9. Sacerdote

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

En 1940, por indicación del Fundador del Opus Dei, Álvaro del Portillo, José María Hernández de Garnica y José Luis Múzquiz se dispusieron a avanzar en los estudios eclesiásticos requeridos para el sacerdocio, sin abandonar el trabajo profesional ni tantas tareas apostólicas. Lo explicaba don Álvaro años después: 

"-¡Todo fue muy sencillo! No hay nada barroco en la Obra. Nuestro Padre sabía perfectamente que podía disponer de nosotros, y nosotros respondimos libremente, sin ninguna coacción".

Recordé esta explicación al conocer una escena relatada por Encarnación Ortega. Cuando Mons. Leopoldo Eijo y Garay, Obispo de Madrid-Alcalá, supo que Álvaro iba a recibir la ordenación sacerdotal, le preguntó:

"-Álvaro, ¿te das cuenta de que vas a perder personalidad? Ahora eres un ingeniero prestigioso, y después vas a ser un cura más".

A don Leopoldo le conmovió la respuesta:

"‑Señor Obispo, la personalidad hace muchos años que se la he regalado a Jesucristo".

De acuerdo con las facultades concedidas por el Obispo de Madrid-Alcalá, los futuros sacerdotes recibieron una preparación flexible, pero profunda, gracias a la calidad del profesorado y también a la talla intelectual de los propios alumnos, como se explica con detenimiento en tantos libros sobre el Fundador. 

De la formación pastoral se ocupó en directo el Beato Josemaría Escrivá, que dirigió también los días de retiro espiritual previstos antes de la ordenación: del 13 al 20 de mayo de 1944, en una zona de invitados dentro del Monasterio del Escorial. 

Nada más terminar, al final del día 20, en la capilla del palacio episcopal de Madrid, recibieron la tonsura, según lo establecido en aquella época por las leyes de la Iglesia. Luego, los días 21 y 23, las órdenes menores. 

El 28 de mayo, Mons. Marcelino Olaechea, Obispo de Pamplona, les confirió el Subdiaconado en el oratorio de Diego de León. El 3 de junio, en la capilla del Seminario de Madrid, el Diaconado, de manos de Mons. Casimiro Morcillo, Auxiliar de Madrid-Alcalá. Finalmente, Mons. Leopoldo Eijo y Garay ofició la ordenación de presbíteros el 25 de junio, en la capilla del palacio episcopal.

Con los años, el retablo de esta capilla se trasladaría a la Almudena, la nueva catedral de Madrid, para enmarcar la talla de la Patrona de la diócesis. Pero, mucho antes, don Álvaro prestaría a don Leopoldo desde Roma una inestimable colaboración, con vistas a la coronación canónica de esa imagen, que tuvo lugar el 10 de noviembre de 1948. 

Al día siguiente, el Patriarca dictó una sentida carta de agradecimiento a don Álvaro: "Millones de gracias por su diligencia anunciándome por cable la concesión del oportuno Breve de S. Santidad para la coronación canónica de la Santísima Virgen de la Almudena". Y añadía más adelante: "Mucho he pedido al Señor que premie a V. el grandísimo favor que me y nos hizo. Si no fuera por V., habría llegado el día y no habría podido hacerse la coronación. ¡Y cuántas gracias debemos al Emmo. Sr. Card. Tedeschini que apenas le habló V. lo arregló todo rapidísimamente!"

Don Álvaro celebró la primera Misa solemne el 28 de junio de 1944, en la capilla del Colegio del Pilar. Le asistieron dos religiosos, el P. José Manuel de Aguilar, dominico, y el propio director del Colegio, P. Florentino Fernández. Su hermana Pilar recuerda un detalle curioso, que coincide con un suceso semejante en la vida del Fundador del Opus Dei: tampoco fue su madre la primera persona en recibir la Comunión de manos de don Álvaro, porque se anticipó una tía suya, Carmen, su madrina.

