Dentro de la Obra

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori

A lates de continuar, quiero referirles una de las etapas de mi viaje por dentro de la Obra. Lo que a continuación cuento no pretende tan sólo mostrar que he trabajado duramente (aunque tampoco estaría de más, puesto que lo que presento es un informe que debe estar lo mejor documentado posible); quiero además anticipar algo que me parece de especial relevancia.

Veamos: naturalmente, he leído todo lo que se ha publicado sobre el Opus Dei en las lenguas que entiendo, comenzando por las que se usan en los documentos oficiales: algunas veces en latín, normalmente en castellano.

Reflexioné, en primer lugar, sobre ese libro que es al mismo tiempo carburante y motor de la Institución: Camino, que fue editado en su forma definitiva en 1939 (aunque la primera versión es de cinco años antes) y que merecería estar en el Guinness del mundo editorial, por sus millones de ejemplares y las decenas de lenguas en las que se ha editado, desde el quéchua del Perú, hasta el tagalog de las Filipinas. Son 999 breves consideraciones (número múltiplo de tres, en honor a la Trinidad) que tratan de tú al lector y le guían por la espiritualidad católica más clásica. En 1986, once años después de la muerte del Beato, se editaron otras mil consideraciones, recogidas bajo el título de Surco. Al año siguiente salieron otros 1.055 puntos, bajo el nombre de Forja. También se deben a Escrivá otros libros (por ejemplo, uno sobre el rosario: un millón de ejemplares vendidos), pero es en estos tres donde se encuentra el cogollo de su pensamiento y, por tanto, del Opus Dei.

Me ocupé no sólo de los escritos publicados (tanto a favor como en contra) sino también de otros informes, incluso de los difundidos a multicopista y de los mecanografiados. Les doy mi palabra de que ninguna de mis peticiones de información ha sido rechazada. Han puesto a mi disposición sus míticos archivos y todo lo que les he pedido.

Concertaron citas con las personas con quienes yo deseaba conversar. Desde un guardia de tráfico de Nápoles, miembro de la Obra, al casi inaccesible Prelado. Precisamente, con él estuve durante casi dos horas (privilegio nada frecuente, me aseguró mi acompañante «interno»), y pude preguntarle todo cuanto quise, en su despacho de Roma.

Me hospedé por un periodo no breve en la Residencia universitaria internacional, situada en el barrio romano del EUR. Es una «obra corporativa» (término que explicaré) donde compartí con los miembros que la dirigen y que desarrollan su función de tutores de los estudiantes (tarea que se añade a su trabajo profesional, que realizan «fuera»), además del reposo nocturno en la sencilla pero funcional suite que se me asignó, las comidas y las tertulias. Este último es un término castellano que, en el lenguaje «interno», indica la breve reunión que, en todos los centros, sigue al almuerzo y a la cena: un rato sentados en los sillones y sillas de la sala de estar, para intercambiar comentarios e impresiones, en una conversacion amistosa.

Las tertulias tenían lugar en compañía de los residentes, si los hay (como era mi caso), en ese clima de «normalidad», de «vida de familia», de «casa como las demás» que defienden como una característica esencial. El Opus Dei nació en la casa del entonces jovencísimo don Josemaría: un hogar burgués del Madrid de los años veinte y treinta, cuidado por la madre y la hermana del futuro beato. De aquí procede también esa búsqueda de «decoro», propio de una casa de familia normal, y que distingue los ambientes donde se recibe a los huéspedes y se convive. La pobreza (y les aseguro que he podido comprobarlo de visu) se vive, sí, pero «en la trastienda», en las habitaciones de los miembros de la Obra o en los lugares que normalmente sólo usan ellos (aunque no existe «clausura» de ningún tipo, inconcebible para el espíritu laico de la Institución). «La penitencia debemos practicarla nosotros, no imponerla a los demás», decía Escrivá, y recomendaba un «ascetismo sonriente», tanto más meritorio cuanto menos proclamado.

Visité también en Roma un Centro de mujeres (otra residencia universitaria). Tuve allí la posibilidad de formular todas las preguntas que quise, tanto a las empleadas que no pertenecen al Opus Dei como a las jóvenes residentes, que en su mayoría tampoco pertenecen a la Obra. Allí, como en los demás lugares donde hay mujeres de la Prelatura, mi ojo entrenado de cronista no pasó por alto un detalle: señoras (supernumerarias) y señoritas (numerarias y agregadas) vestidas con gusto, con un estilo muy lejano al de «monja disfrazada»; mujeres que no se distinguen -en cuanto al lookde otras de condición social semejante.

