Un informe para los editores

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori

Aquí tienen lo que he conseguido averiguar. Ha pasado bastante más de un año desde que decidí investigar -como un cronista con aires de detective- tal y como lo habría hecho sobre la Mafia. No sobre la mafia siciliana, sino sobre una institución española: el Opus Dei, la Obra, como la llaman en castellano.

Pongo las cartas sobre la mesa. Para transmitir lo que he conseguido saber necesitaré todas las páginas del informe que ahora entrego, pero quiero anticipar (y no es una astucia para incitar a la lectura, sino simplemente «colocar la noticia al principio», como dice la primera regla del periodismo) que no lamento haber retrasado otros trabajos previstos en mi agenda para dedicarme a éste.

La realidad en la que me he sumergido, para intentar descifrarla, es mucho más consoladora o inquietante, mucho más prometedora o amenazante (todo depende del punto de vista; aquí, sin embargo, no son fáciles las medias tintas) de lo que la mayoría de los católicos ni siquiera sospecha. Pero, desde luego, mucho más de lo que yo pensaba.

No es sólo la realidad presente lo que me ha hecho pensar. Me impresiona imaginar lo que puede ser en el futuro. «Estamos sólo al comienzo de una grandísima aventura», he escuchado de labios de muchos de la Obra, con una seguridad tan desconcertante como desprovista (al menos, así me lo ha parecido) de pomposa arrogancia.

En 1928, esta institución de la Iglesia contaba con un único miembro, el fundador; hoy se acerca a los ochenta mil (mitad mujeres, mitad hombres), de más de noventa nacionalidades, con una presencia que crece continuamente en todos los continentes. En Europa, hay cuarenta y seis mil miembros del Opus Dei; en América, veintisiete mil, y siete mil en Asia y Oceanía. En Africa, el crecimiento es algo lento, aunque se está acelerando, (un millar de miembros).

Me han recordado con frecuencia los de «dentro», con certeza serena, las palabras del fundador: «el Opus Dei es un mar sin orillas».

Por decirlo con palabras de un observador que, sin formar parte del Opus Dei, lo conoce por dentro, realmente sorprendente se mire como se mire: «no es temerario afirmar que está ocurriendo, discretamente y a menudo en silencio, una especie de revolución. La importancia eclesial del Opus Dei y su proyección social están empezando a notarse ahora. Sólo el tiempo la dará a conocer en toda su amplitud».

Es indispensable añadir una precisión. Las personas que creen en el Evangelio y lo leen desde una perspectiva católica, saben cuánta verdad encierran las palabras que Jesús dirige a Simón, hijo de Jonás: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18).

Así está escrito. Para los creyentes, la Iglesia, edificada sobre los sucesores de Simón-llamado-Piedra, llegará hasta la consumación de los tiempos, hasta el gran final del regreso glorioso de Cristo. Pero lo que no está escrito es en qué condiciones perdurará hasta entonces.

Estos mismos creyentes deben rechazar cualquier actitud triunfalista ante el futuro, pues los Evangelios recogen también muchas referencias enigmáticas e inquietantes (en Lucas «Pero el Hijo del hombre, cuando vuelva, ¿encontrará fe sobre la tierra?», 18, 8; en Mateo: «se levantarán muchos falsos profetas y engañarán a muchos; por la abundancia de la iniquidad, el amor de muchos se enfriará...», 24, 11 y ss.); en Pablo («que nadie os engañe de ninguna manera, porque antes ha de venir la apostasía y se ha de manifestar el hombre de iniquidad, el hijo de la perdición», 2 Tes 2, 3), y en otros muchos textos del Nuevo Testamento.

Sin embargo, sea cual sea el imprevisible futuro de la Iglesia, me parece bastante previsible que, en su seno, el Opus Dei tendrá mucho que decir. Es más, pienso que constituirá una estructura bien cimentada, cualesquiera que sean las dimensiones (acrecentadas o reducidas) del rebaño eclesial -ya sea grande o pequeño- en los tiempos venideros.

No aspiro a suplantar a profetas y adivinos en su arriesgada profesión: mis conclusiones no son más que el balance razonado de los datos obtenidos a lo largo de mi investigación, y sobre los cuales reflexioné a la luz de los trends, de las constantes y de las desviaciones que han caracterizado a los veinte siglos de historia cristiana.

Parece verificarse de nuevo una paradoja nada infrecuente: las presuntas «vanguardias», es decir, esos sectores que se autoproclamaban (y así les consideraban muchos) «el futuro», resultan ser en realidad el pasado. Mientras el presente y -probablemente- el mañana van (e irán) hacia lo que parecía ser un legado del pasado, destinado a ser superado por lo «nuevo».