Desde entonces, en el ambiente familiar y entre los amigos, se grabó la sencillez y piedad con que don Álvaro celebraba el Sacrificio Eucarístico. Carlos del Portillo cuenta una anécdota expresiva. Don Álvaro fue a decir Misa alguna vez en el oratorio privado de sus tías Pilar y Carmen. La portera de la casa, Elvira, pedía permiso para asistir. Un día les confió:

"‑Es que el señorito Álvaro... ¡dice la Misa tan perfeccionada!"

He participado muchas veces en la Misa celebrada por don Álvaro. Su atención y pausa denotaban que saboreaba el valor infinito del Sacrificio Eucarístico, "prodigio inefable que la Omnipotencia de Dios renueva cada día", sintetizaba. Nunca denotaba prisas, ni siquiera cuando la hora era temprana, porque comenzaba un largo viaje. Cuidaba amorosamente los detalles. Vivía a fondo las cuatro cuentas de la Misa: adoración y gratitud, desagravio y súplica. Y se metía de lleno en los textos litúrgicos. De hecho, aludía muchas veces a las lecturas o a las oraciones del día, a pasajes que habían golpeado especialmente su alma.

Por encima de todo, me impresionaba la intensidad al Consagrar: la pausada pronunciación de las palabras, natural y solemne a la vez; la elevación del Cuerpo y de la Sangre, con la mirada fija en las Especies Eucarísticas, mientras alargaba al máximo los brazos -mi sensación personal era como de unión del cielo y de la tierra casi física en ese instante inefable‑; la detenida genuflexión, según el antiguo consejo del Beato Josemaría.

Y, al terminar, me conmovía la amplísima bendición: llevaba su mano derecha muy alto y hasta abajo, y a izquierda y derecha; su gesto reflejaba que bendecía al mundo entero, y no sólo a las personas que estábamos presentes.

Su capacidad de embeberse en la acción litúrgica, se manifestaba también en ceremonias más solemnes, a las que asistía un público numeroso, o se salían del rito habitual: bendecir un matrimonio, dar la primera Comunión, ordenar presbíteros, celebrar para la corporación universitaria de Navarra. Ponía los medios, antes, para prever lo necesario, y animaba luego al maestro de ceremonias a mandar sin vacilaciones, para preocuparse sólo de obedecer y de mantener la presencia de Dios. Aunque apenas tenía oído musical, le gustaba el canto litúrgico: tanto la sobriedad austera del gregoriano, como los motetes que habían cuajado y formaban parte de la devoción popular.

Dentro de la habitual sobriedad de su lenguaje, las palabras de don Álvaro alcanzaban mayor expresividad cuando hablaba de la Eucaristía. Valga como botón de muestra su respuesta en el auditorium de la Universidad de Montreal en 1988:

"-Dios es infinitamente poderoso, infinitamente bello. No podemos imaginar cómo es. La música más dulce, la sinfonía más maravillosa, los colores más increíblemente bellos, todo el mundo, y el universo entero es nada a su lado. Y ese Dios infinitamente grande, infinitamente poderoso, infinitamente hermoso, se oculta bajo la apariencia de pan, para que nosotros podamos acercarnos a Él con confianza".

Mons. Javier Echevarría le acompañó en la peregrinación a Tierra Santa que colmó sus últimos días en la tierra. Y el 28 de enero de 1995 expresaba en el aula magna de la Universidad de Navarra: "Recuerdo con viveza la conmoción interior con que se acercaba a los lugares por donde caminó Jesús, el sentimiento con que besaba y tocaba sus huellas terrenas, el profundo recogimiento con que se retiraba en oración o se disponía a celebrar el Sacrificio eucarístico. Viene especialmente a mi memoria su última Misa, particularmente metido en Dios, unido a Cristo, sintiéndose Cristo mismo ante el altar en el que actualizaba como sacerdote el sacrificio de la Cruz. No puedo olvidar las imágenes intensas de ese tiempo en la iglesia del Cenáculo, junto al lugar donde Jesús, rodeado de sus Apóstoles, instituyó la Eucaristía".

