5. Servir a la Iglesia

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Apenas terminó la guerra civil, don Josemaría se vio metido en una tarea de almas que estaba muy en su corazón. Después de tres años de persecución de la Iglesia, revivía la fe y la generosidad del pueblo cristiano. Los seminarios se llenaban de estudiantes. Las congregaciones religiosas tenían vocaciones en abundancia. Y los Obispos, empezando por los de Valencia y Vitoria, solicitaron de don Josemaría que diera ejercicios a los ordenandos y al clero diocesano. ¿Cómo podía negarse a sus peticiones? Muy pronto, le llamaron de las cuatro esquinas de España: Navarra, Madrid, León, Huesca, Ávila, Lérida... Del verano de 1939 a la Navidad de 1942 predicó hasta veinte tandas de ejercicios espirituales de siete días |# 150|. Era un período crítico del resurgir espiritual de España. «La confianza que tenía en el espíritu sacerdotal de don Josemaría y la seguridad en el bien que su palabra haría a los sacerdotes de Ávila —refiere el Prelado de esa diócesis— me llevó a encargarle, junto con otro sacerdote, de las tandas de Ejercicios espirituales para el clero, que organizamos al terminar la guerra civil. Eran momentos muy importantes para organizar las diócesis, agrupar al clero alrededor de su Obispo y unirlo en auténtica fraternidad. Hacía falta una palabra de orientación y aliento para la vida interior de mis sacerdotes abulenses» |# 151|.

Desde su primera juventud soñó don Josemaría con el ideal del sacerdote. Esperaba que los nuevos seminarios que entonces, hacia 1930, se estaban levantando en España, fuesen semilleros de sacerdotes ejemplares |# 152|. Primero en el Seminario de San Francisco de Paula de Zaragoza, y más tarde en Madrid, había ido repartiendo a manos llenas, entre seminaristas y sacerdotes, el extraordinario espíritu de su vida interior. Aunque —como recuerda don Pedro Cantero— «cuando hablaba a sacerdotes o tenía que dirigirlos, solía decir sencilla y humildemente que era como "vender miel al colmenero", pero la vendía, y con gran provecho de quienes le escuchaban» |# 153|.

En los años de la guerra, la mayoría de los clérigos no habían podido seguir sus estudios en el seminario o, si ya eran sacerdotes, no habían hecho ejercicios espirituales desde comienzo de la guerra. Unos y otros precisaban de guía espiritual, de un parón para reflexionar en la dignidad de su vocación y de su ministerio. Entregado a ese trabajo, no era otro el anhelo de don Josemaría que el de ayudar a los Obispos y meter fuego en el alma de sus hermanos:

Estoy dando una de esas frecuentes tandas de ejercicios para Sacerdotes, que la Jerarquía me encomienda —escribe el 1º de julio de 1940—. ¡Qué alegría siento de servir a la Iglesia! Querría que siempre fuera ése nuestro empeño: servir |# 154|.

Aquellas frecuentes tandas para el clero diocesano estaban acompañadas de charlas, meditaciones y retiros a religiosos y a laicos, a profesionales y a estudiantes, como rememora en uno de los párrafos de esa misma carta:

El día de S. Pedro di un retiro a los universitarios de Acción Católica de Valladolid. El domingo anterior, los universitarios de la Diocesana de Madrid también tuvieron su retiro: se lo di en Chamartín. Y, antes, en Alacuás, pueblecito cercano a la capital, había dado otro día de retiro a los universitarios de Acción Católica de Valencia |# 155|.

Terminados los ejercicios que predicó en 1940, en Ávila, a los sacerdotes, don Josemaría regresó a Madrid, a ocuparse de la gente de la Obra, para terminar el mes de julio con otra tanda de ejercicios a universitarios en la Residencia Orti de la capital y salir luego para León. Don Carmelo Ballester, el Obispo de León, hombre precavido, había solicitado con tres meses de anticipación el que don Josemaría se encargase de predicar esos ejercicios |# 156|.

Don Rufino Aldabalde, con un optimismo que desconocía la apretadísima agenda de las actividades de don Josemaría, le escribía el 7 de junio de 1940 desde el Seminario Conciliar Diocesano de Vitoria:

«Ya veo que estás muy ocupado. Así me gustan los hombres de Dios. Sin tiempo para alentar siquiera. ¿No te parece? Me dices que "casi" todo el verano lo tienes ya ocupado. Y esta vez no te me escapas. Ese "casi" te lo voy a llenar yo.

Este verano que viene tenemos en nuestro Seminario Diocesano SEIS tandas de Ejercicios para Sacerdotes. Cada tanda de unos DOSCIENTOS sacerdotes. [...]. Escoge la tanda que tú quieras, pero escoge alguna. ¿Estamos? Ya sabes que el tiempo me urge, y que quisiera tener en mis manos tu afirmativa cuanto antes» |# 157|.

