19. Pastor prudente y recio

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Cuando Pilar Urbano preguntó en 1994 a don Javier Echevarría si don Álvaro había sido bonachón, comenzó su respuesta de un modo castizo:

"-¡Ni hablar!"

Y siguió explicándole:

"-Era un hombre muy bueno, muy santo, muy entregado a los demás; pero con un carácter 'esculpido' y una gran fortaleza. En las tareas del gobierno de la Obra, le he oído reprender con firmeza, si se retrasaba un trámite, algo que nos solicitaban desde otro país: 'no podéis dejar caer los papeles en el olvido: no hay cosa más desalentadora que el silencio administrativo'" (en revista Época, Madrid, 2-V-94).

En verdad, destacaban sus cualidades de hombre de gobierno, culto y prudente. Como buen pastor, fue instrumento de unidad, fundada en una caridad fina, cariño verdadero. Practicaba lo que enseñaba, como cuando insistía a los Directores del Opus Dei que les corresponde querer, exigir, empujar, arrastrar; rezar y rezar más; orientar, encauzar, sugerir; no aceptar el desamor de la indiferencia, como si algún campo fuese ajeno a la santidad y al apostolado. Y, en todo, vivir identificados con la persona y la mente del Fundador, rodrigón en que apoyarse.

Estaba muy atento a lo que sucedía a su alrededor, pensando en el bien de las almas. En agosto de 1977, nos animaba a rezar mucho y a conocer bien la situación del mundo: sólo así sabríamos estar de veras vigilantes, como el buen pastor, para descubrir los remedios más necesarios en cada circunstancia para la vida interior y la formación doctrinal de los miembros de la Obra y de las innumerables personas que se acercan a los apostolados del Opus Dei. Quería que sintiéramos el peso de la responsabilidad y tuviéramos la piel muy fina, para vibrar según el Corazón de Cristo. Y subrayaba que vigilar ‑nunca desconfianza, sino el cor meum vigilat propio de enamorados, según el verso del Cantar de los Cantares 5, 2- es obligación grave de los Directores, especialmente cuando la evolución social y cultural plantea nuevos problemas doctrinales o morales que pueden encontrar desprevenida a la gente.

Muchas veces vi cómo estudiaba los asuntos: con profundidad, después de escuchar a quienes podían o debían aportar su parecer. Ante su temple acogedor, nadie callaba sus opiniones, ni dejaba de expresar dudas o preguntas, por miedo a quedar mal o a equivocarse.

Aplicaba sin excepciones ni rutinas los criterios marcados por el Fundador, en punto a espíritu sobrenatural, colegialidad de las decisiones o sentido profesional. No se aferraba a sus propias ideas: sabía rectificar cuando era necesario. Impresionaba también su visión de conjunto, su espíritu positivo, y la confianza y libertad que suscitaba a su alrededor.

Por encima de todo, don Álvaro gobernó el Opus Dei a base de cariño, con esa proximidad a cada alma típica del auténtico pastor. En agosto de 1988, suplicaba que el Señor concediera mucho sentido de responsabilidad, a él y a los Directores en la Obra, para que se preocupasen de veras por cada persona. Y ejemplificaba algunas facetas: rezar por todos; conocer a las personas una a una; saber adelantarse para ayudar especialmente a los que están en dificultades, o necesitan más atención; exigirse a uno mismo y ser a la vez comprensivos y exigentes con los demás. Aquí interrumpió el hilo del argumento para introducir una precisión importante que ‑añadió‑ "gracias a Dios, se vive así siempre en la Obra":

"-Hablo mucho de exigencia, y ya se entiende que es una exigencia llena de caridad, llena de delicadeza en el trato mutuo, como nos pedía el Padre, pero al mismo tiempo exigente: hay que llamar al pan, pan, y al vino, vino. Y, si no, no cumplimos con nuestra obligación de directores".

