Chile: junto a los Andes

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Según la etimología del dialecto aymará, Chile significa «donde termina la tierra». Y no sólo el viejo vocabulario indígena, sino las habituales canciones marineras que suenan bajo todos los cielos y sobre todos los mares, consideran Valparaíso como el final del mundo.

Chile conoce los colores del desierto, la suavidad climática de la zona central, agrícola, y las eternas nieves volcánicas de la Tierra de Fuego. Más de un centenar de islas le dan escolta, a veces lejana, desde el océano.

En 1950, don Adolfo Rodríguez Vidal (27) -sacerdote--, viaja a Chile para iniciar la expansión de la Obra en este país. Cuando arriba a la ciudad de Santiago, el propio Cardenal Arzobispo, Monseñor José María Caro, le invita a permanecer en su residencia hasta que encuentre una casa adecuada para instalar el primer Centro del Opus Dei en el país. El Fundador no olvidará nunca este cariño del prelado hacia sus hijos, y cada vez que Su Eminencia pase por Roma sabrá del agradecimiento de todos.

Son muy frecuentes las cartas que llegan hasta don Adolfo desde Roma; también él relata, de modo habitual, sus pequeñas y grandes andanzas por tierras chilenas. Y basta la insinuación del más leve problema para que obtenga una respuesta, rápida y eficaz.

Los miembros de la Obra extendidos por México, Argentina y Estados Unidos le envían noticias, reforzando la unidad de afecto y espíritu que les ha llevado al Nuevo Continente. Así se lo cuenta al Padre, en repetidas cartas:

«Me encuentro muy unido con vosotros a través de (...) vuestras cartas. He recibido también cartas estupendas desde mis "vecinos" de México y Argentina»(28).

Busca con tesón la casa para montar una Residencia de estudiantes. Y al fin, en los primeros días de abril de 1950, firma el contrato de arriendo de un inmueble situado en la Avenida de O'Higgins, 2138 - 3°.

Una carta fechada el 16 de julio de 1950, día de la Virgen del Carmen, da cuenta de la instalación del oratorio en la nueva casa:

«¡Tenemos al Señor con nosotros desde esta mañana! (...). La Virgen del Carmen es la Patrona de Chile y de hoy no podía pasar. La pega era que no tenía apenas nada, ni "plata" para comprarlo (...). La solución ha sido la del préstamo (...). A medida que me vayan regalando cosas las iré devolviendo. Yo he comprado hasta ahora el altar -me lo pagó en parte un amigo-, el copón y la medalla de San José»(29).

En este país, que roza latitudes antárticas, la primavera cae a fines de año. El mes de María se celebra en noviembre. La Residencia de Santiago de Chile no se queda atrás en esta competición de afectos que el Opus Dei lleva en su equipaje, siempre, para la Madre de Dios. Las flores llegan a diario gracias a los residentes y llenan el altar de su primer oratorio. Incluso hay uno que domina el manejo de varios instrumentos musicales y ha conseguido acarrear un armonio hasta la casa. Se lo han prestado y ensaya, con melodías de toda índole, en el cuarto de estar. Pero el ritmo se le vuelve litúrgico cuando entona la Salve los sábados, en el oratorio, ante la Inmaculada. «Cantar es rezar dos veces».

El tiempo y lo insólito del paisaje chileno invitan a las caminatas, a las excursiones camperas hacia la costa. No en balde a Chile pertenece la isla de Mas a Tierra, al oeste de Valparaíso. La permanencia en este lugar del marino escocés Alexander Selkirk, en 1704, inspiró a Daniel Defoe su «Robinson Crusoe».

Algo así debe sentir don Adolfo en estos meses en los que permanece como único miembro de la Obra en Chile junto a un puñado de gente joven que empieza a vivir a su lado la alegría, fraternidad, trabajo y apostolado del Opus Dei. Pero muy pronto llegarán refuerzos. Cuando la semilla ha iniciado su vida y desarrollo bajo este suelo generoso.

José Enrique Díez Gil es el segundo miembro de la Obra que cruza los Andes. Tiene apenas veinte años y está cursando la licenciatura de Derecho. A partir de ahora, tendrá que dilatar su tiempo de trabajo para buscar medios económicos, dar a conocer a sus amigos chilenos el espíritu del Opus Dei, y concluir sus estudios. Durante los años siguientes terminará la carrera de Leyes y la de Ingeniero Comercial. Pocos meses después, en 1951, vendrá José Miguel Domingo Arnaiz, ingeniero naval.

Apenas tres años más tarde, pedirán la admisión al Padre las primeras vocaciones chilenas: Juan Cox Huneens, Pablo Vial y José Miguel Ibáñez Langlois.

Antes de que la Sección de mujeres arribe a Santiago, don Adolfo habla a un grupo de matrimonios a los que ha dado su amistad y ayuda sacerdotal. Dos señoras, que luego serán las primeras vocaciones de la Obra, se ofrecen para acondicionar una vieja casa, grande y abandonada, hasta convertirla en el primer Centro de mujeres del Opus Dei. El presupuesto de arreglos y mejoras es muy alto. Pero ya han aprendido a poner los medios y confiar en Dios. Trabajan sin descanso, hablan de los proyectos a todo su círculo de amistades. Se han empeñado en allanar los caminos de la Obra. A costa del esfuerzo constante y de la ayuda de algunos amigos, la casa estará pronto a punto.

Un día, cuando están acabando de pintar, suena el timbre. Antes de que puedan abrir, se introduce un sobre azul por debajo de la puerta. No espera nadie en el umbral. Al rasgarlo, encuentran cincuenta mil pesos en billetes: lo suficiente para pagar los materiales y mano de obra. Este donativo tiene el sello de la auténtica generosidad: el anónimo. Se trata de alguien que ha puesto su apoyo por encima del agradecimiento.

Con estos preámbulos, la Sección de mujeres viene a Chile a primeros de noviembre de 1953. Sólo unos días después, llegan las primeras vocaciones: María Tezanos-Pinto, Laura Prado, Elina Gianoli, Elena Wilandt y Carmen McKena... Son el comienzo de una larga lista. Pero en este país, la contradicción y las campañas, por parte de algunos grupos y personas, se dejan sentir en el ambiente. Las calumnias no recibirán respuesta ni rencor. Tampoco el menor desaliento, incluso por parte de personas muy jóvenes, que han encontrado en la Obra el camino de su vida. Todas tienen delante el ejemplo y las palabras del Fundador que ha dicho en circunstancias semejantes a sus hijos de otros países:

«La nuestra es una siembra de paz, de comprensión, de amor. Disculpamos a todo el mundo, comprendemos a todo el mundo, no nos sentimos dolidos por nada aunque, a veces, nos hieran y nos molesten. Todo es accidental; nosotros, en cambio, somos lo permanente: porque estamos haciendo una Obra divina. Vuestra única preocupación ha de ser ésta: que seáis santas, audaces, valientes. Sin miedo, pase lo que pase. En la vida vuestra todo es para bien. Si Dios lo permite. “ Omnia in bonum!” Tranquilas. Con paz, abandonando en el Señor todas las inquietudes, porque no hay más que motivos de alegría» (30)