Una agencia para el espíritu

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori

Recobremos aliento, después de tantas consideraciones teológicas y espirituales: estas páginas pretenden ser de información, no deformación. Para esto último la Prelatura dispone de publicaciones de gran valor y eficacia: a ellas remito al lector, en el caso de que no le baste las explicaciones que he dado y que daré a continuación acerca del fin teológico-pastoral-espiritual del Opus Dei.

A propósito del «fin», me permito destacar que, a la vista de lo anterior, tenía yo razón cuando anticipé que en el origen de todo sólo hay motivaciones radicalmente religiosas: siempre es gratificante confirmar que uno tenía razón. De ahí la dificultad de entender la Obra cuando no se emplean categorías religiosas, cuando no se mira desde el punto de vista de quien se mueve por el deseo de emplear su vida -de cara a la eternidad, por si fuera poco- de acuerdo con preocupaciones e intereses que nacen de la fe, no del deseo de ganar dinero y de ascender.

Tampoco estaba equivocado cuando les advertí de que las cosas son mucho más sencillas de lo que aparentan o de lo que muchos creen; incluso -como bien saben- de lo que creen muchos de dentro de la Iglesia.

«Original» es, según la etimología, «lo que vuelve a los orígenes». Eso es lo que buscó Escrivá, en esto reside su «originalidad»: en regresar a las raíces. Por eso, decía que «el modo más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos».

A la postre, todo se reduce a un planteamiento de este tipo: «¿Has recibido el bautismo? Pues sé consciente de lo que significa y esfuérzate por ser consecuente, vive conforme a lo que te propone la Iglesia, que al administrarte ese sacramento te ha introducido en ese Cuerpo cuya Cabeza es Cristo. Hazte santo (puedes; todos pueden, si tienen confianza en la ayuda de Dios que no puede faltar, puesto que la "perfección" de todo hombre, de toda mujer, es una voluntad explícita suya), en el mismo sitio en el que estás y, aparentemente, sin que nada cambie. Sigue en tu trabajo, continúa con tus compromisos profesionales y personales. Recuerda que, en un planteamiento de fe, todas las ocupaciones tienen gran valor, por insignificantes que sean a los ojos de los hombres; todas son de gran importancia, aunque objetivamente sean modestas, porque su importancia depende del amor a Dios y a los demás que ponen en ellas los que las realizan. Salvo vocaciones especiales, Dios no pide singularismos, cosas raras, actos clamorosos de heroísmo: tú también estás llamado al heroísmo, ciertamente, pero dentro de ti, en un contexto íntimo, privado, de "normalidad". Reza mucho, más aún: reza en todo momento, pero sin agobios ni exhibicionismos, transformando tu trabajo en oración, sea cual sea, ofreciéndolo por una intención sobrenatural, y cumpliéndolo del mejor modo posible por amor de Dios y a los demás».

De la búsqueda de la «santidad» deriva la necesidad -mucho más que un deber- del «apostolado». Un apostolado normal, discreto, espontáneo, «tranquilo», como es el estilo de vida cristiana del cual procede.

«Los miembros del Opus Dei ejercitan el anuncio del evangelio a sus hermanos, sobre todo por medio del ejemplo que dan a los que les rodean, a sus colegas y compañeros de trabajo, en la vida familiar, social y profesional, esforzándose siempre y en todo lugar por ser mejores». Así decía en 1950 el primer decreto eclesial de aprobación solemne de la Obra (según la figura jurídica canónica de «instituto secular», aceptada a falta de otra mejor).

Las últimas palabras de ese Decreto que he puesto en cursiva merecen una explicación. Así las comenta Dominique Le Tourneau: «El trabajo bien hecho siempre es ejemplar. El cristiano debe realizarlo con toda la perfección de que sea capaz en el plano humano (competencia profesional) y en el divino (por amor de Dios y para servir a las almas), mostrándose así como una obra bien hecha. Difícilmente se puede santificar el trabajo si no se hace bien, con la mayor perfección posible. Será casi imposible lograr el indispensable prestigio profesional, calificado por Mons. Escrivá de "cátedra desde la cual se enseña a los demás a santificar ese trabajo y a acomodar la vida a las exigencias de la fe cristiana". De aquí la necesidad de una formación profesional constante, con objeto de adquirir toda la ciencia humana de que se sea capaz. Para arrastrar a los demás, cada cual deberá empeñarse en cumplir su tarea como el mejor y, de ser posible, mejor que el mejor».

Comienza a vislumbrarse el origen de las habladurías sobre el «poder» de los miembros del Opus Dei. Si ponen todo el esfuerzo posible en su trabajo, no es extraño que muchos acaben por destacar. Pero esta excelencia profesional es para ellos «el medio para poder ayudar a los demás». A condición, claro está, de que actúen de buena fe. Pero, ¿hay alguna razón para dudar a priori de esa buena fe? ¿Quién les obligaría a tanto esfuerzo? ¿Acaso no hay logias y clubes donde se obtiene mucho más con un coste personal mucho menor?

