El anticlericalismo español

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

La situación cambió radicalmente el 10 de mayo de 1931 como resultado de la quema de conventos. Para entender aquellos acontecimientos es preciso examinar con cierto detalle las raíces del anticlericalismo español.

A comienzos de la Segunda República los españoles estaban divididos; de hecho, llevaban divididos más de un siglo; y no sólo por cuestiones de política económica y social, sino también por serias diferencias de actitud hacia la Iglesia y su función en la sociedad. Como ha destacado un historiador, en España, la posición de la gente respecto de la Iglesia era lo que las situaba en la izquierda, centro o derecha del espectro político.

La inmensa mayoría de los españoles había sido bautizada en la Iglesia Católica. Muchos se tomaban la religión en serio y les gustaba ver la influencia católica en las leyes sobre el matrimonio y la educación. Algunos buenos católicos eran considerados anticlericales por ser críticos con los defectos del clero y querer ver a la Iglesia reformada en diversos aspectos. En algunas ocasiones Escrivá se definiría a sí mismo como anticlerical porque no quería que el clero se mezclara en asuntos políticos o económicos, sino que se dedicara a su ministerio.

Sin embargo, en el discurso político español, el término anticlerical normalmente se reservaba para los grupos que querían que la influencia de la Iglesia en la vida del país quedara reducida o eliminada del todo. Ese tipo de anticlericalismo, muy extendido entonces entre los políticos liberales burgueses, socialistas y anarquistas, tiene raíces profundas en la historia española. Para nuestro objetivo baste con examinar sus aspectos más importantes en el periodo siguiente a la revolución francesa y las conquistas napoleónicas.

En 1834 se difundió en Madrid el falso rumor de que los jesuitas habían envenenado los suministros de agua de la capital y provocado una epidemia de cólera como castigo a los liberales por su impiedad. En medio del tumulto que se organizó, fueron asesinados entre cincuenta y cien sacerdotes y frailes. El tipo de propaganda que encendía tales manifestaciones era similar, en tono y psicología, al burdo antisemitismo difundido en diversas partes de Europa. La pista de esos rumores de envenenamiento de pozos se puede encontrar en los propagandistas anticlericales de clase media, miembros de logias masónicas y otras sociedades secretas extendidas entre los liberales españoles del siglo XIX. El hecho de que las masas urbanas creyeran esos rumores y actuaran en consecuencia también sugiere que, a principios del siglo XIX, una buena parte de los trabajadores ya estaba lo bastante desligado de la Iglesia como para aceptar tal tipo de propaganda.

Entre 1830 y 1860 los gobiernos liberales confiscaron a la Iglesia grandes extensiones de tierras y otras propiedades productivas con las que se mantenían el clero y las órdenes religiosas. Había una escasa tradición entre los católicos españoles de contribuir al sostenimiento del clero. Así, tras la confiscación de sus propiedades, la Iglesia empezó a depender de la escasa compensación que el Estado pagó por las propiedades enajenadas.

Durante el periodo conservador, de 1876 a 1898, la Iglesia recuperó cierta influencia social, pero no sus propiedades. Durante este periodo pareció crecer el fervor y aumentaron las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Por otro lado, también se recrudeció la oposición a la Iglesia por parte de los partidos liberales y de la clase obrera.

Cercano ya el siglo XX, ambos contendientes se consideraron cada vez más amenazados y asediados. Muchos católicos veían la sociedad y la religión en peligro ante el avance de una ola secular de librepensadores y masones, consideraban el liberalismo como una herejía y rechazaban la monarquía constitucional parlamentaria. Otros aceptaban el régimen constitucional como un mal menor, pero anhelaban un estado confesional que reforzaría la unidad católica. Para los liberales, el resurgimiento de la Iglesia significaba entregar España a los enemigos de las instituciones modernas y permitir que las fuerzas del pasado dirigieran la sociedad. Entre 1876 y 1898, la Iglesia se fue identificando cada vez más con el “stablishment” político y las clases pudientes. Al mismo tiempo, la brecha entre la Iglesia y las clases bajas urbanitas y los campesinos sin tierras del sur era cada vez mayor. La educación religiosa de estos grupos era prácticamente nula, y los esfuerzos por acercarse a ellos fueron frecuentemente infructuosos. Durante la primera década del siglo XX, españoles de todo credo político buscaron modos de regenerar el país. Los conservadores se centraron en la reforma de las instituciones políticas. Los liberales y radicales, además de hablar sobre la necesidad de una reforma política, querían transformar la sociedad entera; y una parte importante de su programa consistía en reducir o eliminar el papel de la Iglesia en la vida española.

