De nuevo entre los enfermos

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Nada más dejar el Patronato, Escrivá ya echaba de menos el contacto con los enfermos y los pobres. En una nota de marzo de 1932, que más tarde incorporaría a “Camino”, escribió: “Los niños y los enfermos: Cuando escribo estas palabras —Niño, Enfermo—, siento la tentación de ponerlas con mayúscula, porque, para un alma enamorada, son Él” [1] . Sentía un impetuoso deseo de ejercer su ministerio sacerdotal entre ellos. Además, creía que sus oraciones y sacrificios eran esenciales para el crecimiento de la Obra.

A través del sacristán de Santa Isabel conoció la existencia de la Congregación de San Felipe Neri, un grupo que visitaba y atendía a los enfermos en el Hospital General de Madrid. El domingo 8 de noviembre de 1931 acompañó por primera vez a los Filipenses, como les llamaban, para hacer las camas de los enfermos, bañarlos y cortarles el pelo y las uñas y para vaciar orinales y escupideras.

Escrivá hizo una buena amistad con unos cuantos jóvenes comprometidos con la tarea de los filipenses entre los que se encontraban Antonio Medialdea, dependiente, Jenaro Lázaro, artista, y Luis Gordon, ingeniero industrial de una buena familia del sur, que dirigía una fábrica de cerveza en las afueras de Madrid. Pronto tendrían dirección espiritual con él. Por su parte, él llevaría al hospital a un puñado de estudiantes a los que dirigía espiritualmente, entre ellos estaban José Romeo, Adolfo Gómez, su hermano Pedro, y José Manuel Doménech.

En medio de un ambiente cada vez más anticlerical, pasar las tardes de los domingos en el hospital era una señal de gran generosidad por parte de los jóvenes. Algunos de los pacientes rechazaban sus servicios con malos modos. El hospital olía a orina, excrementos y cuerpos sucios, y algunos de los cuidados que prestaban a los enfermos eran tan repugnantes que en más de una ocasión vomitaban al salir. Escrivá a menudo recordó aquella ocasión en la que pidió a Gordon que vaciara una jarra llena con los esputos de un paciente tuberculoso. Gordon tembló pero la cogió y fue a limpiarla. Notando su repugnancia, Escrivá corrió tras él. Cuando llegó al cuarto de limpieza, se lo encontró arremangado con la mano dentro de la jarra mientras decía, en voz baja, con una expresión feliz, “¡Jesús, que haga buena cara!” [2] . Este incidente terminó en “Camino” donde Escrivá anotó: “¿Verdad, Señor, que te daba consuelo grande aquella ‘sutileza’ del hombrón-niño que, al sentir el desconcierto que produce obedecer en cosa molesta y de suyo repugnante, te decía bajito: ¡Jesús, que haga buena cara!?” [3] .

[1] Ibid. p. 427

[2] Ibid. p. 430

[3] Josemaría Escrivá de Balaguer. CAMINO. Ediciones Rialp. Madrid 2001. n. 626