SEMBRADORES DE PAZ Y DE ALEGRÍA

“La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad”. Libro escrito por el teólogo José Luis Illanes. Décima Edición revisada y actualizada.

Es apostolado, afirma, en texto ya citado, el Decreto Apostolicam actuositatem , todo lo que „hace partícipes a los hombres de la redención salvadora, y, a través de ellos, ordena realmente el mundo entero hacia Cristo“192. Desde los textos del Concilio Vaticano II, hasta la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI y la Encíclica Redemptor hominis y la Exhortación apostólica Christifideles laici de Juan Pablo II, por citar solo algunos documentos especialmente significativos, tanto la teología y la praxis pastoral como el magisterio eclesiástico han subrayado reiteradamente sea la trascendencia de la misión cristiana, sea su incidencia en la historia y, en consecuencia, el lugar que la acción vivificadora de lo temporal debe ocupar en el horizonte y en la vida de todo cristiano y singularmente del fiel laico, cristiano llamado a santificarse y a santificar precisamente en y a través de las ocupaciones y estructuras temporales.

Entre los muchos textos que aspiran a dar una visión sintética, cabe continuar recordando un pasaje de la Constittición Gaudium et spes , que forma parte precisamente del capítulo que esa Constitución destina a tratar de la actividad humana en el mundo, es decir, del trabajo, y en el que las diversas afirmaciones se articulan, en ocasiones contraponiéndose, para llegar a una exposición a la vez precisa y abierta. „Cristo, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Hch 2,36; Mt 28,18), proclamado Señor por su resurrección, actúa ya en el corazón de los hombres mediante la virtud del Espíritu, no solo suscitando la esperanza del mundo futuro, sino, al mismo tiempo, animando, purificando y fortaleciendo esas generosas aspiraciones que animan a la familia de los hombres y la impulsan a esforzarse por hacer más humana la vida presente y por dominar toda la tierra con vistas a esa finalidad (...). Ciertamente se nos ha recordado que de nada sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo (cfr. Lc 9,25), pero la esperanza de una nueva tierra no debe atenuar, sino más bien excitar el afán por perfeccionar el tiempo presente, durante el que crece ese cuerpo de la nueva humanidad que constituye como una cierta prefiguración del mundo nuevo“193.

En diversos escritos del Fundador del Opus Dei encontramos amplias descripciones de la historia y del mundo realizadas desde la perspectiva de la salvación y relacionadas, con frecuencia, con un texto evangélico que estuvo, desde el 7 de agosto de 1931, hondamente unido a su oración: el versículo et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum del Evangelio de San Juan, tal y como lo transmite el texto de la Vulgata. „Desde hace muchísimos años -declaraba a un periodista, en 1968-, desde la misma fecha fundacional del Opus Dei, he meditado y he hecho meditar unas palabras de Cristo que nos relata San Juan: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12,32). Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas“194. „Cristo, Señor Nuestro -afirmaba en una homilía, en la fiesta de Cristo Rey-, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12,32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum , todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!”195.

Varias de las enseñanzas expuestas en páginas anteriores giran en torno a lo afirmado en estos textos. Recordemos especialmente dos, íntimamente relacionadas entre sí:

- En primer lugar, el hondo sentido de la identificación del cristiano con Cristo, o, si preferimos decirlo de otra forma, la honda conciencia de la presencia de Cristo en el cristiano para continuar, a través de sus discípulos, la obra redentora196.

- En segundo lugar, la visión de la historia de la salvación como el efecto del amor paternal de Dios Padre que hizo el mundo bueno y, dañado por el pecado, no lo abandonó, sino que envió a su Hijo Unigénito y al Espíritu para que surgiera en la tierra una „nueva raza de hijos de Dios“, a los que fuera dado restablecer la armonía de lo creado197.

La llamada divina sitúa al hombre ante un fin que trasciende la historia y la gracia no producirá todos sus frutos hasta más allá de la muerte, pero Dios, aunque sea solo en arras y en esperanza, nos ha concedido ya sus dones, y esa divinización de nuestro ser reverbera sobre la creación: el cristiano, alter Christus, ipse Christus , atrae ya hacia Dios todas las cosas.

