Un proyecto de felicidad

Textos referidos a la predicación de San Josemaría sobre la familia extraídos del libro "Como las manos de Dios" de Antonio Vázquez (editado en Palabra).

"Como las manos de Dios", textos referidos a la predicación de San Josemaría sobre la familia.

Pocas cosas se persiguen con mayor ahínco que la felicidad. Unos y otros corremos tras ella y si no la encontramos nos la inventamos con falsas apariencias para mostrar que hemos tomado posesión de un tesoro tan buscado. El Fundador del Opus Dei, que sabía mirar por debajo de los semblantes con entrañas de misericordia, comentaba una mañana en Sao Paulo a un gran grupo de personas: La gente está triste. Hacen mucho ruido, cantan, bailan, gritan, pero sollozan. En el fondo del corazón no tienen más que lágrimas: no son felices, son desgraciados. Y el Señor a vosotros y a mí nos quiere felices. Es cuestión de identificar dónde se encuentra la auténtica felicidad, para no engañarnos con falsos sustitutivos que, antes o después, acaban desvaneciéndose. Para que no quepan equívocas o falsas comparaciones que nos hacen mirar las gallinas del corral ajeno como si fueran pavos, San Josemaría nos da las señas de identidad de la autentica alegría, que no es cascabeleo de risa tonta, algo animal. La alegría, fundada en la esperanza en Dios, es algo muy hondo; no tiene por qué manifestarse externamente y es compatible con el cansancio, es compatible con el dolor, que Dios permite, pero que hemos de sobrellevar con el garbo de un hijo de Dios.

Todo proyecto de matrimonio sitúa en el horizonte una expectativa de felicidad. Cuando esta ilusión no se ve cumplida en la intensidad y forma previstas, nos abrasa una inquietud tan creciente que puede convertir en cenizas las intenciones mejor abrigadas. Ante la progresiva o súbita frustración se ponen en marcha los mecanismos de defensa, con múltiples manifestaciones, que podrían sintetizarse en dos puntos a los que hemos hecho referencia: el culpable es el otro cónyuge o la causa es la propia institución matrimonial, que se nos antoja insoportable. A priori, este planteamiento encierra tal falacia que raramente se encuentran caminos de solución, porque, de nuevo, la fantasía nos ha jugado una mala pasada y nos falta la madurez suficiente para reconocer y recorrer la distancia que separa el ideal de su realización. Desearíamos ver reconocido nuestro derecho a la felicidad como un mandato constitucional y gratuito, sin aceptar, en la práctica, que el camino de la felicidad está dentro de nosotros mismos y que para andarlo ha de conocerse cuál es su sentido.

En una primera aproximación, la felicidad es aquello a lo que todos aspiramos, aun sin saberlo, por el mero hecho de vivir. Es una simiente divina que Dios ha colocado en el interior de cada hombre. La confusión empieza cuando pretendemos identificarla y la situamos en un sentimiento, un placer, un estado o un hábito; todo esto son parcelas. Es preciso percatarse de que la felicidad es una condición de la persona misma, de toda ella, es decir, está en el orden del ser. Por lo tanto le afecta por completo y podría decirse que es "esférica". Se trata de vivir como personas, la felicidad ya vendrá.

De ahí que la felicidad nazca de la conformidad íntima entre lo que se quiere y lo que se vive. Cuando se rompe esa unidad, aparece un hueco, un vacío, un desgarro, que hay que suturar. Es evidente que, dada la fragilidad humana, con frecuencia se producen esas heridas que es preciso grapar con la aceptación de la debilidad propia y el perdón de la ajena . Pasarán los años y podremos tener la existencia zurcida de cicatrices pero gozar a la vez de una gran felicidad. Paradójico, pero cierto.

