4. "Cada caminante siga su camino"

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

La tarea de hacer el Opus Dei abrumaba a su Fundador: se sentía instrumento inepto y sordo, sin ningún medio humano Pero, con incalculable generosidad, supo dar todo de su parte para cumplir la misión que Dios le exigía. Y es importante com­probar también que las fatigas de su llamada específica en absoluto le hicieron perder la perspectiva de la Iglesia universal Mons. Escrivá de Balaguer queda para la historia come: figura muy alejada del "apóstol especializado". Pues sintió como suyos los afanes de todos cuantos trabajaban por la Iglesia. Llevó muchas almas a la vida de oración, en la calle o en el convento; trabajó por los sacerdotes y los religiosos; amó con obras a la Jerarquía; toda su vida fue una entrega al servicio de la Iglesia entera.

Bien grabado quedó en el alma de una de aquellas chicas que sé confesaban con él en la iglesia de Santa Isabel, Natividad González: muchas veces le habló de amar a la Iglesia y al Papa con obras, de obedecer todos sus mandatos. Le explicaba que la Obra era y sería siempre muy romana, que tenía y tendría siempre a gala amar a la Iglesia santa, una, católica, apostólica y romana.

Asunción Muñoz, Dama Apostólica que contempló muy de cerca el quehacer del Fundador del Opus Dei entre 1927 y 1931, testimonia que "comprendió muy bien nuestro espíritu aun cuando luego él fundara el Opus Dei con un modo de buscar la santidad muy diverso. Habiéndole conocido, esto se explica con facilidad ya que él acataba todo lo bueno, todo lo grande, todo lo santo... Tenía un espíritu muy universal. Quería todo cuanto fuera para la Gloria de Dios. Y por eso nos conoció muy bien y nos ayudó muchísimo y nos tuvo un gran afecto".

En 1933 prosiguió, de manera más organizada, como sabe­mos, su trabajo apostólico con la gente joven: círculos, medita­ciones y retiros, actos de devoción eucarística, etc. Desde el primer momento, cuando explicaba esas actividades a los que se incorporaban, les decía siempre que no se trataba de formar ninguna asociación: ya hay muchas y muy buenas, salía repetir. Se limitaba a ofrecer unos medios de formación, unas clases de doctrina cristiana que, de hecho y de derecho, eran compatibles con pertenecer o seguir perteneciendo a cualquier asociación de las que entonces existían. Esta actitud no era táctica, sino pura consecuencia de su espíritu abierto, universal, católico, que se alegraba ‑se alegraría toda su vida‑ con las manifestaciones de celo de los demás.

El P. Sancho, O. P., regresó de Manila en 1935. Le interesaba en aquella fecha de modo especial el apostolado con los jóvenes. Conoció entonces a las Teresianas, y a la señorita Segovia, que le habló un dio de don Josemaría. El P. Sancho reconoce el afecto con que el Fundador del Opus Dei ayudó a esta Institución, y cómo bendecía a Dios ante cualquier apostolado del que tuviera noticia: "No fue jamás exclusivista, tenía un espíritu muy amplio, un celo infatigable por todas las almas".

Después de la guerra de España, el propio P. Sancho tuvo ocasión de volver a comprobar de cerca ese espíritu. Por entonces surgieron distintos grupos apostólicos. Algunos, promovidos por sacerdotes seculares; otros, por religiosos, que comenzaron a trabajar con seglares. Al P. Sancho no se le ha olvidado la alegría de Mons. Escrivá de Balaguer ante esas iniciativas: "Siempre decía: mientras más personas haya que sirvan a Dios, mejor".

Al Fundador del Opus Dei le correspondía ser, como tantas veces se ha apreciado, "pionero de la espiritualidad laical". Pero era tal la fuerza de su palabra y de sus escritos, la riqueza de doctrina que el Espíritu Santo le imprimía que, en la práctica, ha hecho un bien enorme, no sólo a miles de personas de la calle, que descubrían a Dios en medio de sus afanes más ordinarios, sino también a religiosas y religiosos, consagrados de por vida a Dios lejos del mundo, por caminos que no pueden ser más diversos que los del Opus Dei.

La fidelidad a Cristo conoce, en la historia como en el presente, una notable variedad de situaciones personales e insti­tucionales, que muestran el carácter católico, universal, de la Iglesia, sin que haya necesariamente entre esas instituciones relación de continuidad. Por encima de las diferencias, hay siempre un denominador común radical: el mensaje del Evange­lio. Mons. Escrivá de Balaguer subrayó siempre ‑como elemen­to decisivo‑ que, para ser santos en medio del mundo, los laicos debían aprender a llevar vida contemplativa, a tener presencia de Dios en las circunstancias normales propias de los fieles co­rrientes.

