2. Los años de Zaragoza

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

Pasó el tiempo, y sucedieron muchas cosas duras, tremen­das, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os entristecerían. Eran hachazos de Dios Nuestro Señor, con el fin de preparar ‑de ese árbol‑ la viga que iba a servir, a pesar de su debilidad, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam!, Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía adelante, adelante, sin corresponder plenamente a la bondad de Dios, esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo. Adelante, sin cosas raras, trabajando sólo con mediana intensidad... Fueron los años de Zaragoza.

Josemaría comenzó en esta ciudad una vida muy diferente de la que había llevado hasta entonces, y que transcurriría entre el Seminario de San Carlos y la Universidad Pontificia de San Palero y San Braulio.

La Universidad Pontificia estaba en la plaza de la Seo, junto al Palacio Arzobispal. Allí se podían obtener la Licenciatura y el Doctorado en Filosofía, en Teología y en Derecho Canónico. Los seminaristas iban a clase a esta Universidad Pontificia, mientras que el resto de la formación sacerdotal ‑estudio, piedad, dis­ciplina‑ la recibían en los Seminarios en que se alojaban.

A finales de septiembre de 1920, Josemaría se incorporó al Seminario de San Francisco de Paula, que ocupaba un par de plantas en el edificio del Seminario Sacerdotal de San Carlos, pero tenía oratorio y comedor independientes. Los seminaristas vestían una túnica negra, sin mangas, y llevaban beca roja con escudo metálico: un sol y la palabra charitas. Desde San Carlos iban por el Coso a clase hasta la plaza de la Seo en dos filas, acompañados por un inspector. Antes de desayunar, hacían en San Carlos media hora dé meditación y asistían a la Santa Misa. A1 acabar las clases =ordinariamente tres‑ volvían al Seminario para la comida. Y por la tarde, de nuevo a la Universidad. Cuando regresaban, tenían recreo, estudio y rosario; cenaban y, antes de acostarse, rezaban unas preces y recibían una breve plá­tica, con los puntos para la meditación del día siguiente. Los jue­ves por la tarde iban de paseo, en filas, por lugares poco fre­cuentados, o por el campo. Los domingos podían salir los que tenían parientes en Zaragoza.

Una de las razones por las que Josemaría se trasladó desde Logroño fue la de poder estudiar también la carrera de Derecho, en la Universidad de Zaragoza. Como hemos visto poco antes, así lo comentaba su padre en Fonz durante el verano de 1919. Mien­tras Josemaría esperaba ver con claridad lo que Dios quería de él, pensaba que estaría en lo humano mejor dispuesto para cumplir la voluntad divina si tenía también un título civil. Don José, por su parte, le aconsejaba que hiciera la carrera de Derecho, a pesar de los sacrificios económicos que suponía el traslado del hijo.

En Zaragoza vivían varios parientes próximos y amigos ínti­mos de la familia. Entre ellos estaba un tío suyo, don Carlos Albás, que era Canónigo Arcediano en la Seo. Amigos de Jose­maría de aquella época hacen notar, sin embargo, que las rela­ciones entre don Carlos y la familia del sobrino no fueron espe­cialmente continuas, no por causa de los Escrivá. A1 parecer, el Arcediano de la Seo no apreciaba mucho a su cuñado, al que venía a acusar de ser responsable de su revés económico: "Era una tremenda injusticia ‑observa un testigo de aquella época, refiriéndose a la postura intransigente del Canónigo hacia el padre de Josemaría‑ no darse cuenta de la recta y honrada actuación que tuvo aquel hombre durante toda su vida, hasta el extremo de liquidar su negocio, pensando más en su limpia con­ciencia cristiana que en los intereses personales materiales". Lo cierto es que don Carlos no fue a Logroño, en 1924, cuando murió don José, ni asistió luego a la primera Misa de Josemaría, en 1925.

No era fácil para Josemaría la vida en el Seminario. Debió ser dura su incorporación a aquella casa de San Carlos, pues había estado hasta entonces apartado de los cauces normales de la formación eclesiástica. El ambiente del Instituto o del Colegio de San Antonio en Logroño era muy distinto al que encontraba ahora entre los seminaristas de Zaragoza.

Un compañero de estudios en aquel Seminario, hoy notario en una ciudad española, ha descrito en términos precisos el clima que allí se respiraba. No lo hubiera hecho, si no se le hubiera preguntado expresamente. Y al volver sobre aquellos años, le duele pensar que se puedan interpretar mal sus palabras. Sólo quiere ‑notario es‑ remitirse a los hechos, muy justificables y razonables, con la conciencia clara que del Seminario salían hombres muy santos.