Pero cuando se sentaban (con elegancia, ca va sans dire...), cuando la falda dejaba descubiertas las rodillas, se notaba la marca que deja el rezar mucho arrodillado. Y -como signo de un «estilo» espiritual- al darse cuenta de haber sido descubierta, se cubría en seguida con cierto sonrojo, por temor a la ostentación devota.

A lo largo de mis «inspecciones», no dejé de lado a «Torrescalla», imponente y moderna residencia milanesa al servicio de los estudiantes del vecino Politécnico.

Pasé también un día entero en esa gran «obra corporativa» que es el Centro ELIS, situado desde 1965 en el popular barrio del Tiburtino. Es uno de los más grandes, eficientes y prestigiosos centros de formación profesional de Roma, e incluso de Italia, con residencia para jóvenes obreros y artesanos, centros deportivos (pasan por él cincuenta mil chicos cada año, la mayoría «externos») y biblioteca.

Junto a este Centro, las mujeres de la Prelatura dirigen una Escuela de hostelería profesional. Tanta es la fama de la Escuela que las chicas, al salir, encuentran trabajo inmediatamente al menos en el 90% de los casos. Las restantes, lo encuentran poco tiempo después.

El estilo de esa Escuela se refleja en detalles como los siguientes. Entre las materias que allí se imparten está la preparación de dulces -agradables a la vista y sabrosos al paladar- a partir de ingredientes baratos. Se aprende también el arte de transformar una casa modesta en un apartamento acogedor usando con sabiduría la tapicería, cortinas, luces, disponiendo todo con buen gusto y con otros pequeños detalles, todos rigurosamente baratos, do-it yourself. He aquí de nuevo el «hacer las cosas bien», el «causar buena impresión» con poco, ahorrando en todo menos en trabajo e ingenio.

El ELIS fue construido en terrenos y con fondos puestos a disposición por Juan XXIII, que utilizó el dinero recogido en todo el mundo con motivo del ochenta cumpleaños de Pío XII. Fue inaugurado por Pablo VI y visitado con admiración por Juan Pablo II (en el Opus Dei están muy orgullosos de estos «patrocinios» pontificios, que confirman la benevolencia de Papas tan distintos). Esta Escuela ha formado profesionalmente a millares de chicas y chicos, y ha desarrollado y desarrolla, en la economía romana, algo parecido a lo que representó la Valdocco de don Bosco, con sus escuelas para obreros y artesanos, en la Turín del siglo diecinueve.

Completa el conjunto una iglesia que funciona como parroquia del barrio, confiada al clero de la Prelatura.

Asistí en esa iglesia a una misa dominical: buenas obras de arte contemporáneo (hoy en día, no es preciso buscar mucho para encontrar objetos de arte sacro que no ayudan a rezar, sino a pedir a Dios que perdone al supuesto artista); gran cantidad de flores; liturgia impecable, fiel a las disposiciones oficiales y no entregada a la «creatividad» ni al estado de ánimo del sacerdote del lugar; un coro de jóvenes del barrio perfectamente dirigidos y asistidos por un organista profesional; un grupo de sacerdotes concelebrantes de varias nacionalidades y etnias...

Un lugar y al menos una hora a la semana de belleza y de dignidad «reales» para la gente de uno de los barrios más desolados de la ya de por sí inhumana periferia romana. La asistencia a aquella misa me confirmó que hasta una ceremonia puede ser también una «actividad social», y no de poca monta: dar a quien lo desee la oportunidad de participar en algo muy diferente -incluso por su armonía externa- de la fealdad cotidiana.

En mi viaje de inspección, también conversé en Roma con profesores y estudiantes del Ateneo romano de la Santa Cruz. Este centro, creado inicialmente como «cabeza de puente» en Roma de la Universidad de Navarra, se dirige a grandes pasos a convertirse en una universidad pontificia, como el Laterano o la célebre Gregoriana de los jesuitas. En sus facultades de Filosofía, Teología y Derecho canónico, estudian miembros del Opus Dei y también seminaristas y sacerdotes enviados por obispos de todo el mundo, que buscan solidez doctrinal. Un taller teológico donde se ponen a punto los motores de esos panzer a los que se refería don Giussani; y donde se enseña el modo de conducirlos -de acuerdo con el estilo de la Obra- suave pero con decisión: con una decisión que consiste en seguir adelante por el camino propio, evitando cuidadosamente polémicas y contraposiciones con «áreas» católicas orientadas de otro modo.