Hay una pregunta que, antes o después, se escucha a propósito de los miembros del Opus Dei: «¿cuál es la fuerza que les impulsa a trabajar tanto, a estar siempre al día, a ser tan buenos profesionales?».

La estrategia y el estilo de este compromiso apostólico son tan «familiares» y discretos como extraordinariamente eficaces (los resultados son elocuentes, aunque el fondo de

los corazones escapa a cualquier estadística. Así lo confirma el propio Escrivá: «Trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás, y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla -a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte...-». Es, como ya sabemos, el «apostolado de amistad y de confidencia», sin púlpitos, prédicas, retórica ni teologías abstrusas (aunque siempre dentro de la ortodoxia católica: se proporciona una continua formación específica para lograrlo); en el coloquio téte-á-téte entre dos personas; y principalmente de colega a colega, pues no en vano el trabajo es el núcleo central.

Por decirlo con una cita del beato: «Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo...».

Ese es el «fin», esa es la estrategia que el Opus Dei propone a los católicos, con todas las bendiciones de la Iglesia, tanto universal como local.

Buen programa -¿quién podría negarlo?- para un creyente.

Pero también podría parecer fascinante a personas alejadas del sérail católico, ya que el porcentaje de «conversos» en edad adulta es considerable.

Y también porque, junto a la Obra, se encuentra el numeroso grupo de los «cooperadores», que -como dice una autorizada fuente- podrían definirse como: «personas que, sin ser miembros del Opus Dei, ayudan a la Prelatura con su oración -si son creyentes-, con su trabajo o con su ayuda económica. Constituyen una asociación propia e inseparable de la Obra». Y atención a lo que sigue: «pueden ser cooperadores hombres y mujeres no católicos, no cristianos e incluso no creyentes, sin confesión religiosa alguna. El Opus Dei es la primera institución de la Iglesia que llama a colaborar en modo orgánico a no católicos, no cristianos, agnósticos, ateos».

He llamado la atención sobre este último punto porque es otro de esos casos donde la realidad no corresponde en modo alguno con la imagen consolidada que tiene la Obra en la opinión pública, sospechosos de ser una especie de secta impenetrable de fanáticos katólicor (con la k incluida), defensores recalcitrantes de los decretos dogmáticos y los anatemas del concilio de Trento y del Vaticano I, intolerantes y cerrados a cualquier apertura ecuménica. Por contraste, se descubre que es «la primera institución de la Iglesia» que, entre sus «cooperadores», concede un lugar a los que hemos mencionado.

Un buen programa, repito, el del Opus Dei: desde el punto de vista religioso y también en una perspectiva humana. Pensándolo bien: ¿quién no querría tener como compañero de trabajo a un colega que se esfuerce por vivir en serio un ideal semejante? ¿Qué propietario de un coche, comprado a plazos con tanto sacrificio, si tiene una avería grave, no desearía toparse con un mecánico (o con un chapista) miembro del Opus Dei, para poder estar seguro de que le hará una reparación impecable, facturada como es debido y a un precio justo? Pero no gratis, y probablemente sin descuento. Presten atención al pragmatismo del punto 979 de Cansino: «Es condición humana tener en poco lo que poco cuesta. Esa es la razón de que te aconseje el "apostolado de no dar". Nunca dejes de cobrar lo que sea equitativo y razonable por el ejercicio de tu profesión, si tu profesión es el instrumento de tu apostolado».

Verdaderamente, es un buen programa. Si les convence, si piensan que podría ser lo suyo, ¿qué habría que hacer para ponerlo en práctica? Les responderán que es la cosa más sencilla del mundo: basta con dirigirse a la «Prestigiosa agencia de servicios espirituales» fundada en Madrid en 1928, que desde 1947 tiene su sede central en Roma y cuenta con filiales en todo el mundo. Pónganse en contacto con la agencia y -además del impulso misterioso y gratuito que les ha movido a tomar esa resolución: la «vocación»- apliquen su buena voluntad, su disponibilidad. De lo demás se ocupará la agencia en cuestión.

No se trata de una broma: tras haber leído, visto, indagado e interrogado, mi opinión es que así son las cosas. Si esta opinión fuera correcta, se aclararían también algunas facetas de la Prelatura que suscitan sorpresa y desconfianza.

El joven sacerdote contempló dos cosas en aquella famosa «visión»: 1) la posibilidad -más aún, la necesidad- de que todos los bautizados se santifiquen a través de su trabajo, cualquiera que sea, y de su vida ordinaria; y en consecuencia, la posibilidad -que también aquí es necesidad- de ser misioneros de su fe, «apóstoles»; 2) que a ese sacerdote español se le confió no sólo anunciar ese mensaje, antiguo y nuevo como el evangelio, sino también la tarea de crear una institución, una estructura eclesial para que los llamados a ella puedan realizar ese programa.