En efecto, desde hace algunos decenios, en el ambiente clerical lo nuevo estaba representado, en opinión de muchos, por el catolicismo autoproclamado «progresista», ese que con tanta frecuencia ambicionaba, más que el diálogo, la fusión (en la praxis e incluso en la teoría) con el marxismo y, en general, con las fuerzas llamadas «de izquierdas».

De golpe -con la caída y el descrédito irreparables de la superstición marxista, confundida también por creyentes como «ley científica de la historia»-, ese Catolicismo se ha topado no con los profetas del 2000, sino con los supervivientes de una ideología decimonónica y cubierta de polvo.

Basta recordar, por ejemplo, a las figuras católicas que, en la Italia de los años sesenta y setenta, aceptaron ser elegidos al Parlamento en las listas comunistas, como «avanzadillas» -así se proclamaban ellos- de las masas cristianas. Hoy han quedado, de golpe, reducidos a caricaturas anacrónicas. Y pensar que pontificaban -solemnes y venerados-, invitando a la Jerarquía (no pocas veces intimidada, o al menos paralizada) a que declarase que la Biblia no era sino el anuncio y la confirmación de El capital o de los Cuadernos desde la cárcel. Les dieux sen vont...

El Opus Dei ha atravesado los años de la contestación clerical en silencio, manteniéndose firme en la Tradición y el Magisterio: en el del Papa, claro, porque no han faltado algunos obispos que parecían vacilar ante un presunto «progresismo», que luego el paso del tiempo ha vuelto retrógrado. Por esta fidelidad a prueba de bomba, la Obra fue despreciada como algo anacrónico, se desconfió de ella como si fuera una especie de quiste preconciliar que agonizaría ante lo Nuevo-que-avanza.

Por el contrario, si aquella presunta «novedad» se ha vuelto anticuada de golpe y de modo irremediable, lo que parecía «viejo» goza de buena salud (por ejemplo: frente a la caída de las vocaciones, que continúa en casi toda la Iglesia, a pesar de débiles e insuficientes signos de recuperación, hay aquí una expansión metódica y continua), y además se confirman las previsiones de que tendrá cada vez más peso y prestigio en la Iglesia del futuro.

Realmente, ha merecido la pena -mucho más de lo que yo mismo podía sospechar- el tiempo y el esfuerzo dedicados a descubrir esta «cosa» todavía desconocida, este núcleo, cogollo de la Iglesia de hoy y del mañana. Es, por otra parte, una realidad que, por su vigor, no interesa sólo a los creyentes: lo que sucede en la Iglesia nunca ha dejado de tener consecuencias en toda la sociedad.

Sucesos recientes confirman que hoy, a pesar de las apariencias, este interés por la Iglesia es mayor que nunca. Mientras releo estas páginas, un resbalón, una banal caída, una fractura del Papa ha puesto en febril agitación al mediasystem mundial. Es decir, una «sacra escayola» es suficiente para ser noticia durante días en la aldea de la información internacional.

La propuesta para que indagara sobre el Opus Dei me colocó al principio en una situación algo embarazosa. Se me confió la tarea de satisfacer un amplio deseo de saber más acerca de una «Obra» que se define nada menos que «de Dios».

Este interés de los lectores por la investigación coincidía con mi propio interés profesional, pues como dice uno de esos españoles que ha difundido el Opus Dei por el mundo y que lo conoce a fondo, «la Obra es para los periodistas un tema sensacional: siempre "vende"»...

Que «vende bien» lo sabía también yo, que formo parte del gremio de los escribas. Pero hasta el momento nunca elegí el tema de un libro pensando en que fuera a gustar a la gente, o en que fuera rentable, al menos potencialmente, para los bolsillos del editor y para los míos.

Mi rechazo inicial a indagar sobre el Opus Dei no obedecía a una virtud especial. No quisiera enzarzarme ahora en una discusión con esos moralistas, tan numerosos entre los escritores: gente que falsifican quizá las facturas de los viajes, pero que siempre están dispuestos a indignarse por cualquier cosa; naturalmente por los vicios, las debilidades, las corruptelas de los demás, de todos los demás.