Buena parte de los alumnos llegaban a San Carlos con las tra­dicionales virtudes de los ambientes rurales aragoneses, pero también con algunos defectos notorios en aquella época: cultura demasiado elemental, cierto desprecio de las formas por una sinceridad mal entendida, descuido en el aseo personal, etc. Las virtudes cristianas suplían mucho. De hecho, el Fundador del Opus Dei, siempre que aludió a sus tiempos en el Seminario, expresaba que de y deseos de servir a la Iglesia sus compañeros no recordaba más que virtudes.

Desde el primer momento, algunos no entendieron el porte, el talante y los modales de Josemaría. Cuando fue nombrado superior del Seminario, tuvo como fámulo a José María Román Cuar­tero, que le veía siempre muy correcto, y más refinado que los otros seminaristas: refiere, por ejemplo, que todos los días se lavaba de pies a cabeza, cosa que no hacían los demás. Estos y otros detalles hicieron pensar a este muchacho que Josemaría no llegaría a ser sacerdote, porque le consideraba con posibilidades humanas para hacer carreras mejores. Otro condiscípulo, don Francisco Artal Luesma, glosa ese contraste de manera más posi­tiva: su estancia en el Seminario era manifestación clara de su correspondencia a la voluntad de Dios; su limpieza exterior y su corrección en el vestir, muestra de amor a la dignidad sacerdotal, reflejo de la finura de su alma y de su vida interior.

Lógicamente no todos enjuiciaban así las cosas. Algunos las interpretaron en términos bien contrarios. Pero las incomprensiones no le hicieron mella, como certifica otro compañero, que le oyó alguna vez: No creo que la suciedad sea virtud. Argumentaba "con gracia, sin acritud, con su característico sentido del humor". Don Agustín Callejas Tello, párroco hoy de Magallón, se detiene en consideraciones semejantes: Josemaría era suma­mente humano y tenía gran sentido del humor; sacaba punta de todo, veía el lado divertido de las cosas; sabía muchos chistes y los contaba con gracia: "Nos producía gran admiración a sus amigos la agudeza de los comentarios que en epigramas, con una gran carga festiva o satírica, ponía por escrito. Estos epigramas nos sorprendían mucho, porque suponían un buen manejo de la lengua castellana, como consecuencia de su familiaridad con los autores clásicos".

Por otra parte, las motivaciones que habían llevado a Josema­ría al Seminario eran, en cierta medida, distintas a las habituales en muchos: no quería hacer carrera y, por eso, el marco eclesiás­tico ‑tema frecuente de conversaciones‑ no era su única preo­cupación. Además ‑especialmente desde que fue nombrado superior‑ tenía facilidad para salir del Seminario, aunque ‑como sintetiza un condiscípulo‑ "salía poco y, cuando lo hacía, regresaba pronto, porque siempre le urgía hacer alguna cosa". Pero esto dio pie a algún malentendido, a pesar de que Josemaría era atento con todos y buscaba la amistad de todos. Don Agustín Callejas lo califica "como un pionero y un adelan­tado, por la independencia y la libertad de espíritu que manifes­taba, que, en ocasiones, algunos, por deformación, no entendían e injustamente interpretaban como altivez".

Incluso, un profesor se dejó llevar de esa impresión. Se con­servan unas notas escritas suyas, en que, con referencia al curso 1920‑21, define el carácter de Josemaría como "inconstante y altivo, pero educado y atento". Este profesor observa que su piedad es buena, pero regular su aplicación y disciplina. A1 curso siguiente, anota ya un bien en estos dos conceptos. (De hecho, en el curso 1920‑21, Josemaría obtiene calificación de meritissimus en cuatro asignaturas y benemeritus, en otra; en los cursos si­guientes, consigue meritissimus en todas las asignaturas). Pero no cambia la calificación que le merece su carácter, aunque no concuerda con los resultados objetivos: no encaja la inconstancia con el máximo de puntuación en todas las asignaturas.

