Una trayectoria espiritual

Testimonio de Mons. Adolfo S. Tortolo, Arzobispo de Paraná. Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina Capitulo de “Así le vieron”, libro que recoge testimonios sobre el Fundador del Opus Dei

En Roma primero, en Buenos Aires después, traté a Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Los contactos fueron pocos pero profundos. Ambos queríamos conocernos, y a Dios gracias nos hemos conocido.

EL HOMBRE

La contradicción es herencia de todo aquel que quiera imitar y seguir a Jesucristo. Es realidad en los grandes hombres; más rea­lidad aún en los grandes santos.

Toma formas diversas y no siempre es tumultuosa y ostensible. No es raro puntualizar «la sorda contradicción» de alguien. No siempre proviene de los malos; muchas veces proviene de los bue­nos, y hasta de los mismos santos.

Pero también hay personas que están predestinadas a ser el blan­co de una profunda y larga contradicción. Dios nos precisa a todos, aun con los defectos que tengamos, para realizar las maravillas de su gracia. ¡Qué útiles les fueron al Señor el odio de Saulo y los peca­dos de Agustín!

Pero ocurre esto especialmente con los grandes caracteres o con esos santos sobre quienes pareciera que Dios asentara la historia en un determinado momento.

Los grandes caracteres como los violentos espirituales no pue­den no chocar y no pueden no convertirse en signos de contradicción.

Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer fue un gran carácter, un gran corazón, una gran voluntad, una gran riqueza humana. Su si fue siempre sí, su no fue siempre no. Surgido el Opus Dei se agrandó el horizonte espiritual y se hizo más intensa la contradic­ción de los hombres, sobre todo de los buenos.

El Opus Dei creció demasiado pronto y demasiado alto. No le cabía esconderse bajo la mesa, por cuanto la luz estaba puesta sobre la montaña. Imposible no despertar sospechas, sobre todo en quienes sólo conocían el Opus Dei desde lejos, corticalmente, rodeados de prejuicios.

También un día Jesús se vio envuelto en la misma trama del «rumor» maldiciente. Y se opinó y habló sobre Él mediante juicios marcadamente opuestos.

Monseñor Escrivá de Balaguer conocía demasiado bien el trato preferencial de Dios con sus elegidos. Y aceptó con entereza las regias del juego del accionar de Dios y del accionar con Dios.

Supo aprovechar todo: lo bueno y lo malo. A las críticas surgidas respondió con la hermenéutica del discernimiento sobrenatural. Esas mismas criticas, pasadas por el filtro de la gracia y de la luz de Dios, le fueron útiles para ajustar vocablos, para precisar obje­tivos, pero sobre todo lo afirmaron en la perenne tensión de agradar a Dios y de cumplir su voluntad.

Esas mismas críticas tuvieron la virtud de provocar las fuerzas latentes, ocultas en el fondo del alma, como le ocurriera a Moisés con la roca en el desierto.

Su personalidad se fue robusteciendo hasta hacer de él un hombre monolítico. Por eso a la Obra pudo imprimirle una excepcional con­sistencia, que se traduciría muy pronto en una gran expansión y en no menor profundidad.

A lo largo de este proceso, en medio de cuya complejidad se dejó siempre trabajar por Dios, fue cristalizando lo que sería su vocación personal y su carisma: servir mandando, concretamente como padre, como reflejo de la paternidad divina.

Logró así un interior indiviso que, al acumular fuerzas, se volcó a cada uno de los objetivos con seguridad, con firmeza, con eficacia.

Por otra parte, fue por fuera lo que fue por dentro y a la inversa. Siempre dueño de sí mismo.

Era lógico que no todos descubrieran su perfil humano, como su perfil sobrenatural, y no acertaran a ver en plena luz al «homo Dei». Pero también es cierto que Monseñor Escrivá de Balaguer nunca tuvo interés en proyectar popularmente su persona. La popu­laridad –tentación fácil– no llegó a morderle por dentro.