La Facultad de Teología de este ateneo, de importancia «estratégica» para toda la Iglesia, se ha querido, tenazmente, levantar aquí, en la misma ciudad del Papa. Su programa dice lo siguiente: «Nos proponemos profundizar y exponer sintéticamente, con método científico, la doctrina católica (...). Se pretende formar expertos en la ciencia de la fe ...».

Recordarán quizá las ironías de Benedetto Croce sobre la teología: «estas palabras que se ocupan de cosas que no se sabe si existen...». En el Opus Dei no se pone en duda si esas cosas «existen». Y quizá, si se les preguntara, responderían con ironía, recordando que muchas de las «certezas» de filósofos y sabios, que creyeron haber descubierto la «verdadera verdad», acabaron en el cajón de las curiosidades para eruditos. Lo cierto es que aquí están totalmente convencidos de que «la teología es una ciencia que puede y debe ser enseñada científicamente...».

La nueva sede del Ateneo, en el antiguo e ilustre edificio de San Apolinar, se halla en plenas obras de adaptación, pues el Opus Dei va ocupando, incluso físicamente, los espacios que quedan libres por el «cierre» de otras realidades católicas. Para que se hagan idea de cómo se funciona por allí, en la entrada del edificio un aviso indica que para asistir a las clases los sacerdotes diocesanos deben vestir la sotana o el clergyman, y los religiosos el hábito de su orden.

Es un aviso sólo para «los demás», ya que nunca se han visto sacerdotes del Opus Dei en vaqueros, camiseta, etc., y ni siquiera con camisa y corbata, como visten tantos otros sacerdotes, convencidos de que la gente desea verlos «como ellos» en todo, comenzando por el modo de vestir (y vaya usted a saber si es cierto que la mítica «gente» los quiera así, y no preferirá, en cambio, que el sacerdote, el consagrado, continúe esforzándose por ser reconocible a primera vista como «distinto», en el sentido de que ha de dar testimonio de una realidad «distinta», más respirable y más prometedora que la cotidiana).

Sea como fuera, el clergyman o la sotana son indispensables para los sacerdotes de la Prelatura. Como lo son para todos los demás, como indican las leyes de la Iglesia. Así lo dice el nuevo Código de Derecho canónico de 1983 (nada sospechoso porque es la expresión más cabal del aggiornamento conciliar, hasta el punto de haber suscitado discrepancias y sospechas entre los tradicionalistas): «Los miembros

del clero vistan decentem habitum ecclesiasticum, según las

normas emanadas por las Conferencias episcopales...»). Así deben vestir si desean aprovechar este ateneo que, según me confirman los estudiantes, da mucho (no sólo estudios sólidos, sino también ayuda concreta para instalarse en Roma y asistencia «tutorial» en horas no lectivas), y también exige lo mejor, al menos en el plano del esfuerzo.

Una seriedad que, una vez más, acaba por dar fruto: las cifras certifican el crecimiento habitual que presentan las cosas del Opus Dei. En 1984, cuando el ateneo abrió sus puertas (discretamente, como «centro académico», simple sección romana de la Universidad de Navarra), los estudiantes no llegaban a cuarenta. Diez años después, en 1994, los inscritos son ya casi 600, de cincuenta y cinco nacionalidades, dividos en partes iguales entre estudiantes europeos y de otros continentes.

Créanme: este ateneo parece destinado a ser una pieza clave en la formación de la clase dirigiente de la Iglesia del Tercer Milenio, aunque esto es algo que los de la Obra no reconocerán nunca, escudándose en eso que llaman «humildad colectiva». Por otra parte, es evidente que no escribo para ellos; todas estas cosas las conocen perfectamente, aunque no las digan, y se esfuerzan tenazmente por llevarlas a la práctica. En el Ateneo Romano de la Santa Cruz se emplean los métodos pedagógicos más avanzados y un instrumental de vanguardia, pero lo que se enseña está en la línea de la fidelidad más absoluta al Magisterio. También en estos tiempos que llaman «posmodernos» la Tradición, con mayúscula, parece revelarse como el camino más directo hacia el futuro. Como ya se dijo, el futuro podría ser lo que los obnubilados por lo «nuevo» pensaban que representaba el pasado.

