6. La guerra de España

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

El 1 de septiembre de 1976, en Solavieya, poco antes de regresar a Roma, sirvieron en la comida una botella de Cigales, que habían regalado de Valladolid. Aunque habitualmente no tomaba vino, don Álvaro quiso aquel día probarlo, para recordar su estancia en Cigales, donde el Ejército le había destinado en enero de 1939, cuando ya terminaba la guerra civil española.

Al estallar la contienda, vivía con sus padres y hermanos. Ramón, Pepe y Paco se refugiaron pronto en diversos lugares de Madrid. En cambio, Álvaro continuó en el domicilio paterno: allí regresó desde la Residencia de Ferraz la tarde del 19 de julio de 1936, por indicación expresa del Beato Josemaría. Dentro de las cautelas que exigía la prudencia, llevó vida bastante normal, con su temple sereno y valiente. Salvo cuando lo impidieron circunstancias ineludibles, mantuvo un contacto habitual con el Fundador y los demás miembros del Opus Dei que permanecían en la capital de España.

Junto a la casa familiar en Conde de Aranda 16, había un colegio, que fue transformado en cuartel. Un día, Álvaro llegó tarde a casa, y no conseguía abrir el portal. Entonces, entró decididamente en el cuartel vecino y pidió por favor si podían echarle una mano: los soldados que estaban de guardia le ayudaron en el acto. Escuché esta anécdota a don Álvaro en junio de 1976, sin precisar la fecha en que sucedió; pudo, incluso, ocurrir tiempo después, cuando su quinta había sido llamada a filas y era jurídicamente desertor.

Siguió en Conde de Aranda, hasta el 13 de agosto. Esa fecha, por la mañana, temprano, se presentaron unos milicianos en el domicilio de un vecino, Cristino Bermúdez de Castro, hijo de un general muy conocido. Su mujer bajó a la casa de los Del Portillo por la escalera interior, tratando de esconder algunos objetos de valor. Pero los milicianos llegaron casi a la vez que ella, y registraron la casa. Cuando entraron en el cuarto de Álvaro, se metió algo en la boca y comenzó a mascar. Pilar del Portillo piensa que podía ser la relación de sus amigos, con direcciones y teléfonos. Le preguntaron a gritos:

"‑¿Y tú, qué estás mascando?"

Álvaro respondió con seguridad:

"‑Un papel".

Ningún miembro de la familia pudo moverse hasta la hora de comer. Los milicianos trataban de evitar que avisaran a Cristino Bermúdez de Castro. Consiguieron detenerlo, y tras el juicio sumarísimo de un tribunal popular, fue fusilado aquella misma noche. También detuvieron aquel día a don Ramón del Portillo, y se lo llevaron a un lugar desconocido.

En esa situación, Álvaro no tuvo más remedio que buscar un refugio. Poco después, se trasladó con su hermano Pepe a un chalet retranqueado en la acera izquierda de la calle Serrano, saliendo desde la Puerta de Alcalá, propiedad de unos amigos de la familia. Los dueños habían puesto un papel con la bandera de Argentina, pensando que les ayudaría a evitar sobresaltos, aunque, en realidad, la casa no estaba bajo la protección de aquel país.

Al cabo de unas semanas, sintió la curiosidad de saber si seguía aún en la nómina del Ministerio de Obras Públicas, donde trabajaba al comenzar la guerra. Nadie le había dado de baja y, es más, pudo cobrar los sueldos pendientes de retirar. Entonces se le ocurrió algo que antes nunca hacía: ir a celebrarlo a La Mezquita, una cervecería próxima, situada en la glorieta de Alonso Martínez, donde termina la calle Sagasta:

"-Hasta tal punto tenía nublada la inteligencia, que ni siquiera entré en el local: me senté tranquilamente en las mesas de fuera, entre la gente que transitaba por la acera. No caí en la cuenta de que en cualquier momento podían pedir la documentación, y en ese caso me habrían encarcelado inmediatamente".

