San Josemaría capellán de enfermos, confesor…

Los fines de semana tenían lugar en el Patronato toda suerte de actividades. Para el capellán, el preludio de atenciones pastorales comenzaba a primera hora en el confesonario.

Los sábados venían a Santa Engracia los pobres enfermos de los barrios más cercanos, aquellos cuyas dolencias no les impedían llegarse hasta el Patronato, donde recibían cuidados materiales y espirituales, en el ambulatorio y en la capilla. Luego, los domingos era el turno de los niños y niñas de las escuelas que las Damas Apostólicas tenían en las distintas barriadas. Confluían todos en Santa Engracia, y don Josemaría los iba confesando. 

Tan ingente era el número de los que allí acudían, que una de las ayudantes de las Damas recuerda cómo una prima suya, llamada Pilar Santos, «ante la cantidad de enfermos que se atendían, de niños que se confesaban o hacían la Primera Comunión, decía: — Aquí, en el Patronato, es todo por toneladas».

Y no es siquiera ponderada exageración lo de que todo se hacía por toneladas. En el año de 1928, por ejemplo, se atendió a 4.251 enfermos; se confesaron 3.168 personas; se administró la extremaunción a 483 moribundos; se celebraron 1.251 matrimonios; y se confirieron 147 bautismos. Las estadísticas hablan por sí solas, siempre que no se pierda de vista que el preparar para el casamiento religioso a personas largos años en situación irregular, o el conseguir que decidieran confesarse gentes apartadas de la Iglesia, requería más de una visita de persuasión y cristiano forcejeo, particular no detallado en los Boletines estadísticos.

El capellán se fue incorporando, voluntariamente, a las obras de misericordia del Patronato. Primero a las labores de formación doctrinal que, como la "Obra de la Sagrada Familia", se tenían en Santa Engracia. Y luego, poco a poco, se vio metido en las actividades alejadas de ese centro. Entre éstas había una que las Damas consideraban como "la predilecta". Se trataba de la "Obra de la Preservación de la Fe en España"; «obra difícil, ingrata, de mucho gasto y, por consiguiente, de gran lucha». Era, efectivamente, un apostolado de choque, que se producía en las calles de los barrios bajos al tener que enfrentarse con una aparatosa propaganda anticatólica por el cinturón proletario de Madrid. De la noche a la mañana surgían barracones que servían de escuelas laicas o protestantes. Las Damas aceptaban el desafío y levantaban escuelas en esa misma vecindad, emulando a las sectas para impedirles que se hiciesen con el alma tierna de los niños.

En 1928 las Damas disponían en Madrid de 58 escuelas, con un total de 14.000 niños. (Hasta cierto punto, tales cifras eran consecuencia de la emulación apostólica ante el crecimiento de escuelas anticatólicas). Así también, de rechazo, a los servicios del capellán —y sin que formase parte de sus estrictas obligaciones— vino a sumarse el encargo de preparar anualmente a unos 4.000 niños para la primera Comunión. La catequesis eucarística consistía en darles algunas pláticas y charlar con cada uno de ellos para averiguar su entendimiento y disposiciones, después de haberles explicado a fondo lo concerniente a la recepción del Sacramento durante tres días.

Por supuesto, don Josemaría no recorría las 58 escuelas, una a una. Quienes no estaban demasiado lejos del Patronato iban a Santa Engracia para la misa, confesiones y catequesis. Pero repartidas por Madrid, en barrios extremos, había otras seis pequeñas iglesias o capillas que dependían de las Damas Apostólicas. Por desgracia, no tenían sacerdote fijo. Se buscaba y no se hallaba otro remedio que la buena disposición del capellán. «Era muy bueno —refiere una de las auxiliares de las religiosas—, estaba siempre disponible para todo, jamás nos ponía dificultades». Y no se le cayó de la memoria a don Josemaría el tiempo consumido en las confesiones de aquellos niños pobres:

Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más.

Como su nombre da a entender, el Patronato de Enfermos era un centro asistencial de gente pobre, que iban a Santa Engracia para ser intervenidos en la clínica o ingresar en la enfermería. Las Damas y sus auxiliares correteaban además las calles de Madrid visitando a enfermos y moribundos, aliviando de paso la miseria espiritual de gentes que carecían de la más elemental instrucción religiosa.