Muchas equivocaciones tienen su origen en la falta de conocimiento de la raíz y las condiciones de esa felicidad que tantas veces nos cuesta distinguir entre sus sustitutivos o subproductos, tales como el bienestar, el éxito o el placer. El Prof. Yepes apunta que la felicidad exige la plenitud de desarrollo de todas las facultades humanas, la armonía del alma, y que ésta, considerada desde fuera, se consigue si hay un fin , un objetivo que unifique los afanes, tendencias y amores de la persona y dé unidad y dirección a su conducta. Los clásicos acostumbraban a decir que la felicidad es ese "bien" último al que todos aspiramos, sin vacilar en concluir que sólo podía encontrarse en el Bien Absoluto, es decir, Dios. La felicidad no es, pues, un problema teórico sino algo práctico pues consiste en "hacer" el bien. Algo que se confecciona día a día.

Dios desea nuestra felicidad, antes, más y mejor que nosotros mismos. Su proyecto de felicidad para cada uno es inmensamente más amplio y profundo que el que se le puede antojar a cualquier persona en los distintos momentos de su vida . Si nos ha dado la existencia por amor y al amor nos llama , no cabe duda de que anhela que seamos felices amando.

Para constatar esta verdad, a escala reducida, sólo hay que observar cómo los padres situamos la felicidad de nuestros hijos como el primer objetivo de nuestras vidas. Sin embargo, esta noble y vehemente aspiración no nos eclipsa la realidad de que toda felicidad está cuesta arriba . Basta con mirar a algunos de ellos sudar en la preparación de los exámenes. Desde nuestra experiencia, somos conscientes de que, como comenta en tono amablemente irónico el Profesor Leonardo Polo, todo éxito es prematuro, por lo que, con un mínimo de sensatez, hemos de desear para ellos una felicidad que no tenga fin.

A menudo,esta mirada tan clara para ver la situación de nuestros hijos, se nubla y traduce en descontento, cuando analizamos la nuestra. Al correr tras la felicidad, chocamos con una aparente contradicción: la limitación física, psicológica y moral de todo ser humano, puede desalentar, desorientar, y dejar crecer la hierba de la frustración. Al hurgar un poco en el corazón del hombre, parece escucharse una queja, con distintos argumentos, pero con el mismo sentimiento de lamentación: quiero ser feliz ¡ya!...¡Hoy y ahora ! Hay como un gran clamor que la reclama como inalienable derecho.

Exactamente esa misma urgencia la tiene Dios. Cuando en el Sermón de la Montaña nos ofrece la mayor de las dichas -bienaventuranzas- empieza por anunciarlas desde ahora mismo. Su Encarnación, su presencia en esta tierra, es la mayor garantía. Jesucristo es la felicidad en grado sumo y ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Ni en un momento dejó de ser infinitamente feliz, aunque la amabilísima Voluntad de su Padre no le privó de trabajos y padecimientos.

San Josemaría, identificado con ese proyecto divino, cuando hablaba de la felicidad unía inseparablemente la felicidad temporal y la eterna. Lo afirma como quien lo tiene bien probado: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra.

Basta mirar su vida para percatarse de que no anduvo por un lecho de rosas. Desde muy niño experimentó el dolor y la contradicción, y sus últimos años fueron una continua oblación por la Humanidad entera. Por el medio quedaron enfermedades, maledicencias, deslealtades, calumnias, incomprensiones y lágrimas, muchas lágrimas...porque, como alguna vez nos dijo, sólo las bestias no lloran. No es exagerado concluir que experimentó un muestrario de dolores. Sin embargo fue feliz y mostró ese camino a millares y millares de hombres y mujeres de todas las razas y culturas. Su felicidad, su alegría, era tan contagiosa que llamaba la atención a quien lo trataba. Hay unas palabras suyas que descubren el secreto de esta aparente contradicción, entre dolor y alegría bien trabados. Con mucha frecuencia, -recuerda - no pocas personas me han comentado con asombro la alegría que, gracias a Dios, tienen y contagian mis hijos en el Opus Dei. Ante la evidencia de esta realidad, respondo siempre con la misma explicación, porque no conozco otra: el fundamento de su felicidad consiste en no tener miedo a la vida ni a la muerte, en no acogotarse ante la tribulación, en el esfuerzo cotidiano por vivir con espíritu de sacrificio, constantemente dispuestos -a pesar de la personal miseria y debilidad- a negarse a sí mismos, con tal de hacer el camino cristiano más llevadero y amable a los demás .