Pero resultó providencial. Allí le encontró don Álvaro González, padre de José María González Barredo, uno de los más antiguos miembros del Opus Dei. Don Álvaro González le explicó que tenía al Beato Josemaría en su casa, muy cerca de allí, en la calle Caracas. Estaba descansando un poco, porque no podía más. Pero no era posible darle refugio permanente, porque el portero de la finca no era de confianza.

"-Entonces -relataba don Álvaro del Portillo-, ni corto ni perezoso, le respondí: -Pues que se venga conmigo".

De este modo, el Beato Josemaría se reunió con Pepe y Álvaro del Portillo en el chalet de la calle de Serrano. Más tarde fue también con ellos Juan Jiménez Vargas, miembro del Opus Dei. Pero, apenas transcurridas tres semanas, supieron que el lugar tampoco ofrecía seguridad. Comenzaron con urgencia gestiones para encontrar otro refugio. Días después, Álvaro acompañaría al Fundador cuando llegó a la casa del profesor Eugenio Sellés, en la calle Maestro Chapí 11, donde estuvo tres días.

Álvaro se trasladó finalmente a un local de la Embajada de Finlandia, donde permaneció hasta los primeros días de diciembre de 1936, en que la legación fue asaltada por las milicias populares. Recluyeron a los refugiados en la cárcel instalada en el antiguo Colegio de San Antón. Cuando se enteró su madre, fue a visitarle, también para llevarle comida, nada fácil de conseguir en aquellos días. Nunca se la entregaron. Pasó, pues, mucha hambre y sufrió infinidad de humillaciones. Lo contaba ‑puntualiza su hermana Pilar- "con gran paz, sin rencor, pero con pena por aquellas personas que se habían dejado llevar por el odio". Cuando lograban verle su madre y su hermana, les insistía en que no se preocupasen: "vivía aquella situación ‑concluye Pilar- con una gran serenidad, con aquel sosiego interior que le caracterizaba".

Rara vez habló don Álvaro de ese período de su vida. Una de esas pocas ocasiones fue en Cebú, a finales de enero de 1987. Para subrayar la necesidad de amar y promover la paz, aludió incidentalmente a la persecución contra la Iglesia desencadenada en España durante la guerra civil:

"-Yo no había intervenido en ninguna actividad política, y no era sacerdote, ni religioso, ni seminarista, sino estudiante de Ingeniería; y me metieron en la cárcel, sólo por ser de familia católica. Entonces llevaba gafas, y alguna vez se me acercó uno de los guardias -le llamaban Petrof, un nombre ruso-, me ponía la pistola en la sien y decía: tú eres cura, porque llevas gafas. Podía haberme matado en cualquier momento. No lo hizo porque Dios pensó que aún podía dar mucha guerra al diablo, o que no era digno del Cielo. Fue algo tremendo".

En enero de 1992, en una tertulia en Viena con fieles del Opus Dei, estaban un croata y un esloveno. Humeaban aún las secuelas de un duro conflicto, con muchas víctimas personales, en el que se habían destruido también numerosas iglesias católicas. Don Álvaro les habló de la necesidad de perdonar. Y, en ese contexto, relató otro suceso de San Antón:

"-Había una capilla en la que estaban encerrados cuatrocientos presos. Una vez, un miliciano comunista se subió al altar pateándolo y puso una colilla en los labios de un santo; entonces, uno de los que estaban conmigo se subió al altar y le quitó la colilla. Lo mataron inmediatamente por haber hecho eso. Era un odio a la religión increíble. Pues hay que saber perdonar".Álvaro continuó encarcelado hasta el 29 de enero de 1937. Lo dejaron en libertad al día siguiente de juzgarle. Como no podía ser recibido en la Legación de México, donde estaban sus padres con los hermanos más pequeños, buscó otro refugio. Acabaría en el Consulado de Honduras, con el Fundador y otros miembros del Opus Dei.

No es necesario reiterar las privaciones y la dureza del encierro, compatible con el clima de paz, aprovechamiento del tiempo -allí comenzó a estudiar japonés, además de alemán- y espíritu sobrenatural que se palpaba en aquella pequeña habitación: esas escenas están descritas por los biógrafos de Mons. Escrivá de Balaguer, gracias también a los expresivos dibujos del propio Álvaro, que precisan la situación del cuarto durante el día, y la distribución de las colchonetas a la hora del descanso nocturno.

