I. TRADICIÓN Y PROGRESO EN LA VIDA DE LA IGLESIA. UN EJEMPLO: EL OPUS DEI

Biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

El Opus Dei trabaja desde hace tres decenios en aquellos países de habla alemana que pertenecen a Europa occidental, es decir, en la República Federal de Alemania, en Austria y en Suiza. Sin embargo, entre este hecho y lo que la opinión pública sabe de la «Obra de Dios» y de su Fundador, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, se da una evidente desproporción: basta recordar ciertos artículos de prensa, algunas controversias que se suelen publicar en la sección de «Cartas al Director» o, sencillamente, algunas conversaciones de entre las muchas que surgen en la convivencia diaria, en la vida profesional y privada. A la falta de conocimientos no siempre sigue el silencio, signo de modestia, o el intento sincero por superar esa ignorancia. A menudo el interesado ni siquiera se da cuenta de que le falta algo: cree haberse formado un juicio fundado cuando en realidad no dispone de otra cosa que de una mezcla de emociones, opiniones, medias verdades y prejuicios, cuyos orígenes y motivos se pierden en lo desconocido.

Este libro desea cumplir tres fines: en primer lugar -y es el más fácil-, pretendo que muchos que comparten conmigo el ser ciudadanos y cristianos corrientes (y muchos, también, el habla alemana, a quienes en primer lugar se dirige este libro) conozcan a Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei; espero, en segundo lugar, dárselo a conocer de manera que ellos (y quizá alguno mejor informado también) lleguen a una comprensión más profunda que les lleve a actuar en consecuencia. Finalmente, mi exposición quiere contribuir a deshacer prejuicios, ideas falsas y opiniones infundadas; a corregir falsedades.

Aunque un libro de este tipo nunca será más que una pequeña ayuda para una empresa tan grande, me ha parecido tan importante prestarla que -con alegría- he empleado varios años en escribirlo. El motivo que me ha inspirado es muy sencillo: mi convicción de que Mons. Escrivá de Balaguer es uno de los grandes reformadores de la vida cristiana, una de esas personalidades que Dios regala a la Iglesia, y también a la humanidad, en el momento, del modo y con las características que el Pueblo de Dios necesita en su caminar por la Historia, para bien propio y de todos los hombres.

Cuando, el 2 de octubre de 1928, aquel sacerdote aragonés de veintiséis años fundaba en Madrid el Opus Dei, no estaba plasmando una idea suya, proponiéndose «un programa» o cumpliendo «un plan». No estaba haciendo algo que previamente hubiera «concebido» o que se hubiera «imaginado No era un inventor, un imitador, un genio original o un epígono. Sencillamente, había acogido en su alma una llamada de Dios, un mandato claro, concreto y comprensible, un «mandato de amor», o -lo que es lo mismo- un ruego divino. Y lo cumplió desde ese momento hasta su fallecimiento, el 26 de junio de 1975. Cuando se le preguntaba por aquellos primeros momentos de la Obra, solía contestar que entonces no tenía más que juventud, buen humor y gracia de Dios. Y esta gracia divina constituyó un rayo de luz, una visión profunda y definitiva y, a la vez, la capacidad de encarnarla en su misma vida. Ese conocimiento fue realmente una luz, pues algo que durante largo tiempo había permanecido en la oscuridad aparecía de pronto de forma nueva y clarísima: la vida de Jesús entre los hombres no se limitaba a los tres años de vida pública; comprendía también, plenamente, y con valor propio, los treinta años de vida callada, discreta, totalmente «normal», en Nazaret; una vida cotidiana de trabajo y de familia en el hogar de José y de María... La obra salvífica del Señor no se, ciñe sólo a su doctrina, a su vida pública y sus milagros; no acaba con la institución de los Sacramentos, la muerte de Cruz y la Resurrección: está constituida por la unidad de todo ello. La Redención forma un todo inseparable desde el momento en que María acepta la llamada divina hasta ese otro momento en el que los discípulos hallan la tumba vacía en la mañana de Pascua; dentro de esta unidad, la vida dura y austera de largos años de trabajo en el taller de José ocupa una parte fundamental, incluso la principal, por su duración. Jesucristo, «perfectus Deus, perfectus homo», ha dado ejemplo a sus hermanos, los hombres, de cuál es la tarea que les corresponde: el trabajo.