Una mañana de 1991, pasé un rato en el despacho donde trabajaba don Álvaro: fueron saliendo temas distintos, en una conversación distendida. Su celo apostólico le llevaba a plantearse -y a plantearme‑ objetivos ambiciosos. Ante la necesidad de personas bien preparadas en tantos lugares, era preciso optar, no sin evidentes sacrificios. Apunté que, a veces, "el Delegado de estudios -ésa era entonces mi tarea en la Comisión Regional del Opus Dei en España- tiene el corazón dividido..."

"-Pues pide a nuestro Padre que te dé un corazón más grande", me sugirió en el acto.

Don Álvaro no confundía la prudencia pastoral con el miedo, la cobardía o la comodidad, que paralizan la acción y, con frecuencia, se esconden tras una falsa objetividad, incompatible con la fe y la esperanza:

"-Recuerdo -contaba en París en marzo de 1982- a un compañero mío que traté durante la guerra de España. Planeábamos escapar juntos de los comunistas, pero no había manera de hacer nada con él, porque inmediatamente encontraba dificultades para todo: no tenemos los medios, enseguida nos descubrirán, total para qué, si ya estamos presos, es lo mismo estar escondido en una embajada que encerrado en la cárcel... Era una objetividad que nacía del miedo y del egoísmo, y que impedía los planes".

Su prudencia nada tenía que ver con temores, nerviosismos o apresuramientos. Su solicitud era sosegada y, a la vez, francamente activa, lejos de inhibiciones o inercias. Al fin y al cabo, según la clásica descripción de Santo Tomás de Aquino, lo propio de la prudencia es el actus imperii. Al responder en enero de 1993 a un universitario italiano que a veces se sentía perplejo, por pensar que no estaba plenamente preparado, don Álvaro le citaba un proverbio de su tierra: É che, camminando, si aggiusta la soma (sólo al emprender la marcha se asienta bien la carga del borrico). Y añadía:

"-A caminar se aprende poniendo un pie delante y luego otro, y así sucesivamente; y a veces también cayendo, pero después uno se levanta y continúa avanzando. Así es como aprenden a caminar los niños".

No ocultaba tampoco la necesidad de dedicar tiempo a estudiar a fondo los asuntos. El Fundador dispuso que el gobierno del Opus Dei se hiciese fundamentalmente por escrito, para facilitar la ecuanimidad y evitar personalismos o tiranías. No había otro camino para la finalidad apostólica de la Obra. Era preciso actuar cuando menos con el empeño, el rigor y la seriedad de cualquier buen profesional.

Don Álvaro trabajaba mucho, y trabajaba bien. Considero innecesario describir sus días y horas de actividad en Roma. Basta leer su extensa Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei: en el capítulo tercero, bastantes páginas relatan con detalle cómo era una jornada-tipo de Mons. Escrivá en Roma. Pues bien: don Álvaro pasaba a su lado la mayor parte de ese tiempo; y luego, a partir de 1975, reiteró personalmente ese mismo plan año tras año y día tras día.

Sí deseo subrayar su rectitud de intención: el esfuerzo valía la pena cuando se ofrecía al Señor, cuando se buscaba la gloria de Dios. En febrero de 1990 -en el contexto de una Convivencia para la formación de Directores-, alentaba a hacer la guerra a dos grandes enemigos de la santificación en la tarea ordinaria: la pereza y la que llamaba profesionalitis, es decir, la actitud del que se busca a sí mismo en el trabajo ‑para triunfar, para quedar bien-, y se olvida de la lucha por elevar ese compromiso humano al orden sobrenatural, intentando convertirlo en oración.

De otra parte, el mayor acicate para un hondo cumplimiento del deber era justamente el deseo de santificar el trabajo; ahí aplicaba el conocido texto paulino charitas Christi urget nos (2ª Epístola a los Corintios 5, 14): la urgencia, la prisa en el amor de Cristo lleva a cumplir bien cada tarea, a aprovechar ordenadamente el tiempo, a desempeñar todo con afán de servicio, a transformarlo en instrumento de apostolado, a mantener la ilusión profesional, a estar al día, a rendir al máximo los talentos humanos y sobrenaturales recibidos, a empapar de rectitud moral y de sentido cristiano las relaciones sociales, a vivir las exigencias sociales de la fe en el ámbito profesional y civil; en síntesis, a fortalecer la unidad de vida, evitando que la profesión, en lugar de servir de trono a Jesús, se transformara en pedestal del egoísmo.

