Una parroquia rural

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Perdiguera es un pueblo situado a veinticuatro kilómetros al nordeste de Zaragoza. El camino de llegada está soleado en este último día de marzo de 1925. Es una llanura blanquecina, yesosa, que apenas rompen los matojos y las viñas. No hay árboles. De vez en cuando una masa lanuda y móvil se desplaza al unísono sobre la tierra seca: son rebaños conducidos por un pastor y un buen perro, y que ya pertenecen al poblado. Allá lejos se ven los picos de la sierra de Alcubierre como un telón de fondo en la monotonía del paisaje. Esta tierra, inclemente, es el extremo occidental de los Monegros. Sus estratos geológicos permiten el cultivo de viñas y de olivos. Las calles, estrechas y pedregosas, se delimitan por casas encaladas con el alféizar de las ventanas destacado en azules. Los geranios y esparragueras se disputan los colores. Toda la planta del pueblo es ondulada como la llanura que lo soporta. El aire es fino y penetrante, con azote de cierzo en los días invernales. No se oye más que el correteo de los niños y el breve saludo de las gentes, aparejado con un acento inconfundible.

Acaba de parar el coche correo, tirado por mulas, y de él se apea un sacerdote joven. Viste manteo y teja. Conserva buen aspecto a pesar del viaje y de las polvorientas condiciones del camino. Don Josemaría llega a su primer destino eclesiástico. Allí le espera un monaguillo despierto y servicial: Teodoro Murillo Escuer. Su padre, el sacristán, no ha podido acudir porque está enfermo. Pero el muchacho le conducirá a la casa de Saturnino Arruga y de Prudencia Escanero, en la que ha de hospedarse. Esta familia campesina tiene solamente un hijo, que pastorea por los alrededores; son afectuosos y sencillos. También el nuevo sacerdote Regente Auxiliar de Perdiguera se muestra alegre y cordial. Su estancia en la casa no producirá más que cariño y admiración (17).

Así pues, a los tres días de ser ordenado viene con destino a Perdiguera, este pueblo perteneciente a la Archidiócesis de Zaragoza, que no pasa de quinientas familias, para suplir al párroco, ausente por enfermedad. Es una contrariedad más, ya que sus planes de trabajo se vuelven más difíciles y espinosos con este traslado. Tal vez se podría pensar que este estudiante de Leyes, brillante seminarista de San Carlos, Superior ya desde antes de ordenarse, que conoce en profundidad los clásicos de la literatura universal y los Padres de la Iglesia, que está acostumbrado al ambiente educado de su casa y que tiene sobre sí la responsabilidad de su madre y hermanos, no aceptará aquel lugar escondido junto a la sierra de Alcubierre. Pero eso sería desconocer el carácter de don Josemaría y, sobre todo, la fuerza de Dios en su llamada.

Un rato después de su _llegada, va a visitar la iglesia. Es una construcción de ladrillo, de estilo gótico-mudéjar. La torre, menos buena moza de lo que tiene el mudéjar por costumbre, domina, no obstante, toda la llanura. Una sucesión de escaleras se eleva hacia la puerta principal, con hosca cerradura, de llaves largas y macizas. Después de un atrio se encuentra la única nave, con bóvedas de crucería, y capillas laterales, también abovedadas, entre los contrafuertes. El retablo, del siglo XVI, tiene pinturas correctas y, en el centro, una Virgen con el Niño, de meritoria talla. En las capillas laterales ocupan sus hornacinas los santos de máxima devoción en Perdiguera: San Cristóbal, San Antón, San Miguel, y Santa Beatriz, patrona del pueblo. Nada más entrar, en la capilla de la izquierda, se encuentra el baptisterio. La pila se cubre con una tapadera semiesférica, sobre la qué campea una imagen del Niño Jesús. Esta deliciosa figura tiene traje de raso blanco con fleco de oro antiguo, y sujeta en su mano derecha una bola del mundo un poco desequilibrada de su posición original, pero que aún conserva la Cruz como remate. Más atrás, colgado en la pared y con dosel de tela, la imagen de un santo Cristo, muy antiguo. Uno de los pies tiene desgastada la policromía porque la devoción del pueblo ha puesto repetidamente en él su beso y su plegaria.

Hasta mediados de mayo de 1925, Josemaría Escrivá se ocupará de todo el pueblo. Lleno de juventud, oficiará diariamente la Santa Misa, con frecuencia cantada, ayudado por el monaguillo y el sacristán. Pasará largas horas en el confesonario preparando a estas buenas gentes para el cumplimiento pascual. Dirigirá el Santo Rosario revestido con toda dignidad; ayudará a los enfermos con su presencia humana y con los Sacramentos. Los bautizos y los oficios de difuntos le dejarán aún tiempo para estudiar y para pasear por el campo. Teodoro Murillo le verá coger pequeñas piedras del camino y reunirlas y contarlas. Siempre le quedará la duda de por qué el joven sacerdote lleva a cabo este curioso balance en los atardeceres, mientras cruzan las tierras de regreso.

Años más tarde, Monseñor Escrivá de Balaguer dará a entender que se ayudaba de esta elemental contabilidad para calcular y aumentar las veces que levantaba su corazón a Dios ofreciéndole su amor y el de todas las criaturas del mundo.