Nada más ajeno al pensamiento del Beato Josemaría que los planteamientos de tipo reduccionista que, recortando el horizonte propio del Evangelio, se exponen a transformarlo, de una forma u otra, en un mensaje de resonancias meramente terrenas. Su rica humanidad, que le hacía sentir unas ansias de infinito que solo Dios puede saciar y, sobre todo, su fe cristiana, su conmoción ante la grandeza de un Dios que no solo ha creado a los hombres sino que eleva a la condición de hijos suyos, le hacían reaccionar decididamente frente a esas actitudes, viéndolas como lo que son: un „empequeñecer la fe“198. La palabra del Evangelio se dirige al corazón del hombre para revelarle el amor a la vez concreto e infinito de Dios, realidad suprema que trasciende todas las realizaciones temporales, y es esa palabra la que el cristiano debe transmitir. „El apostolado cristiano -afirmó siempre con fuerza- no es un programa político, ni una alternativa cultural: supone la difusión del bien, el contagio del deseo de amar, una siembra concreta de paz y de alegría“199.

El cristiano debe, en suma, situarse ante la existencia, y situar a los demás sabiendo que „la vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo; „pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura“ ciudad inmutable (Hb 13,14)“200. Pero -y así lo subraya en la misma homilía de la que proviene la cita que precede- la conciencia de estar en camino no convierte al cristiano en „un derrotista de la naturaleza humana“201. „Cuidemos -precisa- de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando solo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que solo Él puede colmar enteramente. En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se fundan y compenetran todas nuestras acciones“202.

Surge así una actitud de espíritu en la que se entremezclan la vida de oración y el aprecio por los dones divinos recibidos con la valoración de las realidades terrenas, las ansias de eternidad con la amistad y el amor humanos, el esfuerzo por vivir en la tierra en diálogo amoroso con Dios con el trabajo, el sentido del compañerismo y el deseo de ayudar a los hombres haciendo amable su camino de santidad en el mundo203. Y todo ello estructurado en torno a la conciencia de la filiación divina y al deseo de colocar a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Porque, recalquémoslo, el si exaltatus fuero a terra , el „cuando sea levantado sobre la tierra todo lo atraeré hacia mí“ del Evangelio de San Juan, es visto por el Beato Josemaría Escrivá, a la vez, como un anuncio y como un mandato: como el anuncio del triunfo de Cristo en la Cruz y como el mandato que ese mismo Cristo dirige a los cristianos para que lo hagan presente en la entraña misma del mundo, no ya mediante meros signos exteriores, sino, mucho más radicalmente, siendo ellos personalmente Cristo: dejando que el Espíritu Santo penetre en sus corazones e infunda en ellos una vida nueva, la vida de Cristo, que, manifestándose en las obras, difunda en el mundo los frutos de la gracia. Se trata, en suma, de santificar las actividades humanas no de manera extrínseca o artificial, sino desde dentro, es decir, siéndolo personalmente cristianos y dejando que redunde en las propias acciones la savia de la que se vive204.

Las perspectivas que estamos esbozando entroncan con temas tratados sea al hablar del testimonio apostólico sea al glosar la expresión „santificar el trabajo“, ya que la santificación del trabajo implica, como dijimos, el esfuerzo por realizar de forma humanamente acabada la propia tarea y, en consecuencia, el empeño por abordar generosa y responsablemente los problemas interpersonales y sociales a los que el trabajo abre. Lo substancial está, pues, de algún modo dicho o al menos apuntado, si bien entre los apartados a los que acabamos de aludir y el presente hay claras diferencias de enfoque: allí, considerábamos, ante todo, la actitud subjetiva que la santificación del trabajo implica; aquí, en cambio, atendemos preferentemente al resultado o fruto que esas acciones producen en el contexto social concreto en el que se sitúa. Es por eso conveniente, presuponiendo lo dicho y remitiendo a ello, decir algo más.

A fin de captar con precisión la perspectiva desde la que el Beato Josemaría Escrivá enfoca la consideración de los frutos del reverberar del reino de Cristo en la realidad histórico-social, resultará útil referirnos antes a una cuestión decisiva: su doctrina sobre la libertad o, por mejor decir, su amor a la libertad, ya que si la predicación del Fundador del Opus Dei estuvo siempre acompañada de participación personal en lo que decía, así ocurrió muy especialmente en el tema de la libertad205.

