El sí al sacerdocio

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Al contrario que Barbastro, Logroño es una ciudad que se nombra en las enciclopedias alemanas: hoy en día cuenta con unos 80.000 habitantes y es la capital de La Rioja; está situada a orillas del Ebro, en su curso alto, y forma el centro de aquella región, que se conoce por sus buenos vinos y que, además, tiene industria de conservas y algo de textiles. Y fue precisamente en el comercio textil donde José Escrivá encontró trabajo: en la empresa de Antonio Garrigosa y Borrell, una tienda con el pomposo nombre de «La Gran Ciudad de Londres». Después de la quiebra económica en Barbastro, esto significaba volver a empezar desde cero; y don José tenía cuarenta y ocho años: no era ya un jovencito. El ejemplo de sus padres, que en la vida cotidiana siguieron con serenidad y naturalidad el consejo de San Pablo de ser «alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración» (Rom XII, 12), conmovió a Josemaría y marcó decisivamente su carácter. En 1971 escribía: «Así preparó el Señor mi alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de heroísmo escondido, siempre subrayados por una sonrisa, para que más tarde le fuera pobre instrumento, con la gracia de Dios, en la realización de una Providencia suya» (18).

Los comienzos en Logroño fueron duros. Los Escrivá no conocían a casi nadie en la ciudad; los primeros meses vivieron como inquilinos en el cuarto piso de una casa muy modesta, calurosa en verano y fría en invierno. La vivienda a la que se mudaron bastante más tarde, situada también en un cuarto piso, tampoco se puede decir que fuera confortable. A pesar de todo, siempre que don Josemaría Escrivá de Balaguer, en años posteriores, hablaba del «hogar luminoso y alegre» que deberían ser el Opus Dei y todos sus Centros, así como los hogares de cada uno de sus miembros, pensaba en el ejemplo de su casa paterna, cuya luminosidad y calor no procedían del lujo y de los medios materiales, sino del cariño, de la naturalidad y del buen humor con que los padres trataban a los hijos.

En las biografías de grandes personajes se suele destacar con cierto gusto (y ellos mismos suelen coquetear con este dato) que han sido malos estudiantes en el colegio. Este dato biográfico (destinado a tranquilizar al lector, sugiriendo que las malas calificaciones en el colegio y en la Universidad son casi una garantía de un cambio radical hacia un futuro lleno de éxitos) sería totalmente falso en el caso de Josemaría. Fue, por el contrario, un estudiante brillante, que obtuvo notas excelentes: «sobresalientes» y «notables», e incluso, en dos ocasiones, matrícula de honor: en «Preceptiva y Composición», a los catorce años, y en «Ética y Rudimentos de Derecho», a los dieciséis; lo cual no fue ninguna casualidad, sino que correspondía exactamente a sus hábitos y .capacidades intelectuales. Se trataba, pues, de resultados normales, si partimos de la base de que trabajaría con diligencia y concentración. Sobre todo en los últimos años de colegió, Josemaría se convirtió en un lector empedernido, como se suele decir, y adquirió las bases de aquella formación intelectual y cultural que sirven para toda la vida y que sólo se pueden asentar en la juventud. Se concentró sobre todo en los clásicos y en los libros de historia, algo que es común a muchas personas de su generación y la mía. En años posteriores sería capaz de citar, con naturalidad y precisión, autores y textos concretos. Fue una constante de su vida, tanto de joven como de adulto, en sus años de estudiante y en la época en la que fue Presidente General del Opus Dei: se esforzaba por leer con profundidad todos los escritos. Era un hábito adquirido en su temprana juventud. Se fijaba en su contenido y atendía a la forma. Tenía, como don natural, un sentido del idioma muy desarrollado y poseía el arte de contar los detalles y el de la sugerencia sin caer en la vaguedad o la indefinición. Su estilo, tanto hablado como escrito, era claro y fuerte,,totalmente coherente en lo racional, pero lleno de vida, porque nacía también del corazón (19).

