidentales, sé que aprovechaba para hacer oración durante los ratos de insomnio. Comenzaba a rezar muy de madrugada, antes de levantarse. Y llegaba temprano al oratorio, hasta comenzar la media hora de meditación que precedía a la Santa Misa.

La intensidad de su búsqueda de Dios se advertía en esos detalles externos: la antelación con que acudía al oratorio por las mañanas; la previsión de adelantar los tiempos de oración mental si algún viaje, salida o gestión impedía comenzarla en su momento; el no retrasar el rosario, o la meditación de la tarde, aunque tuviera trabajos urgentes, que necesitaba terminar a hora fija; el modo de recoger sentidos y potencias, para concentrarse en Dios sin distracciones; los comentarios durante el día que denotaban preparación o fruto de la contemplación personal; la familiaridad con la vida de Jesucristo en su predicación; en fin, el silencio durante la noche, desde el instante mismo en que terminaba el último rato de tertulia familiar.

Para mí resultaba admirable observar su temple interior: la visión sobrenatural le hacía trabajar con sosiego y eficacia, y acabar las cosas puntualmente. Reflejaba la realidad de una síntesis armoniosa y atractiva entre oración y acción. Y se comprobaba que la vibración, en un alma contemplativa, de ningún modo conduce a agitaciones o nerviosismos, porque, sobre el evidente ahínco humano, prevalece el abandono en las manos de Dios -de Quien todo se espera-, que acaba desbordándose en auténtico servicio sacerdotal. "Cuanto más embebido en las cosas de Dios, más se multiplicaba la amplitud de su corazón para desvivirse y querer de veras a cada persona con la que estaba", resumió en Manila Bulletin, 10-IV-94, Jess P. Stanislao.

La conversación de don Álvaro rebosaba, de un modo muy humano, su diálogo constante con Dios. Por eso predicaba con fuerza lo que aprendió del Beato Josemaría: no puede darse antagonismo entre oración y acción, ni siquiera en ambientes en que rezar parezca arcaico al fulgor del activismo:"-Cuando esté pasado de moda -explicaba en México un día de 1983- que los hijos quieran a sus padres, y les llamen papá, y hablen con ellos con toda la ternura de que es capaz un niño pequeño cuando trata con sus padres, entonces -y ni siquiera entonces- se pasará de moda hablar con Nuestro Padre Dios".

Lo resumió acertadamente en el ABC de Asunción, Mons. José Sebastián Laboa, entonces Nuncio de Su Santidad en Paraguay, que le conoció y trató desde 1954. En un artículo, publicado poco después de la muerte de don Álvaro, evocaba el tono con que empleó un texto de San Pablo: "Nunca olvidaré cuando, en cierta ocasión de grave problema, con acento único y mirada serena, prorrumpió: ¿quién podrá apartarnos del amor de Cristo? Pues estoy convencido de que ni muerte ni vida... ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro".

El 23 de marzo de 1994, un periodista preguntó a don Javier Echevarría por las cualidades más acusadas de Mons. del Portillo: "-La paz, la naturalidad, el sentido sobrenatural, la capacidad de querer a los demás, la disponibilidad para servir a todos, la enorme capacidad de trabajo y, sobre todo, la decisión de estar siempre atento a lo que Dios le pedía, con la oración y la mortificación: nunca rehuía la mortificación, que es otro modo de rezar".

Además de la prontitud con que cumplía el propio deber, incluso en días de enfermedad o agotamiento, le he visto practicar pequeñas mortificaciones voluntarias, aunque no era fácil advertirlo, por la elegancia y naturalidad con que actuaba, también cuando se sentaba sin cruzar las piernas, dejaba un buen rato de apoyarse en el respaldo del asiento, elegía el peor sitio para él, se ocupaba de hacer la vida más grata a los demás, o retrasaba un vaso de agua en momentos de evidente calor. A finales de agosto de 1976, almorzamos un día en San Vicente de la Barquera. Cuando me quise dar cuenta, don Álvaro -tan aficionado al mar- se había sentado de espaldas al Cantábrico, para que fueran otros los que gozasen de la agradable vista sobre la ría.

