Sacerdotes, "sólo" sacerdotes

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori

El hilo de nuestra argumentación nos conduce a los sacerdotes. Ocupémonos de este clero singular, al que está prohibido ser clerical. El fundador señalaba: «Que nuestros sacerdotes no consientan que sus hermanos les presten servicios innecesarios. Cada uno debe guardar en su corazón los mismos sentimientos que tuvo Jesús, que dijo: "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir". Así debe suceder entre vosotros».

Y añadía: «Aunque la vocación es igual para todos, el sacerdote debe luchar por ser el servidor de sus hermanos, sabiendo ser uno más en nuestra Casa; porque efectivamente es como los demás».

Y como cada católico tiene a sus espaldas siglos de clericalismo de un lado, y de alticlericalismo por el otro, en los que no conviene volver a tropezar, insiste: «Los sacerdotes no mangoneen a los laicos, ni estos a los sacerdotes: que no haya entre nosotros sacerdotes que invadan el campo de competencia temporal de los laicos, ni laicos que se entrometan en los asuntos espirituales reservados a los sacerdotes». Y repetía con frecuencia: «el sacerdocio, en el Opus Dei, no es la coronación de una carrera, no es un premio para los mejores: es una llamada a servir a las almas en un modo al mismo tiempo igual y distinto al de los demás miembros».

El «sistema de reclutamiento» del clero de la Prelatura facilita considerablemente el cumplimiento de estas orientaciones. Por su mismo origen, no es ni puede ser una especie de «cuerpo extraño» o de «casta separada» en una institución «laical» como es esta, puesto que todos sus sacerdotes proceden de las filas de los numerarios y de los agregados.

No es infrecuente encontrar en los periódicos titulares que anuncian la ordenación sacerdotal (y no pocas veces de manos del Papa) de algunas decenas de personas de todas las edades, aunque nunca muy jóvenes y a veces ni siquiera jóvenes, que componen un auténtico muestrario de las profesiones más variadas. Algo así como: siete abogados, ocho ingenieros, dos periodistas, tres médicos, cuatro profesores, un notario, dos economistas, un coronel... No es necesario seguir leyendo esas noticias: con toda seguridad son los cuarenta o cincuenta sacerdotes que el Opus Dei, de modo constante y programado, hace ordenar (u ordenan ellos mismos: el anterior Prelado era Obispo, y por consiguiente podía ordenar) para cubrir las necesidades asignadas al «clero de la Prelatura».

En la práctica, las cosas suceden del siguiente modo. Después de algunos años de esfuerzo por «santificar el trabajo y santificarse en él» -que pueden ser muchos: las ordenaciones de personas de más de cincuenta años no son raras-, el Prelado pregunta a algunos numerarios y agregados que cumplen todos los requisitos si están dispuestos a vivir la misma vocación al Opus Dei con un trabajo, un servicio, distintos: el propio del sacerdote.

El interpelado puede aceptar, y también puede rechazar (sin demérito alguno, pues se trata de una materia en la que resulta esencial la más plena libertad). Si acepta, abandona totalmente la profesión civil y (dicen las normas) recibe la formación en los centros que la Prelatura erige con ese fin, de acuerdo con las disposiciones establecidas por la Santa Sede. Se trata, en la práctica, de seminarios propios. Hasta el último momento, todos tienen la posibilidad de interrumpir su camino hacia la ordenación, para volver al mismo trabajo que desempeñaban.

El número de sacerdotes está «programado»; actualmente es algo menos del 2% de los miembros de la Prelatura (1.500 entre un total de 80.000), y está previsto que no supere el 3%. Es decir, los indispensables para las necesidades de la Obra: ni más ni menos. Estos porcentajes confirman la impresión de que el peligro de «clericalización» del Opus Dei, que pudiera comprometer su carácter laical, carece de todo fundamento.

Este sistema de reclutamiento presenta muchas ventajas. La más importante es que, para desarrollar sus tareas de predicación y de dirección espiritual, y lógicamente la administración de sacramentos, es preciso que conozcan por experiencia personal el espíritu de la Obra en el que se han formado. Están llamados a perpetuar ese espíritu, junto con los laicos, pero en una situación objetivamente estratégica, decisiva. Además, su experiencia como trabajadores en profesiones «laicas» es también fundamental, puesto que en torno al trabajo se construye la vida espiritual.

