HORAS DRAMÁTICAS

“La herencia de Mons. Escrivá de Balaguer”, escrito por Luis Ignacio Seco.

Mi hijo, que tiene casi diecisiete años de edad, fue al Estadio Nacional para ver un partido de fútbol. En el momento de terminar el partido un fallo eléctrico dejó el campo y las gradas completamente a oscuras. Había más de setenta mil aficionados. Eran las diez de la noche.

El pánico cundió entre los espectadores. En pocos momentos se organizó una fuga precipitada hacia la salida y ocurrió algo terrible: al terminar todo, se encontraron más de cien cadáveres, la mayoría de adolescentes.

En casa tuvimos la primera noticia por la televisión, a las doce y cuarto de la noche. Aún estábamos levantados, esperando a nuestro hijo. Nada más enterarme del desastre lo encomendé a Monseñor Josemaría. A pesar de la hora, mi marido y yo conseguimos ponernos en contacto con algunos amigos de mi hijo que habían ido al partido con él. Pero no conseguimos saber nada.

Nos desaconsejaron que fuéramos al Estadio en aquel momento. Al día siguiente, muy temprano, me dirigí al campo de fútbol. Lo primero que vi fueron cientos de zapatos esparcidos por todas partes. Sólo estaba el portero. Pregunté dónde estaban los cuerpos y me dijo que en el Hospital de Posgraduados de la Universidad de Lagos. Cuando llegué allí me llevaron a la sala de emergencias. Vi a varios heridos graves. Busqué a mi hijo pero no estaba. La enfermera de guardia me informó que más de cien cadáveres habían sido trasladados a la sala mortuoria de Ikeja.

Con tres parientes que me acompañaban me dirigí directamente hacia el Hospital General de lkeja. No encontré a mi hijo ni en la sala ni en el mortuorio. Tampoco estaba en el Hospital Ortopédico. Nos aconsejaron que fuéramos al Hospital General de Lagos. Lo hicimos, pero sin éxito. Durante todo este tiempo rogaba a Dios y a la Virgen, a través de la intercesión del Siervo de Dios, Monseñor Escrivá de Balaguer.

Mientras tanto, mi marido buscaba por otros lugares. En la estación de policía cercana al estadio le dijeron que algunos marinos que presenciaron el partido recogieron a varios chicos heridos y los llevaron a su hospital, en Apapa. Ese hospital es uno de los mejores de Lagos. Mi marido encontró a nuestro hijo allí, todavía inconsciente, a las tres de la tarde del martes.

Un médico le explicó que siempre lleva consigo su maletín con instrumental y medicinas para caso de accidente. Aquella noche, cuando vio el trágico espectáculo, empezó a asistir a los heridos. Encontró a mi hijo tirado en el suelo, próximo a morir. A la luz de una linterna le puso una inyección en ese mismo momento, y le metió con gran esfuerzo en su coche. Otros siete chicos fueron llevados en otros automóviles directamente a ese hospital.

Muchos que no tuvieron a nadie que les prestase esa atención murieron en el Estadio. Otros, en el camino hacia los hospitales. Algunos, mientras esperaban ser atendidos. Pero mi hijo recibió cuidados médicos desde el mismo campo de fútbol.

Cuando me enteré de que vivía, marché a toda prisa a su lado. Le habíamos pedido a Dios que pudiese verlo vivo y hacer que recibiese los últimos sacramentos; así no lamentaría tanto su muerte. Por eso, enseguida fui a la parroquia más cercana en busca de un sacerdote. Mientras le administraba la Unción de Enfermos, el chico abrió sus ojos y nos miró con fijeza:

–¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois?

–Soy tu madre...

Inmediatamente volvió a cerrar los párpados y entró en coma de nuevo.

Antes de irnos, esa misma tarde, puse una estampa de Monseñor Josemaría debajo de su almohada y encargué una Misa. Me acerqué a un centro del Opus Dei para pedir que rezasen por la recuperación de mi hijo.

El miércoles por la mañana, cuando llegué al hospital, un oficial de la marina, paciente en la misma sala, me felicitó, según dijo, por ser una buena cristiana. Y me animó a seguir adelante. Le pregunté qué quería decir, y me respondió que le había gustado que mi preocupación mayor fuera llamar a un sacerdote. Añadió que desde nuestra visita, el chico progresaba de forma inexplicable. Por ejemplo, ya se daba cuenta de dónde se encontraba, había pedido el desayuno, y se levantó sin necesidad de ayuda. Lo encontré mucho mejor. Sin embargo, su rostro inexpresivo me preocupaba.

Marché a casa. Mi marido, que fue más tarde, me trajo una nueva alegría: el chico había sonreído. El jueves por la mañana también me sonrió a mí. Me dijo que la primera vez que lo hizo fue al coger la estampa de Monseñor Escrivá que dejé debajo de su almohada.

Fue dado de alta esa misma mañana. Los médicos estaban sorprendidos de que no hubiese sufrido ningún daño en el cerebro. El chico está ahora sano y robusto y siente un especial cariño por el Siervo de Dios, Josemaría Escrivá de Balaguer.