Para situar en su debida perspectiva el celo apostólico del joven capellán del Patronato es preciso sumar a las ya mencionadas actividades esta otra labor de las visitas a domicilio. Casos en los que era imprescindible el auxilio del sacerdote, porque había que confesar, casar o preparar a bien morir, aprisa y corriendo. Y, fuera de las urgencias, que eran constantes, don Josemaría tenía fechas fijas para las visitas de turno. Las vísperas de los primeros viernes de mes iba a oír confesiones y al día siguiente llevaba la Comunión a esos enfermos. El resto de las semanas hacía un recorrido eucarístico los jueves, en un coche prestado a doña Luz Casanova; los demás días utilizaba el tranvía o iba a pie. Muchos de los enfermos vivían en lugares apartados o de difícil localización. Pero las distancias nunca fueron problema para don Josemaría, quien, sin hacerse de rogar, se trasladaba de uno a otro de los cuatro puntos cardinales de la capital. Don Josemaría —refiere Josefina Santos— «lo mismo llevaba la Comunión a los enfermos que vivían en Tetuán de las Victorias, que en los alrededores del Paseo de Extremadura, que en Magín Calvo, o en Vallecas, Lavapiés, San Millán, o por el barrio del Lucero o la Ribera del Manzanares».

Por lo regular, el capellán no se tomaba un rato de ocio. Todas sus horas estaban sobrecargadas de tareas apremiantes. Antes o después de las clases en la Academia, se pasaba a ver algún enfermo. Asunción Muñoz, la Dama encargada de las urgencias y casos de difícil desenredo, describe sus memorias: «Había, muchas veces, que legalizar su situación, casarlas, solucionar problemas sociales y morales urgentes. Ayudarles en muchos aspectos. Don Josemaría se ocupaba de todo, a cualquier hora, con constancia, con dedicación, sin la menor prisa, como quien está cumpliendo su vocación, su sagrado ministerio de amor.

Así, con don Josemaría, teníamos asegurada la asistencia en todo momento. Les administraba los Sacramentos y no teníamos que molestar a la Parroquia a horas intempestivas».

En vista de la buena soltura del capellán, era natural que le lloviesen encargos. Los recibía risueño. Los cumplía «con gusto, con placer, alegremente, prontamente, sin oponer nunca dificultades». Y es que «los enfermos para él eran un tesoro: los llevaba en el corazón».

En cierta ocasión una de las Damas Apostólicas se había interesado por un enfermo. Se trataba de un moribundo, cuyos antecedentes eran rabiosamente anticlericales. La religiosa acudió a don Josemaría; quizá el capellán pudiera hacer algo, a pesar de que el enfermo había entrado ya en coma.

Iba yo hacia la casa de este pobre hombre —refiere el capellán—, en su calle (Cardenal Cisneros) recordé cómo, al darme la nota del enfermo, protesté, diciendo: es tonto creer que voy a poder hacer nada. Si está delirando, ¿va a dar la coincidencia de encontrarle en condiciones de confesar? En fin, iré y le absolveré sub conditione.

Siguiendo su costumbre de rezar algo a la Virgen María al ir a visitar cada enfermo, recitó un "acordaos" —nos cuenta—, pidiendo que el moribundo pudiera ser absuelto sin condición. Ya en la casa, los vecinos le avisaron que nada podía hacer. Poco antes se había presentado allí un sacerdote de la parroquia, que se marchó sin confesarle porque el enfermo no había recobrado el conocimiento. No se desanimó el capellán. Llamó por su nombre al viejo moribundo:

—¡Pepe! Me respondió en seguida muy acorde. —¿Quiere Vd. confesar? —Sí; me dijo. Eché a la gente fuera. Se confesó, ayudándole yo mucho, como es natural. Y recibió la absolución.

«Le queríamos mucho y estábamos a gusto con él —dice Margarita Alvarado de don Josemaría—, porque siempre solucionaba los problemas». Si surgía un caso comprometido, si un enfermo en peligro de muerte se resistía a recibir los sacramentos, se confiaba el encargo al capellán, con la certeza de que «se ganaría su voluntad y le abriría las puertas del cielo».

Uno de estos casos fue el de un enfermo gravísimo, del que las religiosas del Patronato le hablaron con pena, porque se negaba a recibir al sacerdote. Don Josemaría anotó lo sucedido con aquel moribundo, tozudo pecador:

Llegué a casa del enfermo. Con mi santa y apostólica desvergüenza, envié fuera a la mujer y me quedé a solas con el pobre hombre. "Padre, esas señoras del Patronato son unas latosas, impertinentes. Sobre todo una de ellas"... (lo decía por Pilar, ¡que es canonizable!) Tiene Vd. razón, le dije. Y callé, para que siguiera hablando el enfermo. "Me ha dicho que me confiese..., porque me muero: ¡me moriré, pero no me confieso!" Entonces yo: hasta ahora no le he hablado de confesión, pero, dígame: ¿por qué no quiere confesarse? "A los diecisiete años hice juramento de no confesarme y lo he cumplido". Así dijo. Y me dijo también que ni al casarse —tenía unos cincuenta años el hombre— se había confesado... Al cuarto de hora escaso de hablar todo esto, lloraba confesándose.