La llamada al sacerdocio les llega en edad adulta, después de años y años de compromiso cristiano, y por consiguiente bien probados, y con garantías de una solidez particular. Los errores de perspectiva de tantos eclesiásticos de hoy, ante lo que creen que son exigencias del «mundo moderno», del «hombre contemporáneo», derivan probablemente de su inexperiencia en esos campos de la vida. Por eso, tantas orientaciones pastorales y parte de la avalancha de «documentos» sobre todo tipo de asuntos producidos por una nueva burocracia eclesial incurren en un generalismo estéril.

Además de esos y de otros aspectos positivos, existe otra ventaja cuya importancia podría pasar inadvertida a quien no conozca los entresijos de la Iglesia institucional, con sus problemas y sus conflictos.

Así lo describe Le Tourneau, con palabras sobrias pero llenas de significado: «Los sacerdotes del Opus Dei salen de la propia Prelatura y se forman en su seno, por lo que el Opus Dei no sustrae a las diócesis sacerdotes ni candidatos al sacerdocio». Casi todos los fundadores de órdenes y congregaciones religiosas, al menos en los tiempos modernos, han tenido antes o después enfrentamientos con el clero local precisamente por este motivo. Cuando los posibles candidatos al sacerdocio comenzaron a disminuir, hasta hacerse escasos en número, no faltaron obispos que sospecharon o incluso acusaron a los institutos de perfección de «robarles» las vocaciones. Por ejemplo, muchos de los graves problemas de Don Bosco y sus salesianos con el arzobispo de Turín tuvieron esa raíz.

El Opus Dei ha decidido «ir por su cuenta». De este modo, no sólo zanja las polémicas de ese estilo, sino que además puede replicar que, lejos de «empobrecer» las diócesis y sus presbiterios, en realidad los potencia, pues pone a disposición de la Iglesia otros sacerdotes que, sin la Obra, no habrían llegado al sacerdocio. Más aún, probablemente no habrían llegado a la Iglesia, ya que no pocos de los numerarios y los agregados que se ordena descubrieron -o redescubrieron- la fe a través de la relación con la Obra.

Este clero depende del Prelado en lo que se refiere a los fines de la Obra, pero para las disposiciones del Derecho canónico está sometido al obispo diocesano (del cual recibe con frecuencia encargos pastorales) y forma parte del presbiterio diocesano.

Sin embargo... ¿no fue Maquiavelo quien señaló que, en la organización de los asuntos humanos, cualquier solución a un problema crea siempre otros nuevos? El rostro institucional de la Iglesia, ese aspecto humano que da cuerpo al misterio y que es esencial en la lógica de la Encarnación, está sometido a las leyes que regulan cualquier organismo social. Por eso, acalladas las sospechas de «robar vocaciones» a las diócesis con ese sistema de «auto alimentación» -algo así como el «hazlo tú mismo» del bricolaje-, surgen otras, como la acusación de querer establecer una «Iglesia paralela», cerrada en sí misma como una secta, e incluso enfrentada al resto de la Iglesia Católica.

Hemos mencionado ya que la misma estructura canónica de Prelatura parece impedir este tipo de peligros, pero será interesante reproducir la réplica de la Obra a este tipo de acusaciones. Escribe uno de sus miembros: «No hay por qué alarmarse ante una posible "Iglesia paralela" si cada cristiano, como individuo, está legitimado -según los críticos- para inventarse su propia Iglesia. Sucede a veces que, en algunas parroquias, los párrocos hacen y disponen a su gusto, con independencia de las normas existentes en materia litúrgica y disciplinar. Es ligeramente farisaico acusar a otros -y además sin base- de lo mismo que hace con frecuencia el crítico. En realidad, "Iglesia paralela" es la formada por la suma de los comportamientos que se separan de la legítima autoridad en la Iglesia: el Papa y los Obispos en comunión con él».