«Hemos venido -declaraba en 1966 Mons. Escrivá de Balaguer a un corresponsal del «New York Times"- a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazaret trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación» (1).

«El espíritu del Opus Dei -seguía diciendo el Fundador al periodista- recoge la realidad hermosísima -olvidada durante siglos por muchos cristianos- de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino», por lo que, «en el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría». Y el Fundador del Opus Dei continuaba: «Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio tabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas» (2).

De una parte, el estar en el mundo, la normalidad de una vida de trabajo en medio del mundo, la existencia corriente en el seno de una familia y de la sociedad, la «vida laical», en suma; de otra, el abandono del mundo, la intensa vida de oración, el camino de dedicación exclusiva al Señor, es decir, el camino de los clérigos y de los religiosos: dos vías, dos caminos que, durante siglos, han discurrido paralelos y, en algunos casos, incluso en sentido contrario... Un hecho que ha agobiado penosamente a innumerables cristianos, planteándoles a menudo falsas alternativas que desembocaban en conflictos o incluso -al pretender superar esa dicotomía- en una dirección equivocada, haciendo, por ejemplo, que los laicos cristianos encaminaran su empeño, con gran esfuerzo espiritual o ascético, hacia una vida de «semi-sacerdocio» o «cuasi-religiosa», y que los clérigos se empeñaran en «actividades sociales» y profanas.

Indudablemente, esta división de los cristianos en una «primera clase» -los que viven una entrega total a Cristo-, y una «segunda clase» -los que mantienen una relación mínima con Dios y con la Iglesia-, ha influido de forma negativa, en ocasiones, sobre el curso de la Historia de la Iglesia y del mundo; tanto es así, que sería interesante estudiar la historia del mundo occidental desde este punto de vista. En nuestros tiempos, empezamos a entenderlo poco a poco, pero todavía estamos lejos de llegar a una comprensión profunda. La mayoría de la gente tampoco ha llegado a comprender que la superación de esta situación -que, de una vez para siempre, quedará unida al nombre de Josemaría Escrivá de Balaguer- supone una revolución (es, en realidad, enlazar con el espíritu de los primeros cristianos) de gran trascendencia para la historia.El Concilio Vaticano II ha promulgado solemnemente lo que Monseñor Escrivá de Balaguer y el Opus Dei ya enseñaban y practicaban, con su espiritualidad y con su vida, desde hacía varios decenios: la plenitud de la vocación cristiana de todos los bautizados; es decir, también de esa gran mayoría formada por los laicos, sin que con ello se ponga en duda la constitución jerárquica de la Iglesia y sin que se traten de confundir las competencias y las tareas específicas de sacerdotes, religiosos y laicos. La realización práctica de esta exigencia fundamental, ahora redescubierta, está todavía en los comienzos. Pero es un hecho histórico que su realización concreta en nuestro tiempo ha sido -y continúa siendo- promovida decisivamente por la fundación y la rápida expansión del Opus Dei.

Como casi todo lo grande, en el fondo, suele ser muy sencillo, también es muy sencilla esta verdad fundamental sobre la que se apoya, como fundamento sólido, el Opus Dei: todos los hombres están llamados a una participación plena en la obra redentora de Cristo, es decir, están llamados a la santidad. Pero como han sido creados como seres libres deben aceptar y querer la llamada. Y esta aceptación sólo es posible si con la gracia y con la ayuda de otros cristianos se les acerca a la verdad y al amor de Cristo. Esa llamada, que se acoge en el alma con un sí que lleva a seguir a Cristo, se desarrolla dentro de la normalidad de la vida cotidiana, en el trabajo profesional, en el cumplimiento de los deberes familiares y las relaciones sociales. Ya no cabe la disyuntiva: «como Marta» o «como María»; ni una distribución de la vida y de la conducta en nueve partes de «laboriosidad de Marta» y una parte de «contemplación de María». Monseñor Escrivá de Balaguer vivió y predicó la unidad de vida y la hizo asequible a innumerables personas; una unidad de vida que, como él mismo decía, consiste en hacer el trabajo de Marta con el espíritu de María; es decir, en trabajar bien, a conciencia -como Marta- y mantener en ese trabajo un diálogo divino, que lleva a escuchar a Dios y vivir cerca de Él, como María. Monseñor Escrivá de Balaguer predicó y mostró que una persona corriente puede comprender que la entrega a Dios y la vida cotidiana no se excluyen entre sí, sino que, por Voluntad de Dios, se integran y compenetran mutuamente.