El tiempo de maduración de muchas personas jóvenes (la pubertad en sentido estricto y el decenio posterior) suele estar marcado por ciertos «temblorés» religiosos, por estremecimientos que suelen conducir no sólo a la revolución, al enfriamiento o incluso al distanciamiento, sino a veces también a conversiones repentinas, como la de Claudel a sus dieciocho años (20) o la de Frossard en plena juventud (21). Esas conversiones suelen desembocar en una ansia de Dios más profunda, en una llamada a la entrega. En la mayoría de los santos la orientación consciente hacia Dios ha tenido lugar durante la juventud, aunque no siempre acompañada de una «crisis existencial de la fe». Por lo que sabemos, parece que Josemaría Escrivá de Balaguer no la sufrió. El joven «guapo, alto y corpulento», según le describe una anciana de Logroño que todavía lo recuerda, estaba siempre alegre y de buen humor (22). Este es un rasgo que se destaca una y otra vez con respecto a toda la familia y que se completa con la observación de que en casa de los Escrivá se notaba claramente que era un hogar cristiano, pero sin cosas raras. Estos testimonios ponen de relieve una realidad poco frecuente: vivía con una gran naturalidad. Su vida, llena de autenticidad, constituía una refutación a esa falsa imagen del cristiano como un beato mojigato y caritriste. El joven Josemaría, en cuyo camino no faltaría la murmuración, nunca cayó bajo esta. sospecha. Ni siquiera entre sus compañeros de colegio, quienes, aunque a veces se deleitaban con frases ambiguas o chistes de mal gusto, tomaban como algo casi natural que Josemaría no participara en este tipo de bromas. Tal vez, hasta adivinaban que sufría por ellas. El Fundador del Opus Dei contaría muchos años después a sus más íntimos colaboradores, Alvaro del Portillo y Javier Echevarría (23), que en más de una ocasión le había vencido el sueño, mientras por la noche rezaba el Rosario, pidiendo perdón al Señor por aquellos chicos (24).

Antes de que, en el verano de 1918, Josemaría terminara su bachillerato en el Instituto Nacional de Logroño, había sucedido, sin que nadie lo advirtiese, algo muy especial: su vocación, que hasta entonces le era desconocida y permanecía oculta, había empezado a desvelarse; por primera vez había comenzado a barruntar, muy vagamente, que Dios, un buen día (quién sabe cuándo), le iba a exigir algo (quién sabe qué). Una mañana especialmente fría del invierno de 1917-18, seguramente entre Navidad y Reyes -desconocemos la fecha exacta vio en Logroño las huellas de las pisadas de un carmelita descalzo en la nieve (25). Este signo, poco llamativo, pero visible, de una humilde entrega a Jesucristo, le conmovió profundamente; en su corazón se despertó una profunda inquietud que le llenó de un deseo ardiente de alcanzar un gran Amor, mejor, el gran Amor.

Huellas de pies descalzos en la nieve... ¿Qué querían decir, qué significaban? Nada que se pueda comprender con la razón o bajo un punto de vista utilitario. Es cierto: en ninguna parte está dicho que no se deba llevar zapatos o que... Las personas «prudentes» saben de muchas «locuras» de este tipo; y realmente son locuras, locuras de Amor que quieren expresar sólo esto: Señor, yo no quiero gozar mientras Tú sufres; y como soy un pobre hombre, no creo que sea capaz de grandes hazañas; y como soy un cobarde, tampoco seré capaz de heroicidades; entonces, ¿qué otro remedio me queda que mostrarte, por medio de pequeñeces, que te amo de verdad? Ante la Cruz real y ensangrentada siento un miedo terrible; pero andar descalzo, dormir sobre el duro suelo, ser pobre y beber agua en vez de vino..., de eso sí que soy capaz. El Fundador del Opus Dei no se hizo religioso, pero las huellas del carmelita en la nieve se convirtieron, para él, en huellas hacia Dios, en huellas en las que reconoció los pasos de Cristo.

Aquella experiencia le llevó hacia una vida de piedad aún más intensa. A los dieciséis años empezó a asistir a diario a la Santa Misa, a recibir cada día la Sagrada Comunión y a confesarse con frecuencia y regularidad; y una oración continua, una oración de penitencia, de agradecimiento, de desagravio y de reparación, fue llenando cada vez más todo su día. A partir de entonces esta decisión permanecería inalterable; pero con los años y los decenios fue creciendo la profundidad de su oración. Sus colaboradores y las personas que le conocieron advertían pronto que don Josemaría, hiciera lo que hiciera, siempre estaba como metido en Dios, dialogando con Él. «Santidad personal -decía-, santidad personal; no tengo otra receta. Estamos aquí para hacernos santos» (26). Éste es el núcleo de aquel mensaje que había visto grabado en las huellas en la nieve.