En ese manuscrito figura también una anotación marginal, desgraciadamente sin fecha. Refleja el momento que debió ser de máxima tensión. La nota dice literalmente: "Tuvo una reyerta con don Julio Cortés, y se le impuso el correspondiente castigo, tuya aceptación y cumplimiento fue una gloria para él, por haber sido a mi juicio su adversario quien primero y más le pegó, y profirió contra él ‑contra don Josemaría‑ palabras groseras e impropias de un clérigo, y en mi presencia le insultó en la Cate­dral de la Seo". Nada más he podido averiguar con certeza acerca de este incidente. Sólo que mucho tiempo después, el 8 de octubre de 1952, de un modo que le honra, don Julio Cortés escribe al Fundador del Opus Dei desde Jaén ‑donde murió siendo capellán del Sanatorio antituberculoso "El Neveral"‑ pi­diéndole perdón, "arrepentido y de la manera más sumisa e in­condicional, ¡mea culpa...!"

Pudo ser el disgusto más importante, pero ni mucho menos el único. El alma de Josemaría se iba forjando para afrontar las contradicciones, bastante más graves, que sufriría a lo largo de su vida.

De lo que nadie dudó nunca fue de su vida de piedad intensa, simpática, alegre y atrayente, que no sólo era compatible, sino que fundamentaba su constante sentido del humor y su visión positiva de las cosas. No daba, sin embargo, importancia a lo que hacía, ni alardeaba de nada: con naturalidad, hacía lo posible para pasar inadvertido. Un día, un compañero encontró en su habitación un cilicio, y lo dijo a otros. Josemaría se puso esta vez serio, y les hizo ver que no era de buen gusto, ni prudente, con­vertir en habladurías la piedad de los demás.

Don Agustín Callejas admiraba su actitud durante la medita­ción diaria en el Seminario: recogimiento, concentración, oración intensa. Y la devoción con que comulgaba, sin hacer nada raro, "con las manos juntas sobre el pecho, el cuerpo erguido y el paso firme".

En el curso 1922‑23, las relaciones con los compañeros adqui­rieron un tono distinto, pues fue nombrado Superior del Semi­nario. Algunos se acuerdan de que el Cardenal Soldevila ‑en­tonces Arzobispo de Zaragoza‑ le distinguía mucho. Cuando se encontraba con ellos en el Seminario, en la Catedral o en cualquier otro lugar, solía dirigirse a él delante de los demás y le preguntaba cómo se encontraba, cómo le iban los estudios. Alguna vez le indicaba: ‑Ven a verme cuando tengas un rato.

Don José López Sierra, que fue Rector del Seminario en aquel período, afirmó que el Cardenal había nombrado a Josemaría Superior de los seminaristas, "en atención a su ejemplar con­ducta, no menos que a su aplicación". A juicio del Rector, se distinguía entre los demás seminaristas "por su esmerada educa­ción, afable y sencillo trato, notoria modestia". Era ‑insiste­-“respetuoso para con sus superiores, complaciente y bondadoso con sus compañeros, muy estimado de los primeros y admirado de los segundos”.

Para ser Superior o Inspector ‑ambos términos se usan indis­tintamente en documentos oficiales‑ del Seminario, era preciso ser clérigo, haber recibido la tonsura. Por esta razón, el Cardenal Soldevila tonsuró a Josemaría el 28 de septiembre de 1922, a él sólo, en una capilla del Palacio Arzobispal de Zaragoza, hoy desaparecida.

Los directores ‑ o inspectores ‑ se elegían entre los alumnos más aventajados y piadosos. Su misión consistía en dirigir los estudios, cuidar la observancia de la disciplina y de los reglamen­tos, acompañar a los alumnos en sus salidas a clase o de pa­seo, etc. Aunque eran seminaristas, en el Reglamento se les con­sideraba superiores, y se les debía obediencia y respeto. Tenían también algunas distinciones externas: habitación individual algo mayor que los demás y un fámulo a su servicio. (Los fámulos eran seminaristas que tenían matrícula gratuita y se encargaban del aseo de las habitaciones de los superiores y de servir la mesa de todos: algo análogo a lo que se sigue haciendo en modernas Universidades de gran prestigio, como las americanas de Harvard y de Princeton). En San Carlos había dos inspectores: uno para humanistas y filósofos, y otro para teólogos. Su cometido ‑espe­cifica un antiguo seminarista‑ "resultaba difícil, porque los chicos menores solían armar el jaleo propio de la edad. Josemaría nunca se alteraba ni perdía la compostura; siempre se compor­taba con caridad, prudencia y educación".