Ahora bien, el que sea posible corresponder a la vocación cristiana con una entrega total en medio del mundo y que esa correspondencia sea la consecuencia natural de la gracia bautismal no quiere decir que sea fácil y llegue como caída del cielo. Reconocer que el Señor quiere la unidad de vida, y ser capaz de ver, además, que su Voluntad nos propone una meta asequible, constituye un gran regalo de la Gracia del Señor. Pero entre el entender y el vivir se alzan a menudo obstáculos que parecen insuperables. Por eso, Dios no sólo concedió a Mons. Escrivá de Balaguer los conocimientos necesarios y la facultad para comunicarlos de palabra y por escrito, sino que también le confió la fundación de una familia de lazos espirituales que fuese capaz de aplicar esos conocimientos a la vida, enseñando, además, a innumerables personas, a hacerlos vida de su vida.

Una característica peculiar de la Iglesia Católica consiste en que se sabe Cuerpo Místico de Cristo -y Cristo sigue viviendo así, en la historia- y, a la vez, Institución divina, con personalidad jurídica dentro de la sociedad humana y de su historia. La raíz de este convencimiento está en que las normas jurídicas no sólo se refieren a las relaciones interpersonales, sino que también expresan cualidades concretas de la relación entre Dios y el hombre. El deseo de conocer a Dios y de adorarle forma parte también del contenido genuino de una conciencia jurídica.

Con la existencia misma comienza una «relación jurídica» entre el Creador, Conservador y Providente Ordenador de esa existencia, y la creatura. En la realización del plan divino de salvación, esa relación jurídica se va desvelando paulatinamente como un aspecto de la relación amorosa entre Dios y el hombre. En la sociedad civil no basta con fundamentar exclusivamente sobre la caridad cristiana las garantías para la vida y la libertad, para la propiedad y el buen nombre: es necesario, además, proteger estos valores con leyes y normas. Del mismo modo, en la Iglesia, la fe, incluso la consecución de la salvación, no pueden permanecer al margen de la ordenación jurídica; una ordenación que es como la barandilla que coloca la caridad para proteger a los débiles y a los que sienten vértigo -o sea, a todos nosotros-. Aun cuando ni él mismo se hubiese dado cuenta, de seguro que no fue una casualidad que Monseñor Escrivá de Balaguer tuviera, junto a su formación como sacerdote, una sólida formación jurídica ya antes de la fundación del Opus Dei. Desde el 2 de octubre de 1928 supo que la Obra no sería una asociación pasajera y de vida corta, capaz de reunir a un grupo de personas piadosas, de ideas o sentimientos afines, sino que se convertiría en una institución propia de la Iglesia, con un estatuto jurídico que debería corresponder a la misión propia del Opus Dei. La luz clara del 2 de octubre, aquel «ver lo que todavía era invisible», comprendía también, según sabemos hoy, las características fundamentales que la forma jurídica de la Obra habría de tener en el futuro.

En la Iglesia no existía ningún modelo jurídico para un camino cuyo fin era la santificación de los laicos cristianos en y a través de su vida cotidiana, o sea, para una vocación específica a algo no especificado. El Opus Dei, vivido realmente por muchas personas en todo el mundo, ha ido creando paulatinamente un hecho eclesial para el que, después, ha tenido que surgir la forma jurídica adecuada, tal como corresponde a los principios vitales y orgánicos de la Iglesia. Este proceso ha durado muchos años -cincuenta y cuatro-; ha pasado por varias etapas, de las que hablaremos en este libro, y culminó con la erección del Opus Dei en Prelatura personal el 28 de noviembre de 1982.

