Lo raro de no ser raros

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori

El modo en que nació la obra (al menos, según se cuenta) exige algunas consideraciones, para intentar conocer no sólo el origen sino también la naturaleza de esta institución, su presente y su posible futuro.

En primer lugar, y por decirlo con la crudeza propia de laicos (que tienen fe, pero que están también convencidos de que la razón es un don divino que no hay que dejar de lado): dejando obviamente al Misterio el lugar que le corresponde, ¿hay motivos humanos para dar crédito a esa narración que atribuye el nacimiento de la institución nada menos que a una explícita iluminación celestial? ¿Se le puede conceder cierto margen de confianza para no descartar a priori los escritos internos, que definen a la Obra como «el resultado de una intervención divina en la historia»?

La Iglesia ha reconocido oficialmente ese origen, después de haber realizado pacientemente las comprobaciones exhaustivas que se requieren en estos casos (recordemos las decenas de miles de páginas de las actas de los sucesivos procesos canónicos sobre el Beato). Este tipo de reconocimiento no es en absoluto irrelevante, como bien saben los activistas antisectas y los oponentes de diverso signo, que dirigen precisamente sobre este punto sus mejores invectivas contra la institución.

En efecto, si la Iglesia se equivocase -confundiendo por ejemplo un alucinado con un místico; o peor aún, un embaucador con un testigo del evangelio-, se crearían tantos problemas que la teología, también la posconciliar, prefiere prevenir y cortar por lo sano. No, no puede equivocarse. En este punto está en juego algo crucial: nada menos que proponer a todos los fieles un «modelo» ejemplar. Por eso, la fe habla de una «especial asistencia del Espíritu Santo», que evita que se puedan cometer errores de ese calibre.

En consecuencia, una vez conocida la decisión papal, quienes rechazaron la beatificación de Escrivá de Balaguer -desde dentro de la Iglesia, se entiende-, deberían haberse callado y, si realmente tenían interés en seguir siendo «católicos», aceptarla.

Uso el condicional, porque no hay que dar por supuesto que ciertos disidentes, aunque sean «gente de Iglesia», conozcan la teología católica. Si la conocen -añaden algunos maliciosos- es sólo para protestar contra ella, sosteniendo que no es «católica», sino únicamente expresión de un arcaico grupo vaticano de poder: la ideología del Sistema, del «papa polaco».

Semejante religiosurn obsequium tiene sentido sólo dentro de una dimensión de fe. Pero, ¿fuera de ella?

Mantengámonos ahora sólo en el plano de los hechos. Un plano que no debe a priori excluir nada, ni siquiera la posibilidad escandalosa de intervenciones por decirlo de algún modo «extraterrestres», en los asuntos del mundo (aunque se trate, como sucede en este caso, de sucesos poco llamativos, que ocurren en la intimidad de la conciencia). En este punto, justo al contrario de lo que se suele suponer, el creyente es mucho más «abierto» que quien no cree: este último, en efecto, está obligado a excluir, por principio, un montón de cosas que no encajan en el esquema teórico y lleno de prejuicios que se ha construido y que ha aceptado de una vez para siempre.

Siguiendo por tanto en el plano objetivo, fáctico, es preciso reconocer que hay suficientes motivos para confiar. En primer lugar, el carácter, la personalidad del testigo que estamos examinando: Josemaría Escrivá. Durante más de medio siglo dio abundantes pruebas de sentido de lo concreto, de realismo, de espíritu emprendedor y de una voluntad de hierro, unido todo esto a un fortísimo celo religioso. Otros muchos santos -como don Bosco, y en general, casi todos los «fundadores», entre los que no se puede dejar de citar al otro ibérico, San Ignacio- comparten estos rasgos de Escrivá, que fue un místico, pero con los pies bien plantados en la tierra; un contemplativo, y al mismo tiempo un organizador. Un hombre espiritual, pero doctor en derecho. Un aragonés, procedente de una familia de comerciantes, empresarios, artesanos, más bien acomodados.

Nada en común, ni siquiera por formación familiar, con los alucinados. Su religiosidad (la suya personal y la que inculcó en la Obra) desconfió siempre de esos devocionalismos estáticos que acuden a visiones, hechos sobrenaturales, profecías sobre el futuro y ostentación de prodigios.

