Los barruntos

Libro escrito por Dominique Le Tourneau sobre la estructura y el espíritu del Opus Dei.

Josemaría Escrivá de Balaguer nació el 9 de enero de 1902 en Barbastro, Aragón (España). Sus padres —José Escrivá y Dolores Albás— le transmitieron una piedad recia y sólida, convirtiendo su hogar en una escuela de virtudes humanas y cristianas. Josemaría les vio aceptar, durante su infancia y su adolescencia, con grandeza de alma, unas pruebas muy duras: la muerte de sus tres últimas hijas a lo largo de tres años, la ruina del negocio familiar y tener que comenzar de nuevo desde el punto de vista profesional en otra ciudad, Logroño, en 1915.

A los dos años, Josemaría se curó de una grave enfermedad gracias a la intercesión de la Virgen, a la que sus padres habían acudido con confianza. Fue al colegio desde los tres años y adquirió una honda cultura humanística desde su adolescencia, fruto de sus lecturas de los grandes autores de la literatura.

Al inicio de 1918, un hecho aparentemente insignificante dejó honda huella en su vida. Tenía apenas 16 años cuando cayó una gran nevada sobre la capital riojana. El joven Josemaría advirtió sobre la nieve las huellas de un carmelita descalzo. Al ver aquello, y considerar lo que otros eran capaces de hacer por amor a Dios, brotó en su corazón el deseo de corresponder con plena generosidad al querer de Dios. “Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor (...). Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección. Ya vendría lo que fuera...” ( Meditación , 19.III.1975, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei I , p. 97).

Vislumbró — barruntó — que Dios le pedía algo concreto, cuyo alcance ignoraba. Y para estar dispuesto a esa llamada divina decidió comulgar todos los días, intensificó su vida de piedad y de penitencia, y comenzó a pedir luces en la intimidad de su corazón con las palabras que le dirigió a Jesús el ciego de Jericó: “Señor, que vea” ( Lc 18, 41).

Tenía pensado estudiar Arquitectura, pero cambió de planes para estar más disponible al querer de Dios —de perfiles aún desconocidos— y decidió hacerse sacerdote. En 1918 comenzó sus estudios eclesiásticos en el Seminario de Logroño y en 1920 los prosiguió en Zaragoza, donde el arzobispo, el cardenal Soldevila, al ver sus cualidades, le nombró en 1922, todavía muy joven, Inspector del Seminario. En 1923, con permiso de sus superiores, pudo realizar un antiguo deseo de su padre y comenzó a estudiar Derecho en la Universidad Civil de Zaragoza.

Pasó muchas noches en oración pidiéndole luces a Dios para hacer su Voluntad. No le faltaron contrariedades durante esos años de Seminario. Experimentó en carne propia que “el Dolor es la piedra de toque del Amor” ( Camino, 439). Consideraba años después en una meditación, que estar con Jesús “es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios” ( Amigos de Dios, 301).

El 28 marzo de 1925 fue ordenado sacerdote en la capilla del Seminario. El día 30 celebró su primera Misa en la Basílica del Pilar, en sufragio por el alma de su padre, fallecido cuatro meses antes.

Nada más ordenarse le destinaron a una parroquia rural en Perdiguera, un pueblecito cercano a Zaragoza. En mayo de 1925 regresó a la capital del Ebro, añadiendo a sus encargos pastorales la catequesis de niños pobres de las barriadas extremas, las visitas a las familias necesitadas, la capellanía de una iglesia y la ayuda a sus hermanos sacerdotes.

Siguió estudiando Derecho en Zaragoza, realizando un intenso apostolado con sus compañeros de universidad. Mientras tanto, para mantener económicamente a su familia (su madre, su hermana mayor Carmen y su hermano pequeño Santiago, nacido en 1919) daba clases de Derecho Romano y Canónico.

En marzo de 1927, con permiso de su obispo, se trasladó a Madrid, que era la única ciudad española en aquel tiempo en la que era posible doctorarse en Derecho Civil. Allí gastó sus mejores energías pastorales como capellán del Patronato de Enfermos, una obra de beneficencia y enseñanza para los más pobres y necesitados.

Fueron años de intenso trabajo sacerdotal: visitas a enfermos de los diversos hospitales de la capital, exponiéndose al contagio de enfermedades como la tuberculosis; catequesis a los niños de los suburbios (preparó a miles para la Primera Confesión y la Primera Comunión); atención a cientos de familias pobres y necesitadas... Años después, al recorrer de nuevo aquellas zonas de extrema pobreza, recordaba: “Cuando tenía veinticinco años, venía mucho por todos estos descampados, a enjugar lágrimas, a ayudar a los que necesitaban ayuda, a tratar con cariño a los niños, a los ancianos, a los enfermos; y recibía mucha correspondencia de afecto, y alguna que otra pedrada...”. (Lázaro Linares, Antes, más y mejor , p. 160).

Fue un tiempo de sacrificio callado, de oración intensa, de ardiente devoción a la Virgen y exigente vida ascética, siempre con una petición brotándole de lo más hondo del alma: ¡Señor, que vea!