Juzgándolo dentro de nuestra época -dentro del mundo actual- podríamos definir su persona como el hombre que no tuvo compromiso alguno, excepto el de amar a Dios y darse por entero a Él; bien determinado a servir a los hombres, como exigencia del amor de Dios.

Esta unidad de objetivo despertó en él la voluntad de amar a Dios a lo grande, buscando siempre lo mejor, dentro de una profunda libertad de espíritu.

Su personalidad eclesial fue hondamente marcada por su con­ciencia y su experiencia personal del Cuerpo Místico. Fue hombre de Iglesia y la amó apasionadamente, cuyo rostro visible fue el Papa, al que quiso servir como al mismo Cristo, cualquiera fuere su nom­bre. Su piedad sacerdotal fue piedad doctrinal, hacia la cual orientó y nutrió no sólo su espíritu, sino también el de todos aquellos que aceptaran su dirección.

El don de su libertad interior, la firmeza de su juicio y la pre­ferencia por el trato directo se debió en parte a su estirpe hispana.

Ignoro qué le dio su tierra, cuál fue el aporte que el pasado le traspasara congénitamente, cuáles fueron los imponderables que con más vigor actuaron sobre él. Pero es indudable que el alma cristiana de Occidente le transfundió la necesidad de convertir la propia vida en una aventura, jugándosela por un ideal.

Camino - uno de sus libros- es la expresión clara de una pode­rosa y envidiable energía interior, de su incapacidad para cualquier componenda, pero también de su capacidad para convertir en rea­lidad lo que humanamente es imposible.

EL CARISMA

El carisma es una gracia, es una realidad sobrenatural. Es cali­dad y cualidad teológicas. Es dado a un hombre en beneficio de la comunidad eclesial. Su número es infinito, porque Dios es ina­gotable y lo son también sus dones.

Los carismas son irrepetibles como es irrepetible la persona humana, portadora y agente del carisma, comunicado gratuitamen­te al hombre, al cual instrumenta en vista a la eficacia del carisma. Don de Dios por medio de los servidores de su Reino, de los ope­rarios de su Viña, de los constructores de su Iglesia.

El carisma compromete al poseedor. Debe cultivarlo. Pero, sobre todo, debe proyectarlo límpido y total sobre la Iglesia.

El carisma actúa en la dirección que le es propia por su disposición divina. Normalmente, por su propio dinamismo, el carisma pasa al acto y tiende a producir sus frutos.

Estas expresiones configuran un don de Dios dado a la Iglesia –o a los hombres- por el ministerio de otro hombre, y cuyo carácter misterioso exige una constante fidelidad al Espíritu Santo.

Monseñor Escrivá de Balaguer fue poseedor de muchos caris­mas. Pero uno lo fue en grado eminente. Intuyó a Cristo y al hom­bre, la vida humana y la vida divina, el fluir de la Historia y la recrea­ción del mundo. Dios que sigue trabajando y el hombre incitando a trabajar con Dios.

Intuyó las posibilidades infinitas del amor cuando desciende del Corazón de Dios y asciende y retorna a Dios pasando por el corazón de los hombres.

Intuyó todos estos elementos no separados, sino orgánicamente fundidos en una síntesis sobrenatural que quiere actuar desde el interior de cada hombre.

Y vio entonces a la luz de la fe que todo esto es parte primordial de la tarea, del trabajo que Dios se ha impuesto a sí mismo. Es el Opus Dei en una doble acepción: Dios es poseedor y es «factor». Es la obra -el opus– que Dios posee, y es la obra –el opus– que Dios realiza.

Vio entonces con meridiana claridad que cada hombre, como toda sociedad humana, está llamado a compartir la tarea de Dios trabajando con Él codo a codo.

Y penetró más hondamente aún. Sólo es posible trabajar juntos –Dios y el hombre–, participar de su tarea, si hay santidad. Dicho de otro modo: para participar de la acción de Dios hay que par­ticipar de su vida. Y participar de su vida sólo es posible por la adhesión vital a Dios y por la unión con Él: Adhesio Deo et unio cum Deo.