Continúa la misma fuente («de parte», naturalmente): «El Opus Dei, desde 1928 a hoy, ha manifestado su voluntad de adherirse en todo al Papa. En 1967, decía Mons. Escrivá de Balaguer a Time: "Resido establemente en Roma desde 1946, y así he tenido ocasión de conocer y tratar a Pío XII, a Juan XXIII y a Pablo VI. En todos he encontrado siempre el cariño de un padre". El comportamiento del beato -que inculcó también en sus hijos- fue de total coherencia: a esa paternidad pontificia correspondió (y pidió a todos que correspondieran) con veneración y obediencia filiales. ¿Formar sacerdotes y laicos con semejante planteamiento radicalmente católico es acaso pretender crear una "Iglesia paralela"?».

Como se ve, ante esa acusación reaccionan vivamente, sobre todo en comparación con el habitual tono sofí de la Obra, que procura no enzarzarse en polémicas intraeclesiales. Esa respuesta vigorosa confirma precisamente que la acusación está muy difundida en ciertos ambientes, y que es vista desde dentro como particularmente insidiosa. Más aún, la soportan como una injusticia frente a quien sostiene que la docilidad a los pastores es la base de todo.

¿Cómo deberían ser -cómo pretenden ser- «sus» sacerdotes, según el ideal del sacerdote don Josemaría? Procediendo del mundo del trabajo y ocupándose de la formación espiritual de trabajadores, ¿seguirán el modelo de «sacerdotes-obreros», se atendrán al cliché del «sindicalista consagrado», del cura en jersey que sólo habla de política y de sociología, ese que apoyaba la «lucha de clases», que participaba en huelgas y manifestaciones «contra los capitalistas».

Quien tenga esa idea, que se la quite pronto de la cabeza. Incluso en el aspecto externo tradicional (ya señalé que la sotana o el clergyman son obligatorios), el clero de la Prelatura es justo lo contrario del clérigo en trenka de los años setenta, que proclama su deseo de «ser exactamente igual que los demás», y que quizá juzgue «alienante», o al menos «discriminatorio para los no creyentes», hablar de Dios y de Cristo (salvo como «líder proletario»). De ese tipo de sacerdotes que llama a la misa «asamblea de camaradas», o como mucho, «ágape fraterno», y la celebra en la cocina sobre una mesa cualquiera; que quiere que todo sea «comunitario», incluida la confesión y la absolución de los pecados (los «sociales», que son los unicos pecados verdaderos, y que por ese motivo sólo pueden pecar los «burgueses» y los «capitalistas»).

Con una extraordinaria experiencia sacerdotal a sus espaldas, entre personas de todo el mundo, cuarenta y ocho años después de su ordenación y dos antes de su muerte, Escrivá insistió en lo que, para él, debería ser el sacerdote. Es una especie de «declaración programática» sumamente interesante: un biógrafo la definió como Carta Magna del sacerdocio de hoy y de siempre. (No «del Opus Dei», sino de la Iglesia, como han confirmado las enseñanzas de Juan Pablo II sobre ese sacramento). Se trata, a mi juicio, de un documento significativo, que no puede omitirse en un dossier que pretende descubrir «el secreto de la Obra». Aquí, en sus sacerdotes, reside quizá uno de sus verdaderos «secretos».

Escuchen estas palabras pronunciadas en 1973, cuando el ciclón contestarario azotaba la Iglesia, y se experimentaban esos «nuevos caminos» que convertirían a los cristianos practicantes en una especie en vías de extinción, y en algunos países ya desaparecida (la historia enseña que cuando los clérigos pelean entre sí, pocos son los laicos que se ponen de un lado o del otro: la mayoría se va, juzgando que tienen cosas más importantes que hacer que seguir riñas de sacristía o incomprensibles disputas teológicas, y dejando que los contendientes se las arreglen entre ellos).

«No comprendo -decía Escrivá en aquella homilíalos afanes de algunos sacerdotes por confundirse con los demás cristianos, olvidando o descuidando su específica misión en la Iglesia, aquella para la que han sido ordenados. Piensan que los cristianos desean ver, en el sacerdote, un hombre más. No es verdad. En el sacerdote, quieren admirar las virtudes propias de cualquier cristiano, y aun de cualquier hombre honrado: la comprensión, la justicia, la vida de trabajo -labor sacerdotal en ese caso-, la caridad, la educación, la delicadeza en el trato. Pero junto a eso, los fieles pretenden que se destaque claramente el carácter sacerdotal».

