3. "Sin miedo a la vida"

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Pero sería falso pensar que el Fundador del Opus Dei recurría a la filiación divina sólo en los momentos difíciles. A1 contrario, ser ‑saberse‑ hijo de Dios era una realidad tan profunda, que penetraba toda su vida. Escribía en Consideraciones Espirituales: Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos. Y nunca dejó de insistir en la necesidad de pararse a pensar frecuentemente, cada día, en esta gran realidad. Porque saberse hijo de un Padre que es Dios, además de consolar, estimula a una conducta mejor. Lo refleja bien esta otra conside­ración espiritual de 1934:

Los hijos... ;Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus padres! Y los hilos de Reyes, delante de su padre el Rey, ;cómo procuran guardar la dignidad de la realeza! Y tú... ano sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu Padre‑Dios?

Mons. Escrivá de Balaguer dirigía estas enseñanzas a todos, también a los socios del Opus Dei. El 24 de mayo de 1974, les decía en Sáo Paulo:

‑El Señor quiere que estemos en e1 mundo y que lo amemos, sin ser mundanos. El Señor desea que permanezcamos en este mundo ‑que ahora está tan revuelto, donde se oyen clamores de lujuria, de desobediencia, de rebeldías que no llevan a ninguna parte‑, para que enseñemos a la gente a vivir con alegría. La gente está triste. Hacen mucho ruido, cantan, bailan, gritan, pero sollozan. En el fondo del corazón, no tienen más que lágrimas: no son felices, son desgraciados. Y el Señor, a vosotros y a mí, nos quiere felices.

Para casi todos los presentes, era la primera vez en su vida que estaban junto al Fundador del Opus Dei, y quizá no imaginaban la capacidad de Mons. Escrivá de Balaguer para cifrar en dos palabras, como hizo entonces, la historia de una vocación bien vivida:

‑Seremos felices, si luchamos y vencemos. Cada uno de vosotros tiene una experiencia personal, como la tengo yo. Cada uno de vosotros sabe que, todos los días, hay una porción de batallas.

Y terminaba con una afirmación de optimismo:

‑Sé que todos estáis decididos a luchar. Sé que ninguno de vosotros es cobarde, que todos sois valientes, que no tenéis miedo...

Porque ‑no importa repetirlo‑ un hijo de Dios no puede

tener miedo... Saber que Dios es Padre hace serena la entrega y confiada la lucha interior. Este sentido de la filiación divina, siendo característica general de la vida cristiana, tomó, sin embargo, una forma peculiar e intensa en la vida del Fundador y del Opus Dei en un momento bien preciso de 1931:

En momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible ‑de lo que hoy contem­pláis hecho realidad‑, sentí la acción del Señor que hacia germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abbai Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración.

Sucedió así, en un día de mucho sol, en un tranvía que había tomado en Atocha. Era una luz nueva, que iluminaba desde otro ángulo aquello que ya había visto claro el 2 de octubre de 1928: el cristiano puede ‑debe‑ ser santo en medio y a través de las cosas ordinarias de la vida ‑la profesión, la familia, los amigos‑, sin necesidad de salir de su sitio.

A esto se refería el Fundador del Opus Dei cuando enseñaba. a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y­ separada, la vida familiar, profesional y social, plena de peque­ñas realidades terrenas. ;Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser ‑en el alma y en el cuerpo‑ santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca.

Don Ricardo Fernández Vallespín ha relatado un casa práctico de cómo materializaba el Fundador del Opus Dei la vida espiritual. Antes de pedir su admisión en la Obra, don Ricardo había hecho la promesa ‑aún sin cumplir‑ de ir a la ermita de Sonsoles (Ávila) desde Madrid. Don Josemaría le dijo que, aunque podría dispensarle de ella, la cumpliría, y él le acompa­ñaría, pero haciendo la peregrinación de una manera distinta a como don Ricardo había pensado inicialmente.

Un día de la primavera de 1934 fueron de Madrid a .Ávila en tren. Les acompañaron José María González Barredo, y Manuel Sainz de los Terreros. Desde Ávila emprendieron el camino de Sonsoles rezando cinco misterios del Rosario; en la ermita rezaron otros cinco y, al regresar, los restantes. El camino era de tierra, polvoriento, aunque podían circular automóviles. Hay un momento en que se divisa la ermita, luego una pequeña colina la oculta, pero, siguiendo adelante, al acabar la cuesta, la ermita vuelve a aparecer. Pocos días más tarde el Fundador del Opus Dei, en una de las meditaciones que les dirigía, les hizo considerar que lo mismo ocurre en la vida interior. Hay temporadas en que no se ve la meta, y todo se hace "cues­ta arriba" Pero si eran fieles y dóciles,

encontrarían el premio al coronar la cuesta, volviendo a ver. Y así tendrían paz y felicidad.