Uno de los momentos más duros para Álvaro en esta etapa fue la muerte de su padre. Habían detenido a don Ramón del Portillo en agosto de 1936, y sólo a comienzos de 1937 fue informada la familia de que estaba en la cárcel de San Antón. Había tanta gente -e incomunicada- que allí coincidieron padre e hijo bastante tiempo, sin llegar a verse. Cuando lo supo, doña Clementina se movió con la embajada de su país -México-, hasta que consiguió liberar a su marido.

Se refugió entonces en la Legación de México, con doña Clementina. Don Ramón llegó en una situación muy delicada de salud. El Dr. Calderín diagnosticó tuberculosis laríngea. A pesar del tratamiento, la enfermedad se fue agravando.

A primeros de septiembre de 1937, la madre encargó a sus hijos Tere y Carlos que se lo comunicaran a Álvaro, escondido en el Consulado de Honduras. Él informó a don Josemaría Escrivá, que había dejado ya esa Legación y se movía con cierta libertad por Madrid, aunque su documentación no era del todo segura.

El Fundador del Opus Dei acudió enseguida a atender sacerdotalmente a don Ramón, y le administró la Unción y el Viático, antes de marcharse de Madrid a comienzos de octubre de ese año. Pilar del Portillo recuerda que iba vestido con una especie de mandilón, como de tendero o de médico. Para disimular, cuando abrían la puerta, le recibían con un "aquí está el doctor". Llevaba los Santos Óleos metidos en una jeringa de inyecciones, y el Santísimo Sacramento, en unos corporales muy pequeños, dentro de una pitillera femenina envuelta en una funda con la bandera de Honduras. Don Ramón se quedó muy confortado.

Como es natural, Álvaro deseaba con toda el alma visitar a su padre, al que no veía desde agosto de 1936. Pero el Fundador se lo desaconsejó con claridad: no era prudente correr el riesgo de salir de su refugio sin tener la documentación en regla. Álvaro lo aceptó y, aunque le costaba, ofreció a Dios no poder acompañar a su padre cuando se agravó la enfermedad y le sobrevino la muerte, el 14 de octubre. El Beato Josemaría estaba ya lejos de la capital de España.

Según reconoce Pilar del Portillo, "esto debió de ser muy duro para Álvaro"; pero -añade- "cualquiera nos podía delatar: por ejemplo, la cocinera que nos atendía en la legación de México era una mujer muy extremista y radicalizada desde el punto de vista político. Tenía una hija que se llamaba Mantequilla, y les decíamos siempre a los pequeños que no le dijeran nada a esa niña de nuestras conversaciones cuando jugaran con ella, porque corríamos el peligro de que se lo contara a su madre y nos denunciara".

Al morir don Ramón, la familia Del Portillo hizo abundantes gestiones, y consiguió salir de Madrid, para instalarse en Burgos.

Álvaro continuó en el Consulado de Honduras. Con Vicente Rodríguez Casado ‑refugiado hasta entonces en la Legación de Noruega- y Eduardo Alastrué, pensaban dejar la capital, si obtenían un pasaporte falso, mediante partidas de nacimiento pertenecientes a personas de otras nacionalidades. De hecho, consiguieron certificados de nacimiento de súbditos cubanos, que presentaron en el Consulado de Cuba. Pero el Cónsul no aceptó esos papeles. Informaban de todos los planes y gestiones a Isidoro Zorzano, que había quedado como Director en Madrid al marchar el Fundador de la capital. Cuando le planteaban la posibilidad de abandonar el Consulado, les contestaba negativamente. Hasta que un día -ya en 1938-, mientras rezaba mirando un pequeño crucifijo, que tenía en su despacho junto al Santísimo Sacramento, supo que se pasarían por el frente el día 12 de octubre. Cuando Isidoro recibió esa iluminación extraordinaria de Dios, se presentó en la Legación de Honduras, y les dio luz verde para salir, en cuanto se resolvieran favorablemente diversas gestiones.

