La carrera de Derecho en Zaragoza

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

El 18 de mayo Josemaría regresó a Zaragoza y reanudó los estudios de Derecho que había comenzado durante el verano de 1923, con la aprobación de su padre, quien quizá viera en ellos una garantía de mayor seguridad para el futuro. El mismo pensamiento, aunque con otro motivo, lo encontramos en el hijo: antes de conocer el contenido de aquel encargo divino que barruntaba, sabía, casi con la seguridad de un sonámbulo, ,qué condiciones imprescindibles y qué cualidades personales habría de reunir para cumplirlo: la vida interior de unión con Dios (esto era natural), el sacerdocio (tampoco esto era difícil de comprender) y, además, la formación jurídica... Ahora bien, lo que su padre consideraba aconsejable, Josemaría intuyó que sería necesario. Algo en verdad sorprendente, pues en 1923 estaba totalmente fuera de cualquier previsión lógica que muchos años más tarde surgirían cuestiones jurídicas de capital importancia, especialmente el problema canónico de definir adecuadamente el Opus Dei, su naturaleza, su «especie», su situación dentro de la Iglesia.

Por otra parte, sabemos que Monseñor Escrivá de Balaguer nunca tuvo la intención de llegar a ser cura párroco o de «hacer carrera» en la Iglesia. «Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro» (30), rezaba día y noche; pero si no sabía lo que Dios quería de él, sí conocía claramente lo que Dios no quería. El que estudiara Derecho manifiesta, a mi juicio, una convicción que Josemaría tenía ya a los veintiún años: Dios le había elegido para una misión con profundas y amplias implicaciones jurídicas. Y este convencimiento personal se unía a una actitud de raíz profundamente católica que, a menudo, se olvida o malentiende en nuestros días: el derecho y el orden jurídico hacen referencia no sólo a las relaciones interpersonales en el Estado y la sociedad, sino también a la relación entre Dios y el hombre; son cualidades significativas de la Iglesia, de la comunidad salvífica querida por Dios; incluso el designio de salvación y la obra de redención tienen un carácter jurídico. Pues el Amor de Dios no se dirige a seres pasivos, sino a seres libres, a hombres creados de tal manera que puedan responder en libertad a los designios salvíficos de Dios.

La relación jurídica expresa, pues, un aspecto de la relación amorosa entre Dios y el hombre. Y precisamente porque la Iglesia es una «Iglesia de Amor», tiene que ser también una «Iglesia de Derecho»; el derecho canónico es, por eso, la concreción del amor a Dios y al prójimo en una de esas formas determinadas a las que no escapa nuestra pobre naturaleza.

No podemos adivinar si el joven seminarista que empezó a estudiar Derecho veía las cosas de esta manera, pero, en cualquier caso, actuaba de acuerdo con esta convicción: lo que el Señor le iba a pedir que realizara en el mundo tendría carácter jurídico. Y por eso se inscribió en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza, donde estudió -y es importante reseñarlo- no sólo Derecho Canónico, sino una carrera civil, una licenciatura en Derecho que comprendía Economía Política, Derecho Natural, Historia del Derecho, Derecho Civil y Penal, Derecho Internacional Privado, Derecho Tributario, Administrativo y Mercantil, etc.

Al regresar de Perdiguera dedicó especiales esfuerzos a las asignaturas que hemos nombrado en último lugar, haciendo durante los cursos 1925-26 y 1926-27 los exámenes previstos y consiguiendo buenas calificaciones. En enero de 1927 recibió el título de Licenciado en Derecho.