La lectura de los textos en los que el Fundador del Opus Dei deja constancia de su amor a la libertad y en los que glosa las dimensiones de esa realidad esencial del ser humano nos permite concluir que esa afirmación de la libertad se mueve a dos niveles, teológico y antropológico el primero, eclesiologico y social el segundo.

a) La libertad es considerada por el Beato Josemaría, ante todo, como un componente básico de la historia de la salvación. Dios, que quiere a los hombres no como esclavos sino como amigos e hijos, no busca respuestas forzadas sino decisiones libres: „Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego“206. „Entiendo muy bien, precisamente por eso, aquellas palabras del Obispo de Hipona, que suenan como un maravilloso canto a la libertad: ‘Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti’“207, afirma en una de sus meditaciones, para poco después, tras recordar algunos pasajes del Evangelio que muestran a Dios que busca y suscita la libre respuesta humana, añadir con frase sintética: „en todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad“208.

„Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia -comenta en otro lugar-, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como a hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca. Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad“209. La libertad se nos aparece asi como propiedad del ser humano que tiene su fundamento en Dios, y, en consecuencia, captada en toda su hondura, y, a la vez, comprendida como fuerza que no se cierra sobre sí misma, sino que alcanza su sentido en la entrega, en el amor. La libertad sitúa al hombre ante una disyuntiva radical -amor o egoísmo, plenitud o caída- que dota a la historia de dramaticidad no fingida, sino real, y, sobre todo, de grandeza210.

b) Esa conciencia del valor de la libertad, que nace de la misma entraña del Evangelio, lleva a advertir -y a amar- su papel no solo en las relaciones entre la criatura y el creador, sino también en la relación de los hombres entre sí. Llegamos así al segundo de los niveles a los que antes nos referíamos, calificándolo de eclesiológico y social. Por lo que a la eclesiología se refiere, destaquemos su decidida valoración de la diversidad de vocaciones, caminos y tareas, en el contexto de la unidad de la fe y de la comunión en la caridad, cuestión de gran importancia pero que excede el marco de nuestras reflexiones211. Sí debemos, en cambio, detenernos en lo referente a la libertad en las cuestiones temporales, punto en el que inciden, junto a una decidida afirmación de la necesidad de una adecuada formación de la conciencia, otras convicciones, también fundamentales en el Beato Josemaría: su convencimiento de que las ocupaciones temporales han de ser santificadas desde dentro de ellas mismas, respetando su naturaleza, sin instrumentalizaciones ni manipulaciones; su aguda percepción de la trascendencia de la fe, irreductible a ideología; su clara conciencia de los límites de toda inteligencia humana singular, que reclama una sana actitud crítica ante los personales pareceres y una disposición pronta al diálogo...

„Si interesa mi testimonio personal -exclamaba en una de sus homilías-, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar“212.

La fe ilumina al cristiano sobre el sentido último de la vida y del acontecer, así como sobre la íntima naturaleza de su propio ser, pero no le otorga el secreto del entramado de la historia y de cuando en ella ocurre, cuya elucidación queda dejada, como suele decirse, „a las disputas de los hombres“. „No olvidemos que Dios -comenta en escrito ya citado-, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos. Junto con las cosas que para el cristiano son totalmente ciertas y seguras, hay otras -muchísimas- en las que solo cabe la opinión: es decir, un cierto conocimiento de lo que puede ser verdadero y oportuno, pero que no se puede afirmar de un modo incontrovertible. Porque no solo es posible que yo me equivoque, sino que -teniendo yo razón- es posible que la tengan también los demás. Un objeto que a uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta“213.

Poco antes, en ese mismo escrito, había afirmado: „No hay dogmas en las cosas temporales. No va de acuerdo con la dignidad de los hombres el intentar fijar unas verdades absolutas, en cuestiones donde por fuerza cada uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses particulares, sus preferencias culturales y su propia experiencia peculiar. Pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las conciencias de los demás, a no respetar al prójimo“214. „No quiero decir con eso -añadía a continuación- que la postura del cristiano, ante los asuntos temporales, deba ser indiferente o apática. En modo alguno. Pienso, sin embargo, que un cristiano ha de hacer compatible la pasión humana por el progreso cívico y social con la conciencia de la limitación de las propias opiniones, respetando, por consiguiente, las opiniones de los demás y amando el legítimo pluralismo. Quien no sepa vivir así, no ha llegado al fondo del mensaje cristiano“215.