A Natividad González don Josemaría le contó la historia de Juan el lechero, ocurrida en la iglesia del Patronato de Santa Isabel. Juan repartía sus cántaras por el barrio, con un carro de mano. Don Josemaría, desde el confesonario, oía, siempre a la misma hora, un ruido que resonaba en el silencio de la mañana. Hasta que un día salió a ver qué pasaba. Y encontró a Juan, con sus cántaras, en la puerta de la iglesia. Entraba un momento y decía: ‑Jesús, aquí está Juan, el lechero. El Fundador del Opus Dei se pasó el día diciendo esta jaculatoria: ‑Señor, aquí está este desgraciado, este sacerdote desgraciado, que no te sabe amar como Juan el lechero. Se había conmovido mucho. La ac­titud de aquel hombre del pueblo era una manera preciosa de hacer oración. Y aprendía de él, y empleaba la historia de Juan el lechero, para que las personas que trataba apren­dieran, también, a acercarse a la oración con esa naturalidad y confianza.

Otra escena se le quedó grabada a don Avelino Gómez Ledo, cuando, años después de su época en la residencia de la calle de Larra, se encontró casualmente por la calle al Fundador del Opus Dei. Fue cerca de la Plaza de Cibeles, por donde está el Banco de España. Don Avelino no tuvo duda de que el Padre ‑envuelto en su manteo, como si las propias vueltas del manteo le ayudasen a recogerse‑ iba rezando por la calle, unido con Dios, por la acera de aquel paseo madrileño.

Don Josemaría enderezó a muchas almas por caminos de vida interior, perfectamente normales, sencillos, recios, auténticos, también humanos, sin rarezas ni complicaciones. Toda su vida, toda su predicación, todo el espíritu del Opus Dei rebosa ese tono amable ‑no por ello menos exigente‑, consecuencia del trato filial con Dios. Basten aquí, como leve muestra, estas considera­ciones de Camino, que han ayudado a miles de hombres y mujeres a comenzar a hacer oración:

¿Que no sabes orar? ‑Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: "Señor, ;que no sé hacer oración!...", está seguro de que has empezado a hacerla (Camino, 90).

Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" ‑¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ;flaquezas!: y haci­mientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: ";tratarse!" (Camino, 91).

Cuando alguno le decía que se encontraba frío, que nada sentía, que ir a Misa, rezar, ofrecer a Dios el trabajo o hacer un rato de oración en ese estado, le parecía una comedia, Mons. Escrivá de Balaguer proponía ‑con palabras muy parecidas a las que siguen‑ la deliciosa e ingenua historia de aquel juglar de las Cantigas del Rey Alfonso, que, movido por el deseo de amar más a Dios, ingresó en un monasterio.

Día tras día, el titiritero rebuscaba en su escaso haber, para hallar alguna excelencia con que honrar a la Santísima Virgen, como hacían los otros frailes, con su estudio, con su voz, con su,, manos. No tenía letras, ni sabía hacer nada aquel fraile. Y un di,¡ sus pensamientos le hicieron sonreír. En el mundo, aunque pobremente, él se ganaba la vida con unas habilidades aprendi­das desde niño: tiraba unos bolos al aire, daban volteretas, y loes recogía todos, sin caérsele ninguno. Y reían los niños y se entretenían los mayores. Al fraile ‑así pensaba‑ le parecía desproporcionado ganarse el cielo con lo que antes se ganaba la vida. Pero no quena ganar nada ahora: sólo honrar a la Señora... Por las noches, salía a hurtadillas de su celda, y se ponía delante del rostro maternal y comprensivo de la Virgen. Daba volteretas N sus dedos trenzaban mil juegos de manos. Hasta que un día le descubrió el Superior. Pero nada le dijo. Y el fraile titiritero continuó haciendo oración, a su manera.