Vicente, Eduardo y Álvaro se alistaron en la milicia, en días diferentes, y con nombres cambiados:

"-Lo lógico hubiera sido que cada uno fuésemos a parar a un sitio diverso; pues nos mandaron al mismo regimiento, al mismo batallón, a la misma compañía y al mismo pelotón: ¡es increíble! Éramos dos cabos y un soldado raso. A mí me preguntaron: ¿sabes leer? Respondí: un poco. Y anotaron: semianalfabeto. Y me hicieron cabo; yo no tenía idea de nada, porque no había hecho aún el servicio militar. El mismo día en que llegamos al frente, nos pasamos al otro bando".

Álvaro utilizó sucesivamente los nombres de "Pepe Portillo", "Álvaro Rostillo", "Juan Álvaro Cortillo". Acabó destinado, con Vicente y Eduardo, en una compañía de la 21ª Brigada, que salió de Madrid hacia el frente el 24 de agosto. Hasta el 12 de octubre se multiplicaron las peripecias, de las que Álvaro dejó constancia en una relación manuscrita que tituló De Madrid a Burgos pasando por Guadalajara. Allí escribía su recuerdo vivo de la salida de Madrid, con una frase muy expresiva de su actitud en aquellas circunstancias: "A lo largo del camino, la gente hace mil cábalas sobre cuál será el punto de destino. ¿Levante, Extremadura, Guadalajara? Nosotros apenas intervenimos en la conversación. Nos tiene perfectamente sin cuidado, pues sabemos que, dondequiera que nos lleven, ése precisamente será el mejor punto que haya a lo largo de todo el frente para que nos pasemos".

Estuvieron en Anchuelo -junto a Alcalá de Henares-, y en Fontanar ‑a unos 10 km. de Guadalajara-, desde donde iniciaron el día 9 la marcha hacia el frente, cruzando Razbona y Tamajón, hasta desplegarse cerca de un pueblecito llamado Roblelacasa. En la madrugada del 11, Álvaro, Vicente y Eduardo se escaparon, desde un punto próximo a Campillo de las Ranas. Alcanzaron la cresta del Ocejón y siguieron luego el cauce del río Sonsaz. Cruzaron después la vaguada del río Sorbe. Pernoctaron en una cueva. A la mañana siguiente, ascendieron a otra cresta. Desde las alturas, divisaron un pueblo, en el que sobresalía la torre de la iglesia: muy pronto, oyeron el repique de las campanas con el primer toque para la Misa de nueve en la Fiesta del Pilar: estaban en zona nacional, y el pueblo se llamaba Cantalojas. Asistieron a la Misa mayor, después de tanto tiempo de clandestinidad. Luego, comenzaron sus declaraciones ante la autoridad militar y, gracias a la intervención del padre de Vicente, coronel del ejército, el día 14 por la noche llegaron a Burgos.

Entretanto, el Fundador del Opus Dei seguía trabajando en Burgos y desde Burgos. El 1 de agosto, había enviado una carta a Isidoro Zorzano. En un lenguaje figurado, para despistar a la censura postal, escribía: "Muy querido señor y amigo: He recibido carta de mi hijo Iñasi [acusa recibo de la última carta del propio Isidoro Zorzano], fecha 15 de julio, y me apresuro a comunicarle que he tenido una gran alegría porque me anuncian que van a embarcar mis nietos [los tres que se disponían a dejar Madrid], para pasar conmigo una temporada, ya que se retrasa mi vuelta a nuestro querido país".

Unas semanas después supo de modo sobrenatural que cruzarían el frente el 12 de octubre, fiesta de Nuestra Señora del Pilar. Enseguida se lo comunicó a doña Clementina. Pedro Casciaro y Francisco Botella recordaban al Fundador los días 12 y 13 tranquilo, contento, seguro; el 14 volvió a decirles: "Ya os avisaré al cuartel, cuando lleguen". Recibieron la llamada a las ocho de la tarde.

Álvaro disfrutó las dos últimas semanas de octubre y la primera de noviembre junto al Fundador del Opus Dei, a la espera de recibir un destino militar. El 10 de noviembre se incorporó a la Academia de alféreces provisionales de Ingenieros, instalada en Fuentes Blancas, a pocos kilómetros de Burgos. Allí pasó la Navidad de 1938.