Desde su ordenación, don Álvaro fue un apoyo aún más firme ‑cabría decir- para el Fundador del Opus Dei. La avalancha arrolladora de dones sobrenaturales que Dios otorgaba al Beato Josemaría exigía a su lado ‑por expresarlo así- un sacerdote inteligente y humilde, que pudiera acompañarle con verdadera proximidad. El Fundador debía discernir y confirmar los senderos que el Espíritu Santo abría en su alma ardorosa y vibrante, distinguiendo, si era el caso, entre lo que pertenecía a sus luchas interiores y lo que correspondía a la fundación. Realmente, sólo marchó adelante más tranquilo, cuando comenzó a abrir su alma a don Álvaro, primero como colaborador inmediato, ahora también como confesor.

A pesar de la claridad que mediaba entre el Fundador y don Álvaro, la primera confesión dio origen a una de las pocas escenas de su vida en que aparece un punto de nerviosismo. Lo relató públicamente en diversas ocasiones Mons. Escrivá de Balaguer: el 26 de junio de 1944, al día siguiente de la ordenación de don Álvaro, estaban ambos en el Centro de la calle Villanueva (Madrid), y le preguntó si había confesado ya a alguien. Al responderle que no, le confió que deseaba hacer confesión general con él. Apenas comenzada, don Álvaro sintió la preocupación de no olvidarse de la fórmula de la absolución: aunque la sabía de memoria, no la había impartido sacramentalmente aún nunca. En cuanto el Beato Josemaría acabó de hablar, don Álvaro empezó a recitar las palabras absolutorias, y el Fundador le interrumpió:

"-Comprendo, hijo mío, que no quieras darme ningún consejo, pero por lo menos me tienes que imponer la penitencia".

Así lo hizo don Álvaro, pero, cuando fue a comenzar las palabras de la absolución, se le olvidó la fórmula. Tuvo que ir diciéndosela el Fundador.

El alma sacerdotal de don Álvaro se expresaría también desde entonces en su pasión por el sacramento de la penitencia. Muchas veces utilizó la metáfora de la página o del libro abierto, que es preciso colmar de amor de Dios, sin dejar espacio al desaliento aunque se sienta el peso de tantas limitaciones personales:

"-Una buena meta para este año -aconsejaba en Roma el día primero de 1980-, será rellenar este libro en blanco, que hoy se abre, con el primor y la delicadeza que se ponía en la Edad Media para miniar aquellos pergaminos, que son una preciosidad, haciendo una caligrafía perfecta, sin borrones. Y como habrá manchas ‑porque todos tenemos la naturaleza caída, y estamos llenos de miserias‑, que no nos falte la valentía de reconocerlas como tales, para suprimirlas. ¿Y cómo las borraremos? Con la humildad y acudiendo al Sacramento de la Penitencia".

Insistía en esas disposiciones humildes y sinceras el Jueves Santo de 1982:

"-Siendo pequeño, veía con frecuencia que cuando los rebaños iban a cruzar un riachuelo, solían llevar delante un cabrito con un cencerro; con el ruido que hacía, se llevaba detrás a las ovejas, que le seguían sin miedo. Así sucede con la Confesión: si decimos primero lo que más cuesta, lo demás sale fácilmente a continuación".

Don Álvaro, imitando también en esto al Beato Josemaría, esperaba de los fieles del Opus Dei que llevaran muchas almas a la confesión. Por eso, se emocionó cuando conoció un comentario espontáneo del Papa Juan Pablo II el 4 de noviembre de 1980. Almorzaban ese día con el Santo Padre el Cardenal Wyszynski y otro obispo polaco. Y hablando del Opus Dei, entre otras cosas, el Romano Pontífice señaló que los fieles de la Prelatura tienen "el carisma de la confesión".

Relataba este suceso para urgir a sus hijos, porque "Dios da los carismas para emplearlos; no sólo para el provecho propio, sino para bien de los demás". La conclusión se imponía:

"-Llevad mucha gente al Sacramento de la Penitencia. Y para eso, lo primero, hijos míos, es confesarnos bien nosotros mismos".