Es el mismo cocktail vigoroso (tradición en los contenidos, modernidad audaz y pragmática en las formas) que, en dimensiones más grandes y complejas de lo que por ahora tienen en Roma, he encontrado en otra etapa, la que me ha llevado a la antigua capital del reino de Navarra. Me refiero a Pamplona, que para tantas personas no está ligada al recuerdo de la herida que en 1521, defendiendo la ciudad frente a los franceses, sufrió el aún «mundano» hidalgo Ignacio de Loyola; ni tampoco al breve obispado del poco edificante César Borgia llamado el Valentino, hijo del Papa Alejandro VI, el brillante y cruel aventurero que encendió las ilusiones de Maquiavelo. Pamplona está ligada en la mente de muchos no a la historia religiosa, sino a las páginas sobre toros de Hemingway, a las imágenes ruidosas del encierro, con los toros libres por las calles de la ciudad, persiguiendo a miles de jóvenes que buscan la emoción del desafío a la muerte.

Folclore hispánico, mucho más rico de valores, de significados humanos y simbólicos, y de resonancias religiosas, de lo que alcanza a sospechar el superficial iluminismo de los escandalizados animalistas; mucho más de lo que puedan entender, dentro de la misma Iglesia, algunos frailes liberales, que rebajan la grandeza de Francisco de Asís al convertirlo en precursor en escayola nade los «verdes» y los «bestialistas» contemporáneos.

En cualquier caso, ese folclore hispano no parece tener sitio en el vasto campus de la Universidad de Navarra, con treinta mil árboles, cuatrocientos mil cuidadísimos metros cuadrados de arbustos, flores y césped. El ambientalismo (rechazado cuando se transforma en ideología, en un «ismo» como tantos otros) se practica en los hechos, no en los manifiestos. En este vasto campus surgen los modernos eficicios de las facultades y de los Colegios Mayores, dominados por el edificio de Rectorado, también moderno, pero que con torres, escudos, tímpanos, escalinatas, evoca los ecos gloriosos de una España católica e imperial. De una España consciente de sus deberes por el papel providencial que le corresponde en el mundo, y también en la Iglesia. No es casualidad que hoy día, la mayoría de los católicos hable ese castellano que, según Carlos V (¿o Felipe II?, aún se discute), es un idioma familiar en el mismo Cielo...

Iniciada en 1952, querida con insistencia por el beato Escrivá que, hasta su muerte en 1975, fue su Gran Canciller, esta universidad tiene sobre todo el mérito histórico de haber roto el secular monopolio estatal impuesto por el laicismo español en la enseñanza superior, con tal centralismo jacobino que sólo era posible doctorarse en la universidad controlada a la vista del gobierno, en la de Madrid.

Hoy, en Pamplona, se estudia Derecho, Medicina, Enfermería, Filosofía y Letras, Farmacia, Química, Biología, Derecho canónico, Ciencias de la información, Arquitectura, Filología, Económicas y Empresariales. Y se estudian de tal modo, con tal organización y asistencia de los alumnos, que una reciente investigación de la Comunidad europea clasificaba al campus de la Universidad de Navarra, niña de los ojos del Opus Dei, entre los mejores en absoluto, si no el mejor, del continente. Funciona aquí también el consejo de Escrivá: «Todo lo que hagas hazlo bien. A Dios no se le pueden ofrecer chapuzas».

La universidad ha cambiado la vida de esta ciudad de menos de 200.000 habitantes: casi medio millón de personas va y viene cada año por motivos ligados de algún modo a la universidad. Después de desembarcar en el pequeño pero moderno aeropuerto de Pamplona, el cronista que esto escribe fue tomado a cargo del profesional gabinete de relaciones públicas, al que trabajo no le falta, dada la frecuencia de visitantes y de delegaciones internacionales.

Las impresoras del ordenador sacaron para el periodista todos los números, los gráficos, los diagramas que deseaba, anticipándose con frecuencia a sus peticiones. Espiguemos de aquí y de allá algunas cifras. En las distintas facultades estudian unos 15.000 universitarios (el 10% proviene de otros países). Es un número programado, porque se considera lo suficientemente elevado para ofrecer los servicios adecuados, y al mismo tiempo suficientemente reducido para evitar la masificación y favorecer esa relación personal que está entre los objetivos que el Opus Dei, desde los comienzos, pretende conseguir en cualquier actividad, y no sólo en esta universidad «suya».