El espíritu contemplativo es el hilo conductor que, en buena medida, explica que el Fundador del Opus Dei entendiera muy bien la vocación ‑con manifestaciones tan distintas‑ de otras personas. Un hermano profeso de la Cartuja de Aula‑Dei (Zara­goza), Hugo María Quesada, atestigua cómo desde mayo de 1942 acudió todas las semanas a la dirección espiritual de don Jose­maría hasta su ingreso en la Cartuja de Miraflores. Le fue ayudando a tener presencia de Dios, a ver la oración como un diálogo, sencillo y familiar, con Dios, a ser mortificado en lo ordinario y en lo extraordinario... Le ayudó, en suma, a madurar su vocación, para que su entrada en la Cartuja no fuera fruto de un entusiasmo pasajero. Y por fin, vete, le dijo, que el Espíritu Santo te lleva por esos caminos. El hermano Hugo María re­cuerda con agradecimiento aquel consejo, y conserva un ejemplar de Camino dedicado, que "continúa haciéndome bien en mi vida en la Cartuja".

Desde su Monasterio de Valencia, sor María Rosa Pérez, monja clarisa, afirma que los escritos de Mons. Escrivá de Balaguer, "llenos de un profundo contenido espiritual, han sido una valiosa ayuda en las distintas épocas de mi vida, tanto en mi vida seglar como actualmente en mi vida consagrada. Todos ellos reflejan la grandeza de su alma, su profunda fe y extraordinaria confianza en Dios".

En la carta que el 21 de agosto de 1975 escribe sor María Jesús Rodríguez Cuervo, Abadesa del Monasterio Cisterciense de Santa María de los Ángeles (Oviedo), reconoce que las obras Dei Fundador del Opus Dei le ayudan a vivir su vocación contem­plativa y a ser fiel al espíritu de la Regla de San Benito.

Y la Superiora del Monasterio de la Visitación de Santa María, también de Oviedo, sor Teresa J. García de Samaniego, se expresa en términos parecidos. Leen y meditan los escritos del Fundador del Opus Dei. Alguna religiosa del Monasterio afirma que le debe mucho de su vocación. Todas ven en sus homilías un fermento de vida sobrenatural, de fe y de esperanza, de serenidad y de alegría. Para una hermana del Monasterio, invidente desde hace años, la edición de Camino en método Braille es recurso permanente para su oración y su vida de piedad. Sor Teresa concluye: "La espiritualidad de este Fundador es universal. Es la espiritualidad de un hombre de Dios".

La amplitud de miras del Fundador del Opus Dei no conocía reservas. Movido por el Amor de Dios, quería que toda la gloria fuese para Él y para su Iglesia. Por eso, ante cualquier llama que se encendiera en servicio apostólico, su actitud era de apoyo decidido, en lo que pudiera estar en su mano. Cuando menos, de alegría y de oración, como escribió en Camino:

Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. ‑Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspon­dencia a esa gracia (Camino, 965).

Le encantaba que en la Iglesia hubiera muchos caminos:

Debe haberlos: para que todas las almas puedan encontrar el suyo, en esa variedad admirable (Camino, 964).

Pero como había sufrido el dolor de la incomprensión de algunos, arrastrados por la tentación de la envidia ‑la celoti­pia‑, que aparece ya entre los primeros discípulos de Jesucristo, formó, desde el primer momento, a los que venían a su lado en la idea de que se dedicasen a su tarea, sin modificar en nada a otros que también trabajaban por Dios:

Es mal espíritu el tuyo si te duele que otros trabajen por Cristo sin contar con tu labor. ‑Acuérdate de este pasaje de San Marcos: "Maestro: hemos visto a uno que andaba lanzando demonios en tu nombre, que no es de nuestra compañía, y se lo prohibimos. No hay para qué prohibírselo, respondió Jesús, puesto que ninguno que haga milagros en mi nombre, podrá luego hablar mal de mí. Que quien no es contrario vuestro, de vuestro partido es" (Camino, 966).

Poco después de la guerra de España dirigió unos días de retiro para estudiantes en Burjasot (Valencia). El edificio había sido cuartel de milicianos o cosa parecida. Quedaban aún letreros en las paredes, aunque habían quitado muchos. Quiso que dejasen uno que decía "Cada caminante siga su camino": venía a ser todo un lema del espíritu abierto que caracterizaba su acción apostólica.

A lo largo de su vida, tuvo muchas ocasiones de confirmar, con los hechos, que había incorporado a su conducta ese espíritu evangélico. Uno lo refirió, en sus líneas generales, el Obispo de Ciudad Real. Don Juan Hervás promovió un gran movimiento de renovación cristiana y de apostolado laical, los conocidos Cursi­llos de Cristiandad, que tuvieron pronta y rápida expansión. Pero, como tantas veces sucede, se desató una tremenda tempes­tad contra él. Hacia 1957 fue a desahogarse con su amigo don Josemaría, a quien había tratado antes de 1936, cuando don Juan consagraba su recién estrenado sacerdocio a la naciente Acción Católica.