José María Román Cuartero, el fámulo que asignaron a Jose­maría al ser nombrado Inspector, rememora aquellos tiempos en que, entre otros servicios, le hacía la cama por las mañanas y atendía la mesa separada en que, en el comedor general, se sen­taban los superiores: siempre le impresionó "su bondad y su pa­ciencia en el trato". Cuando Josemaría le veía enfadado, procuraba animarle con alguna frase cariñosa o gastándole bromas. Y compartía con él la comida, pues la de los directores era es­pecial. "Me doy cuenta ahora de que hacía estas mortificaciones sin que se notase, de manera natural".

El Rector del Seminario, don José López Sierra, alabó siem­pre ‑hasta su muerte‑ el afán apostólico de Josemaría como di­rector de seminaristas: quería ganarlos a todos para Cristo, que todos fueran uno en Cristo, y lo conseguía con su recto proceder. No era partidario de castigos. Formaba a los jóvenes seminaristas con una "sencillez y suavidad encantadora": "su mera presencia, siempre atrayente y simpática, contenía a los más indisciplina­dos; una sencilla sonrisa, acogedora, asomaba por sus labios cuando observaba en sus seminaristas algún acto edificante; una mirada discreta, penetrante, triste a veces, y muy compasiva, reprimía a los más díscolos".

Así fueron discurriendo los años de Seminario. Sabemos tam­bién que pasaba muchas horas haciendo oración en la tribuna de la derecha (del lado de la epístola) arriba, en la iglesia de San Carlos.

Los períodos de vacaciones los pasaba en Logroño y segura­mente, como cuando era pequeño, iría por Fonz, donde vivía su tío, Mosén Teodoro. Algún verano estuvo una temporada en Villel (Teruel), con la familia de don Antonio Moreno, entonces vicepresidente del Seminario sacerdotal de San Carlos. Lo reseña Carmen Noailles, viuda de otro Antonio Moreno, sobrino del an­terior, más o menos de la edad de Josemaría, que estudiaba Medicina en la Universidad de Zaragoza. Su vida en ese pueblo era completamente normal: charlaban, paseaban, iban a pescar o a coger cangrejos, salían alguna vez de excursión. Carmen Noailles cita detalles diversos que expresan la finura con que Josema­ría practicaba la virtud de la pureza y el pudor.

Nunca salió allí con chicas. Sus maneras elegantes, el aspecto esbelto de su persona, su apariencia agradable en el trato, atraían a las chicas. Cuando Antonio o algún otro amigo le hacían llegar comentarios en este sentido, los cortaba, excla­mando algo así como: ‑Si me conocieran bien, por dentro, tal como soy... Y si alguien contaba chistes de mal gusto o cosas poco limpias, con afecto, pero con vigor, les dejaba cortados con contestaciones muy oportunas. "Nunca le vi hacer la más mínima concesión, y no admitía bromas o comentarios ligeros al res­pecto".

Todos en aquella casa le apreciaban mucho, porque Josema­ría se hacía querer: "era muy comedido, discreto y prudente, pero afectuoso, y aparecía constantemente su natural y maravi­lloso sentido del humor". Lo consideraban como un hijo más de la familia.

Estos recuerdos de Carmen Noailles corresponden a los ve­ranos de 1921 o de 1922. Quizá a ambos. Porque fue en el verano de 1923 cuando Josemaría comenzó a estudiar Derecho, para examinarse en septiembre de las primeras asignaturas. Era ya clérigo ‑por la simple tonsura‑ al matricularse en la Facultad para el curso 1922‑23. En octubre de 1922 comenzó cuarta de Teología. El 17 de diciembre recibió las órdenes menores del ostiariado y lectorado, y el 21 ‑también en el Palacio Arzobis­pal‑ el exorcistado y el acolitado, de manos del Cardenal Sol­devila, que moriría el 4 de junio de 1923, asesinado por un grupo anarquista.

Entretanto, Josemaría seguía sin vislumbrar esa otra cosa que atisbaba del amor de Dios. Estudiaba, rezaba, y se ponía en manos de la Virgen, en sus visitas diarias a Nuestra Señora del Pilar: La sigo tratando con amor filial ‑escribiría el 11 de oc­tubre de 1970 en El Noticiero de Zaragoza‑. Con la misma fe con que la invocaba por aquellos tiempos, en torno a los años veinte, cuando el Señor me hacía barruntar lo que esperaba de mí.