Así quiso que fueran los sacerdotes de su Obra, como lo demostró al formar personalmente casi un millar: fue una de las tareas que colocó siempre en primer lugar, convencido de que «el sacerdote no va nunca solo, ni al Cielo ni al infierno». Y esto es también lo que la gente espera del sacerdote, según Escrivá, «esperan que el sacerdote rece, que no se niegue a administrar los sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin constituirse en jefe o militante de banderías humanas, sean del tipo que sean; que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesonario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que -aunque conociese perfectamente- no sería la ciencia que salva y lleva a la vida eterna; que tenga consejo y caridad con los necesitados».

«En una palabra -concluía Escrivá-: se pide al sacerdote que aprenda a no estorbar la presencia de Cristo en él, especialmente en aquellos momentos en los que realiza el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre y cuando, en nombre de Dios, en la Confesión auricular y secreta, perdona los pecados. La administración de estos dos sacramentos es tan capital en la misión del sacerdote, que todo lo demás debe girar alrededor».

Esto es, a la postre, lo específico del sacerdote en la perspectiva católica, lo que le hace indispensable, lo que justifica su presencia y su misión. Todo lo demás pueden hacerlo los laicos, e incluso mucho mejor. No es casual que la experiencia -llena de generosidad- de los sacerdotes-obreros acabó o languideció porque los obreros les hicieron entender que gente como ellos era fácil de encontrar: no necesitaban otro obrero, ni un enésimo sindicalista, sino a alguien que anunciase cosas «distintas», que hablase de Dios y no sólo del hombre y de sus necesidades sociales, como ya hacen los demás.

Por mi conocimiento de esos ambientes, les puedo asegurar que este retrato-robot del sacerdote según Escrivá de Balaguer es mucho más que suficiente para hacer saltar los nervios de tantos clericales. O al menos, de los pocos que quedan, después de que sus grandes esperanzas se convirtieran en grandes desilusiones.

Para comprender la hostilidad de cierto clericalismo contra el Opus Dei, es suficiente reflexionar sobre las palabras de Escrivá que he transcrito y sobre sus consecuencias.

Podrán entenderlo también escuchando estas otras que ahora reproduzco, en las que encontrarán una confirmación de que detrás de esa concepción del sacerdocio se encuentra una teología, una eclesiología y una espiritualidad que no puede evitar entrar en conflicto con otras de nuestros días. La lucha sin cuartel contra la beatificación encontró aquí una de sus razones más importantes.

No es casualidad que esa oposición fuera mantenida sobre todo por sacerdotes y ex-sacerdotes, mientras los laicos (como parecen probar las más de 300.000 personas en la plaza de San Pedro y las decenas de miles de relatos de «favores») no sólo no adoptaron una postura contraria, sino que dio más bien la impresión de que les agradaba que se propusiera como «ejemplo» ante toda la Iglesia a un sacerdote como aquél, un sacerdote que quería que los demás sacerdotes fueran así. Empezando por los de su Obra, lógicamente; pero sin detenerse ahí.

Leamos pues estas palabras de Mons. Escrivá que, más o menos en esos mismos años, se lamentaba de que hubiera «sacerdotes que en lugar de hablar de Dios -que es el único "argumentó' en el que tienen la autoridad y el deber de tratar-, hablan de política, de sociología, de antropología. Y como con frecuencia no saben nada, se equivocan. Y lo que es peor, el Señor no está contento. Nuestro ministerio consiste en predicar la doctrina de Jesucristo, en administrar los sacramentos y en enseñar el modo de buscar a Cristo, de encontrar a Cristo, de amar a Cristo, de seguir a Cristo. El resto no es asunto nuestro».