Mi rechazo procedía, en todo caso, de una necesidad. La vida es breve, las fuerzas limitadas: es mejor emplear una y otras en reflexionar e investigar sobre nuestras preguntas más auténticas, sobre nuestros interrogantes más profundos. La preparación de un libro -si se pretende trabajar como Dios manda- requiere años: ninguna contrapartida de dinero o de notoriedad podría recompensar el fastidio, el aburrimiento, el esfuerzo de un trabajo solitario como el escribir, si no respondiese a una necesidad. Si no fuera una elección nuestra, una urgencia que nace de dentro de uno.

Y -al menos en aquel momento- yo no experimentaba inquietud alguna por saber qué era el Opus Dei.

De todos modos, la honradez me obliga a poner todas las cartas sobre la mesa. Por respeto a quien lee, no por alimento de un ridículo protagonismo autobiográfico. Como ustedes saben -y no presumo de ello, pero tampoco lo escondo: así consta en mis libros-, las casualidades de la vida me han ido conduciendo, sin pretenderlo, al cristianismo. Soy feliz en él y no tengo, Dios mediante, intención alguna de abandonarlo.

Pero en esa Iglesia a cuyas puertas he llamado, y que se me han abierto generosamente, nunca he formado parte de grupos, asociaciones, movimientos, confraternidades, órdenes, organizaciones, «obras». Las aprecio y me parece muy bien que existan y que se multipliquen y prosperen. Descubro en ellas los brotes que nacen sorprendentemente, generación tras generación, del viejo tronco eclesial. Colaboro con ellas a gusto, en la medida de mis posibilidades. Pero, gracias a Dios, quien la conoce desde dentro sabe que esta Iglesia no peca de abuso cuando se llama a sí misma «católica», es decir «universal». Desde hace dos milenios, muestra verdaderamente que sabe hacer sitio a los temperamentos, a las vocaciones, a las historias más diversas. La Iglesia acepta incluso a los «perros vagabundos». Como me decía una vez el viejo Henri Fesquet, el colega que inventó en «Le Monde» la información religiosa moderna, «es el más vasto y variado jardín zoológico del mundo, donde hay un rincón para cada especie animal».

Como católico, por tanto, pero ajeno a militancias particulares, conocía del Opus Dei lo que debe conocer quien, como yo, intente vivir personalmente (por desgracia con resultados con frecuencia poco sustanciosos: vídeo bona proboque, con lo que de ahí se deduce) la dimensión religiosa. Más aún cuando se vive profesionalmente de esta dimensión: estudiándola y comunicándola a los lectores.

¿El Opus Dei? Un grupo como los demás en la Iglesia del siglo veinte, quizá más reservado, ciertamente poco amante de las relaciones públicas, no comprensible a primera vista en su realidad y en su espiritualidad. Así pensaba yo, como todos, o casi todos. Esta lejanía quizá se debía también a un exceso de seriedad (por su parte) de algún amigo, miembro del Opus Dei, que me hizo formar la idea de algo humanamente exquisito, religiosamente descolocado y un poco aburrido.

Reserva, austeridad, seriedad, preparación sólida (tanto profesional como teológica), prestigio, influjo socioeconómico; quizá también una pizca de culto a la personalidad en torno a su fundador, el (por el momento) beato Josemaría Escrivá de Balaguer y Albas, llamado invariablemente por sus seguidores «nuestro Padre».

Esta era la imagen del Opus Dei y de sus miembros, incluso para mí, un profesional que debería saber casi todo de lo que se cuece en el melting pot cristiano, y muy particularmente en el católico.

En un par de ocasiones acepté pasar algunas horas en encuentros «públicos» -aunque se precise invitación personal- en el castello de Urio, la residencia del siglo XVIII junto al lago de Como que hombres (y mujeres) del Opus Dei, principalmente jóvenes universitarios y profesionales, utilizan para sus actividades de formación. Y donde tienen también, me parece, una Escuela de hostelería.

Me encontré muy a gusto. Allí experimenté el «estilo Opus Dei»: buena educación, buen gusto en el vestir («Místicos, pero con la corbata adecuada», como ha dicho alguien), sin clericalismos, con una desenvoltura muy «laical», ajena a esa demagogia que confunde la pobreza (la evangélica, no la de los ideólogos populistas) con la cutrez, impuesta hasta a los huéspedes, que equipara el radicalismo cristiano al descuido y al mal gusto, que -entre otras cosas- no siempre son «baratos».

En esta Iglesia actual en la que tantos, por desgracia, parecen convencidos de que una iglesia (entendida como edificio) es tanto más cristiana cuanto más se asemeja a un garaje o -para los más «comprometidos»- a un establo, aprecié la sobria pero resplandeciente riqueza de la capilla (o mejor «oratorio», como me he enterado que prefieren decir), moderna y, sin embargo, proyectada «a la antigua», con la convicción de que sería un delito tacañear en los lugares de culto a Dios; que el plástico, el aluminio y el cemento a la vista son óptimos para las naves industriales, pero pésimos para una iglesia.