Muchas veces oí a don Álvaro subrayar la importancia de la formación cultural y doctrinal-religiosa de los miembros del Opus Dei, y especialmente de los sacerdotes. Se trataba de armonizar la hondura de quienes -en la vida civil‑ eran profesionales de la inteligencia, con la necesidad de evitar demoras innecesarias en el cumplimiento de los planes de estudio. Un punto de urgencia en esta línea consistía en no retrasar las tesis doctorales, según lo que don Álvaro había vivido y aprendido del Fundador.

Mons. Escrivá de Balaguer estableció, como regla general, que los sacerdotes del Opus Dei, además de obtener el doctorado en una ciencia eclesiástica, contasen con un doctorado civil. Sucedió que los tres primeros sacerdotes eran ingenieros, y en aquella época no existía doctorado en las Escuelas Técnicas Superiores de España. Por esto, ante la imposibilidad de ser doctor en ingeniería, Álvaro se matriculó en la Facultad civil de Filosofía y Letras.

Cursó la carrera con dispensa de escolaridad. Consiguió el título de licenciado el 24 de abril de 1943, y obtuvo el doctorado un año después, el 12 de mayo de 1944, en la Universidad Central (Madrid), con una tesis titulada Primeras expediciones españolas a California, dirigida por el catedrático Cayetano Alcázar Molina. Había ido documentándose poco a poco, consultando sobre todo el Archivo Histórico Nacional de Madrid y el Archivo de Indias en Sevilla. Tuvo que ganar tiempo al descanso, pues sólo se dedicó en exclusiva a la tesis durante los días de primavera que pasó en una casa de campo cerca de Piedralaves (Ávila). Su trabajo obtendría el primer premio extraordinario de doctorado en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, y sería publicado en un extenso libro, con él título Descubrimientos y exploraciones en las costas de California.

Cuando pasaron los años, y el Beato Josemaría y don Álvaro se establecieron definitivamente en Roma, el Fundador no le perdonó el doctorado eclesiástico: lo obtuvo en 1948, en Derecho Canónico, en la Pontificia Universidad de Santo Tomás (el Angelicum entonces).

Aparte de consideraciones espirituales, pienso que la rapidez y calidad de su tesis de 1944 fueron posibles por la inteligencia de don Álvaro, por su facilidad de escritura y por su excepcional memoria. Era esta última una cualidad natural, agrandada por el cariño, como pude comprobar en infinidad de ocasiones. Y, en el plano personal, debo reconocer que he enriquecido a su vera mi escueto estilo castellano. Siempre me admiró su soltura lingüística, a pesar de vivir fuera de España desde 1946.

En su trabajo habitual, consultaba los diccionarios, también para encontrar sinónimos y evitar repeticiones que hacen fatigosa la lectura. Sin embargo, no tenía propiamente una preocupación estilística, en el sentido usual de este término. Tanto por su formación intelectual, como por razones pastorales, le interesaba el don de lenguas, el deseo de hablar y escribir de modo exacto y asequible, con expresiones también agradables, que facilitasen la comprensión de un mensaje espiritual y apostólico.

Pienso que influía también en su sobrio modo de escribir el conocimiento de la lengua latina. La había estudiado en el bachillerato español con buenas notas, pero se ocupó luego de perfeccionarla, especialmente desde los años cuarenta. Hablaba y redactaba con fluidez en latín eclesiástico, que utilizaría en el gobierno del Opus Dei, así como en su abundante trabajo en diversos Dicasterios de la Curia Romana. Mons. Francesco di Muzio testimoniaba, en Avvenire, 27-III-94, su "fino gusto por la epigrafía latina y el arte romano".

Al recibir la ordenación, don Álvaro abandonó su actividad profesional civil, y se dedicó por completo al ejercicio del ministerio sacerdotal, sin dejar lógicamente -es más: aumentándolas‑ las tareas relativas a la dirección del Opus Dei.

Su predicación será desde entonces como un eco permanente de las enseñanzas del Beato Josemaría. Pero con un estilo distinto, como menos novedoso. Quizá por su carácter reflexivo, don Álvaro fue más brillante escribiendo que hablando. Sin embargo, sus palabras llegaban con facilidad al hondón de las gentes. Tal vez porque sus gestos, y su voz suave y profunda, traslucían la magnitud del cariño hacia los interlocutores, junto con una palpable humildad:

"-Lo importante no es lo que diga yo -repitió en infinidad de ocasiones cuando comenzaba a charlar-; lo importante es lo que el Espíritu Santo sugiere en el alma de cada uno, en la mía también".