Así, en los colegios universitarios, o en los centros de formación profesional, o en las actividades de apostolado, las personas se subdividen siempre en grupos poco más numerosos que la decena de miembros, huyendo (también cuando el trend cultural iba en dirección contraria) de los mitos de la «asamblea», del «colectivo», de la «masa». Cada uno es atendido personalmente, en su formación religiosa, moral, cultural, profesional: el rechazo cristiano del «comunismo» y la elección del «personalismo», la repulsa del anonimato y la preocupación por el individuo (visto como una pieza «única» en los designios de Dios), forman parte de los trazos fuertes del planteamiento de una Obra que curiosamente nació en el siglo de las utopías colectivistas.

Creo que, como André Frossard, el célebre converso francés, también Escrivá estaba totalmente convencido de que «el Dios cristiano sabe contar sólo hasta uno». Y que Dios no se ocupa de la humanidad, sino de hombres concretos, cada uno con su nombre y sus apellidos; que no conoce «clases», «partidos», «razas», sino sólo individuos, iguales en derechos y deberes y al mismo tiempo irrepetibles, inimitables, inconfundibles.

Continuemos con las cifras de este lugar de «formación» más que de simple «estudio», y que por este motivo se declara «centrado en la persona». Los 1.900 profesores (uno por cada diez estudiantes, además de un gran número de jóvenes que se dedican al tutoring); casi 4.000 empleados; 18.000 solicitudes de admisión para las 2.000 plazas convocadas cada año; 43.000 licenciados en sus 40 años de actividad.

Además, desde 1958 funciona en Barcelona -capital económica de España- el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE), que se ha convertido en uno de los centros más prestigiosos de Occidente para la formación postuniversitaria de dirigentes empresariales, y que organiza masters con prestigio internacional. En 1993, contaba con 117 docentes de quince nacionalidades y sólo 420 alumnos recién licenciados, seleccionadísimos, procedentes de 34 países, que participaban en los cursos de 21 meses de formación intensiva para cargos directivos. Nos encontramos también aquí, sin complejo alguno, en el mismo corazón de la modernidad más avanzada, en un management que sabe convivir con misa y rosario. La presentación del instituto a los alumnos potenciales muestra en seguida ese espíritu específico: «La dirección de empresa es una tarea confiada a personas y orientada a otras personas. La enseñanza en el IESE subraya siempre los aspectos humanos, éticos, de conciencia, en cualquier decisión empresarial. La máxima profesionalidad debe convivir con el constante espíritu de servicio hacia las personas».

Quizá el periodista italiano sospeche que todo esto se ofrece a una elite, y confirme la fama de exclusivismo de la Obra, preguntan mis acompañantes. Pulsan entonces unas teclas y aparecen en la pantalla del ordenador algunos diagramas. Según las estadísticas relativas al año 1992-93, los estudiantes proceden en su mayoría (44%) de familias de baja renta, otra buena parte (40%) de familias de renta media y sólo el restante 16% procede de familias de renta alta. Otro gráfico revela que, en un año-tipo, gozan de beca parcial o total de matrícula un tercio de los alumnos, y la universidad destina 350 millones de pesetas a becas, exención de tasas y otros tipos de ayudas, incluido el hospedaje en los Colegios mayores, para que nadie deba «buscarse la vida» si viene de lejos ni -peor aún- renunciar a los estudios porque no sabe o no consigue establecerse por su cuenta.

Pregunto entonces: ano será que se pretende dar una imagen filantrópica gracias al dinero público, en una universidad reconocida por el Estado, que concede títulos con plena validez, y al mismo tiempo es privada? En un instante tengo en pantalla los datos correspondientes: la contribución del Estado español alcanza un 0,2%. No, no es un error: es el cero coma dos por ciento. La Universidad de Navarra (la única hasta hace pocos años en esta zona periférica de la península, al servicio de todo el país pero sobre todo de las poblaciones de la zona donde ha querido establecerse) se financia en el 85% con las tasas de inscripción, el 11% con las ayudas recogidas por la Asociación de amigos de la Universidad (en la que entran espontáneamente antiguos alumnos cuando se licencian, con el deseo de que otros jóvenes experimenten lo que a ellos se les ha dado y, como resulta claro, no les ha disgustado), y el 2% con subvenciones de entes locales, públicos y privados.

Sólo la mitad de los profesores pertenece al Opus Dei (menos numerosos en «su» universidad de Pamplona, que los miembros de la Obra que ocupan cátedras en las universidades estatales españolas), y la formación moral y religiosa no es más que una propuesta a los estudiantes, sin obligatoriedad alguna.