Este término todavía no nos resulta familiar: se basa -como toda la figura jurídica- en el «Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros», del Concilio Vaticano II. En el número 10 de este documento, promulgado por Pablo VI el 7 de diciembre de 1965, se dice: «Donde motivos apostólicos lo exijan, háganse más fáciles, no sólo la distribución conveniente de los presbíteros, sino también las obras específicas que, para los diferentes grupos sociales, han de llevarse a cabo en una región o en un país, o en todas las partes del mundo. Para esto puede ser útil establecer seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras instituciones de este género, a las que puedan adscribirse o incardinarse los Presbíteros _para el bien común de toda la Iglesia, según las modalidades que se establezcan en cada uno de estos casos y salvos siempre los derechos de los Ordinarios de los lugares».Si no se conoce la situación actual del derecho canónico, la comprensión de este texto resulta difícil. La Iglesia Católica está estructurada fundamentalmente según principios territoriales (3): los miembros de la Iglesia viven en territorios que se denominan diócesis, regidas por los Obispos. Ésta es la norma, la regla surgida a través de la historia. Un complemento -o, si se quiere, una ruptura- se produjo con el desarrollo de las órdenes y Congregaciones dentro de la Iglesia. Todas las que pasaban a ser congregaciones suprarregionales tendían a quedar exentas de la jurisdicción de los Obispos diocesanos. Esto ha provocado a veces graves tensiones en el curso de la historia de la Iglesia. Casi siempre, las Órdenes y Congregaciones han alcanzado la independencia jurídica, la «dependencia directa de Roma»; es decir, lo que en términos técnicos se llama exención. Todas las órdenes importantes han ido adoptando esta forma jurídica. También en otros sectores se encuentran huellas de estructuras extra o transdiocesanas, o bien de estructuras personales: en la jurisdicción militar que depende de un ordinario propio, o en la atención pastoral de extranjeros, presos o sordomudos. Teniendo en cuenta este trasfondo histórico, ¿por qué surgió el problema jurídico del Opus Dei? Porque el núcleo fundamental de su espíritu, de su espiritualidad, era conseguir que los cristianos corrientes hagan de su vida cotidiana el lugar y el medio para seguir a Jesucristo. Por lo tanto, tenía que prescindir, por principio, de cualquier privilegio canónico: sería absurdo proclamar la «santificación de la normalidad» y, a la vez, fundamentarla sobre unas normas jurídicas excepcionales dentro de la Iglesia. En ningún momento se le ocurrió a Mons. Escrivá de Balaguer separar a los miembros del Opus Dei de la jurisdicción de los Obispos diocesanos. Quien afirma lo contrario propalaría falsedades.

Pero, unida a esta condición sine qua non, había un segundo requisito: era necesario asegurar plenamente que los miembros del Opus Dei pudieran vivir realmente su vocación; que fuesen fieles leales en sus diócesis, fieles a sus Obispos, y, con igual fidelidad, cumpliesen las exigencias que su vocación trae consigo: las normas de oración y de piedad, los medios de formación, las iniciativas apostólicas del Opus Dei; es decir, que en todo esto siguiesen a aquel que es el pastor del Opus Dei. Esto ha sido así desde el principio, con toda normalidad, y lo seguirá siendo. Los sacerdotes procedentes del Opus Dei forman el clero de la Prelatura personal Opus Dei, cuyo Prelado -entendido como Ordinario propioejerce jurisdicción sobre ellos (4). El laico que es miembro del Opus Dei sigue, desde el punto de vista espiritual, una vocación interior; desde el punto de vista jurídico, con su admisión en la Obra se convierte en fiel de la Prelatura sin dejar de serlo de su propia diócesis. Su pertenencia a la Obra se funda, por lo tanto, de una parte, en la aceptación de la llamada a una entrega total a Cristo, en un compromiso, aceptado ante el Señor, de querer vivir todas las virtudes cristianas; por otra, constituye un acuerdo contractual; el fiel no hace votos de ningún tipo, sino que cierra un contrato de carácter canónico. No hay que imaginarse un trámite complicado con papeles timbrados, pólizas, tribunales competentes y un largo aparato burocrático. Es un compromiso mutuo de fidelidad, con las características propias de la vocación laical, que se realiza con la sencillez propia del espíritu del Opus Dei.Los laicos que pertenecen al Opus Dei están sometidos, como todos los demás fieles, a sus Obispos diocesanos, y de otra parte al Prelado de la Prelatura; a éste, en todo lo que la vocación al Opus Dei implica. Los sacerdotes diocesanos que se asocian a la Obra permanecen, sin merma alguna, bajo la jurisdicción de sus Ordinarios; pertenecen a la «Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz», unida inseparablemente a la Prelatura Opus Dei; en ella reciben la formación espiritual y el apoyo pastoral de acuerdo con el espíritu del Opus Dei.Todas estas normas constituyen una novedad en el derecho de la Iglesia, porque, por primera vez en la historia, se ha creado una fórmula jurídica para los laicos corrientes que quieran seguir consecuentemente un camino de entrega a Jesucristo; una fórmula que les permite recibir una formación espiritual específica sin que ello suponga que tengan que cambiar de sitio en la Iglesia: es decir, siguen siendo fieles diocesanos normales.