Cerremos esta digresión sobre la libertad, algo larga pero necesaria para enfocar adecuadamente la cuestión que ahora inmediatamente nos ocupa: la reverberación de la fe sobre la vida social y cultural. Entrando ya en esa problematica, señalemos, en primer lugar, que el Beato Josemaría no se detuvo nunca para esbozar un cuadro que aspirara a ser exhaustivo de los efectos que esa refracción de la fe pudiera producir -huyó siempre del afán de esquema-, pero en sus escritos, con una u otra ocasión, hizo mención de muchas realidades que pueden y deben ser considerada como frutos temporales de un actuar humano y cristianamente recto: el progreso técnico, la mejora social y el desarrollo cultural, que fluyen del esfuerzo por trabajar bien, con competencia profesional; la asunción responsable de los propios deberes y obligaciones, parte substancial de la valoración y santificación de las tareas profesionales; la sensibilidad ante el mal y ante la injusticia, que derivan del precepto cristiano de la caridad, etc., etc.

No sería, pues, difícil elaborar un elenco, siempre que, como hemos advertido, se haga sin pretensiones de exhaustividad. No parece necesario216. Sí conviene, en cambio, formular un interrogante: ¿debemos contentarnos, en nuestro análisis, con simples enumeraciones o podemos esbozar un cierto orden o jerarquía? A nuestro juicio cabe intentar esto último, ya que al frecuentar los escritos del Beato Josemaría Escrivá se advierte enseguida un detalle: el acento está puesto en la caridad, que lleva a amar a los demás, y, junto a ella -o, por mejor decir, dentro de ella-, en los valores de convivencia.

A primera vista, este hecho puede llamar la atención: ¿no sería más lógico que, considerando al trabajo como quicio de su espiritualidad, el acento estuviera colocado en la eficacia técnica, en el dominio y aprovechamiento de la naturaleza o en otras realidades de ese tenor? Pero la extrañeza desaparece apenas se consideran las cosas un poco más despacio, se recuerda la significación que la palabra „trabajo“ tiene en sus escritos -no mera ocupación de las manos, sino profesión que inserta al hombre en el vivir común-; y se recapacita en la importancia que atribuye a la libertad y en la consiguiente visión de la historia como proceso de plasmación del amor al que la libertad se ordena. Las realizaciones materiales, la eficacia técnica, no fueron, pues, nunca olvidadas por el Beato Josemaría, más aún, están constantemente presupuestas y afirmadas en sus textos, pero situadas en el interior de una visión antropológica más amplia y comprehensiva.

La sociedad requiere, ciertamente, bienes económicos, estructuras organizativas, distribución de bienes, pero se constituye, en cuanto vivir social propiamente dicho, a nivel específicamente humano, y, por tanto, como fenómeno de participación, de diálogo, de cooperación, de amistad. Y, precisamente a ese nivel, el espíritu cristiano trae consigo luces radícales y definitivas. No se es auténticamente cristiano sin reconocerse depositario de una palabra que ha de ser llevada hasta los confines de la tierra superando divisiones y barreras, más aún, sin amar con la misma hondura con que Cristo ama. La fe cristiana impulsa a „portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios“217, a vivir con „espíritu de caridad, de convivencia, de comprension“218; a extirpar de la propia vida „todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio“219; a destruir esos ídolos que encierran a los hombres en sí mismos y los separan de los demás y, en ocasiones, les llevan a intentar dominarlos y sojuzgarlos: „el de la incomprensión, el de la injusticia, el de la ignorancia, el de la pretendida suficiencia humana que vuelve arrogante la espalda a Dios“220; a „mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz“221.

En suma, los cristianos deben ser, en el mundo, „sembradores de paz y de alegría“222. „A esto hemos sido llamados los cristianos, esa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor“223; „conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, Ilevando los unos las cargas de los otros“ (Ga 6,2), viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen de la ley (cfr. Col 3,14 y Rm 13,10)“224.

