CAPITULO XI: COMO UNA SINTESIS

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

«Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra»

(Monseñor Escrivá de Balaguer)(1)

Apartir de febrero de 1931, el Fundador del Opus Dei utiliza en sus apuntes y textos, la expresión «unidad de vida» como un punto de encuentro en el que confluyen las características del espíritu del Opus Dei. Un modo de ser y hacer que constituye la síntesis de su mensaje espiritual. Para un miembro de la Obra es la totalidad de su experiencia espiritual transformada en vida cotidiana, forjada en el molde de su condición laical y secular.

Esta «unidad de vida» se establece en dos vertientes: una interior de oración, de sacrificio, unión con Cristo que lleva a los hijos de Dios a ser contemplativos en medio del mundo; otra, profesional y social de donde arranca la proyección apostólica y que es visible y externa. Como se ha escrito recientemente, este modo de ser fue descrito por el Fundador de modo completo y gráfico en una Instrucción de marzo de 1934. En un párrafo breve, hacia el final del documento, dibuja los «ideales» que dan sentido al Opus Dei: «unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación -cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios-, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?»(2).

Pero, ¿cuáles son las líneas maestras que configuran esas resultantes finales? Podríamos señalar, en primer lugar, el descubrimiento de que las realidades temporales, el horizonte completo del mundo, puede ser santificado. El espíritu de Cristo, inserto en la vida de los hombres y mujeres cristianos, puede infiltrar capilarmente la actividad de todos los seres humanos. Y lograr así una plenitud de paz, de amor al mundo y a todo el contenido positivo de la historia.

Y, ¿cómo elevar las cosas del mundo a un orden nuevo que las oriente hacia su mejor y último destino en la eternidad?

Por obra y gracia de un gran número de personas, de todos los estados y condiciones, que se sienten llamados por Dios a vivir la fe cristiana con plena radicalidad, mediante un compromiso profundo y decisivo. Este compromiso se establece como respuesta a una llamada de Dios, personal, y que afecta a la totalidad de la existencia.

Por tanto, una persona del Opus Dei se siente llamada por Dios a llenar su vida y el ámbito de su actividad, del espíritu de Cristo.

Son muy sugerentes los pasajes evangélicos en los que se narra la muerte de Lázaro; los caracteres de Marta y de María, el aire cotidiano, afectuoso y propio, con el que Dios Hombre y los suyos cruzan aquel umbral. Todos hemos imaginado el día en que Lázaro vuelve, por la Voz de Jesús, a un nuevo encuentro con la vida.

Esta Voz, que hoy sigue llamando por su nombre a los amigos, suena una vez más por todos los caminos de la tierra. Así lo repetía el Padre a cuantos se acercaron a él desde 1928. Así lo dejó escrito en un importante documento que comenzó a redactar en Madrid en 1935 y concluyó en Roma en septiembre de 1950.

En quince años de vida, la Obra había llegado a su pleno desarrollo y el Fundador dejaba en letra impresa lo que Dios puso en su corazón aquel 2 de octubre: todos, sacerdotes, solteros, casados, viudos, hombres y mujeres de cualquier edad, raza y condición podían ser atraídos por Dios al Opus Dei.

«La vocación a la Obra no crea un estado nuevo; cada uno conserva el que antes tenía. Por eso hemos dicho que se han abierto los caminos divinos de la vida. Ser santos en nuestro puesto, desempeñando nuestra profesión, siendo lo que somos, porque todos los caminos de la tierra pueden y deben ser un (3) encuentro con Jesucristo».

Para eso Cristo quiere servirse de cada uno de los cristianos, en todas las encrucijadas de los hombres. Llegar hasta los que se agotan en el cansancio, y hasta los que buscan, sin encontrarlo, un sentido a su vida. Codo a codo, en idéntico esfuerzo, en colaboración, es donde el cristiano tiene que demostrar la realidad de su vocación humana y divina. A pesar de su debilidad, sus defectos, sus limitaciones claras y evidentes. Pero con la sobrenatural esperanza que el amor de Dios ha grabado en su alma.

«Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1 Cor III, 22-23)»(4.)

