3.9. Madrid, marzo de 1937

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

José María González Barredo encuentra, por fin, un refugio menos peligroso: el piso del Cónsul honorario de Honduras, en el Paseo de la Castellana, que se halla amparado por una presunta inmunidad diplomática. Los dueños han concentrado casi todos los muebles en dos habitaciones para dejar sitio a muchas personas que están allí refugiadas. Han alquilado además otro piso en la planta de encima.

Don Josemaría se traslada a la Legación de Honduras a comienzos de marzo, con su hermano Santiago. Pocos días después se les unen Álvaro del Portillo y Eduardo Alastrué, un estudiante que antes de la guerra frecuentaba la Residencia de Ferraz. Juan Jiménez Vargas se les unirá también, hacia el mes de mayo.

Pasan la mayor parte del día en una habitación de unos nueve metros cuadrados, con una ventana estrecha y alargada que da a un patio. Sólo disponen de unas colchonetas que extienden de noche y utilizan como asiento durante la jornada. Para no estar ociosos, el Padre ha establecido un horario que siguen escrupulosamente. Por la mañana, temprano, el Padre dice Misa en esa habitación, sobre unas maletas apiladas; los domingos y días de fiesta la celebra en el vestíbulo, para que puedan asistir quienes quieran de los refugiados. Sin ornamentos, utilizando como patena un plato de cristal y como cáliz una taza de oro que le presta la hija del Cónsul, va pronunciando pausadamente las oraciones litúrgicas, seguido por los asistentes con una fe tan intensa que recuerda la de los primeros cristianos en las catacumbas. El Señor permanece reservado en dos cajas redondas de plata, que se guardan en un secreter, sobre el que brilla siempre una lamparilla de aceite. Don Josemaría y los que le acompañan pasan allí largos ratos.

Todos los días, el Padre comenta un pasaje del Evangelio, ayudando a los oyentes a seguir paso a paso los hechos, los gestos y las enseñanzas de Jesús. Álvaro y Eduardo escriben después, de memoria, esas meditaciones y se las pasan a Isidoro Zorzano cuando va a visitarles. Éste se las lleva a los que puede ver, para leérselas.

El Padre y los que le acompañan dedican varias horas al día a profundizar en el estudio de sus respectivas especialidades y a aprender distintos idiomas, pensando, como siempre, en la futura expansión de la Obra...

Un penoso encierro

El ambiente, en la Legación, se hace a veces angustioso, a causa, sobre todo, del número de personas que allí se amontonan. Además, no se puede salir, ni asomarse a las ventanas. Con frecuencia, la tensión aumenta peligrosamente, exacerbada por las noticias alarmantes que llegan del exterior.

A principios de octubre del año anterior, las tropas "nacionales" habían intentado el asalto a la capital y, aunque no lo habían logrado, sí habían conseguido dominar todos los accesos, salvo por el Este. Las tropas republicanas, mandadas por el General Miaja y reforzadas por las Brigadas Internacionales, habían rechazado un nuevo ataque del General Franco, el 7 de noviembre. La batalla, en la Ciudad Universitaria, había proseguido hasta el 23. Para entonces, la mayor parte del personal de las embajadas ya había abandonado Madrid.

El Gobierno republicano sabía perfectamente que muchos españoles habían buscado refugio en distintas dependencias diplomáticas y, una noche, la policía había irrumpido en la Legación de Finlandia (donde ya no estaba Álvaro) y había detenido a 525 personas. Otras cuatro representaciones serían asaltadas también.

Estos acontecimientos contribuyeron a aumentar el nerviosismo de los forzados huéspedes de la Legación de Honduras, por lo que don Josemaría se esfuerza por suavizar los roces inevitables. Todos se dan cuenta, también, de que es el único que no celebra ruidosamente los triunfos de los nacionales. Piensa, sin duda, en las heridas que habrá que curar cuando llegue el momento de unir esas dos Españas enfrentadas mutuamente en lucha fratricida.

