Vocación

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

La palabra y el concepto de «vocación» plantean ciertas dificultades; la palabra indica una categoría especial -y también una génesis especial- de una situación vital o de una capacidad; el concepto incluye tanto el aspecto natural como el sobrenatural de este algo «especial». Su etimología latina guarda relación con «vocare» -llamar-, es decir, conseguir algo, no por el esfuerzo propio, sino porque se «es llamado». En este sentido, se dan en la vida civil situaciones similares a una vocación: las de todas aquellas personas que son «nombradas», «llamadas» para ser, por ejemplo, catedráticos de Universidad, miembros del Consejo directivo de una empresa o de una asociación, de un patronato científico de renombre... o director titular de una orquesta famosa o director de escena en un teatro de relieve. Son personas a las que no se elige por votación, ni se las contrata: se las nombra, se las llama. Y, para que la llamada dé origen a una nueva realidad, es necesario que esa persona dé su respuesta, acepte la llamada, el nombramiento: sólo así se establece la nueva relación.

Existe, además, en la vida civil otra acepción del término «vocación»: decimos que hay personas que tienen vocación de músicos o pintores, de educadores o médicos. También hablamos de vocación de un grupo, de un pueblo o de una nación llamados a cumplir una misión histórica determinada: queremos decir entonces que las personas o grupos en cuestión desarrollan ciertas capacidades o actividades no por impulso propio, sino por que les vienen dadas como un don, como un regalo de alguien que tiene la capacidad de repartir tales dones. Cuando hablamos de «vocación profesional», encerramos en este concepto una parte de nuestra experiencia que nos dice que cualquier actividad que tiene un sentido, y se orienta a un servicio, se fundamenta en una llamada que se ha aceptado.

Todas las facultades, capacidades y condiciones naturales del hombre, también todas las «vocaciones naturales» que pueda haber recibido, encierran un aspecto sobrenatural; esto es así porque Dios es el Creador y Señor del universo y de cada ser. Pero hay también «vocaciones sobrenaturales» (y al decirlo damos al concepto «vocación» un significado totalmente nuevo), por las cuales Dios llama a determinadas personas a un camino específico, a una obra precisa, a una forma especial de entrega. En general, cualquier vida humana, desde el momento en que comienza, está «llamada» a participar en la vida sobrenatural de Dios, está llamada a la salvación; pero la historia de la salvación consiste precisamente en que esa «vocación general» se va concretando y especificando escalonadamente: con el Bautismo, que nos abre las puertas del Cuerpo Místico de Cristo; con la Confirmación, que nos prepara para la lucha espiritual; con la creciente identificación con Jesucristo en los diversos estados de vida: en el sacerdocio, el episcopado, el papado, el estado religioso, etc. Cada uno de estos pasos supone una vocación sobrenatural específica, o sea, una gradación, variación o diferenciación de la vocación sobrenatural general.

Desde esta perspectiva se entiende la vocación sobrenatural al sacerdocio y a la realización del Opus Dei que recibió de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. No tuvo dos vocaciones, sino una vocación indivisible, en la que la gracia fundacional iba unida al sacerdocio; éste era como la envoltura de aquélla, que el 2 de octubre de 1928 desveló su profundo y radical sentido. Ese día, el joven sacerdote vio con nitidez y sin posibilidad de dudas aquello que antes, a pesar de su empeño, sólo había acertado a barruntar, sin precisión y sin perfiles claros. «Vio» lo que más tarde se llamaría Opus Dei; percibió y comprendió el encargo divino de realizarlo, como comentaremos extensamente. Con otras palabras: la vocación como Fundador de la Obra se hizo patente primero para él mismo y poco después, en círculos concéntricos cada vez más amplios, también para las personas de su entorno.

El momento en el que se proyectó ese rayo de luz sobre la vocación específica fue similar, con su ausencia de estrépito externo, a un silencioso florecimiento. Pero para que el fruto madure y nazca la flor se requiere una buena tierra, unas raíces, un crecimiento. Cualquier vocación divina existe desde la eternidad. Antes de que se «manifieste» y se desarrollen sus efectos permanece oculta, sobre todo en la Providencia de Dios, pero también en un tiempo más o menos largo de preparación del que ha de recibirla; a veces se da también un estado intermedio: todo está preparado para emprender el camino, pero todavía no se ha comunicado la meta ni la dirección. La entrega y la obediencia han extendido ya un cheque en blanco a nombre de Dios. Es seguro que el cheque será rellenado y saldado, pero todavía permanecen en la oscuridad el cómo y el cuándo.

Así fue la vocación de Josemaría Escrivá de Balaguer. Esta fase de su camino fue una fase larga, de más de diez años de duración; un período de ímpetu indefinido, de vivos barruntos y de atenta espera; una etapa intermedia entre el no saber y el conocer exactamente lo que Dios había previsto para él. Solía evocar, en años posteriores, este tiempo; en especial se refería a su vocación al sacerdocio, que siempre reconoció como parte integral de otra vocación de más alcance y «más específica», pero que durante años no pudo definir adecuadamente. En cierta ocasión decía que se había sentido «medio ciego, siempre esperando el porqué: ¿por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo, ¿qué es? Y en un latín de baja latinidad, con las palabras del ciego de Jericó, repetía: "Domine, ut videam! Ut sit! Ut sit!" Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro» (1). Una exposición de la vida y de la obra de Escrivá necesariamente tiene que comenzar, por tanto, con los años de la vocación oculta, pasando por los años de la vocación barruntada, antes de desembocar en los años de la vocación desvelada.