Como escribía don Álvaro en 1991, "un trabajo bien hecho no es lo mismo que un trabajo que sale bien. Las abejas estructuran perfectamente los panales y producen una miel sabrosísima, pero no trabajan porque no son capaces de amar. Lo que importa es la actitud interior, no los resultados. Dominus autem intuetur cor (Libro 1º de Samuel XVI, 7), Dios se fija en el corazón: ahí se encuentra la clave de una tarea bien o mal terminada".

Se dedicaba a su función pastoral con auténtica entrega humana y sobrenatural, incluso cuando su salud flaqueaba. La primera vez que le vi enfermo fue a comienzos de agosto de 1976, en que padeció un serio lumbago. A pesar de las fuertes molestias -que le hacían caminar o sentarse en posturas forzadas‑, siguió la vida normal, procurando estar abrigado, aunque en general le sentaba mucho mejor el fresco que el calor. Pero esto no le impidió llevar adelante el trabajo: por ejemplo, escribir de su puño y letra una extensa carta para los miembros de la Obra que unos días después recibieron la ordenación sacerdotal en Madrid.

Siempre me admiró la escasa importancia que daba a sus dolencias. Se limitaba a cumplir lo que decía el médico, y a tomar los medicamentos que le recetaban, sin siquiera mirarlos o preguntar qué eran o para qué servían. Y continuaba trabajando. En torno a la solemnidad de la Asunción de 1977, debió de pasarlo muy mal, a cuenta de unas llagas en la boca originadas por una prótesis dental nueva. Al regresar de la clínica del Dr. Guillermo Rehberger en Oviedo, se encontraba ya perfectamente: "-Como si hubiese salido de una cárcel", comentó incidentalmente. Y pensé cómo no me había dado cuenta estando todo el día a su lado. Pero nada se reflejaba exteriormente. Al contrario, desplegaba una actividad normal, incluso, más intensa: contó muchas cosas en las tertulias y, además, predicó en dos ocasiones los días 15 y 16 de agosto.

Por mi parte, observaba perplejo cómo el Señor no quería ahorrarle molestias, ni en los períodos en que necesitaba descansar. Porque don Álvaro no despreciaba el indispensable reposo, parte de la virtud de la laboriosidad. Utilizaba la expresión cuidar el borriquito, que el Fundador del Opus Dei aplicaba al propio cuerpo. Y enseñaba que, además de trabajar y luchar y pelear, se debía descansar. Así lo expresaba en mayo de 1983 en Bogotá:

"-En México [donde acababa de estar] lo dicen de un modo muy divertido: descansar poniendo adobes. El adobe es un ladrillo muy pobre, sin cocer, o cocido al sol. Y es lo que hago yo para reposar un poco de mi trabajo habitual. Para mí, un día de labor en Roma es más duro que un año entero predicando por todas partes, con la alegría de tratar muchas almas y de ver cómo Dios las remueve y las acerca a Sí".

Desde julio de 1975, dispuso de algunas temporadas más tranquilas, para poder ocuparse, sin interrupciones, de asuntos que requerían muchas horas de estudio y especial visión de conjunto: así, por ejemplo, para trabajar en la documentación para la causa de canonización de Mons. Escrivá. Ésta fue la razón principal de pasar algunas etapas de verano en Solavieya o en lugares semejantes de España, Alemania o Inglaterra. A la vez, vivía más al aire libre y dedicaba algún rato al ejercicio físico que le recomendaban los médicos y que tan bien le sentaba incluso en lo externo: al contacto con una brizna de sol, recuperaba enseguida el suave tono moreno de su tez. A pesar de su falta de entrenamiento y de inevitables cansancios y agujetas las primeras tardes, cumplía con fidelidad los planes establecidos.