Cuando, en el verano de 1981, estuve en Zaragoza pude conversar con un jurista, Juan Antonio Cremades Royo, que había conocido al Fundador del Opus ;Dei en 1925. Tenía 15 años por aquel entonces y recuerda que vio por primera vez a Mons. Escrivá de Balaguer cuando celebraba la` Santa Misa en la iglesia de San Pedro Nolasco, que regían los jesuitas. Más tarde, en los suburbios de Zaragoza, participó en las catequesis para niños y jóvenes con aquel sacerdote de aspecto simpático. «Causaba una gran impresión a los jóvenes -afirma Cremades-; tenía una cierta tendencia a engordar, poseía un acusado sentido del humor y también capacidad de adaptación.» Sobre esto último recuerda una anécdota: «En la Facultad de Derecho de Zaragoza había un Catedrático al que los alumnos aplaudían en sus clases y le animaban con gritos y aclamaciones; en vez de permanecer sentados en sus bancos, rodeaban la mesa del profesor, quien explicaba accionando vivamente con sus brazos y manos, teniendo con frecuencia extendido el dedo índice. A veces alguno le cogía el dedo, lo que no era obstáculo para que el profesor siguiera explicando con el dedo cogido, hasta que violentamente lo retiraba, escuchando vivas y aplausos. Josemaría, con humor, se adaptaba a este estilo, entre otras cosas porque si no lo hubiera hecho hubiese encontrado dificultades para aprobar la asignatura» (31).

Por entonces, don Josemaría empezó a dar clases de latín a algunos compañeros de curso, porque el Catedrático de Derecho Canónico exigía en el examen saber traducir los cánones del Codex luris Canonici. Además, ganaba dinero para el sustento de la familia -tenía que mantener a su madre y sus hermanos- gracias a su actividad como profesor en el «Instituto Amado», donde era profesor de Derecho Romano y Derecho Canónico. Este Instituto preparaba a los alumnos para muchas carreras universitarias y para los exámenes de ingreso en las Academias Militares y en otros cuerpos o dependencias del Estado. El fundador y director de este Instituto (un Capitán de Infantería y Licenciado en Ciencias Exactas, Santiago Amado Lóriga) gozaba de prestigio gracias a la calidad de su plantel de profesores. He tenido en mis manos el cuaderno número 3 del primer año de la revista «Alfa-Beta» (marzo de 1927), que el Instituto publicaba cada mes. En la portada se anuncian los cursos de preparación para el examen de admisión a oficial del Ejército y de la Marina; en la contraportada se publica una lista de todos los profesores (treinta y tres en total, entre ellos muchos profesores mercantiles, licenciados en Ciencias Naturales e ingenieros, y un solo sacerdote, Josemaría Escrivá), así como una lista de todos los cursos previstos, unos cincuenta en total. El buen Capitán Amado Lóriga había pensado realmente en todas las posibilidades, desde el cuerpo de Correos y el cuerpo general de la Compañía Arrendataria de Tabacos, hasta la dedicación a tiempo parcial o completo en el cuerpo de Prisiones, en los Ferrocarriles o en el Banco de España. Además, se anuncian cursos de francés, inglés e incluso alemán. Este número 3 de «Alfa-Beta» contiene también una curiosidad bibliográfica: la primera publicación de Josemaría Escrivá de Balaguer, que lleva el título de «La forma del matrimonio en la actual legislación española» (32). El artículo, firmado por «José María Escrivá y Albás, Presbítero y Abogado, Profesor de los cursos de Derecho Canónico y Romano en el Instituto Amado», trata el problema de la admisión, validez y aplicación del matrimonio civil en la España de aquel tiempo. Y es que los intentos de conmover los fundamentos del matrimonio como sacramento de origen divino y de hacer desaparecer esta convicción de la conciencia general, presentando el matrimonio como un mero contrato de carácter civil, no habían cesado a lo largo de todo el siglo XIX y se habían visto coronados por el éxito en casi toda Europa. Ni siquiera en los estados en los que la Iglesia estaba fuertemente arraigada en la sociedad, como en España, Italia o Bélgica, fue posible, a la larga, mantenerse al margen de esta evolución, aun cuando se produjera con más lentitud y se intentara detenerla en varias ocasiones. Sin querer abundar aquí en el complicado tema, se puede constatar que el artículo de Mons. Escrivá de Balaguer llama la atención por su precisión dogmática y jurídica y por sus vastos conocimientos de la legislación civil y eclesiástica. No se queda corto en su crítica a la «expansión» del matrimonio civil, o sea, a su introducción por la puerta trasera de la legislación, a través de los intrincados senderos de ciertas disposiciones legales. Subraya, además, el carácter iusnaturalista del matrimonio y su institución de carácter divino para todos los hombres, y no sólo para los cristianos. Por ello, cierra sus consideraciones con estas palabras: «Debe quedar el matrimonio civil en España reservado, si ha de producir un lazo legítimo y de legítimos efectos, para aquellos no bautizados que quieran formar una familia conforme a las divinas prescripciones» (33).