No os escondo ‑puede leerse en una homilía pronunciada el 5 de abril de 1964‑ que, a lo largo de estos años, se me han acercado algunos, y compungidos de dolor me han dicho: Padre, no sé qué me pasa, me encuentro cansado y frío; mi piedad, antes tan segura y llana, me parece una comedia... Pues a los que atraviesan esa situación, y a todos vosotros, contesto: ¿una comedia? ;Gran cosa! El Señor está jugando con nosotros como un padre con sus hijos. (...) Quédate tranquilo: para ti ha llegado el instante de participar en una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por amor a Dios, por agradarle, aunque a ti te cueste.

;Qué bonito es ser juglar de Dios! ;Qué hermoso recitar esa comedia por Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por agradar a Nuestro Padre Dios, que juega con nosotros! Encárate con el Señor, y confíale: no tengo ningunas ganas de ocuparme de esto, pero lo ofreceré por Ti. Y ocúpate de verdad de esa labor, aunque pienses que es una comedia. ;Bendita comedia! Te lo aseguro: no se trata de hipocresía, porque los hipócritas necesitan público para sus pantomimas. En cambio, los espectadores de esa comedia nuestra ‑déjame que te lo repita‑ son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Virgen Santísima, San José y todos los Ángeles y Santos del Cielo.

Juglar a lo divino, escribía de Mons. Escrivá de Balaguer el poeta José Ramón de Dolarea, en un periódico peruano de la ciudad de Piura (El Tiempo, 14 de julio de 1975). Porque ante miles de personas hizo de juglar de Dios, en los años setenta, como le vimos en Barcelona, el 25 de noviembre de 1972:

El gimnasio de la Escuela Deportiva Brafa había sido convertido en auditorio. Cerca de 4.000 personas estaban allí aquella tarde, todas jóvenes. Se sucedían las preguntas. Desde el fondo, uno se refirió al peligro de "volverse blandos, como el requesón", en vez de ser duros, para poder responder al Señor cuando pide cosas que exigen sacrificio. Y el Fundador del Opus Dei se apoyó en el ejercicio, en el deporte que se hace en Brafa. Y en las recientes Olimpiadas... Se encontraba en tierra italiana, a unos cuatro kilómetros de Suiza, y las veía a veces por televisión.

Empezó a describir ‑ a revivir‑ las aventuras y desventuras del saltador de pértiga: primero se medía, miraba; luego se concen­traba, se relajaba; finalmente saltaba y volvía con la cabeza gacha. Y otro intento, y otro fracaso. Hasta que al fin podía. Los gestos de Mons. Escrivá de Balaguer imitaban, con mucha gracia, los movimientos y las expresiones que tantas veces habíamos visto en los atletas. La gente seguía, entre divertida y embebida, la "representación". Perdonadme si hago un poco... el juglar de Nuestro Señor. Porque, al final, ;podían! Pues, nosotros, con la gracia de Dios, que es la mejor pértiga, y la única pértiga que tiene el cristiano, nos saltamos lo que sea. Y nos endurecemos. Y hacemos las maravillas que hacen estas criaturas aquí.

No es fácil encontrar un modo más natural, amable, divertido y exigente de urgir a la lucha interior, con don de lenguas, a la gente joven. Ese cuadro del saltador de pértiga es buena muestra de la pedagogía deportiva de la lucha ascética tan característica del espíritu del Opus Dei, del ascetismo sonriente connatural a Mons. Escrivá de Balaguer, a todo auténtico hijo de Dios.

Proponía un modo de esforzarse por hacer la voluntad de Dios que, de hecho, venía a dar un giro copernicano en el planteamiento convencional de la lucha interior. Durante años ‑incluso, siglos‑ muchos escritores ascéticos y directores de almas habían de ordinario cargado las tintas en los aspectos negativos del cristianismo. Se insistía demasiado en el cumpli­miento del deber a palo seco, por miedo a la sanción divina que todo pecado lleva consigo. Se olvidaba habitualmente, en la práctica, que el cristiano es hijo de Dios, y que un hijo debe a su padre piedad, reverencia, afecto, e incluso temor: pero temor filial ‑explicaba Mons. Escrivá de Balaguer‑, pena por el disgusto que se le da, nunca miedo, en el sentido literal y usual del término.

Se entiende que a los primeros que se acercaron al Fundador del Opus Dei, esa insistencia en la alegría de los hijos de Dios les diera paz interior, serenidad, para afrontar con luces radicalmen­te diversas, las peleas que ‑cara a Dios‑ tenían que batallar en medio del mundo, en su trabajo, en su casa, en plena calle. La filiación divina traía nuevo sentido a la oración, a la vida de piedad, al sacrificio, al servicio a los demás, a la fraternidad, al apostolado, a las penas y a las preocupaciones, a los triunfos y a las derrotas, al pasado y al futuro.

