La cercanía de Dios

Por un itinerario contemplativo-reflexivo parecido al que acabamos de recorrer hablando de la Bondad y la Misericordia, la intimidad divina que brota de la filiación divina vivida hasta sus últimas consecuencias nos da luz también sobre otros atributos divinos; y al profundizar en ellos, vuelve a crecer la vida espiritual, deseando corresponder más a ese Amor divino inagotable.

La inmensidad de Dios y su omnipresencia, por ejemplo, aparecen así como una presencia activa, viva y efectiva de Dios en cada hijo suyo; como una realidad concreta, amorosa e íntima para el alma; una presencia de un Padre “interesado y ocupado” en las cosas de su hijo, pequeñas y grandes, trascendentes y anecdóticas. El alma siente de verdad que su Padre Dios sólo tiene ojos para ella; y su vida en Cristo y la presencia activa del Espíritu no dejan de recordárselo y de moverle a obrar en consecuencia.

Análogamente, la Eternidad divina se experimenta como la plenitud de esa presencia y donación amorosa de Dios a cada uno en cada instante, volcando en el interior del alma toda la riqueza de su ser divino: una participación en el eterno entregarse del Padre al Hijo y al Espíritu Santo. No es una eternidad al margen de mi tiempo, sino una eternidad volcada en mi tiempo, al que llega a proporcionar valor de eternidad; y en todo esto, la Encarnación del Verbo juega de nuevo un papel decisivo, pues el alma descubre ahí hasta qué punto a Dios le interesa de verdad todo lo humano y temporal.

Toda esta realidad subyace, por ejemplo, a lo expresado en este punto de Camino, del que hemos reproducido ya unas palabras al principio: “Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando (…) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos”.

O a estas otras consideraciones y recomendaciones de Santa Teresa de Jesús: “Sin duda lo podéis creer que adonde está Su Majestad está toda la gloria. Pues mirad que dice San Agustín que le buscaba en muchas parte y que le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo ni para regalarse con El, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija”.

Desde otra perspectiva, la eternidad de Dios como ausencia de principio y de fin, conmueve también al santo por lo que supone de prolongación infinita del amor de Dios por cada uno. Así lo expresa San Francisco de Sales: “Considera el amor eterno que Dios te ha manifestado, pues antes que la humanidad de Jesucristo padeciese por ti en la Cruz, su Divina Majestad te llevaba presente en su soberana bondad y te amaba desde el principio. Pero ¿cuándo comenzó a amarte? Cuando comenzó a ser Dios. Y ¿cuándo comenzó a ser Dios? Nunca, pues no tiene principio ni fin; y, por tanto, te amó siempre, desde toda la eternidad; y desde toda la eternidad te tenía preparados los favores y las gracias que te ha concedido”.

En estrecha relación con lo anterior, la inmutabilidad deja de ser un atributo fundamentalmente negativo, que parece alejar a Dios de nosotros, y se desvela más bien como una vida llena de intensa actividad, rica y perfecta, que se vuelca en cada alma con verdadero amor paterno. Hasta tal punto que, en esa intimidad filial, el alma siente, por ejemplo, que Dios se “conmueve” al ritmo de sus personales experiencias, como todo buen padre reacciona con amor paterno ante los sentimientos, las necesidades y las inquietudes de su hijo.

Ciertamente, Dios no se conmueve en el sentido de sufrir un cambio, pero sí en cuanto vive con toda la intensidad de su infinito amor su relación con nosotros, como vivas e intensas son las relaciones en el seno de la Trinidad. Es decir, Dios ama de verdad y “vive” su amor por cada hijo y cada hija; y por tanto, participa realmente en todas sus vicisitudes, aunque no las sufra en el sentido en que esa expresión pueda significar imperfección.

Aún así, el santo suele llegar más lejos todavía; porque, a través de la Humanidad de Jesucristo, comprende que Dios ha querido acercarse también a los aspectos pasivos de esas experiencias de sus hijos: ha querido “humanizar” su amor, sin dejar de ser divino. Y esto le conmueve profundamente por doble motivo: porque Dios se le hace así más cercano, sin duda; pero también porque no deja de ser Dios: porque -insistimos una vez más- lo grandioso y conmovedor es, sobre todo, que es mi Padre y mi Dios inseparablemente; y que Jesús es el Hombre-Dios que me abre los secretos de la intimidad divina, sin rebajar ni un ápice toda su grandeza al entregárnosla.

Contemplémoslo desde otro ángulo: la conciencia de la paternidad de Dios significa descubrir que Dios tiene verdaderos “sentimientos paternales”, en lo que tienen de perfección de amor; acciones divinas que el alma enamorada siente realmente como “nuevas”, “distintas” en cada momento de su trato íntimo con Dios, en la medida en que se sabe amado como hijo concreto, distinto de otros hijos, y al que le pasan cosas distintas cada día y cada hora, que no son indiferentes para un amor verdaderamente paternal y maternal.

Sólo desde esa perspectiva se puede atisbar la hondura teológica que existe tras consideraciones íntimas de los santos, como la que paso a reproducir, en boca de Santa Teresa del Niño Jesús, y vencer la tentación de clasificarlas superficialmente como, por ejemplo, “ingenuidades piadosas de una niña”:

“Me he formado del cielo una idea tan elevada, que a veces me pregunto cómo se las arreglará Dios, después de mi muerte, para sorprenderme (…) En fin, pienso ya desde ahora que, si no me siento suficientemente sorprendida, aparentaré estarlo por darle gusto a Dios. No habrá peligro alguno de que le haga ver mi decepción; sabré ingeniármelas para que él no se dé cuenta. Por lo demás, me las arreglaré siempre para ser feliz. Para lograrlo, tengo mis pequeños trucos, que tú ya conoces y que son infalibles… Además, con sólo ver feliz a Dios me bastará para sentirme yo plenamente feliz”.

¿Realmente se puede pretender “engañar” así a Dios? Por lo menos, me atrevo a asegurar, dándole la vuelta al texto de la santa, que el Señor se las habrá ingeniado para que a Santa Teresita le parezca que ha conseguido engañarle; porque ante un alma tan fina, un corazón paterno como el de Dios no puede más que rendirse.

Finalmente, sin pretender agotar la lista de atributos divinos, observemos también cómo la omnipotencia de Dios toma otra perspectiva desde esta intimidad filial con él: no es un poder que me domina y sojuzga, sino que está “a mi servicio”, del que incluso llego a participar, porque soy su hijo y heredero, con todas sus consecuencias. Su providencia no es la propia de un vigía o controlador, ni -peor aún- la de un titiritero que moviera los hilos de mi vida como si fuera una marioneta; sino la que reflejan los desvelos de un Padre amoroso, continua e intensamente preocupado del bien de sus hijos; incluida, ante todo, su libertad, donada en la creación y reconquistada para nosotros por Jesucristo en la Cruz.

Texto extraído de La conciencia de la filiación divina, fuente de vida espiritual (Artículo de Javier Sesé publicado en “Scripta Theologica” 31 (1999/2), 471-493)