En sus manos ponía la solución de lo que se gestaba en su alma, sintiéndose ‑como aseguraba en otra ocasión‑ medio ciego, siempre esperando el porqué: ¿por qué me hago sacer­dote? El Señor quiere algo, ¿qué es? Y en un latín de baja latinidad, cogiendo las palabras del ciego de Jericó, repetía: Domine, ut videam! Ut sit! Ut sit! Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro .

Su oración de años se materializó en una imagen de la Vir­gen, que alguien encontró tiempo después:

Pasaron los años, muchos años, y una vez, estando ya en Roma, vino la Secretaria Central, y me dijo: Padre, ha llegado aquí una imagen de la Virgen del Pilar, que tenía usted en Za­ragoza. Le respondí: no, no me acuerdo. Y ella: sí, mírela; hay una cosa escrita por usted. Era una imagen tan horrible, que no me pareció posible que hubiese sido mía. Me la mostró y, debajo de la imagen, con un clavo, estaba escrito sobre el yeso: Domina, ut sit!, con una admiración, como suelo poner siempre las jacu­latorias que escribo en latín. ;Señora, que sea! Y una fecha: 24‑9‑924.

En junio de 1924 había terminado el quinto curso de Teolo­gía. El día 14 de aquel mes recibió el subdiaconado en la Iglesia del Seminario de San Carlos, de manos de don Miguel de los Santos Díaz Gómara, que le apreciaba mucho. Don Miguel era Presidente del Seminario de San Carlos, y solía escoger a Jose­maría para que le acompañara a actos que tenía que presidir, o a celebraciones litúrgicas con motivo de la administración de Sa­cramentos.

Durante el verano de 1924 estudió mucho, y en septiembre se examinó en la Facultad de Derecho de siete asignaturas. En junio anterior sólo se había presentado a Historia de España, asig­natura que conocía muy bien por sus estudios de Bachillerato y por sus abundantes lecturas: siempre fue un apasionado, un ver­dadero erudito de la Historia. Aunque durante el curso estuvo centrado en su preparación sacerdotal ‑sólo en los meses de ve­rano se ocupaba de su carrera civil‑, se presentó a examen en junio, porque tenía una excelente formación histórica, a pesar, de que el catedrático le había hecho saber, por medio de amigos comunes, que no se presentara, pues le suspendería, porque no había asistido nunca a su clase, lo que consideraba el profesor como una afrenta personal. Josemaría se quedó admirado, pero, como tenía un alto sentido de la justicia y, siendo alumno libre, no tenía obligación de asistir a las clases y, además, conocía ma­ravillosamente la asignatura, se presentó. Y fue suspendido, sin dejarle hacer el examen.

En septiembre, el profesor reconoció noblemente la injusticia v, antes de los exámenes, le aseguró ‑a través de esos amigos ‑comunes‑ que estaba aprobado, con sólo ir al examen. También en esa convocatoria de septiembre Josemaría obtuvo Matrícula de Honor en Derecho Romano y Derecho Canónico; sobresaliente en Economía Política; notable en Derecho Natural y aprobado en Historia del Derecho y Derecho Civil I.

El curso académico siguiente, 1924‑25, fue prácticamente un año en blanco para los estudios civiles. Aunque se matriculó en cuatro asignaturas y aplicó a dos las matrículas de honor obtenidas en el curso precedente, sólo pudo presentarse al examen de Derecho Civil II. En ésta consiguió notable, pero no se examinó de más, ni en junio ni en septiembre.

No es extraño que fuese así, pues en ese curso 1924‑25 pasa­ron muchas cosas decisivas. El 27 de noviembre de' 1924, murió en Logroño don José Escrivá. El 20 de diciembre Josemaría recibió el diaconado de manos de don Miguel de los Santos Díaz Gómara, en la Iglesia del Seminario de San Carlos. El 28 de marzo de 1925, el propio don Miguel de los Santos, que había sido obispo auxiliar del Cardenal Soldevila, le confirió la ordena­ción sacerdotal. La primera Misa se celebró en el Pilar, en la Capilla de la Virgen, el día 30. Asistieron pocas personas ‑unas doce‑ a esta Misa, que el nuevo sacerdote ofreció en sufragio del alma de su padre. Era lunes de la Semana de Pasión, y al día siguiente don Josemaría estaba ya en un pueblecito ‑Perdi­guera‑, cuyo párroco se encontraba enfermo. Lo sustituyó hasta el 18 de mayo.