De un modo muy especial, centraba la posibilidad de santificarse en la vida ordinaria, sin salirse del mundo, sin tener tampoco miedo al mundo, porque Jesucristo había rogado a su Padre: "No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal" (lo., XVII, 15). El cristiano debía considerar el mundo como creación divina, algo salido de las manos de Dios Padre, que entregaba a sus hijos como heredad (cfr. Ps., II, 8). Era, por tanto, bueno, salvo que los hombres lo hiciésemos malo por el pecado, precisaba el Fundador del Opus Dei.

Desde esta perspectiva, es más fácil comprender que todos los enfoques apostólicos de Mons. Escrivá de Balaguer fuesen siempre positivos, nunca negativos. El realismo ‑la comproba­ción de la realidad del mal en el mundo‑ no le llevaba a pesimismos derrotistas. Porque, fiado en Dios, no tenía miedo a nada ni a nadie. Y quien no tiene miedo no ve enemigos. De ahí que repitiera siempre que el Opus Dei no es anti‑nada, ni anti‑nadie. Todo su apostolado podía resumirse en una frase bien gráfica: ahogar el mal en abundancia de bien.

Con los años, personas que sin ser de la Obra la miraban con afecto, la contemplarían como una posible solución contra esto o aquello: todo en función de los grupos o movimientos a que esas personas, con toda su buena fe, achacaban los males de la religión o de la Iglesia. Igual da que fuese la masonería o el comunismo, la Institución Libre de Enseñanza ‑en el caso de la Universidad española en el primer tercio del siglo XX‑, o el más frío laicismo de otros países. Pero no era ése el espíritu del Fundador del Opus Dei, que ya en 1934 había escrito, en la primera de sus Consideraciones Espirituales:

Que tu vida no sea una vida estéril. ‑Sé útil. ‑Deja poso. ‑Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. ‑Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que lleva! en el corazón.

Cuarenta años después, seguiría manteniendo esta idea central con palabras distintas:

No tengas miedo al mundo paganizado, porque el Señor nos busca justamente para que seamos levadura, sal y luz en medio de este mundo. No te preocupes, que el mundo no te hará daño, a no ser que a ti te dé la gana. Ningún enemigo de nuestra alma puede nada, si nosotros no queremos consentir. Y no consentire­mos, con la gracia de Dios y la protección de Nuestra Madre del cielo.

Sed piadosos. Sed rezadores. Una vez, estaba yo preocupado por las circunstancias de una nación determinada, y decía: Dios mío, ¿qué pasará allí? Justamente porque el ambiente era muy malo. Y vino uno de los Directores y me dijo: Padre, esté tranquilo, porque somos muy rezadores. (...) Sed rezadores, y no tengáis miedo del mundo paganizado. Quitaremos el paganismo del mundo, con la oración.

Pero no hay que pensar sólo en los riesgos de un ambiente hostil. Muchas veces, lo que dificulta la vida cristiana no son los grandes enemigos de fuera, sino simplemente la premura de tiempo, el agobio que deriva del exceso de trabajo o del pluriempleo, el sentir como una incapacidad física para llegar a todas las cosas. Hay momentos en que uno puede dejarse llevar por el nerviosismo, y perder el punto de mira, el norte sobre­natural, que debe dirigir todo lo que se hace, también lo más humano.

Ese desasosiego roba la presencia de Dios y puede romper la perspectiva, de tal manera que se llegue a pensar que no tiene sentido dejar un trabajo muy urgente para dedicar en exclusiva unos minutos a la oración, a la vida de piedad... Se pierde entonces, no sólo la oportunidad de santificar el propio esfuerzo, sino que, en la práctica, y no es paradoja, disminuye la eficacia en el trabajo, el aprovechamiento del tiempo.

Por eso, el Fundador del Opus Dei, que tanto sabía de urgencias en su trabajo, no dejaba pasar una: si para los pa­dres de familia su trabajo más importante tenía que ser la dedi­cación a sus propios hijos, enseñó a todos que para un hijo de Dios la vida de piedad, el trato con el Padre, era siempre el tra­bajo más urgente, el más importante, el único que no podía diferirse.

Quedaba muy claro en aquellas palabras que pronunció en una homilía bien conocida, la del & de octubre de 1967. en el campus de la Universidad de Navarra:

Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santa­mente la vida ordinaria...