Aunque las circunstancias no eran fáciles, asistió siempre que pudo a la Santa Misa. Nada más incorporarse al curso, pidió permiso al Coronel para acudir cada mañana a la Cartuja de Miraflores. La solicitud debió de ser tan insólita, que el Coronel le autorizó, pero no quiso comprometerse: si le veía la policía militar o debía dar razones a oficiales de otras unidades, él "no sabía nada"... Además de la distancia hasta la Cartuja, Álvaro debía superar el rigor del clima en el invierno burgalés, la hora tan temprana ‑volvía poco antes del toque de diana- y, por si fuera poco, el riesgo de encontrarse con perros rabiosos: por eso, llevaba pistola. Pero su buen ejemplo no pasó inadvertido, y su labor apostólica rindió frutos evidentes: unas semanas más tarde, al finalizar el cursillo, no iba solo a Misa; le acompañaban unos treinta compañeros.

En los primeros días de enero de 1939 fue destinado a Cigales, cerca de Valladolid. La misión del Regimiento era restaurar puentes destruidos durante la contienda. Allí enviaron también a Vicente Rodríguez Casado. A esa pequeña población castellana acudió en algunas ocasiones don Josemaría Escrivá de Balaguer para visitar a los dos: la primera, el 13 de enero de 1939, en viaje de ida y vuelta en el día. Otras veces, Álvaro se acercaba a caballo hasta Valladolid, para estar con el Fundador.

Aquel 1 de septiembre de 1976 en Asturias, don Álvaro contó lo que debió de suceder un sábado por la tarde en marzo de 1939 ‑no precisó si el 11 ó el 18-, cuando estuvo con ellos en Cigales el Fundador del Opus Dei. Se alojaban en casa de Manuel Alcalde, hombre ya de cierta edad, propietario de una bodega, en buena posición económica. Enrique, un pariente suyo más joven ‑no retuve el grado exacto de parentesco: hermano o cuñado‑, se sintió obligado a hacerles los honores de la hospitalidad castellana. Don Álvaro lo recordaba como un hombre muy bueno, deseoso de agradar, que llamaba a su oficio de barbero cirugía menor. Estaba empeñado en llevarles a la bodega para que tomasen un poco de jamón regado con el buen vino de la tierra, sin poder imaginar, lógicamente, que aquel joven sacerdote practicaba intensas penitencias corporales, que incluían el ayuno de los sábados, con mayor motivo en tiempo de Cuaresma. El Beato Josemaría dejó claro que ellos podían merendar con toda tranquilidad, pero no se dispensó él mismo del ayuno, a pesar de que le animaran en ese sentido, por vivir en tiempos de guerra. Álvaro y Vicente le insistieron, pensando en el hambre que pasaba y en lo delgadísimo que se había quedado. Pero se negó en rotundo. Aquel hombre intervino entonces, con intención de decir una frase fina:

"-No insistan ustedes ‑se dirigió a Álvaro y Vicente‑, porque yo estoy acostumbrado a tratar con gente de esta ralea y, cuando dicen que no, es que no".

En medio de sus obligaciones militares, Álvaro no dejó de emplear tiempo en sus estudios civiles y en los de idiomas. Desde Burgos le enviaron revistas en alemán y en inglés, y trataron también de conseguir libros para que continuara con el japonés. Por sugerencia del Beato Josemaría, escribió al embajador, que residía entonces en San Sebastián. El 25 de enero de 1939, recibió respuesta de la Legación nipona, con el envío de varios folletos, y la promesa de remitirle un diccionario más adelante, si les resultaba posible conseguirlo. Le llegó también carta de un misionero dominico, autor de un diccionario, con los datos necesarios para localizarlo y adquirirlo.

En la medida en que su destino castrense lo permitía, Álvaro procuró estar muy cerca del Fundador, que llegó a Madrid el 28 de marzo de 1939. Al día siguiente, Álvaro pudo acompañarle. Por la tarde, su uniforme de oficial del ejército facilitó la tarea de desalojar a uno de los soldados que habían ocupado ilegalmente la casa rectoral del Patronato de Santa Isabel, y pretendía quedarse allí.