Por lo demás, no sabía cómo explicar su sobriedad en las comidas, hasta que se me ocurrió que podía utilizar sus propias palabras, referidas al Beato Josemaría, en Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei. Seguía con austeridad la dieta prescrita por los médicos, pero se preocupaba de que los demás comiésemos lo necesario. Desde luego, "cuando tenía invitados, se las ingeniaba para no hacer notar su frugalidad, y no desairar a los otros comensales". Además, "procuraba añadir a cada plato el condimento de la mortificación". Las personas que atendían la cocina y el comedor extremaban su profesionalidad y su afecto hasta detalles increíbles, en cuanto a la presentación de las viandas. Pero un plato de verdura hervida, apenas sin sal y fuera de todo aliño sabroso, pierde su aspecto apetitoso en cuanto uno lleva el tenedor a la boca... Algo semejante sucedía con la carne o el pescado, generalmente a la plancha, adornados por un mínimo de guarnición. O con los postres, más o menos vistosos en el colorido, pero falsos: sin los ingredientes que les dan sabor; todo -en sentido amplio- descafeinado. Habitualmente tampoco tomaba vino y, en cambio, se esforzaba por beber más agua de la que le apetecía, de acuerdo con la indicación médica. Por supuesto, le servían el primero; pero no empezaba a comer hasta que nos servíamos también los demás y se había bendecido la mesa.

Le he oído referirse a la mortificación en las comidas que vivía el Beato Josemaría Escrivá, cuando arreciaba la diabetes o sus secuelas. En Roma, comían ellos dos solos para no obligar a los más jóvenes a seguir una dieta tan severa. Oyéndole, parecía lo más normal del mundo. Pero suponía un serio sacrificio por su parte ese amoldarse en todo al régimen que los médicos habían aconsejado al Fundador.

Juan Cabellos recuerda la estancia de Mons. Escrivá y don Álvaro en Oporto, hacia 1953. Al anunciarle la llegada, le avisaron también el menú: sólo verduras, pero en cantidad, y muy puntualmente, porque don Álvaro le ponía una inyección de insulina que le despertaba enorme apetito. Todos comieron lo mismo esos días. Don Xavier Ayala, entonces Consiliario del Opus Dei en Portugal, sugirió a don Álvaro la posibilidad de que tomara otras cosas. Pero "le dijo que no tenía mayor importancia y que así el Padre no se sentía caso especial".

Una anécdota semejante relata Dorotea Calvo, del día en que llegó a Roma, procedente de Chile, para asistir a un Congreso General del Opus Dei. Debía de correr el año 1956. Mons. Escrivá la llamó enseguida. Transcurrieron unos minutos, cordiales, como de bienvenida, y le habló de la necesidad de pedir mucha luz al Espíritu Santo. En la conversación estaba presente Encarnación Ortega, entonces Secretaria central de la Obra. Al terminar, se dirigió a ella:

"-Encarnita, yo estos días voy a ayunar. Di que me pongan un vaso de leche".

Inmediatamente, don Álvaro añadió:

"‑Y otro para mí".

Muchos años después, tras la muerte de don Álvaro, Encarnación Ortega expresaría brevemente: "-Nadie conocía sus gustos culinarios; se acomodaba siempre a los de las personas con las que convivía, con un total desprendimiento de lo que pudiera resultarle más grato".

Don Álvaro procuró practicar y transmitir a los fieless de la Prelatura el amor a la Cruz vivido y enseñado por el Fundador. En febrero de 1990, urgía a difundir ese espíritu, para alcanzar ‑con reciedumbre- el gaudium cum pace, el gozo y la paz. Lo consideraba objetivo importante de los medios de formación espiritual, también para contrarrestar consecuencias negativas de mentalidades contemporáneas que primaban la búsqueda del bienestar, desde perspectivas más o menos hedonistas o, al menos, demasiado teñidas de egoísmos personales. Esa neta fortaleza haría a todos, además, sembradores de paz y alegría en la convivencia ciudadana.

Difundía esa entraña de la vida cristiana, también entre quienes se resistían a las exigencias tradicionales del espíritu de mortificación. Al final de los años ochenta, en algunos países occidentales se publicaron ocasionalmente reportajes superficiales que presentaban a los fieles del Opus Dei como seres insólitos que usaban aún cilicios y disciplinas. Así había sucedido en Canadá no mucho antes del viaje de don Álvaro en febrero de 1988. Y, en el auditorium de la Universidad de Montreal, al contestar a la pregunta de una estudiante de Kenia, explicó con buen humor:

"-Hace poco, cuando llegué a Washington, era la hora del lunch. Había muchos marines haciendo ejercicio, corriendo, practicando el jogging. Me acordé de que en una ocasión, hablando con el Cardenal Ratzinger, comentábamos: si la Iglesia impusiese hacer jogging todos los días, como mortificación, casi todo el mundo desobedecería. Dirían que la Iglesia es sectaria y fanática. Y ya veis que muchas personas practican a diario esos ejercicios, que son una verdadera mortificación, para conservar la línea, para estar más ágiles..."