Según iban pasando los años, la salud de don Álvaro se resentía, y se iba complicando su tendencia a la hipertensión. Tuvo especiales problemas a comienzos de 1985: acudió en enero a la Clínica Universitaria de Navarra, para someterse a una exploración a fondo, pues la arteria renal izquierda presentaba una estenosis. Realizada la dilatación (angioplastia), volvió a desarrollar inmediatamente sus actividades ordinarias. Cuando pasó por Madrid, había adelgazado mucho, y se le veía cansado; pero, a pesar de su fatiga, siguió el ritmo normal de vida. Tal vez en esas circunstancias de evidente agotamiento, se apreciaba más su buen humor habitual, reflejado en comentarios sencillos.

He mencionado las Convivencias que presidió en noviembre de 1986 en Molinoviejo. Los asistentes recuerdan la vibración de sus palabras y el fortísimo impulso que recibieron. Ninguno se dio cuenta de que, durante esos días, tenía serias molestias en la boca, hasta el punto de que necesitó acudir a la consulta del Dr. Miguel Lucas en Madrid, y debió retrasar luego un viaje previsto a Portugal.

Resultaba palmaria su resistencia ante el dolor o la enfermedad. Sólo una situación muy crítica le impedía cumplir su deber, el que fuera, incluida la prescripción médica de hacer un rato de ejercicio físico diario. Pude contemplarlo durante el verano de 1993, cuando le operaron de cataratas. Impresionaba la tranquilidad con que lo llevó. Y se le escapaban palabras, que mostraban cómo tenía presentes esas circunstancias en su trato habitual con Dios: pedía al Señor que le afinara la mirada para poner los ojos en Él; y extendía esa petición a sus hijos y a todas las almas, recordando una palabras antiguas del Beato Josemaría Escrivá dirigidas al Señor: "Que mis hijos te miren". De hecho, las glosó brevemente en su carta del 1º de agosto: "Me las he aplicado y me he dirigido a la Trinidad, para suplicar a cada una de las tres Personas divinas que miremos a Dios en todas las circunstancias, que le tratemos, que le amemos".

Estaba a punto de cumplir 80 años. A pesar de la excelente atención médica que recibía, había sufrido muchas enfermedades a lo largo de una vida llena de trabajo. Cada vez tenía más dificultades para andar o subir escaleras, y los trazos de su letra se iban debilitando. Pero apenas se advertía, fuera del marco más íntimo, por su sentido del humor, su alegría, su buena presencia, su preocupación constante por los demás.

Durante ese verano de 1993, le vi actuar con una agilidad mental y física increíbles, cuando se trataba de servir a Dios y a la Iglesia. Si se me permite la expresión, no tenía inercia. Su disponibilidad era completa. Aunque sólo por excepción mencionara el conocido non recuso laborem de San Martín de Tours, resplandecía su capacidad de respuesta inmediata a los requerimientos del amor.

Siguió adelante en su tarea pastoral, hasta el último momento, también con viajes apostólicos por diversos países de Europa ‑Austria, Suiza, Polonia, Alemania, España‑, en los que recibió a muchas personas y atendió a todos en tertulias multitudinarias. En 1994 volvería a España, para presidir un acto académico como Gran Canciller de la Universidad de Navarra. Y luego, la peregrinación a Tierra Santa, culminación de su vida terrena.

El alma ‑el amor de Dios- tiraba de su cuerpo. Llevó con garbo evidente la fatiga o el malestar, más atento a los demás que a sí mismo. Lo contó don Javier Echevarría, a propósito del tiempo que pasaron el 22 de marzo de 1994 -horas antes de su muerte- en el aeropuerto Ben Gurión de Tel Aviv:

"-Estaba cansado. Todos pensábamos que el cansancio era debido a los días de peregrinación, que exige esfuerzo físico. Al salir de Israel, tienen la costumbre de hacer un interrogatorio muy largo -cuando menos dura veinte minutos y a veces llega hasta dos horas- por motivos de seguridad. A mí me sorprendió la paciencia y la normalidad con que el Padre respondía; me diréis que es lo lógico, pero es que se le notaba el cansancio y respondió a todo con la bondad, la naturalidad y la sencillez de siempre, dando posibilidad de que aquel funcionario desenvolviese su cometido con tranquilidad".