Entre los centenares de enfermos que tuvo que atender en sus años de capellanía en el Patronato, nunca le faltó al sacerdote, a través de su ministerio, la eficacia infalible de la gracia. «No recuerdo un sólo caso —asegura Asunción Muñoz— en el que fracasáramos en nuestro intento». Afirmación tan absoluta, tan sin excepciones, no resulta fácil de creer. Con todo, el capellán no la mitiga, la da por buena y valedera, asegurando que, en sus visitas a los enfermos en la época del Patronato, por la gracia de Dios, siempre había conseguido confesar a todos antes de su muerte.

Normalmente, se proveía al capellán de una "hoja" con la fecha, nombre y domicilio de los enfermos. Y, como puede comprobarse por las hojas que se han conservado, el sacerdote, que siempre andaba corto de tiempo, estudiaba la lista y la reordenaba, estableciendo un plan de recorrido eficaz y aprovechado. Esas listas, que solían componerse de cinco o seis enfermos, suponían caminatas de varios kilómetros por lugares inhóspitos, chapoteando en el barro en el invierno, con nubes de polvo en el verano, pisando inmundicias y montones de basura. Muchos de esos recorridos comenzaban en el centro de la capital y se perdían en los arrabales, entre hileras desiguales de chabolas, sin orden ni concierto. Hojas hay en que aparece el domicilio del enfermo, pero sin el nombre de éste. Casos hay en que las señas no son completas. Y otros en que parece que se ha elaborado aposta una ruta a salto de caballo por el ajedrez de las calles madrileñas

Algunas de las listas son increíbles. La del 17 de marzo de 1928, dedicada a confesiones de enfermos, recoge 13 nombres. Lo asombroso son las distancias. Las direcciones van del centro de Madrid (barrio de Embajadores) hasta el barrio de Delicias en el sur, pasando luego por la Ribera de Curtidores y volviendo a Francos Rodríguez, ya en el barrio de Tetuán de las Victorias, al norte de Madrid. No eran raros los recorridos de más de 10 kilómetros.

Casos hay, por ejemplo, la hoja del 4-VII-1928, que no da el nombre del enfermo nº 6, pero sí dónde habrá que hallarle: «Zarzal 10, carretera de Chamartín, poco antes de llegar, mano derecha, donde hay un depósito de gasolina». Debió de costarle dar con las señas, porque el sacerdote añade de su puño y letra: Antes hay una pescadería. Es probable que conservase las hojas para facilitar ulteriores visitas, por el carácter de las anotaciones o tachaduras posteriores de nombres y direcciones.

En fin, el joven capellán, siempre dispuesto a emprender una caminata para atender a cualquier enfermo, se iba a pie o en tranvía hasta las mismas afueras de la capital, de manera que con frecuencia cruzaba de cabo a rabo la población, en busca de almas lisiadas o moribundas. Con el ejercicio, las suelas de sus zapatos se desgastaban muy deprisa. Su gozo, en cambio, crecía a medida que aumentaban las cargas pastorales.

A la gracia de Dios, que tenía en abundancia, unía don Josemaría mucha mano izquierda. Como observa María Vicenta Reyero, todo el mundo quedaba contento, «y los enfermos que visitábamos a domicilio pedían que volviese él a confesarlos y no otro». De existir complicaciones, siempre les quedaba a las Damas el recurso del capellán, como se sugiere en una hoja del 2-II-1928: «Tiene grandes líos, desea confesarse, sería conveniente fuera Don José María».

A veces le cogían de improvisto, en plena calle, casos in extremis, no programados en las listas. Así sucedió, por ejemplo, un día en que pasaba cerca del parque del Retiro, no lejos de la Casa de Fieras. A uno de los guardianes del zoo, destrozado a zarpazos y dentelladas por los osos, le metían precipitadamente en una Casa de Socorro. Consiguió el capellán entrar tras el herido, que, por señas, manifestó querer confesarse. Allí mismo le absolvió.

Los años de su capellanía en el Patronato de Enfermos fueron de un trabajo agotador, al borde de su resistencia física, y al límite de la resistencia de su estómago, porque muchas veces lo único que podía dar a los mendigos que le pedían limosna por la calle era el bocadillo del almuerzo. Al final de la jornada, cuando las Damas pasaban por la capilla, veían al capellán con la cabeza entre las manos, de rodillas y apoyado en el altar, haciendo oración junto al sagrario, durante horas.

Entre las notas del Patronato de Enfermos que conservó don Josemaría hay un papel con letra grande y trazos firmes —escritura inconfundible del capellán— que dice: Fac, ut sit!. Por aquellos meses de 1927 y 1928, aquel joven sacerdote seguía implorando por un ideal divino que presentía en sus barruntos sobrenaturales, entreverados de locuciones, que anunciaban la proximidad de ese algo tan deseado. Con ansias apostólicas, ardiendo por dentro, cantaba entonces a voz en grito:

Cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur?; he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: ecce ego quia vocasti me!, aquí estoy, porque me has llamado.