«Aprehendió» la intuición y, sin vacilar, se dejó guiar por el impulso de la gracia; y el Espíritu de Dios le certificó internamente que su misión sería dinamizar a los hombres –a cualquier nivel– hacia la recristianización y transformación del mundo, pero desde dentro del mismo mundo. Vio con absoluta claridad y certeza que sólo hombres renovados podrían renovar el mundo y entendió tam­bién con absoluta claridad que la renovación de estos hombres se llama santidad.

Quedaron definitivamente fijas y ciertas estas dos realidades. santificar a los hombres para darle gloria a Dios. y por medio de estos hombres transformar el mundo sin sacarlos de él. Dios te pre­cisa en el lugar que te ha puesto, parece ser la consigna permanente de Monseñor Escrivá de Balaguer para todo adherente a la obra.

El carisma se le hizo carne, y se puso en manos de Dios, ansioso de ser él el primer trabajador por Dios en su nueva visión de la vocación cristiana.

Y Dios puso su firma a través de los hechos. Y los hechos reveladores son los siguientes: un hombre de un solo canto, en cierto modo hombre de piedra, de firmeza desusada, conversador con Dios, solícito y preocupado por los hombres, exigente amigo de la verdad, y de su plasmación en grandes ideas y en grandes obras, aferrado a principios –puestos hoy en duda o margina­dos–y ver a este hombre, a este sacerdote, convertido en padre de incontables hijas e hijos a los que ha venido traspasando su propia alma.

Más aún: conoció el valor y la promesa que en sí misma lleva el alma de un joven, su generosidad, su idealismo, su coraje. Pero conoció también la inestabilidad del joven, el tumulto de las con­cupiscencias, las flaquezas del corazón.

Y sin embargo, por instinto sobrenatural, por impulso del caris­ma recibido, Monseñor Escrivá de Balaguer apuntó al joven, a quien, en un acto de amor sobrenatural, le exigió todo. Y los jóvenes le respondieron sí.

Monseñor Escrivá de Balaguer, tomando el camino inverso al que tomaron muchos otros, pidió siempre mucho a quienes qui­sieron seguirle. Y el método fue eficaz: los jóvenes le dieron mucho, le dieron todo. Por eso el sí de los jóvenes ha tenido una desconocida eficacia: son muy pocos los que vuelven los ojos atrás.

De su constante conversación con Dios aprendió Monseñor Escrivá de Balaguer a preocuparse de veras por los hombres. Conoció el valor de las élites actuando de fermento en la masa. Y mientras se empeñó en la formación de cada persona humana, se empeñó en darle claro estilo, contenido y forma de vida auténticamente evangélica y eclesial.

Por último, quisiéramos añadir lo siguiente: Dios sigue traba­jando. Su tarea quedará preferentemente oculta hasta el final de los tiempos. Dios sigue incesantemente operando. Abarca todo este tan complejo universo. Quiere el Señor restituir a este mundo aque­lla nobleza divina con que saliera de las manos de Dios, y cuyo exponente fue el hombre.

El Opus Dei es de Dios y no de Monseñor Escrivá de Balaguer, como nos diría él mismo. Quienes lo integran quieren diluirse en este constante quehacer de Dios. A través de Cristo y por su inser­ción en él, quieren hacer suyas las preocupaciones y afanes del Padre Celestial, al que ofrendan cuerpo y alma, mente y corazón. Le ofrendan todo del mejor modo posible con el noble estilo de los hijos de Dios.

Pero quiso que María, Madre de Dios, fuera también Madre del Opus Dei. Como en él nunca tuvieron lugar las medias tintas, entendió lo de Madre en sentido propio.

El secreto de su extensión, ¿no será la respuesta de la Madre y su precio por haberla querido en el corazón del Opus Dei?

Artículo publicado en LA NACIÓN

Buenos Aires, 1–VII–76