Decía don Josemaría que nunca había dudado, ni siquiera un instante, sobre la verdad del evangelio (su camino no fue el de una conversión, sino el de una profundización cada vez mayor, hasta el extremo, en las exigencias del catolicismo que recibió y aceptó desde niño), porque había recibido el don -son palabras suyas- «de una fe tan gorda que se podía cortar con un cuchillo».

Tuvo siempre una seguridad que no requería de pruebas, pues éstas sólo son necesarias para quien duda secretamente, y no para quien no vacila. Quizá precisamente por esto, fue siempre partidario -y recomendó a los suyos- una naturalidad muy «laica», que le llevó a difundir el cultivo de una «piedad sin beatería».

Escuchemos a un buen conocedor del Opus Dei, Rafael Gómez Pérez, profesor de antropología de la universidad de Madrid, ensayista conocido en los países hispanohablantes, y numerario: «El fundador del Opus Dei utilizaba con frecuencia una expresión para explicar la normal condición civil de los miembros de la Prelatura: "lo raro de no ser raros". La vida corriente, normal, de los miembros del Opus Dei no lleva a costumbres o a actitudes que, según el estereotipo corriente, entran en la manera de ser de las personas "muy religiosas". El estilo del Opus Dei no es nada aparatoso, nada "fundamentalista". En la casa de una persona casada, miembro del Opus Dei, no se encontrarán -si es él o ella quienes pueden decidir- imágenes religiosas por todas partes; a esa casa no irán tampoco con frecuencia sacerdotes, por lo menos no sacerdotes del Opus Dei; las prácticas de vida cristiana como, por ejemplo, el rezo del Rosario, no serán algo impuesto, sino libre». Ya lo aconsejó el mismo Jesús: «cuando recéis, no hagáis como los hipócritas, que aman rezar derechos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para ser vistos por los hombres» (Mt 6, 5).

Estas líneas se refieren específicamente a los supernumerarios (y a los agregados, como veremos), que viven en sus casas.

Pero no es distinto el «ambiente emocional», como se dice ahora, de los Centros del Opus Dei donde viven los numerarios y las numerarias. Prosigue el mismo Gómez Pérez: «en los Centros del Opus Dei, el estilo, desde el principio, es el de una casa de familia. Como la vinculación al Opus Dei implica una voluntariedad renovada -quien no quiere seguir se va-, el ambiente emocional de un Centro es el de una familia bien avenida».

Por lo que yo he visto, en el Opus Dei -por poner un ejemplo no despreciable- no se da ninguna de esas obsesiones alimenticias, ni esos tabús dietéticos que son una de las señales inequívocas del sectario y del maniaco religioso. A pesar de declararse seguidores de ese Jesús que tuvo que padecer el rigorismo farisaico, con su tormento de establecer qué alimentos eran «puros» y cuáles «impuros»; ese Jesús que comió y bebió libremente, recordando que lo que contamina al hombre no viene de fuera sino de dentro; a pesar de seguir a semejante Maestro de libertad, las infinitas sectas e «iglesias» que se autodenominan cristianas se atormentan, y atormentan a sus seguidores con sus listas de comidas y bebidas «prohibidas» y «lícitas».

Unos admiten la carne y otros la maldicen; algunos precisan con más detalle qué carne sí y qué carne no; hay quien acepta el pescado y quien lo rechaza; algunos beben vino y otros lo excluyen; luego, están los que admiten el vino pero no las demás bebidas alcohólicas... En una «iglesia» concreta (y no de las menos importantes por número de seguidores y por prestigio), se llegó hasta un cisma, al no ponerse de acuerdo sobre si el café, el té y el cacao debían ser consideradas «drogas», en sentido bíblico, y por tanto deberían figurar en el elenco de alimentos proscritos para un cristiano...

Y no hablemos de la aversión, rayana hoy en el histerismo, a una planta que incluso fue sagrada en muchas culturas, y que Jesús -que no pudo llegar a conocerla: faltaban quince siglos para el descubrimento de América- no pudo ni aceptar ni rechazar: el tabaco.