(No consta que pudiese dar ninguna de esas tandas).

En la primera semana de agosto de 1940 se hallaba, pues, en León, y desde allí escribía a sus hijos de Madrid: Tengo, en esta tanda, ciento veinte sacerdotes. Mucha tarea, pero, como son admirables, apenas se nota el cansancio |# 158|. (Bastante debía notarse cuando don Guillermo Marañón, un clérigo de la Curia de Vitoria que había asistido a unos ejercicios espirituales dados por don Josemaría, se permitía advertirle: «Veo que V. ha resuelto prácticamente el problema del movimiento continuo. Muy hermoso me parece que trabaje, cuando tanta falta hay de una labor sacerdotal profunda, como la que V. realiza, pero debe también procurar por su salud, "que no es el todo, pero sirve para todo". Perdone que me meta a darle consejos, pero el afecto que a V. le profeso me mueve a ello y sé que no me lo tomará a mal. ¿Verdad que no se enfadará?») |# 159|.

Algo mucho peor que un simple cansancio es lo que sentía, pues el domingo 4 de agosto de 1940, desde el Palacio Episcopal de León, con la fatiga de varios días de ejercicios, escribe esta anotación: No me encuentro bien, aunque nada manifiesto: me molesta la garganta y siento dolores en la espalda: he tenido que acostarme vestido, durante una media hora |# 160|.

Claramente presintió que se hallaba al borde del agotamiento y que debía dedicar más horas a la formación de sus hijos:

Entiendo que debo negarme, en lo sucesivo, a toda labor ajena a la Obra; a no ser que haya mandato formal de la Jerarquía. Voy recibiendo luces sobre el trabajo inmediato en el Opus Dei, a pesar de ser tantas mis miserias. ¡Qué bueno es Jesús! |# 161|.

Ese domingo, 4 de agosto, escribía también a sus hijos de Madrid unas líneas que corroboran su firmísima decisión de dedicarles más tiempo:

No sé qué deciros: quizá que, en lo sucesivo, procuraré evitar compromisos ajenos a nuestra labor. Aunque este servicio a la Santa Iglesia, en sus Sacerdotes, me encanta, tengo deberes más imperativos con vosotros |# 162|.

Así, combinando heroicamente el servicio a los sacerdotes diocesanos con el servicio a la Iglesia en la Obra, continuó sus trabajos, procurando no disminuir sus actividades como predicador. Todo ello le ocasionó un tremendo desgaste de energías. El cansancio y el asomo de una grave enfermedad dejaban un rastro de síntomas alarmantes. De todos modos escasas son las huellas de sus padecimientos, pues no era hombre que se diese a las quejas. Al salir del curso de retiro espiritual en León, resume: Estoy... ¡más gordo!... y más cansado. Pero muy contento |# 163|. Y, justamente un año más tarde, en agosto de 1941, cuando acababa de dirigir unos ejercicios espirituales a universitarios en Valencia y se disponía a salir para Jaca (Huesca), escribe algo sobre sus males: Mañana, a contrapelo, ¡como casi siempre!, salgo para Jaca [...]. Me han hecho muchas diabluras en la boca: hasta rasparme un hueso. Tengo la cara muy hinchada, pero ¡es preciso ir a Jaca!, y voy |# 164|.

Tales condiciones físicas mermaron sus fuerzas, pero no interrumpieron la heroica dedicación a sus hermanos en el sacerdocio. A lo largo de 1941 fue recuperando el peso que perdiera en la guerra civil. Su aspecto era ahora, al menos en apariencia, el de hombre sano y robusto. Aunque solamente en parte, porque sufría intensamente de sed y de cansancio; hubo que extirparle las amígdalas y, por temporadas, le aparecieron brotes de reumatismo poliarticular.

Por lo que se lee en una catalina fechada en Madrid, 21 de junio de 1940, cabe imaginarse el ardor con que predicaba:

En esta temporada, he dado bastantes tandas de ejercicios a Sacerdotes. Me decían: "predica V. con toda el alma... y con todo el cuerpo". — ¡Qué alegría, si fuera eso verdad! |# 165|.

Y esto es lo que refieren los sacerdotes que asistían a sus meditaciones y pláticas: «El Amor se trasparentaba en cada una de sus palabras —dice don Pedro Cantero, Arzobispo de Zaragoza—. Su elocuencia hacía que presentase una imagen fuerte y viva del Señor con palabra matizada, cálida y vibrante. Tenía una enorme fuerza de persuasión, de arrastre, como fruto de la autenticidad de su fe. Sabía captar y transmitir el sentido profundo de las escenas del Evangelio que en sus palabras cobraban toda su actualidad: eran una realidad viva ante la que era necesario reaccionar. Los que le oían se sentían movidos a hacer actos de amor y desagravio, a formular propósitos concretos de mejora de vida. Puede decirse que su palabra salía del corazón y hablaba al corazón» |# 166|.