El Padre se las arregla para que los que están con él constituyan un factor de paz en la sobrecargada atmósfera de la Legación. Les exhorta a la paciencia y les anima a "crecer por dentro": Los acontecimientos públicos te han metido en un encierro voluntario, peor quizá, por sus circunstancias, que el encierro de una prisión. -Has sufrido un eclipse de tu personalidad (...). -La falta de hojas y de flores (de acción externa) no excluye la multiplicación y la actividad de las raíces (vida interior). Trabaja: ya cambiará el rumbo de las cosas, y darás más frutos que antes y más sabrosos.

Isidoro, por prudencia, tiene que espaciar las visitas. Dos niños -un hermano y una hermana de Álvaro del Portillo- aseguran el enlace con el exterior. Llevan entre los zapatos y los calcetines las meditaciones escritas del Padre.

Don Josemaría sigue confiando en el porvenir de la Obra: ¡Las aguas pasarán a través de las montañas! (Ps. CIII, 10). Pero sufre con su encierro.

Los meses transcurridos han supuesto también para él una ruda prueba física. Un día en que su madre fue a verle no le reconoció más que por la voz. Había perdido más de cuarenta kilos a causa de los sufrimientos, de la escasez de comida y de las privaciones que se había impuesto.

Arriesgando su vida por las calles de Madrid

Pensar en que no puede atender a todas las personas que le necesitan le resulta insoportable. Por eso, tras una primera tentativa a comienzos del verano, resuelve abandonar la Legación a finales de agosto, con una carta del Cónsul que le acredita como empleado de esa Representación diplomática como única documentación. Pobre garantía en caso de que le detengan y le interroguen, pero capaz de hacerle salir del paso ante un control de rutina.

Se instala con un amigo en un piso de la calle de Ayala y, poco después, se les une Juan Jiménez Vargas con una documentación similar a la suya obtenida en el Consulado de Panamá.

Durante varias semanas, arriesgando su vida, reemprende sus idas y venidas por las calles de Madrid. Vestido con un mono azul o un traje de paisano, para visitar a un moribundo, celebrar la Santa Misa o llevar la Comunión a un enfermo, con las Sagradas Formas escondidas en una pitillera envuelta en un saquito de tela adornado con el sello del Consulado y la bandera de Honduras. También lleva la Comunión a los que han quedado allí, visitándolos con frecuencia y animándolos a mantenerse firmes y a profundizar en su vida interior.

Trata igualmente de encontrar a quienes habían tenido relación con la Obra, dispersos por Madrid, pues desea reconfortarlos y sostener su fe. Durante tres días consecutivos, predica unos ejercicios espirituales a los que asisten, entre otros, Isidoro; un joven profesor de una Escuela de Agricultura llamado José María Albareda (con el que había hablado varías veces en la Academia DYA, en 1936) y Tomás Alvira, un amigo suyo. Las meditaciones se suceden a salto de mata y, al terminar, se dispersan, para reunirse luego en otra casa y no llamar la atención.

La persecución religiosa continúa haciendo estragos. Las iglesias siguen cerradas, los monumentos religiosos destruidos, las imágenes mutiladas... El Padre, que sabía dónde estaban todas a fuerza de callejear por Madrid, descubre una que ha pasado inadvertida a la furia iconoclasta. Se trata de una imagen de la Virgen tallada en el pedestal de piedra del monumento a Cristóbal Colón, en la Plaza del mismo nombre. Ahora, al pasar, la mira con afecto y reza por la Iglesia, por el desarrollo del Opus Dei, por su patria desgarrada, por la paz del mundo entero...

Un día, nada más abandonar la Legación de Honduras, había entrado en una tienda de marcos, grabados y espejos y había preguntado al dueño si tenía algún cuadro de la Virgen. Éste, después de asegurarse de que no se trataba de una trampa (el Padre le enseñó su "documentación"), le trajo, de tapadillo, una pequeña imagen, encuadrada con buen gusto, que don Josemaría paga y se lleva. Su vista le sostendrá en los momentos difíciles.