Evitaba en lo posible palabras técnicas o muy especializadas; y, cuando resultaban ineludibles, las explicaba con la oportuna digresión. Sentía como el deber de la claridad, y lo conseguía aun a riesgo de abandonar con frecuencia el tronco común del discurso, para precisar matices o detallar aspectos complementarios. En su exposición subrayaba la raíz de los asuntos: con una profundidad alejada de complicaciones. Recordaba a un buen maestro, lleno de sentido común y de rigor teológico, deseoso de suscitar el entendimiento reflexivo -sin dejar cabos sueltos-, en vez de al líder más o menos carismático que quiere por encima de todo imponer sus convicciones. Sus parlamentos eran al cabo extensos, pero afables y esclarecedores.

Hablaba con vigor y sencillez. No necesitaba recurrir a muchos argumentos para lograr la adhesión de sus interlocutores. Les ganaba la hondura de su fe, la autenticidad y coherencia de vida cristiana que desbordaba por todos los poros. No convencían quizá sólo las palabras en sí, sino cómo las decía, con tono y gestos tan verdaderos que resultaba casi imposible no aceptarlas. Ramona Sanjurjo asistió en 1945 a unos ejercicios espirituales que dirigió don Álvaro en Vigo. Ella vivía activamente la fe católica, pero -reconoce- "nunca había oído hablar así del Amor de Dios. Fue para mí un gran descubrimiento".

Dominaba en sus palabras la ternura y la precisión, sin pretensión retórica alguna. Le movía sólo la finalidad de mejorar la relación con Dios, las exigencias de la caridad y la eficacia del trabajo apostólico. Se basaba siempre en la Escritura Santa; luego, su fuente más inmediata era el Beato Josemaría: sus escritos, sus enseñanzas, el ejemplo de su vida heroica. Con su amplia formación teológica y doctrinal, no se limitaba a formular propósitos teóricos, porque sobre todo le robaba el alma el firme deseo de encarnar el Evangelio y el espíritu específico de la Obra.

Aprendió bien del Beato Josemaría que dirigir una meditación consistía en hacer en voz alta su oración personal. Resultaba patente. El 2 de octubre de 1983, aniversario de la fundación del Opus Dei, Andrés Rueda tuvo ocasión de darle las gracias por lo que les había dicho ese día durante la meditación de la mañana. Y don Álvaro contestó:

"-¿Lo que os he dicho? ¡Si yo se lo he dicho a Dios!"

En su predicación, era cordial, comprensivo, afable, pero muy exigente. Empleaba mucho el adverbio más, para transmitir la urgencia del Amor de Dios. Enfrentaba delicadamente a cada persona con su responsabilidad de querer a Dios y a las almas. Fue de veras su insistencia fundamental y continua, en la que todo confluía, hablara de lo que hablara: la urgencia en el amor, pues en la caridad radica la plenitud de la vida cristiana.

Don Álvaro encarnó fielmente el modelo sacerdotal que proponía el Fundador del Opus Dei: fue sacerdote cien por cien, a la medida de la radical donación de Cristo. Lo resumía Mons. Javier Echevarría en la fecha en que se habrían cumplido las bodas de oro sacerdotales de don Álvaro: "Sus dotes humanas y espirituales constituyen como un compendio de las virtudes que deseamos encontrar en el sacerdote, ministro de Cristo y servidor de las almas: inteligencia humilde, piedad sencilla, entrega plena a los demás, solicitud y misericordia por los débiles y necesitados, fortaleza de padre, paz contagiosa. He visto condensadas esas cualidades en una frase de San Agustín: 'La morada de la caridad es la humildad' (De Virginitate, 51)".