En septiembre de ese mismo año, se refería en Zurich a que esas penitencias se habían utilizado durante siglos por hombres y mujeres que deseaban acercarse más a Dios. Desde luego, puntualizaba que no son medios imprescindibles para la santidad:

"-Pienso ahora en tantas madres y en tantos padres de familia cristianos, que jamás han empleado el cilicio ni las disciplinas, pero que han sabido recibir con amor de Dios, con una alegría llena de fe, todas las contrariedades de la vida".

Por ahí surge ciertamente un espíritu de sacrificio que encamina a la santidad, sin necesidad de mortificaciones corporales. Pero don Álvaro precisaba:

"-Tampoco son algo autolesionista, ni anacrónico, de la Edad Media. Todavía hoy las usan muchas almas contemplativas, hombres y mujeres del mundo".

Al margen de anécdotas o situaciones coyunturales, quería que todos volvieran su mirada y sus corazones hacia "Cristo crucificado, que se entrega sin condiciones por la salvación del mundo, derramando hasta la última gota de su Sangre, exhalando hasta el último aliento".

Me fijé en su devoción a la Santa Cruz en agosto de 1977, durante una visita a Santo Toribio de Liébana. Recorrió la iglesia, hizo la oración ante el lignum Crucis; y, en fin, adoró y besó la reliquia. Al salir, recordó que Mons. Carmelo Ballester, cuando era obispo de León, regaló al Fundador del Opus Dei un trozo de ese lignum Crucis venerado en Liébana. El Beato Josemaría lo llevaba sobre su pecho, y ahora, él. Desabotonó un poco la sotana, y mostró el relicario: lo besó con un gesto amoroso, y nos invitó a los demás a besarlo también.

Alentaba a saber abrazar la Cruz, las dificultades, las contradicciones. Dios las permitía para confirmar que se va en el buen camino. Recordaba una y otra vez, con alegría y agradecimiento, esta enseñanza del Fundador: "Dios nos bendice con la Cruz".

Recomendaba meditar la Pasión del Señor. Le oí incidentalmente comentarios sobre la Sábana Santa de Turín. Sin prejuzgar nada ‑la Iglesia no se ha pronunciado oficialmente sobre la autenticidad de esa excepcional reliquia‑, se le veía interesado por las informaciones científicas que se publicaban sobre la Santa Síndone. En el Año Santo de 1983, respondió a una pregunta aludiendo a que, según esas investigaciones, Jesucristo mediría un metro ochenta:

"-Era un Hombre muy alto para aquella época; un Hombre atlético, capaz de ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches, y de pasar noches enteras en oración, antes de tomar decisiones importantes, como la elección de los Apóstoles. Pues considera que ese Hombre tan fuerte no fue capaz de llevar solo la Cruz: se la cargaron y necesitó la ayuda del Cireneo; y, a pesar de todo, cayó tres veces al suelo, antes de morir en la Cruz..."

Don Álvaro estaba metido en Dios, y le daba gracias continuamente. Su alma contemplativa aceptaba con garbo las incomodidades o zanjaba de antemano hipotéticos problemas con un sencillo "pues se ofrece, y ya está". Y, cuando llegaban momentos dolorosos, después de haber puesto todos los medios posibles, abrazaba alegremente la Voluntad de Dios aun con el corazón roto: musitaba de tarde en tarde un "qué se le va a hacer", sin dar mayor importancia al asunto.

Reflejaba en vivo la realidad descrita por el Beato Josemaría con una frase bien gráfica: "la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz". Y, como el Fundador, escribía cada año en la primera página de su epacta -un folleto en que figuran las celebraciones litúrgicas día a día- una jaculatoria penitente y gozosa: in laetitia, nulla dies sine cruce! Así lo explicaba en 1993:

"-Ut iumentum, semper in laetitia, como borriquillos, pero siempre con alegría; aunque nos peguen palos, ¡qué más da!, nosotros adelante, semper in laetitia".