„El espíritu de comprensión -nos dice en un texto amplio que puedé servir de glosa a los más breves que acabamos de reproducir- es muestra de la caridad cristiana del buen hijo de Dios: porque el Señor nos quiere por todos los caminos rectos de la tierra, para extender la semilla de la fraternidad -no de la cizaña-, de la disculpa, del perdón, de la caridad, de la paz. No os sintáis nunca enemigos de nadie. El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos -con su trato- la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida seria miserable y egoísta: „debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos“ (1 Co 9,22)“225.

„¡Si viviésemos así -concluye-, si supiésemos impregnar nuestra conducta con esta siembra de generosidad, con este deseo de convivencia, de paz! De ese modo se fomentaría la legítima independencia personal de los hombres; cada uno asumiría su responsabilidad, por los quehaceres que le competen en las labores temporales. El cristiano sabría defender antes que nada la libertad ajena, para poder después defender la propia. Tendría la caridad de aceptar a los otros como son -porque cada uno, sin excepción, arrastra miserias y comete errores-, ayudándoles con la gracia de Dios y con delicadeza humana a superar el mal, a arrancar la cizaña, a fin de que todos podamos mutuamente sostenernos y elevar con dignidad nuestra condición de hombres y de cristianos“226.

En ese ambiente de comprensión, de convivencia, más aún, de amistad y de trato, surgirá espontánea, natural, la conversacion apostólica que descubre horizontes últimos y definitivos, la palabra que, dando a conocer que „hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo“227, eleva la mente hacia la plenitud a la que todo se ordena, de modo que la paz social y la alegría de la convivencia se fundamenten en el sentido de la filiación divina. De esa forma una y otra, la paz y la alegría, podrán impregnar la vida entera, la personal y la social, venciendo incluso esos compañeros inseparables de nuestro caminar después del pecado -la incertidumbre, la inseguridad, el dolor, el sufrimiento, la muerte-, que pueden amenazar con destruirlas o, al menos, empañarlas.

„El optimismo cristiano -leemos en una de sus homilías- no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la fe en la gracia; es un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder a la llamada de Dios“228. Se trata, dicho con otras palabras, de un optimismo que sabe de la hondura del drama de la historia pero que lo asume y lo vive en la fe. „Hemos de luchar sin desmayo por obrar el bien“, pero „no se nos oculta que, aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación“229. Realidades, todas ellas, ante la que no caben soluciones fáciles, ante las que el hombre tiembla y en ocasiones se retrae y acongoja, y ante las que „el cristiano solo tiene una respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su Corazón, que una lanza abro por amor a todos“230. „Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de Amor por los hombres -se lee, poco antes, en esa misma homilía-, es una respuesta elocuente -sobran las palabras- a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos“231.

El cristiano, mirando a la Cruz de Cristo, sabe reconocer en el dolor „la piedra de toque del Amor“232: ocasión privilegiada para vivir de fe, para hacer más acendrada la esperanza, para purificar la caridad, más aún, para, uniéndose a Cristo mismo, participar de su muerte redentora y, a través de ella y en ella, de su resurrección gloriosa y, en consecuencia, de esa plenitud del Espíritu Santo que llena el alma de una alegría que nada puede quebrar. Por eso la „admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar -lucha de paz- contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres“233.

Los diversos hilos que configuran el vivir cristiano se han ido poniendo de manifiesto a lo largo de las páginas que preceden, adquiriendo fisonomía cada vez más acabada y entretejiéndose con la existencia secular. Podemos por eso coronar nuestra exposición con unos párrafos en los que la sustancia teologal del pensamiento del Beato Josemaría Escrivá, a la que ya hemos aludido repetidas veces, aflora con toda su potencia, y en los que el sentido de la filiación divina y la invitación a santificar el trabajo, a santificarse en el trabajo y a santificar con el trabajo reciben una última confirmación:

„En la vida de Cristo, el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano (...). El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos. solo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y solo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo. Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado (...). En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.“

„Es en esa hora, además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando, en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que sus propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra“234.

Jose Luis Illanes