Su gran corazón le llevó a venerar el estado sacerdotal y el religioso (cfr. Camino, 526), a sentir a fondo la fraternidad con los hermanos en el sacerdocio. Me conmovía cómo trataba a Luis de Moya, un sacerdote de la Prelatura tetrapléjico desde que sufrió un gravísimo accidente de tráfico en abril de 1991. Don Álvaro le vio en bastantes ocasiones, tanto en la Clínica Universitaria de Navarra, como en el Colegio Mayor Aralar de Pamplona. Vivía con él detalles de especial ternura. Y se alegró muchísimo al saber que volvía a hablar bastante bien después de una traqueotomía: en rigor -le confirmaba-, para ejercer el ministerio sacerdotal, lo esencial son la voz y la intención. Más de una vez observé cómo le consolaba al besar sus manos yertas:

"-No puedes moverlas, pero tienen el poder divino de perdonar los pecados: aunque no las mueves, abren las puertas del Cielo".

Esas escenas traslucían el amor de don Álvaro a los sacerdotes, sustentado en su fe en el orden sacramental y en su misión insustituible de mediación entre Dios y los hombres. Les dedicó mucho tiempo, tanto en su trabajo de gobierno, como en sus escritos o en su predicación. Les quería fraternalmente y admiraba la heroicidad de sus virtudes. Cuando se dirigía a ellos, usaba una frase de Mons. Escrivá de Balaguer: "vender miel al colmenero". La adaptó con sentido del humor, cuando estuvo con sacerdotes de Manila en 1987: era como "vender cocos en Filipinas". No dejaba de inculcarles la importancia de la fraternidad sacerdotal, de visitar a los que puedan estar más aislados, para reforzar su optimismo y servirles con alegría.

Sintió también, hasta sus últimos pasos en la tierra, la premura de las vocaciones para el sacerdocio. La transmitía a todos, también a los seglares, como en septiembre de 1983, ante decenas de miles de personas en Retamar (Madrid):

"-Rezad con insistencia por los seminarios. No es cosa ajena a nosotros. Ninguno puede desentenderse de esto. Es obligación de todos los fieles de la Iglesia".

Como es natural, don Álvaro recordaba a los propios sacerdotes esa preocupación de perpetuar su ministerio. Así lo resumía en febrero de 1988 a sacerdotes y seminaristas de Chicago:

"-Cuando llegue el momento de rendir cuentas a Dios, conviene que cada uno de nosotros haya dejado al menos un sucesor en el ministerio sacerdotal".

Y añadía, continuando el consejo del Fundador del Opus Dei a sus hermanos sacerdotes diocesanos:

"-Como uno puede fallar, más vale que busquemos dos o, mejor todavía, tres".

Una manifestación práctica de ese espíritu fue la constitución de colegios eclesiásticos de carácter internacional junto a la Universidad de Navarra (luego también en Roma, cuando se creó el Pontificio Ateneo de la Santa Cruz). Al ponerse en marcha en Pamplona el Bachillerato en Teología ‑tras la promulgación de la Constitución Apostólica Sapientia Christiana en 1979‑, Obispos de diversos países comenzaron a enviar a algunos de sus seminaristas. Después de estudiarlo también con el Arzobispo diocesano, don Álvaro comenzó las gestiones para disponer de un centro adecuado cara a la formación espiritual y humana de esos candidatos al sacerdocio que realizaban sus estudios filosófico-teológicos en la Universidad de Navarra. En 1988 la Santa Sede erigió el Colegio Eclesiástico Bidasoa.

En abril de 1990, don Álvaro acudió a Bidasoa, para estar un buen rato con los alumnos: se formaban allí entonces un centenar de seminaristas, procedentes de veinte países y de unas cincuenta diócesis. Fue para mí una experiencia inédita acompañarle.

"-Hijos míos -les señaló al comienzo-, un sacerdote que no lucha para ser santo, hace un daño muy grande a la Iglesia. Un sacerdote tibio, descuidado, abandonado, hace mucho daño a las almas. De modo que debéis pedir al Señor que os dé siempre una vibración sacerdotal muy grande, muy grande. Y para eso, hay que poner los medios: vivir cada día con mucha presencia de Dios". Recuerdo el tono paternal con que les habló de amor a la Virgen, de cortejar al Señor en el Sagrario, de piedad y de estudio, de espíritu de servicio, de docilidad a los propios Superiores diocesanos, de vivir la fraternidad sabiendo comprender y perdonar..., de tantos temas ‑también al hilo de las preguntas de los chicos- que componían una síntesis atractiva de espiritualidad sacerdotal.