Admiré también los sólidos, tradicionales bancos con reclinatorio y dotados entre otras cosas (una pequeña novedad para mí) de pequeñas lámparas individuales para las lecturas espirituales. Los admiré porque no se había cedido ni siquiera a una de las modas más queridas para los clericales «abiertos»: obligar a los pobres fieles a que se sienten en el suelo, sobre almohadones desparramados por el pavimento. Dicen que hace muy «ecuménico», recordando (quizá) las costumbres de los cultos orientales; parece que expresa lo que llaman «un catolicismo adulto». Felices ellos; pero no ciertamente quien tiene más de veinte años.

Podría seguir: olores intensos de cocina que inundan pasillos y habitaciones; limpieza superficial; mobiliario cutre más que pobre; en las paredes, cuadros sin valor o, peor aún, pósters con imágenes políticas o ecológicas, donde antes había pinturas de maestros antiguos...

Por trabajo o por personal interés espiritual, he debido frecuentar tantos lugares por el estilo, y lo digo con una tristeza que no olvida la simpatía fraterna: este es, más o menos, el look de demasiados lugares religiosos de hoy, en el crepúsculo de órdenes y congregaciones religiosas que fueron gloriosas. No discuto (es evidente) la santidad que, ciertamente, se sigue viviendo en aquellos lugares. Pero las apariencias no atraen a quien está fuera de ese «ambiente» y no sabe descubrir lo que hay detrás.

No sucede esto en los Centros del Opus Dei. Al realizar esta investigación, he podido conocer la belleza singular de Urio, «lugar de representación», ciertamente; pero también el aspecto digno -aunque a distinto nivel- de todos los demás lugares de la Obra. Alguien me recordó lo que repetía con frecuencia el beato Escrivá: que se debía descubrir la «mano» de sus hijas e hijos en que el suelo brilla como un espejo; en las cortinas inmaculadas; en que, si se pasaba un dedo sobre cualquier mueble, no se encontraba ni siquiera una mota de polvo. «La limpieza y "el buen gusto", recordaba, no cuestan nada (salvo el esfuerzo necesario para quien vive en ese lugar) y crean un ambiente adecuado para la espiritualidad».

Mis contactos con la Obra y mis conocimientos sobre ella habían sido de este tipo: superficiales y limitados al aspecto externo. Lo cual, por otra parte, no es irrelevante. Hoy menos que nunca, pero tampoco lo era ayer. La sabiduría de la vieja Iglesia -esa sabiduría que tantos parecen haber perdido en estos tiempos, convertidos al irrealismo, con frecuencia inhumano, de esquemas ideológicos- bien sabía que la belleza o al menos el decoro de los ambientes católicos, desde los edificios de culto a los monasterios, constituía un motivo para atraer a los hombres y hablarles de Dios.

Permítanme que -siempre a propósito de lo que sabía (o no sabía) de esta institución- narre una anécdota.

Sucedió hace algunos años, en la sala de embarque del aeropuerto Fiumicino de Roma. Entre la multitud de viajeros que iban a tomar el último vuelo para Milán, descubro el inconfundible y simpático perfil de párroco lombardo, bondadoso y avispado al mismo tiempo, de don Luigi Giussani, fundador y presidente de Comunión y Liberación. Nos habíamos conocido con ocasión de entrevistas y ruedas de prensa, por lo que nos saludamos, y comentamos los motivos del viaje a Roma. «Don Gius», como le llaman los suyos, me manifestó su satisfacción por la visita que había hecho esa misma mañana a monseñor Del Portillo, Prelado (es decir, jefe supremo) del Opus Dei y sucesor del beato Escrivá de Balaguer (1). «Sabe -me dice-, nosotros los de Comunión y Liberación somos los guerrilleros, los emboscados que tiramos piedras. Cumplimos con nuestra parte, provocando de vez en cuando alguna polémica. Pero ellos, los de la Obra, tienen los Panzei progresan como tanques blindados, con las orugas recubiertas de goma. El ruido no 'se oye, pero están ahí, ¡y de qué modo! Y cada vez nos daremos más cuenta, ya lo verá».