Desde 1976, pude advertir también la extraordinaria síntesis de fortaleza y cariño, de afecto y reciedumbre, con que impulsaba a sus colaboradores inmediatos. Trabajaba y hacía trabajar. Tenía muy buena capacidad organizativa, y un don especial para impulsar la tarea en equipo. Vivía una urgencia paciente, que imprimía a su alrededor una tensión de esfuerzos sosegados; a su lado se avanzaba con ritmo y con enorme tranquilidad, sin perder el aliento en carreras agitadas: una cosa tras otra, con orden, con mucho orden, con rectitud de intención: con la fuerza de quien no actúa por interés propio, sino para la gloria de Dios.

Como resumió Lucas F. Mateo Seco en Scripta Theologica (1994), su vida fue "como un río de cauce ancho y, por eso, de manso discurrir: bajo la serena paz que respiraba y sabía transmitir a cuantos trabajaban con él, fluía una poderosa energía y una ingente capacidad de trabajo puesta siempre al servicio de la Iglesia Santa y de los valores humanos".

No le agobiaba el exceso de tareas, pues había aprendido del Fundador del Opus Dei que "tener mucho trabajo es tener mucha materia que santificar". Vivía lo que explicaba espontáneamente a Fader Hayward, que le planteó en enero de 1986 en Estocolmo el problema de la falta de tiempo:

"-Para que el tiempo se multiplique, según el consejo práctico de nuestro Padre, hemos de tener más presencia de Dios. Entonces trabajaremos con más paz y con más intensidad, con más deseo de hacer las cosas bien. El resultado es que el tiempo se multiplica, porque hacemos las cosas mejor, con más ilusión, con más interés en acertar. Por lo tanto, divagamos menos y perdemos menos el tiempo".

Llamaba la atención el orden de don Álvaro, que era ciertamente orden de la caridad, manifiesto en múltiples aspectos humanos y espirituales: un orden no cicatero ni mezquino, sino francamente magnánimo. Sin rigideces, hacía una cosa detrás de otra; no le gustaba la improvisación; prefería madurar los asuntos y situar cada matiz en su lugar propio. Desde luego, cambiaba en el acto sus planes -sin inercia‑, cuando el bien de las almas o de la Iglesia lo exigía. Y se adaptaba prudentemente a las nuevas circunstancias. Después de poner los medios humanos, sus decisiones reflejaban un gran abandono en la Voluntad de Dios: si era preciso, avanzaba o retrasaba los viajes, o anticipaba su regreso a Roma. Como expresaba en febrero de 1992 a los alumnos del Colegio Mayor Montalbán de Madrid:

"-Siento no haber podido veros más, ¡qué se le va a hacer! No está uno para hacer lo que quiere, sino lo que debe".

Su sentido del orden nada tenía que ver tampoco con escrúpulos o perfeccionismos. A comienzos de 1992, había recibido yo un encargo complejo, al que me dedicaba casi en exclusiva. Cuando me vio el 29 de marzo, se interesó por mi trabajo. Le contesté que me quedaban diez o doce días de redacción. Y, dirigiéndose a los demás, sugirió:

"-Pues a los diez días se lo quitáis..."

Llegaba a los detalles más pequeños, pero sin atosigar ni encorsetar a las personas. Simplemente, reflejaba la solicitud de su corazón, su capacidad intelectual para concretar, y la estricta fidelidad a un rasgo muy característico del espíritu del Opus Dei. Su rigor y precisión descubrían pormenores que a los demás se nos pasaban. No leía en diagonal. Y, al corregir posibles descuidos, aparecía también el humor. Me tocó poner en limpio el borrador de un escrito que varias personas habían visto y aprobado antes de llegar a don Álvaro. Circulaba con un título en mayúsculas: "PROYACTO DE..." Cuando lo recibió, hizo con tinta roja la habitual llamada al margen para señalar la errata ‑"/E"‑, pero añadió: "y olé!"