El joven Josemaría buscó un director espiritual «para que le orientaran y le exigieran» (27), y durante los primeros meses de 1918 pidió consejo sobre este tema y sobre su futuro a un Padre Carmelita, que le aconsejó ingresar en la Orden del Carmen. Pero Josemaría se daba cuenta (y recibía confirmación en la oración) de que Dios le había preparado otro camino. Decidió hacerse sacerdote para estar más disponible al querer de Dios (28). Y abandonó su antigua idea de estudiar Arquitectura. Aunque todavía no conocía el contenido de su futura vocación, adivinaba que, fuera cual fuese, para cumplirla le haría falta el sacerdocio. Pero ¿cómo podemos entender, entonces, una frase que Monseñor Escrivá de Balaguer solía repetir, también en los últimos años de su vida, en la que daba a entender que él siempre se había resistido primero a la vocación sacerdotal, luego a fundar el Opus Dei y después la Sección de mujeres de la Obra? Estamos ante una contradicción, tan sólo aparente, que él mismo explicaba. En 1974, un año antes de su muerte, decía en Buenos Aires: «Yo..., me resistí lo que pude (...) Me resistí. Yo distingo dos llamadas de Dios: una al principio sin saber a qué, y yo me resistía. Después..., después ya no me resistí, cuando supe para qué» (29). O, dicho de otra manera: la débil naturaleza del hombre se rebela ante el yugo y la Cruz; pero, por la gracia, muchas veces vence la libertad y el hombre se entrega por amor. «A mí -decía a menudo Mons. Escrivá de Balaguer, y' también en 1974 en Santiago de Chile- Jesucristo no me pidió permiso para meterse en mi vida. Si a mí me dicen, en ciertos tiempos, que iba a ser cura... ¡Y aquí estoy !» (30).

Cuando su hijo le comunicó que quería ser sacerdote, don José Escrivá lloró; una biografía cursi diría que derramó «lágrimas de alegría», y quizá lo fueran, pero indudablemente no se trataba sólo de eso... No es que don José no supiera que la vocación al sacerdocio es la mayor gracia que Dios puede conceder a un cristiano, pero también sabía lo que ello lleva consigo: «Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra» (31). Si se quiere, éste es un razonamiento «burgués», pero lo que don José quería decir está bien claro: ¿serás capaz de perseverar, estás seguro de que ése es tu camino? Además, la decisión de Josemaría parecía implicar el final biológico de los Escrivá, lo cual explica también parte de su conmoción. El fin de la rama masculina de una familia siempre se ha considerado como una desgracia, a veces incluso como un duro golpe de fortuna. Así se comprende que Josemaría empezara a rezar para que Dios concediera a sus padres otro hijo varón; y rezó sin que en ningún momento dudara que Dios le iba a conceder esta petición (32). El 28 de febrero de 1919 nació Santiago Escrivá, quien hoy en día vive en Madrid, ejerce como abogado y es padre de familia numerosa. Para su hermano, diecisiete años mayor que él, el nacimiento del «continuador» del apellido supuso un refrendo de su propia decisión.

Su padre, don José, como hombre piadoso y juicioso que era, no se opuso a la vocación de su hijo, pero se preocupó de que hablara con algunos clérigos de Logroño para que le aconsejaran y así pudiera confirmar y profundizar su vocación. Los sacerdotes animaron a Josemaría a seguir la llamada al sacerdocio, e incluso hicieron más: le dieron clases de Filosofía y de Latín, dos asignaturas que había tenido en el colegio, pero que no había cuidado excesivamente; así le ayudaron a cursar, como alumno externo, los dos primeros años del Seminario, en Logroño. En septiembre de 1920 se trasladó a la Universidad Pontificia de Zaragoza para continuar allí sus estudios de Teología. Tenía ya dieciocho años y la infancia quedaba atrás. Las huellas en la nieve que, tres años antes, habían llevado al muchacho hacia el sacerdocio no se habían borrado en su alma, pero parecían perderse en lo desconocido.