Esta doctrina, hoy extendida y consagrada por el Concilio Vaticano II, entrañó en el año 1928 una revolución de conceptos teológicos, ascéticos y Jurídicos. Hasta entonces, vivir en plenitud la vocación cristiana parecía incluir la resolución de apartarse del mundo, de rechazar las cuestiones temporales y eludir el amor humano en el matrimonio. Y es Monseñor Escrivá de Balaguer quien proclama, con el Nuevo Testamento en la mano, que los Hechos de los Apóstoles nos dan una visión de la primera cristiandad llena de vida multiforme. Y sabe, porque Dios así se lo inspira, que es preciso recordar aquel modo de ser primigenio que se expresa rotundamente en el «Discurso a Diogneto»:

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su idioma, ni por sus instituciones. Porque no habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida distinto de los demás... ».

Evidentemente han existido autores cristianos, sobre todo en los dos últimos siglos, que han tratado de llevar hasta la cima del cristianismo a muchas gentes que vivían en medio de las actividades temporales. Entre ellos se encuentran grandes santos. Pero piensan en esta empresa como algo excepcional, ya que el seguimiento absoluto de Cristo les parece exigir la renuncia total para anclarse en una forma de vida religiosa.

La llamada universal a la plenitud de la vida cristiana en el mundo, resonará de nuevo, y en toda su profundidad, gracias a la inspiración divina y a la fidelidad de un hombre enamorado de Dios: Monseñor Escrivá de Balaguer.

La respuesta a esta vocación ha de estar radicada en la santidad personal. Nadie puede transmitir el espíritu de Cristo ni llenar las realidades temporales con su contenido si no desborda primero su alma. En realidad es una llamada a participar de la intimidad de Dios, a vivir de El y para El. Por tanto, el esfuerzo del Opus Dei por dotar a sus miembros de fortaleza, vida interior y fe, va orientado a un encuentro profundo con la verdad del Evangelio. Y esta colisión debe transformar la vida personal en identificación con Cristo y plenitud de vida cristiana manifestada en hechos.

Es evidente que esta vocación no está limitada por ningún condicionamiento humano. Solamente por la voz de Aquel que llama a los que tiene decidido desde la eternidad. Por ello, se dirige tanto a hombres como a mujeres que, en la Obra, se estructuran en dos Secciones diferentes para expresar esta realidad de unidad y distinción, el Fundador habla en sus escritos primeros de «dos Obras», de «dos ramas de la Obra» o, por último, de «dos Secciones de la Obra».

Por la misma razón, pueden ser llamadas personas célibes y casadas. Se trata, simplemente, de disponibilidad y de una serie de circunstancias personales que delimitan las funciones y participación diversas en la misma empresa apostólica.

Otro rasgo esencial es la presencia de sacerdotes y seglares en absoluta cooperación. La gran mayoría de los miembros son laicos que ejercen sus profesiones en medio de todos los quehaceres del mundo y, entre ellos, la misión del sacerdote es estrictamente espiritual, sin inmiscuirse jamás en las actividades seculares de los miembros de la Obra. Su cometido empieza y termina en la dimensión espiritual.

La vocación es única, y es lógico, sin embargo, que la mayor parte de los miembros de la Obra estén casados y vivan su vocación en el ámbito familiar propio. No resultó fácil abrir la puerta a este hecho a través de una mentalidad que, durante siglos, había refugiado la perfección cristiana en los claustros y desiertos. El Padre volvió a oír que le llamaban loco. Pero no cortó por ello la anchura del camino que Dios había puesto en sus manos. Insistió, frente a todo evento, hasta que el espíritu de la Obra, fue entendido y ratificado por la Iglesia.

«¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? -Pues la tienes: así, vocación» (5).

Y en el año 1960, repetía:

«Llevo casi cuarenta años predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando -creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio-me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!» (6).

El Fundador del Opus Dei nació en un hogar cálido en el que las contradicciones, el dolor y la muerte no lograron romper la fortaleza y el cariño de sus padres. La inspiración divina que predicó se apoyaba también en esta luminosa realidad para contagiarla a cuantos habían sido elegidos por Dios para crear una familia.

Y también le sirvió para dotar el ámbito familiar en que viven sus hijas e hijos Numerarios -aquellos que habían sido llamados a la santificación de la vida ordinaria pero que dedicarían su vida plenamente al Opus Dei, renunciando al matrimonio- con un ambiente de hogar inconfundible.