Es un clima que funciona, como lo demuestra el dato que me facilita el rector: en cuarenta años de actividad, desde 1952 a 1992 -incluidos los años en torno al 68-, la Universidad de Navarra ha parado por agitaciones estudiantiles durante doce días en total, poco más de un día cada cuatro años. Para esto, no ha necesitado recurrir a medida represiva alguna (aparte de la disciplina tradicional, la vigente en cualquier escuela de cualquier tipo y grado antes del cupio dissolvi contestatario, que no se abandonó aquí). La media de las universidades estatales españolas supera cinco veces esa cifra cada año.

Para completar el cuadro: un profesor me explicó, con sencillez desarmante, lo que a su juicio constituía el secreto de la estabilidad y la seriedad reinantes en Pamplona durante los años en los que todos las universidades del mundo -católicas incluidas- fueron devastadas por la locura del 68. «Sabe -me decía-, nos hemos confiado más que nunca al Espíritu Santo, para que inspirase a estos pobres jóvenes que corrían el riesgo de caer, como sus compañeros, en las manos de los malos maestros de la época...».

Una «explicación» que describe bien el extraordinario (empleo esta palabra en sentido literal, para que cada uno juzgue como quiera) habitat del Opus Dei: preparación profesional de vanguardia y devoción tradicional, ordenadores y novenas al Paráclito...

En el plano afectivo (además del de la eficacia organizativa, unida siempre, como enseñó el beato Escrivá, al «ambiente de familia»), me ha parecido, sin embargo, que el corazón del campus de Pamplona estaba en los edificios de la Clínica universitaria. Almorzando en la cafetería para médicos, enfermeros e invitados, he tenido como vecinos de mesa -por casualidad, pero no deja de ser significativonada menos que al Rey y a la Reina de todas las Españas. En efecto, el padre del Rey Juan Carlos, gravemente enfermo, decidió ingresar no en una sofisticada clínica privada ni en un hospital público, sino en esta clínica que, aunque dé cobijo al Rey, sigue estando abierta a cualquiera. Con el único límite, se entiende, de las posibilidades de espacio: como es fácil imaginar, las peticiones son muy superiores a la capacidad.

A un italiano no puede dejar de venirle a la cabeza una coincidencia: 120 años después de la brecha en Porta Pía (1), que iba a traer a Roma la «nueva civilización», expulsando las pesadillas del «milenario oscurantismo y malgobierno de los curas», resulta que los ciudadanos de la Ciudad Eterna están dispuestos a conseguir como sea una recomendación -incluso con subterfugios- con tal de ser ingresado o ingresar a sus parientes no en los hospitales públicos (¡Dios nos guarde!), sino en el gran policlínico «Agostino Gemelli», reconocido oasis de eficiencia, humanidad, modernidad en las vueltas y revueltas dantescas de la sanidad italiana, tal como la han dejado políticos «progresistas», partidos «democráticos», sindicalistas «defensores de los trabajadores» e intelectuales «ilustrados».

Después, estos mismos políticos, sindicalistas e intelectuales evitan con sumo cuidado acudir al sistema angustioso que ha salido de sus esquemas demagógicos: dejan esa sanidad, generosamente, toda para el «pueblo», por el cual, está claro, combaten. En cuanto a ellos, en caso de necesidad, no se avergüenzan de acudir a monseñores y a monjas con tal de obtener un puesto en una clínica de religiosos que se libró de la reforma, o al mencionado Gemelli. El cual, mire usted por dónde, es la clínica de la facultad de medicina de la Universidad Católica italiana.

Lo mismo sucede en Pamplona, me confirmaba sonriendo el director general de la clínica, un «numerario», con el que cometí una metedura de pata que confirmaba lo poco que había comprendido aún del espíritu del Opus Dei.

Es un hombre de buena presencia, delgado y deportivo, bien vestido, con un despacho elegante e informatizado, con una vista preciosa sobre las zonas verdes del campus. Comencé mi entrevista con un «Como es obvio, usted es médico...». «Como es obvio, no soy médico sino economista», me replicó amable pero inmediatamente, compadeciéndose de mi ingenuidad.