En el Opus Dei, al menos por lo que se refiere a la variedad de alimentos y bebidas, se come y se bebe lo que a uno le da la gana, con la salvedad de las prescripciones aún vigentes de la Iglesia, y el cuidado (confiado a la responsabilidad personal) de la salud, además de la preocupación por conservar la libertad frente a cualquier exceso, gula incluida, que es un precepto válido para todo creyente llamado a seguir la «virtud cardinal» de la templanza.

También en este punto -es preciso reconocerlo-, se busca obedecer al precepto evangélico: «Cuando ayunéis, no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que la gente vea que ayunan (...) Tú, en cambio, cuando ayunes perfuma tu cabeza y lava tu cara, para que los hombres no adviertan que ayunas, sino tu Padre que está en lo oculto» (Mt 6, 16 y ss.).

Más aún: en el Opus Dei (escándalo máximo para los exaltados «religiosos» y también para tantos bienpensantes «laicos»), fuma quien quiere. En las mesas de los Centros se pueden encontrar esos ceniceros que el pequeño burgués «políticamente correcto» ha expulsado de su casa con horror fanático, desfogando la eterna necesidad de intolerancia no ya con los negros, los judíos, las mujeres o los homosexuales (muy a su pesar, la mentalidad dominante le prohibe hacerlo), sino contra esa única minoría indefensa que queda en el mercado del desprecio, el grupo superviviente de los zafios y malvados fumadores. El cigarrillo es visto como el enésimo sustituto del diablo, padre de todos los males (no hay enfermedad que no se le atribuya: desde la rodilla de lavandera a la pelagra); y se mira a su consumidor como a un poseso del Maligno, envenenador no sólo de sí mismo sino también de niños inocentes, vírgenes pudibundas, ancianos venerables...

Pues bien, para escándalo de los actuales moralistas intolerantes, hay en la vida del beato Escrivá un episodio en apariencia menor pero que me parece altamente significativo.

Lean con atención este suceso: el 25 de junio de 1944, el obispo de Madrid ordena a los tres primeros sacerdotes del Opus Dei. Los tres son ingenieros (y el fundador, como sabemos, es un arquitecto frustrado: conviene tener presente esta señal de espíritu concreto, poco dado a los «misticismos»). Estos nuevos sacerdotes podrán aliviar, por fin, el peso que recaía en exclusiva sobre los hombros de don Josemaría: la atención espiritual de los miembros. La misma tarde de la ordenación, el fundador pregunta si alguno de los recién ordenados fuma. No, ninguno fuma.

Entonces, aquel hombre benemérito dio una singular indicación. Esta fue su determinación liberadora: si ninguno de los tres fuma, uno al menos deberá comenzar a hacerlo. Que el Dios de Jesucristo -enemigo de puritanos y de su fariseísmo, que se convierte en «virtud» narcisista y persecutoria- le recompense también por este rasgo encantador, que lo aparta radicalmente de la triste mentalidad de los sectarios, del fanatismo «sanitario» de los gnósticos de siempre, del conformismo de los bienpensantes, de la hipocresía de la subcultura dominante. Hay quizá una parte de verdad en el antiguo refrán según el cual qui vitia odit, homines odit, quien odia los vicios odia a los hombres.

En efecto, Escrivá quiere gente «normal», gente dispuesta a cualquier sacrificio y a todas las renuncias, pero en privado («buscad mortificaciones que no mortifiquen a los

demás», es una de sus enseñanzas), gente que conserve externamente la misma apariencia que sus semejantes. En la España y en todo el Occidente de aquellos años cuarenta, «normalidad» quiere decir que al menos la mitad de la población adulta es fumadora (como se dividían antes, fi fifty, los vagones de tren, espejo de la sociedad). Este hábito debía estar presente también entre los suyos, incluidos los sacerdotes.

