Llegada a Madrid

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

En 1927 Madrid es ya una gran ciudad. En ella se dan cita las innovaciones técnicas, ideológicas y culturales de estos años de la historia española. Tres acontecimientos previos canalizan su expansión local: el ferrocarril de Aranjuez inaugurado en 1850, la traída y aprovechamiento urbano del agua del Lozoya en 1858, y la puesta en marcha del Metropolitano en octubre de 1919. Es una ciudad de carácter abigarrado, al que contribuye la llegada constante de gentes que proceden de España entera; y conjuga la difícil armonía de lo monumental con lo popular, de lo castizo con lo moderno. Acogedor y extenso, es el punto geográfico en que confluyen las más variadas posibilidades del país.

Cuando don Josemaría llega a la capital, España se encuentra gobernada por la Dictadura de don Miguel Primo de Rivera; se dan en Madrid sucesos tan heterogéneos como la inauguración del teléfono automático, los comentarios acerca del Plus Ultra y de su increíble salto sobre el Atlántico, la celebración de las bodas de plata del reinado de Alfonso XIII, el comienzo de la futura Ciudad Universitaria, que será exponente arquitectónico y cultural de la nueva época.

Sin embargo, ningún hecho social ha sido el motor capaz de desplazar hasta la capital de España a este joven sacerdote. Solicita permiso del Arzobispo de Zaragoza para trasladarse a Madrid y obtener el doctorado en Derecho, grado que en esta época solamente se cursa en la Universidad Central (1). Es una ciudad grande en la que tiene pocos amigos; en un ambiente inquieto en el que viene a ser sacerdote de Dios sin otro apelativo. La transición con Zaragoza es evidente; pero, lejos de distraerle el movimiento continuo de las calles o la prisa de los peatones, va cada vez más absorto en su propósito y en su petición: «¡Señor, que vea!...». Lo pide, lo grita por dentro, lo canta alegremente mientras empieza a caminar los trayectos madrileños, aún desconocidos, pero que se le harán muy pronto familiares en su constante actividad.

Es, por tanto, un sacerdote de veinticinco años, alejado temporalmente de su diócesis y que frecuenta las aulas de la Facultad de Derecho para asistir a las clases del doctorado (2). En el mes de septiembre de 1928 habrá seguido cursos monográficos de Historia del Derecho Internacional y Filosofía del Derecho. Para subvenir a los gastos que ocasiona su estancia en la capital ha de entregarse a tareas docentes durante varias horas semanales. Forma parte del cuadro de profesores de la Academia Cicuéndez. Se trata de un Centro situado en la calle de San Bernardo, esquina a Pez. frente al Palacio de justicia (3). Ha sido creada por un sacerdote, don José Cicuéndez, y se dedica exclusivamente a la preparación de asignaturas de la licenciatura de Derecho. También hay en la Academia posibilidad de residencia en régimen de internado para unos ocho estudiantes. En el año 1927 la dirige el mismo José Cicuéndez, quien anuncia a los alumnos que un sacerdote joven, don Josemaría, se encargará de las clases de Derecho Romano y Derecho Canónico.

Algunos de sus alumnos, entre los que se encuentran Julián Cortés Cavanillas, Manuel Gómez Alonso, Jesús Manuel Sanchiz Granero..., tienen un gran recuerdo de este profesor ameno, riguroso y concreto en la exposición, siempre de buen humor. Humano y simpático, que prolonga su amistad con los universitarios más allá de los límites de una clase obligatoria. Le acompañan muchas veces, por las tardes, y pasean por Recoletos charlando de las mil inquietudes y proyectos de su juventud. Algunos días hacen escala en El Sotanillo, una chocolatería situada en Alcalá, y meriendan en perfecta cordialidad. Cuando les llega la noticia de que don Josemaría dedica gran parte de su tiempo a recorrer las chabolas de los suburbios madrileños, para llevar atención humana y espiritual a pobres y enfermos, alguno llega a ponerlo en duda. Unos cuantos deciden seguirle a la salida de clase. Y durante varias jornadas comprueban su agotadora dedicación a los pobres de Vallecas y Tetuán.

El primer domicilio que tiene en la capital está en la calle de Farmacia, número 2. Se trata de una pensión familiar, bien situada, en un lugar céntrico, a caballo entre Fuencarral y Hortaleza, muy cerca del convento de San Antón.

En esta casa permanece pocas semanas, hasta que se traslada a la Residencia Sacerdotal que las Damas Apostólicas han edificado en el número 3 de la calle de Larra. Arranca esta vía de la de Beneficencia, para terminar en el bulevar de Sagasta. No es un lugar importante, pero sí muy céntrico. La Residencia Sacerdotal es una de las obras apostólicas que patrocina la Fundación de doña Luz Rodríguez Casanova, Fundadora de las Damas Apostólicas.

Por un precio módico, los sacerdotes pueden encontrar un ambiente digno y una atención adecuada de la que carecerían en una pensión corriente, de las múltiples que se reparten por la capital.

A través de la Residencia de la calle de Larra, don Josemaría establece su primer contacto con la Fundadora de las Damas Apostólicas, que acierta a ver en este sacerdote joven, piadoso y abnegado, el capellán que necesita para atender la iglesia del Patronato de Enfermos. En 1927 es nombrado para ese cargo (4).

Este título lleva consigo, solamente, la atención del culto en la capilla: celebrar la Santa Misa cada día, exponer el Santísimo Sacramento y dirigir el rezo del Rosario por las tardes. Pero acercará a don Josemaría a un ambiente en el que podrá desplegar una enorme y generosa actividad sacerdotal con los niños, los pobres y los enfermos. Su dedicación exhaustiva a los más abandonados de los barrios extremos se prolongará durante largo tiempo. Desde marzo de 1927 tiene cartas comendaticias y permiso de residencia en Madrid para dos años. Pero este plazo irá ampliándose hasta llegar a la incardinación definitiva en la diócesis de la capital de España.