Un manager, en suma, para una empresa-hospital con 1.300 empleados: trescientos médicos que trabajan sólo en la clínica, renunciando a las consultas privadas; 12.000 enfermos al año en las 500 habitaciones, buena parte de ellas individuales, con la posibilidad de acoger a un pariente también durante la noche, y las demás dobles; 90.000 consultas externas cada doce meses; una escuela para medio millar de enfermeras; un centenar de trasplantes de corazón; más de quinientos renales; una experiencia consolidada también en los de hígado (los más difíciles, me comentan)...

Ninguna subvención del Estado, ni siquiera el 0,2% de otras facultades. Y, sin embargo, un balance siempre en activo gracias al pago de las prestaciones -como sucede en los hospitales estatales y regionales- a cargo de mutuas y aseguradoras. Los beneficios se invierten íntegramente en investigación y modernización de las instalaciones.

También recibe -una constante de las «obras corporativas» del Opus Dei, como he podido comprobar- la colaboración económica por parte de los miembros de la Obra y de otros muchos amigos, algunos no católicos o ni siquiera cristianos, convencidos del valor social de una actividad semejante. En cualquier caso, se aplica aquí -como en las demás iniciativas de los hombres y las mujeres de la institución- el dicho español que reza: «que cada palo aguante su vela». Cualquier actividad debe encontrar por sí misma los medios para financiarse, siguiendo los principios de la profesionalidad y no del asistencialismo. Aunque no se rechazan, lógicamente, las aportaciones de caridad.

No me callo lo que un paciente tiene a disposición en esta clínica. Saltaré -porque es obvio- que lo que aquí encuentra no lo encontraría en una estructura hospitalaria pública, no sólo en España o Italia, sino probablemente en todo el mundo.

La cosa es bien sencilla. Todas o casi todas las proclamas, las promesas propias de cualquier político o pensador engagé en un mitin o en una mesa redonda sobre la sanidad ideal (humanización, atención a la persona; profesionalidad; cuidado de las cosas grandes y de las pequeñas; respeto a un ética «universal» antes que a la «católica»; los trabajadores -desde los jefes de departamento a los encargados de limpieza-, vistos como «colaboradores» más que como «dependientes», conscientes de que el cumplimiento de sus deberes es condición indispensable para la tutela de sus derechos; organización sin pesadez burocrática; apertura al exterior, a las familias y a los amigos, para evitar el aislamiento y la formación de ghettos de enfermos; concepto intregral de asistencia médica, que no se fija sólo en la máquina-cuerpo que debe repararse, sino en que hay que ayudar a un individuo a que se cure en toda su personalidad...), es decir, todo aquello que en otros lugares se queda casi siempre en flatus vocis, deseo ineficaz, promesa electoral, en la clínica de Pamplona al menos se intenta poner en práctica. No digo que lo consigan. Pero al menos afirman que, todos ellos, lo intentan cada día, según otro frecuente consejo del beato: «comenzary recomenzar>.

Las palabras son palabras; los hechos, hechos. Y entre estos últimos, algunos son más reveladores que otros. Por consiguiente, permítanme que lo diga tal como lo siento: antes o después, cada uno tendrá que enfrentarse con la fragilidad del cuerpo, como es natural. Pues cuando llegue ese momento, también aquellos que miran con sospecha y hostilidad al «mundo católico» (y quizá especialmente a realidades «integristas» como el Opus Dei) desearán para sí mismos y para sus personas queridas acabar en una estructura «como la de Pamplona», en vez de esas otras donde rige la cultura de los derechos y las reivindicaciones que, en la práctica, no reconocen deber alguno; la cultura de los panfletos ideológicos, del igualitarismo abstracto, de las protestas sindicales, de la división política de sectores de influencia, de los programas electorales. ¿Es esto «apologética»? ¿O no será más bien realismo? Estas son las ideas que me venían a la cabeza cuando recorría los pasillos limpios como un espejo de la Clinica Universitaria de Pamplona, y veía al personal con uniformes impecables, las habitaciones bien instaladas y silenciosas, los trabajadores en actividad, los cuartos de baño tan relucientes como los de un hotel.

Quizá era esto lo que quería decirme uno de los docentes de medicina, un «supernumerario», aludiendo no sólo a su facultad y a su clínica, sino al conjunto de la Universidad de Navarra. Lo trascribo, por lo que significa: «Con nuestras limitaciones, ciertamente, pero poniendo toda la buena voluntad y confiando en la ayuda del Dios en el que creemos -el beato Escrivá decía de sí mismo que era «un pecador», pero «que amaba a Jesucristo»-, todos nosotros intentamos construir una realidad que sirva como ejemplo. Querríamos ofrecer hechos, que son más elocuentes que las palabras. ¿No lo dice el mismo Evangelio? Un árbol bueno se reconoce por sus frutos, que son buenos. A pesar de nuestra obligada humildad (humildad que es reconocer la verdad de nuestra condición de pobres hombres, con limitaciones), desearíamos suscitar al menos una pregunta: ¿por qué lo hacen? ¿Qué o quién les empuja, sin que nadie les obligue, a trabajar tanto?».