Sobre todo, se ocupaba de esos detalles aparentemente mínimos cuando se trataba de la liturgia o lugares de culto. En 1978 conoció el nuevo oratorio de Molinoviejo, inaugurado tiempo atrás. En la capilla del Santísimo, el Sagrario queda enmarcado por unos azulejos con la Virgen y el Apóstol Juan al pie de Cristo crucificado. Nada más entrar, señaló un fallo en el pequeñísimo título de la crucifixión: Iesus Nazarenus, Rex Iudeorum (en vez de Iudaeorum).

El 20 de abril de 1990, iba a pronunciar la lección de clausura del simposio internacional en la Facultad de Teología de Navarra. La víspera, acudió al aula magna, para comprobar el funcionamiento de los micrófonos y de la megafonía: así podía elegir de antemano el tono de voz, de modo que su intervención se oyera bien. La escena se repetiría en septiembre de 1991, antes de celebrar una Misa solemne para la corporación universitaria; deseaba además comprobar con sus propios ojos la dignidad litúrgica del lugar elegido para poder acoger a todos, el pabellón polideportivo del campus.

No es necesario reiterar que ese desvelo reflejaba el espíritu de quien sirve con magnanimidad, y nada sabe de minucias ni tacañerías. Por ejemplo, cuando en 1956 supo que en la Administración de Villa Tevere necesitaban más planchas de mano, les aconsejó inmediatamente que estudiasen la posibilidad de conseguir un modelo de máquina que había visto en una clínica, porque podía ser una solución mejor. Efectivamente, poco tiempo después se instaló una planchadora de ese tipo, con muy buen rendimiento.

Don Álvaro, tan cariñoso, corregía con claridad las equivocaciones. Lo hacía con tal afecto que era imposible no agradecérselo. Había adquirido desde joven ese estilo de advertir a los demás, que combinaba la fortaleza y la caridad cristiana con las exigencias de la libertad.

No dejaba pasar los errores, por pequeños que fueran. Y, desde luego, no le gustaban los eufemismos. En cambio, le interesaba cuanto pudiera suceder a las personas del Opus Dei: en sus almas y en sus cuerpos. Remachaba que el buen pastor, además de adelantarse a las necesidades, no admite la comodidad de dejar pasar cosas que merecen ser corregidas... Ponía ejemplos bien claros, alguno relacionado con la salud, como la tendencia de algunos a engordar demasiado. Los demás tenían que darse cuenta y ayudar a poner remedio, si era preciso, acudiendo al médico. Y comentaba divertido:

"-Cuanto más se come, más hambre se tiene, porque el cuerpo es muy traidor: que sepan ofrecer al Señor el tener hambre..., y no les pasará lo que al burro del chiste que, a punto de acostumbrarse a no comer, acabó muriéndose..."

Por su temperamento y por su visión sobrenatural, debió de resultarle fácil aprender de Mons. Escrivá de Balaguer a ser claro y sincero, a decir las cosas por su nombre. Lo explicaba en 1986 a un padre de familia que le había planteado cómo compaginar la fortaleza con el cariño en la educación de los hijos:

"-Basta que vean tu sonrisa, y estarán contentos. Cuando tengas que corregir, no pongas la cara larga: di las cosas sonriendo, y no te preocupes. Cuando se quiere de verdad, se puede decir todo, también las cosas más duras".

Y añadía el recuerdo de una corrección que debió hacer en los años cincuenta a un miembro de la Obra. Éste la recibió muy bien, sin decir nada. Pero, tiempo después, le comentó que le había dolido mucho, y se atrevió a añadir que eso no le pasaba con otras llamadas de atención -ciertamente enérgicas, pero llenas de cariño- que le hacía Mons. Escrivá:

"-En cambio, usted no alzó la voz, pero me dejó hundido".

"-Para mí fue una gran lección", concluía don Álvaro al final de su relato.

Por mi parte, no sé dónde hay más exageración: si en el confiado descaro del protagonista de la anécdota, o en la modestia de don Álvaro. En cualquier caso, como ejemplificaba a Pilar Urbano don Javier Echevarría, en la entrevista que he mencionado más arriba: "era una persona sin doblez, sin recámara, ¡transparente!"