Don Alvaro del Portillo subrayaba, un año después de la muerte del Fundador:

«En estos días estoy leyendo cosas de nuestro Padre de los años 30 y 31, escritas de su mano, y decía que la Obra sea siempre una familia. Gracias a Dios, lo ha conseguido: somos una familia, y lo seguiremos siendo: un Padre y unos hijos que ahora tienen a su Cabeza, a su Fundador, en el Cielo» (7).

Jamás torció o intentó influir en una vocación matrimonial que se le hubiera manifestado clara. Durante años rezó y llamó a la puerta de muchas almas que acudían a su dirección espiritual. En los comienzos necesitaba vocaciones con disponibilidad plena y dispuestas a entregarse en el celibato apostólico. Pero nunca desvió la atención de quien estuviera seriamente encauzado hacia el matrimonio.

Tomás Alvira, por ejemplo, conoce al Padre durante la guerra civil española. El ambiente es tenso y la persecución religiosa se halla en pleno apogeo por las calles de Madrid. Tomás tiene la oportunidad de hablar con el Padre de sus deseos de servicio y fidelidad a Dios. Pero también le dice que pensaba haberse casado antes de estallar la guerra. Y entonces Monseñor Escrivá de Balaguer le aconseja:

-«Sí, hijo mío. Tú, cásate» (8).

Les acompañará poco después para cruzar los Pirineos. Y alguno se extraña de que un hombre joven que participa totalmente del espíritu de la Obra siga sin solicitar su admisión. El Padre le explica lo que Dios va a pedir a éste y a otros muchos hombres y mujeres, pero en un futuro para el que aún no ha llegado la hora.

En 1941 conoce el Padre a José María Hernández Sampelayo. Tiene sólo diecisiete años y le lleva hasta la casa de Diego deLeón un amigo:

-«Padre: aquí esta Chemari».

El muchacho confía en este sacerdote joven que se interesa por sus cosas con gran cariño. Muy pronto acude a un Curso de retiro que el Fundador dirige en Molinoviejo , y anota en una página de agenda:

-«El Padre me ha dicho hoy que tenga mucha alegría (...). Me dice que tengo vocación matrimonial» .

También aporta un testimonio similar Víctor García Hoz, que, en 1941, escucha una conclusión del Padre: «Dios te llama por caminos de contemplación» (10). Por aquellos años no se comprende bien que, a un hombre casado, con tres hijos, teniendo que trabajar intensamente para sacar adelante la familia, se le hablara de la vida contemplativa como de algo que él podía y tenía que realizar.

A finales del curso 1947-48, recuerda Vicente Mortes que algunos residentes del Colegio Mayor Moncloa fueron invitados a una charla en la casa de Diego de León . Este día les habla un sacerdote de la Obra sobre la llamada universal a la santidad: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, solteros y casados, pobres y ricos, sabios e ignorantes, sanos y enfermos. La Obra es para todos y la vocación única. A cada uno el Señor le quiere donde se encuentra, en el estado en que le ha llamado.

No les dice nada nuevo que no hayan oído antes al Padre. La novedad es que, ahora, después de recibir la Obra el Decretum laudis, se ha hecho realidad el sueño de su Fundador. En 1948 llegan al Opus Dei los primeros Supernumerarios y, durante el año 1950, pedirán la admisión, en Madrid, las primeras mujeres casadas. En enero de 1951, en Molinoviejo , es el Padre quien les explica el carácter universal de la llamada a la Obra.

Esta vocación dentro del matrimonio lleva inherentes unas obligaciones que impone la propia condición de cristianos. La Obra no hará más que reafirmarlas, actualizar la voz de Cristo que llama al amor generoso, al espíritu de servicio mutuo, a la alegría e ilusión para mantener aquel primer encuentro enamorado; a la afirmación que habrá de dar paso a la vida, porque es don de Dios; al trabajo alegre; a la sobriedad y a la responsabilidad de ser, con sus naturales limitaciones y debilidades personales, un ejemplo constante en su medio social.

En el retablo mayor del Santuario de Torreciudad está esculpido, en alabastro, un grupo que representa los desposorios de la Virgen. El Sumo Sacerdote preside la escena. Las manos de María y de José avanzan hasta quedar cercanas. La de José ofrece una alianza de oro que va a sellar el difícil y amable cometido que el Espíritu Santo ha previsto ya para su amor. Es el ejemplo que podrán tener siempre, en los divinos avatares de su camino por la vida.