Una compañía de carros de combate, por tanto, agregada a la heterogénea tripulación de aquella barca -o arca de Noé, según la comparación de Fresquet y su «zoo»- que ha sido y es la Iglesia. Una buena compañía, compuesta por gente con los uniformes en regla, con el equipo en orden y reluciente. Bien adiestrados, fieles a sus generales: intachables. Pero no son más que una compañía entre las demás, uno de tantos modos -atractivo para algunos, rechazable para otros, también dentro de la Iglesia- de intentar vivir hoy la llamada del Evangelio. Una «espiritualidad», la de Escrivá y los suyos, al mismo nivel que otras que se han desarrollado a lo largo de tantos siglos católicos: carmelita, dominica, franciscana, jesuita, salesiana, pasionista y un largo etcétera.

Así pensaba yo. Ahora no tanto, como les anticipé. Y esto porque he hecho todo lo posible para entender esta «Cosa» de la que desde fuera poco se distingue.

Aquí tienen mi informe. No soy un novato: me publican desde hace mucho tiempo. He visto, he oído -y he dicho- de todo. Por eso, preveo claramente algunas reacciones. Las más polémicas no vendrán, probablemente, de «malignos comecuras», sino más bien de ciertos «buenos católicos». He usado el adjetivo «buenos» sin ironía: a nadie le niego de entrada la buena fe. El mismo don Josemaría manifestaba que la persecución peor le vino -durante toda su vida, y como veremos también después de su muerte- de los buenos de dentro de la Iglesia.

Algunos encontrarán este informe demasiado benévolo, y los más generosos creerán que soy un ingenuo, que no he descubierto el truco que se esconde bajo ciertas apariencias edificantes del Opus Dei. Pensarán que soy un naif del que se han aprovechado, o bien un superficial que no ha sido capaz de descubrir lo que está «debajo» o «detrás».

Otros, menos amables, dirán que esto no es una investigación, como anuncia el título, sino una apología, y además pobremente disfrazada, e incluso «comprada». Y si no ha sido por dinero, lo que ha movido mis dedos sobre el teclado debe de haber sido un prejuicio positivo, quizá una tendenciosidad sectaria.

No me queda otra réplica que la única posible al cronista: hablo de hechos, no de impresiones. Mis afirmaciones se apoyan siempre y únicamente sobre lo que he visto y sobre lo que está en las fuentes escritas, sean o no oficiales. Los que quieran desmentirme, también deben aportar hechos, y remitirse a fuentes. Si alguno es capaz de hacerlo mejor, lo leeré con gratitud. Por mi parte, todo lo que he conseguido recoger (y entender, después de haberlo rumiado a fondo) está aquí.

He pretendido sobre todo comprender -yo en primer lugar- qué es, cómo «funciona» esta Obra, cuáles son los «mecanismos», tanto mentales como institucionales, que la mueven. Ha sido, por tanto, un trabajo de información: ¿y qué otra cosa debe hacer un periodista? Es un trabajo que puede traer beneficios -y no sólo aquí, sino en todas partes- para la convivencia entre los hombres.

No es casual la cita que he transcrito al comienzo del libro, tomada de la obra de un cristiano antiguo, es decir, de alguien a quien la caridad le era especialmente querida: «se deja de odiar en cuanto se deja de ignorar». Otro, en la misma línea, aseguraba que si quieres seguir desconfiando de algo o de alguien, hay que evitar por todos los medios llegar a conocerle. No creo que ni siquiera la Obra, ni siquiera la mítica «mafia» de don Josemaría, escape a esta regla. De todos modos, debe ser el lector quien juzgue.

Por lo que se refiere a mi punto de vista de creyente (que he manifestado con claridad desde las primeras líneas), pienso que puede ser más una ayuda que un obstáculo para entender qué es el Opus Dei. Del mismo modo que es una ayuda para comprender cualquier otra institución cristiana, comenzando por la misma Iglesia. Desarrollo esta idea en el capítulo séptimo, aunque será necesario consultar no sólo ese apartado, sino tantas otras páginas de este informe (lo cual no es más que una pequeña pero debida obra de justicia: la de ser leído íntegramente y no sólo picando de aquí y de allá, porque el libro es una realidad compacta donde tout se tient). Por anticipar lo fundamental a este respecto, diré que cualquier experiencia religiosa puede ser valorada legítimamente sólo con los instrumentos adecuados. Y, por consiguiente, con categorías también religiosas.

Parto de la profunda convicción de los casi ochenta mil miembros del Opus Dei, de todas las nacionalidades del mundo, que obran movidos por una exigencia espiritual y una experiencia de fe. Quien no tenga esto en cuenta, se arriesga a no entender nada. O peor: a entender las cosas equivocadamente, como veremos a continuación.