Según los estatutos, los sacerdotes de la Prelatura tienen libertad de opinión en cualquier materia «opinable»: también en las cuestiones teológicas no definidas por el Magisterio. Pueden pensar como estimen mejor, como les dicte su conciencia, también en política -ejercitan con libertad el derecho de voto, como sus conciudadanos- pero deben guardar sus opiniones para ellos. La prohibición de meterse en política se entiende dentro de esa espiritualidad que propone la Obra: «ser siempre instrumentos de unidad en la Iglesia y entre los hombres, nunca de división». ¿Y hay algo que divida más a los hombres, y con mayor aspereza, que la lucha política? ¿Puede olvidarse acaso que, como expresó Dante, la política es «la palestra que nos hace tan feroces»?

En este sentido, resulta significativo que se exija al sacerdote del Opus Dei que tenga «alma sacerdotal y mentalidad laical». Es característico de cierta mentalidad clerical pensar que «el hombre sagrado» debe intervenir en todo «sacralizando» también lo que pertenece a las decisiones y opiniones dejadas a la libertad de los creyentes. En el fondo, la diferencia entre el clericalismo preconciliar y el posconciliar no es más que una inversión de punto de vista: antes del Concilio, se intentaba sacralizar las «derechas» (o al menos el «centro»; en cualquier caso, una posición política); después del Concilio, se quiso hacer lo mismo pero con las «izquierdas». Antes, se intentaba hacer creer a los católicos que no eran tales si no aceptaban defender la causa de la «reacción»; después, se lanzaba el anatema al creyente que no jurase que lo que Cristo quería era la «revolución».

Creo que así entendía Escrivá la «mentalidad laical»: pedir a los miembros de la Obra que llamaba a la ordenación que se esforzaran por ser «sacerdotes al cien por cien». Y ese compromiso comienza por la obligación de «no ingerencia» en todo lo que no es espiritual, en lo que se refiere al servicio de Dios.

De este aspecto deriva, en mi opinión, una de las características más sorprendentes del Opus Dei: el culto y la defensa a ultranza de la libertad de los miembros. Sorprendente, porque resulta que la realidad no sólo es distinta del cliché, sino incluso su contrario. Escuchemos a este propósito lo que afirma Le Tourneau: «Una de las características del espíritu del Opus Dei, a menudo puesta de relieve por sus portavoces y con mayor insistencia aún por el Fundador, es el amor a la libertad».

«Un amor íntimamente conectado con la mentalidad secular propia del Opus Dei, la cual hace que, en todas las cuestiones profesionales, sociales, políticas, etc., cada miembro actúe libremente en el mundo, con arreglo a lo que le dicte su conciencia, rectamente formada, y asumiendo plenamente las consecuencias de sus actos y de sus decisiones. Eso les lleva no sólo a respetar, sino también a amar, de manera positiva y práctica, el auténtico pluralismo, la variedad de todo lo que es humano; así hacen realidad lo que la Declaración de la Congregación para los Obispos del 23 de agosto de 1982 decía con motivo de la erección del Opus Dei como Prelatura personal: "Por lo que se refiere a sus opciones en materia profesional, social, política, etc., los fieles laicos que pertenecen a la Prelatura -dentro de los límites de la fe y de la moral católicas y de la disciplina de la Iglesia- gozan de la misma libertad que los demás católicos, conciudadanos suyos; por tanto, la Prelatura no hace suyas las actividades profesionales, sociales, políticas, económicas, etc., de ninguno de sus miembros"».

Continúa el autor francés: «Esta opción deliberada a favor de la libertad no es consecuencia de una prudencia humana o de una táctica, sino el resultado lógico de la conciencia clara que todos los miembros tienen de participar en la única misión de la Iglesia: la salvación de las almas. Verdad es que el espíritu cristiano ofrece unos principios éticos comunes de acción temporal: respeto y defensa del Magisterio de la Iglesia, nobleza y lealtad en el comportamiento -con caridad-, comprensión y respeto de las opiniones ajenas, verdadero amor a la Patria -sin nacionalismos estrechos-, promoción de la justicia, capacidad de sacrificio en servicio de los intereses de la comunidad, etc. Ahora bien, sobre la base de estos principios, cada cual determina qué solución le parece más pertinente entre las muchas opciones que existen. A este respecto, Mons. Escrivá concluía: "Con esta bendita libertad nuestra, el Opus Dei no puede ser nunca, en la vida política de un país, como una especie de partido político: en la Obra caben -y cabrán siempre- todas las tendencias que la conciencia cristiana pueda admitir, sin que sea posible ninguna coacción por parte de los directores". Sólo la jerarquía de la Iglesia puede, si lo estima necesario para el bien de las almas, dictar una norma de conducta determinada al conjunto de los católicos».