La fecha del 28 de noviembre de 1982 supone, por eso, un hito de gran alcance en la historia de la Iglesia, de esa Iglesia que se está preparando para entrar en el tercer milenio. Y una parte de esa preparación es, también como fruto del Concilio, la creación y desarrollo de nuevos instrumentos apostólicos como éste; sólo así se puede comprender esta nueva ordenación jurídica.No queremos extendernos ahora describiendo su larga y difícil historia. En otras partes del libro hablaremos de ello. El Subsecretario de la Congregación para los Obispos, Mons. Costalunga, expuso con amplitud este tema en el L'Osservatore Romano del 28-XI-1982. Ya en 1962, Monseñor Escrivá había abogado ante la Santa Sede por la solución que ahora se ha hecho realidad. Pablo VI reconocía la importancia del Opus Dei cuando escribía al Fundador, el 1 de octubre de 1963, que consideraba la Obra como una «viva expresión de la perenne juventud de la Iglesia, abierta con sensibilidad a las exigencias de un apostolado moderno» (5). Pero tuvieron que transcurrir dos decenios hasta que se pudiera llegar a un ordenamiento canónico definitivo de este nuevo fenómeno teológico y pastoral.

En Roma se ha tenido conciencia de la importancia capital de este precedente para el futuro: basta observar con qué enorme cuidado y meticulosidad se ha llevado a cabo. Desde 1969 hasta 1982, los Directores de la Obra y los correspondientes Dicasterios del Vaticano han estudiado montañas de borradores, informes y documentos con objeto de tener debidamente en cuenta todos los aspectos y analizar exhaustivamente todas las implicaciones.Durante todo ese tiempo, y hasta el final de los trabajos, se contó con la colaboración del episcopado mundial. Se informó a más de dos mil Obispos de los países en los que trabaja la Obra; todos tuvieron ocasión de dar su parecer; muchos de ellos lo hicieron, asintiendo y expresando sus simpatías; 38 Prelados hicieron llegar a la Santa Sede propuestas de variaciones o mejoras que fueron estudiadas cuidadosamente. La erección de la Prelatura personal Opus Dei, promulgada por el Papa Juan Pablo II el 23 de agosto de 1982 y publicada el primer domingo de Adviento, al comienzo del nuevo año litúrgico, no ha sido una decisión del Papa en solitario, sino un ejemplo especialmente representativo del principio de colegialidad existente entre el Sucesor de Pedro y el episcopado; un principio que constituye una característica sobresaliente del pontificado de Juan Pablo II.Toda biografía sobre Mons. Escrivá de Balaguer no tiene más remedio que referirse necesariamente al Opus Dei: la fundación, las características y el crecimiento del Opus Dei han constituido el sentido y el contenido de la vida de don Josemaría, una vida en la que no hay nada que no guarde relación con la fundación y el desarrollo de la «Obra de Dios». Con esta «Obra», Dios ha querido abrir una nueva página en el libro de la historia de la Iglesia -una página refrendada por el Concilio Vaticano II- y ha dado vida a un nuevo «instrumento» de la Iglesia para que ésta cumpla su misión redentora de empapar el mundo, hasta el fin de los tiempos, con el Amor de Cristo. Para lograrlo se sirvió de un «tornero» que «fabricó el instrumento»: un joven sacerdote al que dotó de todos los dones naturales y sobrenaturales necesarios para cumplir su misión, haciendo que su vida, desde el primer hasta el último aliento, se fundiera con la misión que le había encomendado.