En el curso 1925‑26, aunque se había matriculado como alumno no oficial, frecuentó las clases de la Facultad de De­recho. En junio de 1926 se presentó a Derecho Internacional Público (Matrícula de Honor), Derecho Mercantil (notable), De­recho Político (notable) y Derecho Administrativo (aprobado). En la convocatoria de septiembre aprobó Derecho Penal, Hacienda Pública, y Procedimientos judiciales, y consiguió notable en De­recho internacional privado. Le quedaba sólo, para terminar la carrera, una asignatura, Práctica forense y redacción de instru­mentos públicos. Acogiéndose a la R.O. de 22 de diciembre de 1926, sobre exámenes extraordinarios para alumnos a quienes no faltasen más de dos asignaturas para acabar sus estudios, la aprobó en la convocatoria extraordinaria de enero de 1927. Obtuvo así el título de Licenciado en Derecho, pues entonces estaba vigente un R.D. de 10 de marzo de 1917, que había suprimido las reválidas y ejercicios para la obtención de títulos. Bastaba pagar los derechos ‑37,50 Ptas.‑, cosa que hizo el 15 de marzo de 1927, al mismo tiempo que solicitaba el traslado de expediente a Madrid, para cursar allí el doctorado.

David Mainar Pérez se acuerda bien de aquellos años, espe­cialmente del curso 1925‑26, en que don Josemaría, ya sacerdote, iba asiduamente a la Facultad. No se le ha olvidado el banco del patio de la Universidad en que pasaron tantos ratos entre clase y clase. Era "muy abierto en el trato con los demás". Llegó a tener verdadera amistad incluso con alumnos que tenían muchas dudas de fe. Sabía acomodarse con gracia a las conversaciones de los estudiantes, que podían haber dado lugar a situaciones violentas para un sacerdote por los temas o el lenguaje. Pero ‑continúa Da­vid Mainar‑ "tenía un algo especial para salir airoso‑ con su per­sonal sentido del humor‑ de momentos embarazosos, sin perder la dignidad y haciéndose respetar delicadamente, sin violencia".

Otro compañero, Juan Antonio Iranzo Torres, alude también a que, al principio, se le miraba con cierto reparo, pero la con­fianza y la llaneza con que se mostraba, hizo que todos le tra­tasen enseguida como uno más. Elogia su carácter llano y sencillo, nada engolado, ni que pudiese pensarse vanidoso. Do­mingo Fumanal remacha esta idea: "Alguien ha dicho que era vanidoso, y esto es absolutamente mentira: era todo lo contra­rio"; "era un hombre íntegro que, sonriendo, sabía mantener Sus principios". Y agrega que ponía especial cuidado en el trato con mujeres.

Un día mencionó a Domingo Fumanal su posible marcha a Madrid. Le pareció lógico, porque "en Zaragoza no tenía campo, ni le ayudaban como merecía", pensó Fumanal. Don Josemaría apuntó la posibilidad de colocarse como preceptor, y Fumanal le dio algunos consejos, con lenguaje vivo de estudiante, para que tratase a las mujeres de una manera distinta a como venía haciéndolo: por la delicadeza con que el joven sacerdote vivía la castidad, su amigo temía que no pudiera prosperar en ese tipo de trabajo.

Don Josemaría se había planteado salir de Zaragoza, porque, con su corazón dispuesto a secundar el querer divino, pensaba que eso que Dios le pedía ‑pero aún ignoraba‑ podría cum­plirlo más fácilmente en una ciudad como Madrid. No obstante, mientras esperaba nuevas luces de Dios, continuó su trabajo sacerdotal en la diócesis de Zaragoza.

A1 día siguiente de su primera Misa en la capilla del Pilar, había salido para Perdiguera, a 24 kilómetros de Zaragoza, en el extremo occidental de la comarca de los Monegros, entre la sierra de Alcubierre y el valle inferior del río Gállego. Durante e? tiempo que estuvo en ese pueblo, vivió con una familia de cam­pesinos, todos fallecidos ya: Saturnino Arruga; su mujer, Pru­dencia Escanero, y un hijo. En los dos meses que pasó allí, no ce­saron las inquietudes de su alma:

Me hospedé en casa de un campesino muy bueno. Tenía un hijo que todas las mañanas salía con sus cabras, y me daba pena ver que pasaba todo el día por ahí, con el rebaño. Quise darle un poco de catecismo, para que pudiera hacer la Primera Comu­nión. Poco a poco, le fui enseñando algunas cosas.