Por eso la comparo a una «agencia», a un «ente» -una authority, dirían los ingleses- para pasar de la potencia al acto, para traducir en realidad ese «sueño» cristiano. En el fondo, a lo largo de su vida el fundador no trabajó en otra cosa que en la puesta a punto de esta estructura, para hacerla lo más eficaz posible para el fin previsto.

Pippo Corigliano, ingeniero napolitano, numerario, director de la Oficina de información de la Prelatura en Roma, en esos fax que ha de enviar casi todos los días para desmentir el último bulo, suele usar con frecuencia una comparación. «El Opus Dei es como una gasolinera espiritual: quien quiere viene y llena el depósito, y vuelve cuando necesita más carburante o precisa una revisión de su vida interior». Así se expresa el eficiente y amable Corigliano, que ha sido mi guía en este viaje para conocer su familia, y al que he torturado hasta el punto que prefería usar el cilicio antes que estar conmigo.

La imagen de «agencia de servicios espirituales» no me parece muy distinta, en sustancia, de la de «gasolinera de almas». Y no es por presumir de saber más que el ingeniero portavoz de la Obra (¡sólo faltaría eso!), pero a veces las cosas se ven mejor «desde fuera» -como en mi caso-, y la imagen de la agencia, con los límites de cualquier metáfora, se acerca más a la realidad que la de la gasolinera. De hecho, hay gente que acude a la primera gasolinera que se encuentra, y no vuelve más; ni se debe un agradecimiento especial al distribuidor; ni el usuario puede elegir, porque todas las gasolinas son iguales...

No sucede lo mismo en el Opus Dei, donde para marcharse las puertas están abiertas (según una clara y repetida frase del fundador, al que le gustaba añadir: «en el Opus Dei está quien le da la gana, que es la más sobrenatural de las razones...»), pero hay que llamar a la puerta para entrar, y demostrar que lo que se busca en la agencia es disfrutar de esos «servicios»: es decir, que a uno le empuja esa fuerza enigmática que la teología cristiana llama «vocación».

Esto no es una proclama hipócrita; lo que hemos señalado en las páginas anteriores parece demostrar que sucede de veras. «La confirmación de que se necesita una específica vocación divina está en el hecho de que hay millares de cooperadores que conocen el Opus Dei desde hace diez, veinte o treinta años y contribuyen con generosidad a sus apostolados, pero no solicitan entrar en él. Y no porque no sean dignos ni capaces de santidad: simplemente, porque su camino es otro».

Ya hemos visto que el Opus Dei no es un partido: a sus miembros le están permitido militar en cualquier corriente sociopolítica, siempre que esté dentro de los límites «católicos», que son mucho más amplios de lo que se creía hasta hace poquísimo tiempo, en particular en la Iglesia italiana, condicionada por una situación histórica singular. No es tampoco un club, y por eso no se «inscribe» uno porque esté convencido por el programa, o por otras razones «humanas». Se puede solicitar la entrada sólo si se siente haber recibido una llamada.

La vocación realiza una selección misteriosa, que debe ser probada con cautela y prudencia no sólo al principio, sino también con la limitación en el tiempo de los compromisos, que han de ser renovados cada año hasta que se llega, si es el caso, al compromiso definitivo. Esta realidad impide a la Obra caer en la tentación del exclusivimo, del «imperialismo», de creer que todos los católicos, para serlo de verdad, debieran alistarse tras los discípulos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer y Albas.

La insistencia en el hecho de que en el Opus Dei se entra y se permanece (pudiendo ser hijos ejemplares de la Catholica y hacerse santos y apóstoles de otros muchos modos) en virtud de una elección subjetivamente libre pero objetivamente «guiada» por Dios, es precisamente lo que mantiene la debida conciencia de que el pluralismo espiritual en la Iglesia es una riqueza que debe conservarse.

Quiero hacer notar, de paso, una diferencia radical respecto al protestantismo. En éste, quien tiene un «modo distinto» de leer la Biblia, o incluso sólo una sensibilidad diferente, funda su propia iglesia o secta, que se pone en abierto contraste -casi siempre agresivo: «il faut s'opposer pour se poser», dicen los franceses para indicar una ley sociológica constante- con las miríadas de otros grupos cristianos. De ese modo, lo que nació de la Reforma, desde hace siglos tiende a fraccionarse, cada vez más, hasta llegar a las dos mil «denominaciones» existentes hoy en Estados Unidos, que proceden de las cuatro o cinco confesiones iniciales.

No sucede lo mismo en el catolicismo, donde los centenares, o los millares de «sensibilidades», de «espiritualidades» distintas no se convirtieron -ni se convierten- en iglesitas litigiosas, sino en las órdenes, congregaciones, institutos, movimientos, familias, todos ellos reconocidos por la Iglesia -después de las oportunas comprobaciones-, como si fueran teselas de ese mosaico policromo que es la Iglesia. Una sola «vocación», pero infinitos modos de vivirla.