Monseñor Escrivá de Balaguer no fundó el Opus Dei como camino y hogar para otros: en primer lugar, lo hizo vida de su vida. Desde el 9 de enero de 1902, fecha de nacimiento del pequeño Josemaría (el nombre se escribía todavía separado), hasta el 2 de octubre de 1928, fecha de nacimiento de la Obra, era ya «Opus Dei» en los designios de la Providencia divina, sin que se dieran cuenta ni él mismo ni los demás. El 2 de octubre de 1928, el joven sacerdote vio lo que Dios quería de él para bien de su Iglesia y de la humanidad entera y supo, con gran conmoción, que él mismo constituía «las primicias» de esa Voluntad. El Opus Dei inició su camino en el mundo y a través de la historia con un paso decisivo: su Fundador era Opus Dei; lo sabía y podía transmitirlo a los demás. El desarrollo y la expansión de la Obra hasta el fallecimiento de su Fundador -y también después- no es otra cosa que la multiplicación de aquel carisma del Fundador, de su «primogenitura». Estamos casi ante una variante del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, tal como Dios la ha previsto en su plan salvífico.

Desde el momento en que abrigué la idea de escribir este libro me enfrenté con dos dificultades: no conocí personalmente a Monseñor Escrivá de Balaguer, nunca le traté en vida; por otra parte, su vida terrena finalizó hace tan sólo unos pocos años, es decir, todavía no puede ser un «monumentum historiae» y ni siquiera un tema para una investigación histórica completa. Estas dos dificultades, que podríamos resumir como «excesiva distancia subjetiva del autor respecto a un héroe demasiado cercano objetivamente», me causaron al principio dudas y titubeos; una vez superadas, han quedado una serie de renuncias y limitaciones. La superación, o por lo menos la disminución de las dudas, fue posible gracias a numerosas conversaciones mantenidas con miembros del Opus Dei y, sobre todo, gracias a la opinión del Prelado de la Obra, don Alvaro del Portillo, el primer sucesor del Fundador desde el fallecimiento de éste en 1975. Mons. Alvaro del Portillo me alentó en esta tarea y me prestó toda clase de facilidades, aunque la Causa de Beatificación de Monseñor Escrivá, introducida el 19 de febrero de 1981 en Roma, haya hecho que todavía no sea posible poner a disposición de los investigadores gran cantidad de material que ha sido preciso revisar, reunir y ordenar para el proceso. Por otra parte, todavía viven muchas de las personas que mantuvieron muy diversas relaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer y cuyos derechos personales deben ser respetados, al igual que los de personas fallecidas hace pocos años.

Sin embargo, debo decir que he contado con un rico material de fuentes históricas, que comprenden (junto con los escritos del Fundador y aquellas publicaciones sobre su persona y sobre el Opus Dei que son asequibles para el público en general) gran número de documentos y cartas de Mons. Escrivá que permanecen aún inéditos en la Postulación, a disposición de la Causa de Beatificación y de Canonización.He podido conversar largamente en España con muchos de los primeros miembros, con personas que trataron en su juventud al Siervo de Dios, que conocieron los primeros años de la Obra y que se pueden contar entre las personas más cercanas y más fieles al Fundador. He tenido ocasión de visitar varias veces la Universidad de Navarra en Pamplona, donde he obtenido muchas y muy valiosas sugerencias para mi trabajo.

A pesar de todo, este libro no puede ser una labor definitiva de historiografía sobre Josemaría Escrivá de Balaguer y sobre el Opus Dei. Entonces, ¿qué es...? Puedo contestar diciendo que es un libro espiritual con carácter biográfico e interés histórico; un libro que tiene como finalidad dar a conocer al Fundador del Opus Dei y, con ello, la Obra por él fundada, con objeto de que se les comprenda más profundamente y mejor y que se les pueda enjuiciar con más justicia. El lector, al final del libro, verá por lo menos una cosa: que Mons. Escrivá de Balaguer mostró a la luz del día, de manera nueva y en algunos casos incluso por primera vez, aquellas dimensiones del cristianismo que tienen vigencia intemporal. Del Opus Dei decía que es «viejo como el Evangelio, y como el Evangelio, nuevo». De este modo ha dado comienzo a una nueva etapa en el seguimiento de Cristo.