Un día se me ocurrió preguntarle, para ver cómo iba asimi­lando las lecciones:

‑Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?

‑¿Qué es ser rico?, me contestó.

‑Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...

‑Y... ¿qué es un banco?

Se lo expliqué de un modo simple, y continué:

‑Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy grandes. Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día... ¿Qué harías si fueras rico?

Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:

‑Me comería ;cada plato de sopas con vino!...

Todas las ambiciones son eso; no vale la pena nada. Es cu­rioso, no se me ha olvidado aquello. Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo.

Esto lo hizo la Sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo de la tierra era eso: bien poca cosa.

En Perdiguera trabajó ‑hasta el 18 de mayo de 1925‑ como un sacerdote ejemplar, según estima el entonces monaguillo, hoy sacristán de la parroquia, don Teodoro Murillo Escuer: tiempo de confesionario, Santa Misa, rosario por la tarde, hora santa los jueves, catequesis y primeras comuniones, preocupación especial por los enfermos. Los visitaba con frecuencia y, si les pedían sa­cramentos, siempre los facilitaba: "Por aquella época sólo se solía llevar la Sagrada Comunión a los enfermos graves, y en pro­cesión; él la llevaba a todos los enfermos que la pidiesen y en pri­vado".

Teodoro Murillo sintió de veras su marcha. En tan poco tiem­po le había tomado gran afecto, porque era "alegre, con un humor excelente, muy educado, sencillo y cariñoso".

Don Josemaría volvió a Zaragoza. Dedicó más horas que antes a terminar sus estudios civiles. Su madre y sus hermanos vivían con él en una casa de la calle de San Miguel ‑derribada años después‑, poco más allá del cruce con la de Santa Cata­lina. Dio clases de Derecho Romano y Canónico en el Instituto Amado, quizá para atenderlos económicamente.

Dirigía aquel centro, situado en la calle de Don Jaime 1, número 44, don Santiago Amado Lóriga, capitán de Infantería, Licenciado en Ciencias. Era una academia, como las que existían en las ciudades más importantes del país, en la que se podían estudiar el Bachillerato y los cursos preparatorios de algunas Fa­cultades. También se preparaban allí alumnos para el ingreso en las Escuelas de Ingenieros y en las Academias Militares, o para las conocidas oposiciones a Abogados del Estado, Judicatura, Notarías y Registros, o para otros muchos concursos a cuerpos del Estado. En el Instituto Amado se formaban además estu­diantes de Derecho, Letras, Ciencias, Comercio y Magisterio.

Debió ser un centro de prestigio ‑no pura academia prepa­ratoria de oposiciones‑, pues en 1927 comenzó a publicar una, revista mensual, en la que, junto a informaciones generales, se incluían ensayos especializados sobre Derecho, temas militares, o Ingeniería y Ciencias. Entre sus profesores figuraron personas que serían antes o después catedráticos de Universidad, o figuras conocidas en la vida española. En el número 3 de la revista, co­rrespondiente a marzo de 1927, aparece, por ejemplo, una nota de don Santiago Amado, director del Instituto, que explica la ausencia de la colaboración de un profesor del centro, don Luis Sancho Seral, porque acaba de ganar sus oposiciones a la cátedra de Derecho Civil en Zaragoza. Se publica también en ese número un artículo de don Josemaría Escrivá, sobre La forma del ma­trimonio en la actual legislación española: es el primer texto im­preso que se conoce del Fundador del Opus Dei.

En Zaragoza celebraba Misa por lo general en la iglesia de San Pedro Nolasco, de los PP. Jesuitas, que residían en las torres de San Ildefonso, pero iban a San Pedro para el culto (todos los Padres y Hermanos de aquella comunidad han fallecido). Acu­día, con gente joven, a varias catequesis, una en el barrio de Casablanca. En la Semana Santa de 1927 fue destinado a Fom­buena. En el archivo de la Notaría Mayor del Arzobispado de Zaragoza consta su nombramiento como regente auxiliar del señor párroco de Perdiguera (30 marzo de 1925), pero su nombre no vuelve a aparecer en ese archivo, hasta el 17 de marzo de 1927, en que se le concede permiso por dos años, para marchar a Madrid, con motivo de estudios.

Mientras esperaba confiadamente la definitiva luz de Dios, don Josemaría fue ‑como será toda su vida‑ un sacerdote cien por cien, entregado a su ministerio.