Su modo de expresarse, manifiesta otro sacerdote, «me pareció el más sencillo, ardiente, convencido e insinuante que hasta entonces había escuchado. Oír hablar a aquel hombre, era ver con claridad y sin esfuerzo alguno que cuanto decía salía de lo más hondo de su ser. Su fe se trasparentaba. Su amor a Cristo le bullía en los ojos. La pureza y santidad de su vida aparecían meridianas. Decía lo que vivía. No era reloj de repetición» |# 167|.

No se limitaba don Josemaría a predicar a los ejercitantes. Procuraba hablar con todos, para poder darles consejos personales, resolver sus problemas o confirmarles en su vocación. Fomentaba la unión entre ellos para que nadie sufriera el frío de la soledad, ni el desprecio o la indiferencia. Algunos años llegaron a pasar por sus manos más de mil sacerdotes, y terminó conociéndolos a fondo; y no sé de ningún mal sacerdote —afirmaba—, porque he tocado el corazón a solas y siempre me ha respondido un sonido de oro puro, de oro limpio |# 168|.

Don Josemaría hacía lo posible por charlar con todos los ejercitantes y, si no se acercaban a su cuarto porque no tenían costumbre de hablar con el predicador, iba en su busca.

Recuerdo que una vez uno no venía. Fui a buscarlo a su habitación, y le dije: bueno, hermano, ¿qué le pasa? No viene... Porque yo he hablado con todos, menos con usted. Y entonces me contó una auténtica tragedia, una calumnia horrible. Y le dije: y los hermanos nuestros que están cerca de usted, ¿no le acompañan? Y me respondió: me acompaño solo. Me dio una pena aquel frío. Yo era joven. Le cogí las manos y se las besé. Se echó a llorar. Pero creo que no se fue solo ya |# 169|.

Muchísimos de aquellos ejercitantes conservaban como un tesoro las notas y transcripciones de sus pláticas y consejos. Las releían y meditaban con frecuencia, hasta en la ancianidad. «A fin de revivir las gracias y volver a ver las cosas iluminadas con la misma clara luz», como declara uno de ellos |# 170|.

Los Obispos recogían el fruto de esta labor sacerdotal y se la agradecían con el alma: «No quiero que pase un solo día más sin repetirle: "gracias, mil y mil gracias" por el bien que ha hecho a nuestros buenos Sacerdotes. Sí, sí, les ha hecho muchísimo bien, de lo que me alegro en el alma. ¡Dios sea bendito!» |# 171|. Así escribía a don Josemaría el Obispo de León, cuando no habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que acabaron allí los ejercicios espirituales |# 172|.

Y don Marcelino, el Obispo de Pamplona, sabiendo cuánto desagradaban al Fundador los elogios que a su persona se hacían, prefirió desahogar sus sentimientos por carta a Álvaro del Portillo, a la sazón Secretario General de la Obra:

«Pamplona a 22 de Noviembre de 1941

Muy querido Álvaro:

Mi queridísimo amigo Don José María, ese tan buen Padre que Dios os ha dado, ha dictado Ejercicios Espirituales a todos los nuevos párrocos de esta bendita Diócesis de Pamplona, cuyo clero es ejemplarísimo. Digo a todos, porque aunque nos falta la última tanda, esperamos que sea también él el que la dicte.

No te doy impresiones particulares; una basta y sobra "ni uno de los ejercitantes ha tenido una palabra que no fuera de gran aprecio y edificación a la labor desarrollada por él".

Que Dios nos lo conserve muchos años, muchos años, para gran gloria de Su santa Iglesia. Vosotros cuidad bien ese tesoro.

Un abrazo

Marcelino» |# 173|.

Los Prelados le quedaban doblemente agradecidos, porque no aceptaba retribución alguna por sus servicios, salvo el alojamiento y la comida. Don Josemaría les explicaba que ésa era su costumbre, aunque no siempre conseguía acallar protestas. En esos casos no le faltaba alguna salida de humor o relataba con gracia una conocida anécdota:

Había un predicador que, en todas las fiestas grandes de los pueblos, iba a tener sermón y enfervorizaba a toda la gente. Era muy elocuente, y además cobraba sólo una peseta. Pero se enteró el prelado, le llamó y le dijo: oiga usted: ¡¿la palabra de Dios a peseta, el Espíritu Santo a peseta?! ¿No le da a usted vergüenza? — No, señor —contestó el sacerdote—, ¡si no vale ni la peseta! |# 174|.