Podría sospecharse que con mala fe se oculta la «verdadera» realidad de la Obra, que no sería más que un conjunto de marionetas dirigidas por alguien que, agazapado en la oscuridad, no sólo no respeta sino que coarta su libertad. Pero esa sospecha tendría que explicar el hecho de que la dinámica misma de la institución -con su rechazo del clericalismo, incluso para los sacerdotes- conduce no sólo en teoría sino también en la práctica a quedar al margen de las decisiones temporales de los laicos.

Volviendo al perfil del clero del Opus Dei, señalemos que el numerario o el agregado llamados al sacerdocio abandonan totalmente su profesión «civil», en la que han podido

alcanzar éxito y prestigio. No abandonan por esto el trabajo, sino que a partir de ahora se dedican plenamente a la labor sacerdotal. Este consiste, principalmente, en «colaborar en la formación espiritual de los miembros de la Obra -hombres y mujeres- mediante la predicación, la dirección espiritual y la administración de los sacramentos, sobre todo de la confesión».

A propósito de esto último: ¿está obligado quien pertenece al Opus Dei a confesarse con un sacerdote de su institución? Veamos cómo es el asunto. «El fundador enseñó siempre que los miembros son libres, como cualquier católico, de confesarse con cualquier sacerdote que tenga las debidas licencias. Un miembro del Opus Dei puede utilizar lícitamente esta libertad, dirigiéndose a sacerdotes que no pertenecen a la Prelatura. Sin embargo, es fácil darse cuenta de que esto no será frecuente: si los miembros del Opus Dei se comprometen libremente a perseguir un fin concreto dentro de la Iglesia, es lógico que escojan los medios específicos propuestos por la Prelatura. Y es evidente que los sacerdotes de la Obra, por su conocimiento del espíritu de la Obra y de las obligaciones específicas de sus miembros, pueden ayudar con su orientación a vivir de modo más eficaz el sacramento de la penitencia, que es también un medio de dirección espiritual».

Recogemos aquí esa precisión oficial porque este punto ha sido (y es) polémico: Algunos consideran que la práctica habitual (no obligatoria) de los miembros del Opus Dei, que se confiesan con sacerdotes del Opus Dei -con uno de ellos, ya que no se impone uno en particular-, es una manifestación de mentalidad «sectaria».

No me corresponde a mí defender a nadie ni a nada. Se trata sólo de razonar y de comprender: esta es la línea que, si no me equivoco, me he esforzado y me esfuerzo en seguir. Es preciso admitir que si se mira el asunto con objetividad y sentido común, parece realmente increíble que se polemice sobre este punto. Discusiones que no se dan, como es lógico, cuando un franciscano se confiesa con un franciscano, un barnabita con un barnabíta, un sacerdote diocesano con otro sacerdote de la misma diócesis.

Esas acusaciones confirman la aspereza de los contrastes que esta institución «nueva» -pero que se remite a lo antiguo, a los dos milenios de la Tradición- ha suscitado y sigue suscitando, alimentando sospechas también sobre comportamientos y costumbres aceptados pacíficamente en otras realidades eclesiales. Juzgue el lector si tiene sentido lo que se lee con frecuencia en los alegatos anti-Opus: los miembros deberían confesarse con sacerdotes no pertenecientes a la Prelatura, para «contrastar» de este modo los peligros de indoctrinamiento, de lavado de cerebro, de clausura, que implicaría la formación interna.

La respuesta es obvia: «al Opus Dei se viene impulsado por una vocación libremente aceptada. Con la misma libertad se puede salir, se pueden buscar otros caminos, si se sospecha que la Prelatura transmite venenos que deben combatirse con los antídotos de un confesor externo, que -aun no conociendo la Obra- periódicamente ponga en guardia, "descontamine"».