Se trata de hacerle frente a la vida con gallardía, no desafiante, pero inconmoviblemente confiada. No hay nada, ni nadie, que pueda arrebatarle la felicidad a un hijo de Dios. Es el amor quien genera nuestra felicidad, aun en medio de cualquier desventura. En frase breve e incisiva lo plasma el San Josemaría en Surco : Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado . Tenemos demasiado miedo a la más leve molestia, e inmediatamente nos sentimos desazonados. Quizá es la simple contradicción ante un plan que cualquier circunstancia adversa nos ha desbaratado. Otras veces será la incomprensión ajena o la enfermedad, real o ficticia. Hay mil formas en las que puede producirse el encuentro con el dolor. Con todo, el ladrón más peligroso es el que está dentro de la casa, y por ello la mayoría de las veces es el capricho personal no satisfecho, o el deseo más profundo de imponer nuestra "santa" voluntad, lo que se escenifica en tragedias que la fantasía levanta sobre un decorado de cartón.

En esta misma dirección, vuelve a ofrecernos una fórmula cuasi mágica: Sin mortificación, no hay felicidad en la tierra . Suena a paradoja pero no es una contradicción. Quien lo dude que pruebe. Es muy posible que en determinados episodios de su vida haya logrado paladear esta gran verdad, cada vez que ha pisoteado su capricho, su comodidad, o su amor propio para ceder ante el otro. Quizá la medicina ha podido ser un poco amarga al tragarla, pero el bienestar logrado compensa con mucho la molestia.

Es pavoroso el recelo ante el dolor y el desconocimiento práctico de lo que supone la Cruz. El miedo nos atenaza, nos nubla y nos impide ver lo que hay detrás. No nos hemos enterado de que la verdadera Cruz genera siempre felicidad. " Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será...una Cruz, sin Cruz ". La diferencia está en llevarla de mala gana o abrazarse a ella. No es una fórmula simplemente especulativa, porque San Josemaría no era dado a enunciar teorías. Hablaba desde la experiencia probada en cabeza propia.

Todo esto es posible: recuerdo la emoción con la que una chica evocaba, pasados los años, una visita al museo del Prado. Acompañada de su padre recorría una de las salas, cuando se detuvieron ante un Cristo con la Cruz. Mientras ella, entonces adolescente, reparaba en los detalles, su padre, hurgando en sus adentros, le hizo notar el título del cuadro: -Mira, no pone Cristo cargado con la Cruz, sino Cristo abrazado a la Cruz. No dijo más y continuó andando. Al día siguiente, la protagonista se marchó al museo para buscar una reproducción de aquel cuadro.

Amor, entrega, luchar contra la comodidad, matar el yo; en esa dirección nos tropezaremos con la felicidad, porque la primera condición es no buscarla . El hombre busca la felicidad por el camino del amor, y está en lo cierto, pero el amor sólo es amor cuando renuncia a la propia felicidad. Se puede decir que la felicidad es más un resultado que una intención. Así se lo recuerda a los casados de forma concreta San Josemaría: Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás -también en el matrimonio- puede ser dichoso en la tierra con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo.

Precisar algunas ideas, no es suficiente. Hay que estar convencidos que la blonda de la felicidad requiere cada día muchas puntadas. No se teje con efluvios momentáneos del sentimiento, ni con borbotones esporádicos de cariño, o luces de bengala en circunstancias particularmente venturosas. Para señalar los atajos, el Fundador de Opus Dei ofrece a los matrimonios algunos puntos de referencia. El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad. Se trata en definitiva, de airear el alma, olvidándonos de nosotros mismos para adquirir, poco a poco, lo que él calificaba de sano prejuicio psicológico , para pensar siempre en los demás.

Para cerrar estas leves pinceladas es bueno recordar que nada de esto se adquiere en un día. Uno de los mayores enemigos de nuestra felicidad es la impaciencia. Tenemos demasiada prisa por sentirnos felices, sin caer en la cuenta de que a esa madurez se accede -como anota J.B. Torelló- por sucesivas crisis que hay que apuntalar para no caer en la infidelidad o la infelicidad, las dos tumbas del proceso hacia la madurez.