Los tiempos habían cambiado. Pero el diálogo fue tan fácil y cordial como entonces. "Sus palabras, breves y certeras ‑escribe Monseñor Hervás en 1975‑ me reconfortaron mucho en una hora ciertamente difícil para los Cursillos de Cristiandad. Y recuerdo también la insistencia con que recalcaba, dándome la sensación de que volcaba en mí su propia alma: amor a los que no nos comprenden, oración por los que juzgan sin querer

enterarse, atención a la voz de la Iglesia y no a los rumores de la calle, un corazón limpio de amarguras y resentimientos".

"De este modo providencial e imprevisto aquel hombre de Dios, como no dudo en llamarlo, influyó para alentar una empresa que no era su empresa y volcó caridad y comprensión sobre un método de espiritualidad y apostolado laical que iba por caminos distintos de los suyos".

Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados (...) Después, tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro.

Así termina aquel punto 965 de Camino, citado poco antes.

Esto exige centrarse cada uno en su propia tarea, con su espíritu peculiar, y con veneración y comprensión hacia los demás, sin injerencias, ni coordinaciones o planificaciones superfluas.

No obstante, cuando fue necesario, el Fundador del Opus Dei trabajó ‑o hizo trabajar‑ en favor de organizaciones o movi­mientos apostólicos que obedecían a principios o modos de hacer diversos a los de la Obra.

Así sucedió, por ejemplo, con la Acción Católica Española, en la postguerra. Cuando en 1949 el Obispo de Madrid le pidió un sacerdote al Opus Dei para nombrarlo consiliario de la Juventud Universitaria de la Acción Católica madrileña, le dio varios nombres para que el Obispo eligiera. Debió costarle, porque eran aún muy pocos los sacerdotes del Opus Dei y abundantes las

propias necesidades apostólicas. Pero lo que aquí nos interesa ahora es que, cuando comunicó a don Jesús Urteaga que iba a recibir ese encargo diocesano, le expresó ‑con toda claridad­- su deseo terminante de que trabajase siguiendo el propio espíritu de la Acción Católica.

Idéntico consejo dio siempre a las personas de Acción Católica que acudieron a su dirección espiritual. Lo testimonió públicamente, en el diario ABC de Madrid, hacia 1964, Alfredo López, que había sido presidente de Acción Católica Española en 1953. Otro amigo, Manolo Aparici, "el inolvidable presidente y consiliario de la Juventud de Acción Católica", le había presen­tado a don Josemaría en 1939. El público y reconocido testimonio de don Alfredo López concluía así: "De labios del Fundador del Opus Dei oí yo muchas veces a lo largo de los años en que le traté estas palabras: Ama mucho a la Acción Católica. Yo la amé y la serví y la sigo amando, es cierto, pero a la vez una inquietud se apodera de mí cuando esto recuerdo. Porque si yo hubiera cumplido los deberes de mis cargos, como Mons. Escrivá de Balaguer quería que los hubiese cumplido, mi aportación a la Acción Católica hubiera tenido una perfección que en ocasiones le faltó".

Alfredo López había tenido ocasión de comprobar muy de cer­ca el corazón grande Dei Fundador del Opus Dei, su pecho "abier­to de par en par para todo lo que es noble y limpio en la vida". Pudo vislumbrar el único interés de su vida, la búsqueda de la santidad, "porque es un hombre que ama de veras a Jesucristo y está empeñado en llenar el mundo de este amor". Y entre los de su propia familia, Alfredo López calibrará también que, para don Josemaría, todos los caminos llevan a Dios: "Con una comprensión tan certera de la vocación laical, tan amante de su propia vocación de sacerdote diocesano, sabía también compren­der y amar la vocación, tan distinta, de los religiosos y descubrir sus señales en las almas que trataba, cuando Dios las quería fuera del mundo. Él bendijo y confirmó en tal camino a una hija mía, que sabía de memoria, de tanto leerlos, muchos trozos de Camino, y hoy es religiosa de la Asunción".

Como reflejó el obispo dimisionario de Santander, en La Gaceta del Norte (Bilbao), "Monseñor Escrivá era un hombre de ideas al mismo tiempo universales y concretas. Vivió el evangelio, la `letra del evangelio' y su espíritu. Amó a la Iglesia, a la obra de Cristo, a la institución, sin distinción de tiempos, a la Iglesia de Pablo VI, como a la de Juan XXIII, recibiendo con la misma veneración las enseñanzas del Concilio Vaticano, segundo o primero, como las del Concilio de Trento. Este espíritu eclesial se transparenta en todos sus escritos, en `Camino', ruta segura de espiritualidad, como sobre todo en sus `Homilías', (conde se desarrolla con amplitud la idea de la presencia constante de Cristo en su Iglesia, y de la Iglesia en el mundo, proyectando la verdad evangélica sobre el quehacer humano integral".