Para terminar con el origen, misión y espiritualidad de los sacerdotes, es preciso hablar también de otros sacerdotes, aunque coincidan en parte con el clero de la Prelatura: los socios de la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz. No es un accesorio sin importancia de la Prelatura, como demuestra el hecho de que su nombre completo y oficial en los documentos y en el Anuario Pontificio es «Prelatura personal de la Santa Cruz y Opus Dei», y que sólo por abreviar se dice «Opus Dei».

Sería complicado (para ustedes y también para mí), e incluso poco interesante para nuestros fines, explicar por qué y cómo, de acuerdo con las posibilidades y las exigencias del derecho canónico -conocidas al dedillo tanto por Escrivá como por su inseparable Del Portillo, doctores ambos en la materia- se llegó a semejante nombre. Confieso que no domino suficientemente las sutilezas eclesiásticas como para explicar con palabras mías cómo funciona esa Sociedad y cuáles son sus relaciones con la Prelatura, con la Iglesia universal y con las Iglesias locales.

Por tanto, en una materia tan compleja, donde cada término tiene un significado preciso, me limitaré a reproducir aquí una explicación «oficial» sintética pero, a mi juicio, bastante clara y completa.

Es la siguiente: «La Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz es una asociación de clérigos compuesta por: 1) los sacerdotes del Opus Dei, es decir, por el clero de la Prelatura; 2) por los diáconos y presbíteros, incardinados en una diócesis, que deseen formar parte de la Sociedad, respondiendo a una vocación divina que les llama (y esta es la finalidad de la asociación) a santificar su trabajo profesional: es decir, el ministerio sacerdotal. Para alcanzar esta finalidad, dependen de la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz sólo en lo que se refiere a la asistencia espiritual (que es un ámbito que corresponde a la esfera de la autonomía personal): lo que significa que cada uno de esos sacerdotes sigue bajo la completa y exclusiva dependencia de su obispo propio».

Sigamos con esa explicación: «Esta Sociedad, creada por Mons. Escrivá en 1943, se adecua al espíritu del Vaticano II, que en el decreto sobre los presbíteros, cuando exhorta a mejorar continuamente la formación sacerdotal, sugiere también la pertenencia a alguna asociación específica. La Sociedad es una asociación con un espíritu que favorece la unidad y que fomenta, de un lado, la unión de cada sacerdote con su obispo, y de otro, la fraternidad sacerdotal. Por tanto, los socios no son del clero de la Prelatura del Opus Dei, sino clero propio del obispo del que dependen. No están, por tanto, bajo la jurisdicción de los directores del Opus Dei. La Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz es jurídicamente distinta de la Prelatura, pero existe entre ambas una completa unidad de espíritu alrededor de lo que es el elemento propio del Opus Dei: la búsqueda de la santidad a través de la santificación del trabajo ordinario».

Creo que, si habéis leído hasta aquí, os habréis dado cuenta de que esta Sociedad responde a una intención clara: conseguir que todos, si son llamados, puedan vivir el mensaje del Opus Dei. Como sólo los laicos pueden entrar en la Obra, porque los clérigos -ya ordenados o en el seminario- están excluidos, la Sociedad sacerdotal permite recibir y vivir la formación del espíritu del Opus Dei a estos sacerdotes que permanecen en su propia diócesis de la que dependen en todo lo que no se refiera a la autonomía personal de cada uno, como la formación espiritual.

Conviene señalar, como quizá se ha apreciado ya en la explicación anterior, el derroche de habilidad y de experiencia para encontrar una fórmula que salvaguardase, por una parte, la posibilidad de que un sacerdote diocesano pudiese vivir la espiritualidad de la Obra, si se siente llamado a ello; y por otra, los derechos del obispo del lugar -«nihi1 sine episcopo» (nada sin el obispo) es el lema programático de la asociación- y el deber del sacerdote de sentirse partícipe a pleno título del clero del que procede y al que continúa perteneciendo.

He aquí otro aspecto de la estrategia general de don Josemaría: proponer a todos, sin excluir a nadie, un training en santidad y apostolado, dejando a cada uno donde se encuentra, cambiando lo menos posible su condición tanto en la sociedad como en la Iglesia.