El puro, la pipa, el cigarrillo -al menos de vez en cuando- servirán para mostrar que la vida en el Opus Dei no es rara, no es extravagante: es sencillez, normalidad, aun dentro de la radicalidad del compromiso cristiano. Quien asumió el encargo de «aprender» a fumar fue el ingeniero -desde pocas horas antes, «don»- Alvaro Del Portillo: mira por dónde, precisamente el que treinta y un años después sucedería a Escrivá. Y es curioso observar que el hábito adquirido por obediencia -tenía entonces treinta años- no debió disgustarle, ya que (como me dijo alguien que lo ha tratado y lo conoce bien), no hace mucho que el obispo-prelado del Opus Dei decidió dejar de fumar. Es decir, tras muchos años de filial obediencia a la invitación del fundador; para ayudar, también de ese modo, a entender qué es la vida «normal» de quien tiene vocación en esta Obra.

Decía que esta anécdota no me parece en modo alguno insignificante, sino una confirmación de que en la Obra no se da ese clima de fanatismo que favorece, entre otras cosas, fenómenos de credulidad «mística». «Visiones» y «mensajes divinos personales» incluidos.

Este clima en los hombres y mujeres de la Obra, perceptible incluso para un observador ajeno, es el fruto directo del árbol-Escrivá, que prevenía frente a los prodigios. El mismo era el primero en poner en práctica esa indicación de no confiar demasiado, y mucho menos desear, en quién sabe qué milagros, porque el más grande de todos es la vida misma, ese trabajo corriente que el cristiano está llamado a santificar y que santifica precisamente con la tranquila y confortante normalidad de su vida diaria (Forja, número 60: «Siente cada día la obligación de ser santo. ¡Santo!, que no es hacer cosas raras: es luchar en la vida interior y en el cumplimiento heroico, acabado, del deber»).

Es significativo que el Opus Dei, durante la causa de beatificación de su fundador, parece no haber seguido el método tradicional en este tipo de procesos, es decir, la búsqueda a cualquier precio de milagros, prodigios, hechos inexplicables, dones divinos, que el candidato a los altares hubiera protagonizado y recibido en vida. (Otra cosa distinta es el don de intercesión ante Dios, pero post mortem, como se comprueba en los ochenta mil «casos» de gracias, favores, intervenciones de distinto tipo señalados antes, y los otros miles después de la beatificación).

Al examinar las actas del proceso pude comprobar que la investigación se propuso dilucidar no los hechos extraordinarios (siempre presentes, por otra parte, en el fondo de toda perspectiva religiosa), sino la práctica de las virtudes cristianas y humanas, tanto más heroicas por ser cotidianas, ajenas a la ostentación y al espectáculo. Parece como si se quisiera confirmar así que también el fundador fue «normal» (como quería que fuese todo el Opus Dei), aun en la radicalidad de su compromiso evangélico.

Da la impresión, por tanto, de que no se puede desconfiar a priori de la pretensión del Opus Dei, que asegura que el origen de la institución se sitúa en un hecho misterioso. En efecto, este «hecho» inicial está como aislado, y no es el comienzo de una tradición de «prodigios» o, al menos, de cosas extraordinarias. Si hay algo fuera de lo común en la Obra -enemiga jurada de toda ostentación, tanto colectiva como individual: «Gloria Operis Dei summa est sine humana gloria vivere» (la gloria del Opus Dei es vivir sin gloria humana), afirman solemnemente los estatutos oficiales-, debe permanecer escondido, in interiore hominis, en la intimidad de una casa, de una familia, entre las cuatro paredes de un lugar de trabajo.

La fama de secretismo procede, entre otras cosas, de este deseo de evitar cualquier cosa que llame la atención. Por eso, no cuadraría en absoluto que, sin fundamento, proclamaran un «milagro» y ostentaran dones «proféticos».

A esto hay que añadir el retraimiento de Escrivá para hablar de aquel dos de octubre, de aquel 14 de febrero (las mujeres...): sólo en poquísimas ocasiones, a petición de sus hijos, habló de ello, y limitándose a decir que «vio», pero sin entrar en detalles. Más aún, en todas esas ocasiones no dejó nunca de recordar que aquella misión que se abría ante él era, juzgando a lo humano, más una carga que debía aceptar obedientemente, que el premio soñado que coronaba una búsqueda mística personal.