Los republicanos de clase media buscaban un cambio político y cultural en el que la oposición a la Iglesia era casi tan importante como la oposición a la monarquía. Aunque las diferencias ideológicas de socialistas y anarquistas eran grandes, ambos coincidían en su anticlericalismo. Los socialistas, que eran marxistas, consideraban que el cambio económico era primordial. Aunque concebían a la Iglesia como un pilar del orden económico establecido que debía ser arrancado, juzgaban más importante la revolución económica que atacar directamente a la Iglesia. Por su parte, los anarquistas pretendían crear una nueva moralidad y una nueva cultura. La supresión de la religión era una característica que definiría el nuevo orden que ellos esperaban instaurar. Para ellos, la oposición a la Iglesia, y más en general a la religión, no sólo era algo que facilitaría la revolución económica, sino un componente vital del nuevo modo de vivir. El anticlericalismo se hizo especialmente violento en Barcelona en julio de 1909. El detonante no tuvo ninguna relación con la Iglesia. Tras una derrota en las colonias españolas del norte de África, el Ejército movilizó a las unidades de reserva y pidió tropas a Barcelona. La decisión provocó manifestaciones masivas que pronto cobraron un cariz revolucionario. El Partido Radical Republicano llevaba años sembrando Barcelona de consignas anticlericales, por lo que no es extraño que la violencia acabara en la quema de conventos y colegios y en la profanación de tumbas e imágenes religiosas. Cuando cesaron las manifestaciones, habían ardido veintiuna de las cincuenta y ocho iglesias de Barcelona, treinta de sus setenta y cinco conventos y monasterios, y treinta escuelas y edificios que se utilizaban para labores sociales promovidas por la Iglesia. Aunque en general la violencia se dirigió contra los bienes más que contra las personas, dos sacerdotes fueron asesinados y otro pereció en un incendio provocado.

Llama la atención que unos motines provocados por la leva derivaran en una amplia campaña de violencia anticlerical. Se han avanzado diversas explicaciones. La violencia se habría dirigido contra las propiedades de la Iglesia porque los amotinados la veían como aliada de los ricos y poderosos que aprobaban la leva, mientras que ellos mismos escapaban a sus efectos. También se ha sugerido que se consideraba a la Iglesia moralmente responsable de las injusticias de una sociedad que condenaba a los hijos de los trabajadores a morir en inútiles guerras coloniales. Está claro, sin embargo, que ninguna razón avanzada hasta la fecha explica por completo las profanaciones ocurridas. Sea cual fuere la causa, los tumultos de Barcelona confirmaron que un buen número de trabajadores urbanos no sólo habían crecido al margen de la Iglesia, sino que se habían vuelto violentamente hostiles a ella.

Durante las dos décadas siguientes no hubo grandes estallidos de violencia anticlerical, aunque continuó la propaganda contra la Iglesia. El apoyo que católicos eminentes prestaron al régimen de Primo de Rivera sirvió para exacerbar el anticlericalismo de muchos republicanos y otros liberales, que quedaron más convencidos que nunca de que la Iglesia era uno de los principales obstáculos a sus deseos de instaurar una nueva sociedad. Durante la dictadura de Primo de Rivera y el interludio que la siguió, las fuerzas anticlericales fueron contenidas por el gobierno que les impedía actuar directamente contra la Iglesia.