Nada más obtener la licenciatura en Derecho, presentó una solicitud al entonces Arzobispo de Zaragoza, Mons. Rigoberto Doménech, pidiendo permiso para trasladarse a Madrid, pues. el doctorado en Derecho Civil sólo podía obtenerse en la Universidad Central. Con fecha del 17 de marzo de 1927 se le comunicó que se accedía a su petición: podría residir durante dos años en Madrid para preparar la tesis doctoral y obtener el título correspondiente.

El 28 de abril de 1927, ya en Madrid, se inscribió en la Facultad de Derecho y se presentó a varios exámenes complementarios, por ejemplo Historia del Derecho Internacional y Filosofía del Derecho. Empezó a orientar sus investigaciones hacia los campos del desarrollo de la literatura jurídica en España y hacia la política social. Pero a partir de octubre de 1928 el nacimiento del Opus Dei y su desarrollo posterior absorbió por completo su vida.

Mejor dicho: se fundió en una unidad absoluta con su vida. Sin embargo -y también esto le caracteriza-, mantuvo durante largos años su propósito de hacer el doctorado. El P. José López Ortiz, agustino (que luego sería Obispo de Tuy-Vigo y, más tarde, Arzobispo Titular de Grado y Vicario General Castrense), comenta que, cuando en 1939, después de la Guerra, encontró al Fundador del Opus Dei en Madrid (lo había conocido en el verano de 1924), éste le comentó, entre otras cosas, que estaba trabajando en su tesis doctoral sobre «La Abadesa de las Huelgas» (34). Es decir, perseveraba en su propósito, aunque habían pasado doce años desde que comenzó a prepararse para el doctorado y había tenido que abandonar su primer tema, relacionado con la ordenación sacerdotal de mestizos y cuarterones en los siglos XVI y XVII, porque en la guerra se habían perdido las fichas de investigación y su biblioteca privada.En diciembre de 1939 leyó, por fin, su tesis doctoral. Todavía tendrían que transcurrir otros cinco años hasta que se pudiera publicar como libro aquel amplio trabajo teológico-jurídico (35). Pero se publicó... como fruto de la perseverancia.

El último capítulo de «Camino» está dedicado al tema de la «Perseverancia», esa humilde hija del amor, hermana pequeña de la fidelidad, «corredora de fondo» entre las virtudes. Sin ella, en ningún campo de la actividad humana hay frutos: ni en la agricultura, ni en el propio camino, ni en el apostolado cristiano. Sin ella, ni se puede ganar algo de valor ni se puede conservar lo ganado. Algo que tiene validez tanto para el cuidado de un césped inglés como para la salvación de las almas. Muchos motivos que habrían sido lógicos hubieran justificado que se interrumpiera el trabajo y que nunca se publicara el libro. Pero el espíritu del Opus Dei, el espíritu de ese seguimiento de Cristo que se concreta en el cumplimiento perseverante de todas las tareas humanas, exige que se termine un trabajo que se ha comenzado: «Comenzar -escribe el Fundador en "Camino"- es de todos; perseverar, de santos...» (36). Y esto vale también para los que escriben tesis doctorales u otra clase de libros.