Al terminar la guerra, Álvaro continuó movilizado, como tantos otros. Fue destinado a Figueras, y luego a Olot, cerca de la frontera con Francia. La misión de su Regimiento seguía siendo la reparación de las comunicaciones por carretera: sólo en Cataluña se habían volado más de mil puentes durante la contienda.

Allí cumplía sus deberes militares, sin descuidar las prácticas de piedad ni el cultivo de la amistad con sus compañeros. En los ratos libres, iba con sus amigos a visitar enfermos en los hospitales. En cuanto gozaba de permiso, acudía a ver al Beato Josemaría, buscándole en la ciudad en que estuviera. No le importaban las horas de viaje, con las dificultades y las incomodidades propias de la posguerra.

Así, en los primeros días de junio de 1939 -gracias a un permiso que le cedió un gran amigo, Fernando Delapuente, que no tardaría mucho en pedir la admisión en el Opus Dei‑, acudió a Valencia, pues el Beato Josemaría iba a dirigir unos días de retiro espiritual para universitarios en la sede del Colegio Mayor del Beato Juan de Ribera, en Burjasot. Había pasado dos o tres días casi sin dormir. Pero Álvaro decidió aprovechar para hacer el retiro mensual. Aunque se puso en la primera fila, y los bancos de la capilla no tenían respaldo, se quedó dormido a los diez minutos. Años después lo contaba el Fundador, y concluía:

"-Me divertí mucho, porque el sueño de ese hijo, en aquella ocasión, era la oración que agradaba a Dios".

Un día de aquel año, en la recién instalada Residencia de Jenner -por tanto, no antes de la segunda quincena de julio‑, el Señor hizo saber a don Josemaría Escrivá que un hijo suyo atravesaba una situación humana difícil: externa, no interior. Aunque se encontraba con los demás en una tertulia familiar, se interrumpió para pedir que rezaran con mucha fuerza una oración mariana ‑el Acordaos, de San Bernardo- por aquel que en aquellos momentos lo necesitaba de modo especial. El suceso quedó reflejado en Surco, 472: "Comunión de los Santos: bien la experimentó aquel joven ingeniero cuando afirmaba: 'Padre, tal día, a tal hora, estaba usted pidiendo por mí'". Desde entonces, se introdujo en el Opus Dei la costumbre de rezar esa plegaria todos los días -cuantas veces se pueda‑ por el miembro de la Obra que más lo necesitase.

Alguna vez preguntaron a don Álvaro cómo había nacido esa costumbre. Sus respuestas solían ser lacónicas y más bien evasivas. Se comprende, porque el protagonista había sido él. En todo caso, aludía al suceso en tercera persona, para dar testimonio de los dones sobrenaturales del Fundador, que "veía" situaciones que estaban ocurriendo en sitios lejanos. Así lo relataba a Cesare Cavalleri en Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei:

"-También por aquella época [1939], sucedió que unas chicas insidiaban a un miembro de la Obra. Pronto supimos que precisamente el día en que intentaban ponerle en un compromiso, nuestro Fundador se encontraba con unos hijos suyos y de repente exclamó: 'En este momento un hermano vuestro necesita mucha ayuda. Vamos a rezar un Memorare por él'. Debo precisar que la persona interesada no había tenido tiempo de informarle de nada. El peligro se desvaneció al instante".

No he conseguido averiguar con precisión de qué riesgo se trataba. Según contaba Fernando Delapuente, ya fallecido, la tropa se alojaba en un antiguo convento de Olot, pero los oficiales vivían en casas particulares. A Álvaro le asignaron a la casa de una señora mayor, que tenía una hija soltera. Pero ‑así lo comentó a Fernando- pensaba marcharse de allí cuanto antes, pues no le gustaba nada que, cuando llegaba de noche, cansado, le estaban esperando, con ganas de charlar alrededor de unas tazas de chocolate. A la vuelta de un permiso, se cambió a otra casa, en la que vivían Eduardo Alastrué y Vicente Rodríguez Casado.

No mucho después, Álvaro se trasladó definitivamente a Madrid, dispuesto a ayudar con todas sus fuerzas al Fundador, mientras acababa la carrera de ingeniero.