No parece que haya apoyado nunca su autoridad como «fundador» sobre aquel hecho carismático; ni que haya recurrido a él para acrecentar su prestigio, atraer discípulos o afrontar los muchos obstáculos que levantaron en su camino, incluso dentro de la Iglesia. Al contrario: cuando se sintió obligado a hacer referencia a ese suceso -siempre y sólo entre los suyos, y a petición de estos- pedía que se le permitiera pasar por alto algunos pormenores, que no le pidieran demasiado. Hablaba de aquello, en definitiva, como de un «suceso» objetivo que él mismo, con sorpresa, se había visto obligado a aceptar; no como de un privilegio que Dios le hubiera concedido, sobre el que pudiera «elucubrar», aunque fuera de modo espiritual.

Estaba profundamente convencido de que el comienzo de aquella aventura había sido extraordinario; pero, una vez puesto en marcha, pensaba que su deber consistía en llamar la atención sobre lo ordinario, ayudando a la gente a descubrir las escondidas potencialidades de la vida «normal».

Confirma Peter Berglar: «Era extremadamente parco cuando hablaba de las gracias místicas o carismáticas que el Señor le concedía, y que no se agotaron en aquel día de octubre. El que actuara así no sólo era algo completamente natural en él, sino también un síntoma seguro de ser fidedigno. Cualquier comunicación expresa de un encuentro con Dios que haya tenido carácter místico y extraordinario suscita dudas sobre su autenticidad».

En resumen: me parece que hay bastantes elementos para atreverse a señalar que «no es así como se inventa». Hay que excluir la posibilidad de un fraude, por los motivos expuestos (que me parecen evidentes para quien no se empeñe en ser sectario). Los decenios transcurridos desde 1928 están ahí para testimoniarlo: tse puede engañar durante medio siglo?, ¿y con qué fin? En efecto, no es así como se comportan los alucinados. El Opus Dei -representado por el presunto «visionario»: enérgico, pragmático, realista, paciente, tanto como para darle como símbolo un burro atado a la noria- no es el tipo de institución que tiene su origen en fenómenos alucinantes o en ilusiones místicas.

Ya advertí al comienzo de estas páginas que no soy proclive a las hipócritas abstenciones de juicio. Si mi opinión les interesa, no tengo dificultad en darla. Para el escriba que se enorgullece de presentarles este informe, aquella mañana, en la madrileña calle de García de Paredes (y después, pocos meses más tarde, aquella otra mañana en la calle Alcalá Galiano, en la capilla de la marquesa de Onteiro), la historia de la Iglesia sufrió un viraje imprevisto e imprevisible. Y con ella, el mundo. «Algo» sucedió entonces, y no por iniciativa humana.

Esta es mi opinión. Pero eso no importa mucho. Lo que sí importa es que así piensa una multitud de personas que va creciendo, año tras año, siguiendo al curita joven que -cuando recibió el encargo, con sólo 26 años, de eso que ni esperaba ni deseaba- no tenía más que «gracia de Dios y buen humor».

Para lectores con experiencia, no hace falta explicar con mucho detalle qué puede significar para esa masa de hombres y mujeres la persuasión de participar en un proyecto que Dios mismo ha querido, cuyos confines son el mundo entero y su término el fin mismo de la historia.

Probablemente, el grito de los cruzados era ilusorio: Deus vult! La historia trágica que siguió y que -después de un par de siglos de sangre y fatigas, de heroísmos y de miserias, de sacrificios y de codicia- acabó en fracaso, pareció demostrar (por lo que está a la vista de los ojos humanos) que, en realidad, Deus non volebat. Aquí, en cambio, todo parece mostrar -al menos para quien lo contempla desde una perspectiva de fe- que esta vez no se trata de una ilusión: que el Dios cristiano, hacia el final del Segundo Milenio, habría querido una «obra» que fuese «suya», llamando a hijas e hijos en todas partes del mundo para que participaran en ella.

Importan poco, entonces, el escepticismo, las perplejidades, las ironías, los reparos y las negaciones de los de «fuera». Lo que importa es la certeza de los de «dentro»: esa es la fuente de energía que alimenta, con un impulso extraordinario, los motores de este panzer (usando de nuevo la afectuosa y admirada metáfora de don Giussani).