Hay también otro «ejemplo» que querrían dar (y me refiero una vez más a lo que me contaban): un ejemplo que tenga la fuerza de la vida y de los hechos. Es el «ejemplo» del que me habló el decano de una facultad, durante un almuerzo con el Estado Mayor de la universidad, en el comedor del rectorado (sala moderna pero decorada con el estilo severo y solemne de la vieja España, y su gusto particular, entre otras cosas, por los escudos heráldicos llenos de colorido): «Este complejo de energías, de inteligencias, de actividades, quiere ser también una demostración concreta de que es posible la armonía entre la fe cristiana profesada en su integridad y la cultura más rigurosa; que el creyente no tiene que escoger entre la aceptación plena y franca del dogma católico y el trabajo a los niveles más altos de las ciencias, de las artes y de la técnica humanas».

El ilustre profesor me sugería que consultase el Ideario, una especie de «decálogo» que todos aquí -sean o no de la Obra- están obligados a respetar, ya que en sus veinte puntos se trazan las coordenadas generales del compromiso de quien acepta libremente formar parte de esta comunidad de estudio y de trabajo, desde el nivel más alto al más bajo.

Así recita uno de los primeros puntos del Ideario, el tercero: «En toda su labor, la Universidad de Navarra se guía por una plena fidelidad al Magisterio eclesiástico (...), convencida de que la auténtica investigación científica, cuando procede con métodos rigurosos y conforme a las normas morales, no puede entrar en oposición con la fe, ya que la razón -que está ordenada y capacitada a reconocer la verdad- y la fe tienen origen en el mismo Dios, fuente de toda verdad».

Volviendo a mi tour, podría añadir otras etapas y describir otras «obras», vistas o visitables; y la lista de estas últimas podría ser muy larga y sometida continuamente a ampliaciones. En todos los continentes.

Me detengo aquí no sólo por razones de espacio, pues no se debe olvidar que las «puntas emergentes» a las que me he referido aquí, estas flores en el ojal, no son de ningún modo todo el Opus Dei. Al contrario: quizá no representen siquiera su aspecto más «importante».

En cualquier caso, detenerse en ellas -o darles demasiada importancia- podría impedir entender el «carisma» auténtico de la institución. Con el esfuerzo de sus miembros -que responden en primera persona, junto con otros hombres y mujeres «de buena voluntad», con frecuencia no católicos e incluso no cristianos o no creyentes- este «carisma»

anima ciertamente actividades «extraordinarias» como las que hemos mencionado. Pero su tarea principal sigue siendo dar sentido, dirección, contenido a lo que es «ordinario», personal: el trabajo, sea cual sea, desde el más prestigioso al más humilde; la vida diaria; la aparente monotonía, o quizá mediocridad, de la vida familiar. Y por lo que se refiere al apostolado, cada miembro lo ejercita de un modo que no hace ruido, que no interesa a los medios de comunicación, porque se desarrolla cada día con el ejemplo profesional y con la palabra «acertada» dirigida a quien está a su lado: en casa, en la oficina, en la fábrica.

Tendremos tiempo de explicarlo y, si es posible, de entenderlo. Por el momento, basta con advertir que las «obras corporativas» no son «la Obra». El Opus Dei no es el propietario de esas labores, sino que acepta responsabilizarse de la orientación doctrinal y espiritual; y como indican claramente los estatutos, no podrán ser nunca actividades industriales, económicas, comerciales, ni siquiera editoriales, sino siempre y sólo dirigidas a la enseñanza, a la asistencia, a la promoción social. La Obra actúa sobre todo en la vida espiritual que cada miembro, al entrar a formar parte, se compromete a cultivar en su conciencia, y que escapa por definición al observador externo.

Anticipando algo que diremos después, se podría señalar que -entre los muchos «secretos» de que le acusan- aquí está el primer y principal «secreto» del Opus Dei. Como sucede en cualquier realidad verdaderamente religiosa, lo que no se ve es mucho más (y mucho más importante) que lo que se ve.