Desde luego, su veneración al sacerdocio resultaba inseparable de su amor a los religiosos, bien compatible con la realidad de que el Opus Dei nada tiene que ver con ese estado canónico. Su afecto a esas almas consagradas fue creciendo desde que conoció y comenzó a tratar a tantos amigos del Fundador. Algunos serían profesores suyos y de los primeros miembros del Opus Dei que recibieron la ordenación sacerdotal. No parece preciso reiterar nombres y noticias que aparecen con detalle en la bibliografía sobre Mons. Escrivá de Balaguer. Sólo mencionaré que, a raíz de la muerte de don Álvaro, se recibieron abundantísimas noticias de cardenales, de obispos y sacerdotes, de religiosos y religiosas, que le manifestaban especial afecto y gratitud, y admiraban su personalidad humana y espiritual. Había ayudado a resolver problemas pastorales o dificultades jurídicas; les había dirigido retiros espirituales o pláticas; y atendió sacerdotalmente a tantas personas consagradas que acudían a su consejo bien experimentado.

El alma sacerdotal de don Álvaro le llevaba también a vivir las exigencias de la justicia. Muchas veces le he oído subrayar la necesidad ineludible de esa virtud para la convivencia pacífica. No se refería sólo a las cuestiones englobadas en torno a la doctrina social de la Iglesia. Su intenso deseo de una paz equitativa se anclaba en el mensaje central de Cristo, "que vino a traer al mundo, no el odio ni la lucha de clases, sino el amor". Tenía que ver con la lucha personal por santificar el propio trabajo, llenándolo de contenido ético y de espíritu de servicio a cada persona y a toda la sociedad. De ahí surgirían también ‑tendré ocasión de exponerlo más adelante- infinidad de iniciativas, que promovían directamente condiciones de vida humanas y dignas entre las gentes más desfavorecidas en tantos países del mundo.

Recomendaba, en primer lugar, poner los medios sobrenaturales: la oración y la mortificación; y, luego, hablar, procurar entenderse con todos, aprender a comprender a los demás. Repetía un ejemplo gráfico del Fundador del Opus Dei: tantas veces, en estos campos, lo que para uno es convexo para otro es cóncavo. Se puede y se debe transigir, buscar una solución común, escuchando y sopesando las razones de otras personas. A veces, aducía la proverbial capacidad de los italianos para buscar fórmulas de entendimiento. Desde luego, no se podía transigir en cuestiones del dogma católico, o cuando están en juego derechos inviolables de la Iglesia o de la persona... Pero, en otras cosas, sí. Esa firmeza constituía la mejor salvaguardia de una amplísima libertad.

Para los que se dedicaban a la política, evocaba un antiguo consejo sacerdotal del Beato Josemaría Escrivá: vivir el signo más, no chocar con los demás, no hacer que los demás se aparten, buscar lo que une y no lo que separa. Además, el signo más es el signo de la cruz: supone mortificación, sacrificio, paciencia.

El amor a la libertad fue un rasgo dominante de la personalidad humana y del alma sacerdotal de don Álvaro. Se emocionaba ante el albedrío, don de Dios, privilegio del hombre, que aletea en todos los misterios de la fe, sin desconocer su claroscuro. No dejó de aludir con realismo a tristes voceríos que conducen a trágicas servidumbres. Dirigió el Opus Dei con prudentes normas pastorales. Pero, lejos de todo pesimismo antropológico, manifestaba su amor a la espontaneidad personal, convencido de que la comprensión y la confianza fundamentan una convivencia armónica, plural, plena de libertades. En 1980, al responder a una pregunta sobre dificultades reales para promover centros docentes en un país desarrollado, señalaba:

"-El diablo tiene dos grandes aliados: uno, la ignorancia; otro, la falta de libertad".