En cualquier caso, puedo garantizarles que, al menos por lo que he intuido y visto, ningún «fanatismo» al estilo de los cruzados puede achacarse a la Obra. Ninguno de sus miembros piensa en grabar a fuego en bandas ni estandartes una reedición de cualquier Gott mits uns de infausta memoria. Entre otras cosas, porque no existen: precisamente para evitar triunfalismos e orgullos colectivos, el Opus Dei no tiene un escudo oficial, ni tampoco un nombre para designar al conjunto de sus miembros: «opusdeístas» es una palabra inventada por «extraños», que no gusta a los de dentro.

No hay, pues, ni rastro de fanatismo. Al menos, por lo que un observador ajeno a la Obra puede ver: confieso que mi celo investigador no ha llegado hasta el punto de introducir grabadoras encondidas en las habitaciones «secretas», ni a practicar el espionaje a través de las cerraduras.

En el Opus Dei, hay rasgos que lo distinguen de actitudes propias de las sectas, como el rechazo de los tabús alimenticios y de las obsesiones maniacas contra presuntas «drogas» como alcohol, café, tabaco, cacao. Entre estos rasgos, destaca la ausencia de exaltación. La mentalidad sectaria, en efecto, siempre emplea como carburante la excitación acrítica en su defensa de la «causa» y en la afirmación del grupo. (A este propósito, es significativa una anotación de Surco, número 870: «Con la polémica agresiva, que humilla, raramente se resuelve una cuestión. Y, desde luego, nunca se alcanza esclarecimiento cuando, entre los que disputan, hay un fanático»).

En mi viaje por el interior del Opus Dei no encontré fanáticos (si los hay, me los deben haber ocultado cuidadosamente). Por el contrario, he visto cristianos que, a diferencia de cierta intelligenzia clerical de ahora, no consideran como una enfermedad el razonado entusiasmo por el descubrimiento de los horizontes de la fe. Son personas decididas a intentar vivir esa fe; y a proponer a otros, comenzando por los más próximos, la alegría que han experimentado. Y sobre esto no tienen intención de claudicar. Escuchen el número 131 de Forja: «Sería una falsa caridad, diabólica, mentirosa caridad, ceder en cuestiones de fe (...) No es fanatismo, sino sencillamente vivir la fe: no entraña desamor para nadie. Cedemos en todo lo accidental, pero en la fe no cabe ceder...».

En definitiva, me he encontrado con cristianos convencidos de que haber sido llamados por la gracia de Dios (pues para entrar se requiere una «vocación») a formar parte de una aventura nacida no de un proyecto humano sino de una voluntad divina, es un gran privilegio al que hay que corresponder con el máximo empeño, día tras día.

Esta energía poderosa no es ajena, sino que está esencialmente unida a la certeza de que el 2 de octubre de 1928 Dios dio uno de sus imprevisibles golpes de gong, haciendo «ver» a un joven en un lugar remoto e insignificante lo que deseaba que se llevara a cabo.

Esta es la certeza que anima a la Obra, esta es la certeza que ninguna dialéctica humana puede deformar (sin ser irracional en sí misma, porque va más allá de cualquier razón, y se apoya sobre la roca de la fe). Y esta certeza ha sido confirmada por el mismo Cristo con la mano de su vicario en la tierra que, para los católicos, es el Papa. Esta es, a mi juicio, una de las razones que justifican mi previsión: habrá no poco Opus Dei en el futuro de la Iglesia.

No sólo por la granítica motivación «sobrenatural» que impulsa a sus miembros, desde el Prelado al más anónimo de los supernumerarios; sino también porque lo que el joven español «vio» es de tal categoría que puede asegurarse -desde una perspectiva no sólo cristiana sino probablemente también humana- un desarrollo ilimitado: el «mar sin orillas» del que hablan «dentro».

Pero, ¿qué es lo que vio aquel joven en la fiesta de los Santos Angeles custodios de 1928?

Ha llegado el momento de pasar de los «modos» (y la posibilidad) de aquel suceso a informar sobre los contenidos.